Read Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX Online
Authors: Paco Ignacio Taibo II
En los recuerdos de un viejo escuderista aparece la reseña del juramento que Juan realizó en su media voz de lisiado ante la tumba de su padre: «Compañeros en la vida / compañeros en la muerte / las frases que hoy dirige mi garganta / son las frases que mi padre os vertiera / si en esta hora para nosotros santa / Dios a la vida lo volviera. / Herido el corazón nos deja con orgullo en este suelo / donde compartió la mitad de su vida / amando a sus hijos / y al Dios de los cielos (en eso le dio como un vahído y nada más alcanzó a pronunciar: “Adiós, padre venerable, / descansa en paz”, y cayó desmayado por un ataque)».
Juan R., muy afectado, tuvo que dejar la presidencia municipal en manos de Cirilo Lobato y de Ernesto Herrera. El mayor Flores, por su parte, enfrentaba desde el inicio del año la insurgencia campesina que se había desatado en la costa. El 18 de enero desarmó a la policía de La Sabana y amenazó ir con las fuerzas de la guarnición sobre el palacio municipal de Acapulco. Cuatro días más tarde, Escudero telegrafiaba a su amigo Adolfo Cienfuegos, que vivía en la capital, pidiéndole que tratara de intervenir cerca del presidente de la República para impedir una nueva agresión como la del 11 de marzo del año anterior.
Sin embargo, Flores no atacó el palacio, sino que se desplazó hacia las zonas agrarias donde el POA tenía una nueva base de sustento. En palabras del agrarista Francisco Campos, Flores «comenzó a recoger armas y licencias municipales de todos