Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX (8 page)

BOOK: Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX
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Durante cuatro días los hermanos Escudero permanecieron encerrados en el fuerte de San Diego. Mientras tanto los militares negociaban con las casas comerciales el precio de las cabezas de los dirigentes populares acapulqueños. En los libros mayores de contabilidad de las empresas aparecen registradas misteriosas salidas de dinero. Según Mario Gil, la colecta realizada entre los dueños de las casas comerciales ascendió a treinta mil pesos (una verdadera fortuna en aquella época) destinados al coronel Sámano y el mayor Flores. Al capitán Morlett le habían ofrecido la cantidad de diez mil pesos de premio y Reginaldo Sutter añadía la promesa de darle la mano de su hija Ernestina, de quien estaba enamorado el pistolero.

Mientras tanto, en el fuerte de San Diego, Felipe pasaba el rato tocando el violín. Había convenido con su esposa que tocaría a ciertas horas para que se supiera que estaban vivos. Una y otra vez, las notas del vals
Evelía
, su canción favorita, se repetían.

El día 20 de diciembre la transacción llegó a su fin y a media noche fueron sacados los hermanos Escudero del fuerte en un camión de la fábrica La Especial, propiedad de los gachupines. Los custodiaba un grupo de militares comandados por el capitán Morlett y los pistoleros de Rosalío Radilla y Reginaldo Sutter. En el camino Felipe trató de rebelarse y se enfrentó a patadas a un soldado, pero fue reducido.

El camión se detuvo donde se habían interrumpido las obras del camino hacia Chilpancingo y fueron conducidos hacia el poblado de Aguacatillo; Juan era llevado en hombros por sus hermanos. A la una de la madrugada los tres hermanos Escudero fueron colocados ante una barda y fusilados. Para que sus fantasmas no retornaran de la muerte, Felipe, que tenía veintidós años, recibió catorce tiros de rifle; Francisco, de treinta, siete impactos. Tras el fusilamiento, el capitán Morlett le puso la pistola a Juan en el nacimiento de la nariz y le dio el tiro de gracia.

Al amanecer del día 21, el campesino Leovigildo Ávila encontró los cuerpos. Se acercó a ellos y descubrió que uno de los tres hermanos aún vivía: era Juan Ranulfo Escudero. Al ver al campesino le pidió que buscara a Patricio Escobar en el poblado de La Venta para levantar una declaración sobre quiénes habían sido los autores del asesinato de sus hermanos. Las autoridades de La Venta, atemorizadas, se negaron a levantarlo y llevarlo a Acapulco para que fuera atendido. Tenía siete heridas de bala en el cuerpo, pero el tiro de gracia había resbalado sobre el hueso sin entrar al cráneo.

Cuando en Acapulco comenzó a llegar el rumor de que Juan y sus hermanos habían sido asesinados en Aguacatillo, una enorme procesión de hombres y mujeres abandonó la ciudad. Cuando los dueños de las casas comerciales escucharon el rumor de que Juan R. Escudero estaba vivo, no lo podían creer. Uno de ellos envió a un hombre a darle un recado al médico y vicecónsul norteamericano Pangburn, diciéndole que si trataba de curar a Escudero, de volverlo de nuevo a la vida, ellos lo iban a matar a él.

Pero Juan estaba vivo cuando a media tarde llegaron los primeros grupos. Poco a poco, una multitud se reunió en torno a los cuerpos de Francisco, Felipe y Juan. Éste decía, según los hombres y mujeres que tenía más cerca y que escuchaban sus extraños y rotos balbuceos: «Sigan adelante, que nuestra muerte no haya sido en vano». La multitud esperaba el segundo milagro. En un camión de redilas, manejado por el Señor Ponce, concuñado de Francisco, Juan fue cargado para ser conducido a Acapulco. El pueblo avanzó detrás del camión.

A las siete de la noche, dieciocho horas después de que lo hubieran dado el segundo tiro de gracia en su vida, en el lugar llamado El Raicero, en el camino de Acapulco a Chilpancingo, por el que tanto había peleado, Juan Ranulfo Escudero, de treinta y tres años, murió en brazos de amigos y compañeros.

¿Un acto de locura?. La transformación de Friedrich Adle

El joven Adler

Era el hijo favorito de la socialdemocracia europea. Resumía sus mejores virtudes y sus más sanas pasiones. Había nacido en 1879 y al inicio de 1914 tenía treinta y cinco años y era una combinación de nervios en tensión, capacidad de raciocinio, vocación de servicio, voluntad de entrega, coherencia en el discurso, buena pluma. Todos lo querían. Hijo de Víctor Adler, el dirigente más importante del socialismo austríaco, Friedrich Fritz, era doblemente el heredero natural de una socialdemocracia pujante, que lentamente imponía en una Europa autócrata el parlamentarismo y llevaba a la práctica proyectos sociales innovadores: casas para trabajadores, reducción de jornadas, leyes de libertad de opinión, combate contra la miseria, leyes que atacaban la insalubridad, el trabajo infantil. El progreso era un caballo trotón y alegre, lento pero consistente, sin freno. Y se daba la batalla por el sufragio universal y se triunfaba. Sindicatos, grandes partidos, capacidad para integrar sin nacionalismos estrechos el gran mosaico de nacionalidades que era el Imperio austrohúngaro; sorprendentes avances electorales.

Friedrich era, además de uno de los periodistas favoritos de los lectores de izquierda, un reconocido físico, invitado frecuentemente como profesor por universidades extranjeras y un excelente organizador y orador. El partido reconocía estas virtudes y lo había nombrado su secretario general, cargo que, en la estructura de la socialdemocracia austríaca, estaba más vinculado a las tareas de organización que a las de la dirección política.

Había representado en las conferencias internacionales a los socialistas austríacos y también a los suizos, en la etapa en la que fue profesor en Zúrich. Casado con una emigrada rusa también socialdemócrata, era un padre de familia relativamente feliz, hasta donde estas crónicas de superficie se permiten averiguar.

Y entonces, hubo un atentado en Sarajevo y Austria declaró la guerra a Serbia, y el pretexto que las lógicas imperiales estaban esperando, el breve impulso que desataba la inercia se produjo y los sables bélicos se afilaron en toda Europa. Los socialdemócratas hicieron en la Conferencia Internacional Socialista de Bruselas un último intento por frenar la guerra. Los Adler, padre e hijo, asistieron, y por primera vez representaban dos tendencias diferentes. Mientras que Víctor era extraordinariamente pesimista, Friedrich planteaba la posición de principios que había acompañado a la socialdemocracia desde sus orígenes: no a cualquier guerra imperial o colonial, no a las conquistas, no a la expansión de los mercados y el control territorial sobre la base de la carnicería.

La visión de Adler padre era coincidente con la de la mayoría de los delegados, teñida de posibilismo y fatalismo: se decía que «no podremos evitar la guerra, la guerra es popular entre la población; a lo más y con suerte limitarla, impedir la entrada en guerra de la Rusia zarista». Y se movían las pantomimas, las justificaciones ideológicas, el baile de máscaras, al fin y al cabo el zarismo es el gran reducto autoritario de Europa, quizá se pueda limitar el conflicto. Nadie en la mayoría de la conferencia se acordó de los principios, eran material negociable. En su pujante paso hacia el progreso la socialdemocracia se había vuelto parte del sistema, había vendido el alma al diablo.

La voz de la sensatez decía: no hay que romper y colocarnos en una ilegalidad que sería antipopular, a lo más tratar de limitar el conflicto. El resumen llamaba a intensificar la campaña antibélica. La minoría de la que formaba parte Friedrich, así como los futuros zimmerwaldianos, proponía acciones más radicales pero no prosperó; todo era cautela, miedo a perder el espacio conseguido.

Y se miraban entre ellos, un tanto avergonzados, y opinaban. El pragmatismo devoraba los principios. Víctor Adler votó los créditos de guerra en el Parlamento austríaco; Friedrich le dijo a su padre que eso era «una traición».

El mundo de Friedrich Adler se desmoronó mientras en las trincheras comenzaba la carnicería. Como secretario del partido se negó a irse a Suiza, donde lo invitaban a participar en un periódico que mantuviera los principios de la Internacional y el socialismo; retornó a Viena a tratar de impulsar su propuesta pacifista. Se le acercaban mujeres que portaban rumores a través de maridos heridos, cartas que hablaban de la masacre en los campos de batalla, recibía informes de arrestos policíacos, mujeres y hombres ahorcados acusados de traición, internados en campos... todo bajo una brutal censura. Y Friedrich escribía en los periódicos socialistas historias que caían mutiladas bajo el lápiz rojo del censor, como la de un soldado socialista que escribió un poema contra la guerra y fue condenado a la horca por traición. Y a pesar de los límites movilizaba lo imposible y lograba que al soldado se le permutara la pena por la de sólo cinco años de trabajos forzados. Pero la eficiente maquinaria socialista que había conocido en sus mejores momentos era un monstruo jorobado y débil, atrapado en una red de conciliaciones y censuras.

El atentado

Durante los dos años siguientes, Friedrich Adler sobrevivió en el interior del partido dando una lucha permanente contra la tendencia mayoritaria, pero estaba convencido de que la política de «paz sin anexiones» que él proponía estaba condenada, porque la mayoría no estaba dispuesta a enfrentarse frontalmente al Estado, y sabía que la autopreservación de la socialdemocracia era superior en términos de inercia a la voluntad de sus principios.

Durante estos años barajó varias opciones: siempre existía la posibilidad de emigrar a Suiza y organizar desde el exterior la campaña contra la guerra, pero entendía que eso era una manera de abandonar el terreno del combate.

En algún momento de la mitad de 1916 comenzó a circular en su cabeza, ante la desesperación en que se encontraba, la necesidad de romper la inercia existente con un acto simbólico.

Tenía un revólver comprado en 1915. Comienza a pensar en realizar un atentado. ¿Un socialdemócrata pasado al anarquismo? Él cree en la acción de masas. ¿Qué son los actos de los individuos en la vorágine de lava de la historia? Sí, no. No, sí.

Es un hombre delgado, de larga barba, mirada transparente, los demonios van por dentro, sufre del corazón y se ha vuelto extremadamente nervioso. La tensión de la guerra ha acentuado estos rasgos. Elabora una lista de los hombres que eran responsables de la carnicería bélica:

  • El fiscal doctor Mager, un hombre menor.
  • El ministro de Justicia Hocherburger, un traidor, un ex demócrata reconvertido en absolutista al que despreciaba.
  • El Conde Berchtold, ministro de Relaciones Exteriores, que últimamente estaba fuera del circuito del poder.
  • El conde Risza, jefe del gobierno húngaro.

La lista llegaba siempre a un mismo personaje: el conde Stürghk.

«Era de un calibre muy superior al de aquellos que sufren su opresión, no era un pillo, sino un hombre con un propósito definido y una voluntad indestructible, reconstruir el absolutismo en Austria. Era un personaje que invitaba al respeto».

El 18 de octubre de 1916, padre e hijo se enfrentaron violentamente en una reunión de la dirección del partido socialdemócrata y Víctor terminó diciéndole a Friedrich: «Eres un provocador, parece que quieras que te expulsen del partido».

¿Cómo funciona la mente, cómo va cobrando forma la complejidad de las relaciones entre la voluntad y las dudas? Friedrich se compromete a dar una conferencia en un club obrero de Viena el 22, compra entradas para ir con su esposa Katia ese mismo día a la ópera; verán
Ariadne
de Richard Strauss.

El día 20 de octubre un edicto volvía ilegal hablar en la prensa del restablecimiento del régimen parlamentario. Incluso se había prohibido, con intervención policíaca, un inocente debate en la universidad sobre el régimen constitucional. La censura impide que el diario del partido, el
Arbeiter Zeitung
, informe de estas noticias.

El 21 de octubre de 1916 Friedrich Adler se levantó una hora antes de lo acostumbrado; no hubo ningún síntoma visible que permitiera pensar que había decidido matar a un hombre. Se despidió de Katia y de sus hijos y se fue a la oficina del Partido Socialdemócrata del Imperio Austrohúngaro. La noche anterior había quemado algunos documentos en su despacho, pero ni siquiera esto era inusual. Quizá el único indicador externo de que las rutinas se romperían en mil pedazos es que él, de naturaleza desprolijo, se había vestido con particular elegancia. En el portafolio llevaba su revólver; lo había sacado de la estantería, donde descansaba habitualmente entre los libros. A la una salió a comer, contra su costumbre, cogió un tranvía y se dirigió hacia el restaurante del hotel Meisel und Schadn, donde solía comer el Conde Stürghk.

Un momento de miedo al llegar a la puerta, el conde podía haber cambiado de hábitos y decidido comer en otro lugar, los escoltas o la policía podían impedirle acercarse.

Stürghk estaba allí. Friedrich lo ve, sentado a una mesa; entre ambos se interpone una mesa con una mujer. Friedrich duda, teme herirla, desconfía de su puntería, de su entereza. Pide de comer casi sin consultar el menú. Cuando los camareros se retiran, avanza hacia la mesa del conde, saca el revólver del portafolio y dispara tres veces apuntando a la cabeza. Quiere gritar, se había propuesto gritar: «Abajó el absolutismo, queremos la paz»; no recuerda si logra hacerlo, no lo recordará. La garganta se le cierra. Probablemente lo haya dicho en voz baja.

Son las 2.45 de la tarde. Friedrich Adler se queda inmóvil al lado del cuerpo del Conde Stürghk esperando la detención. Pregunta si está muerto; se lo confirman.

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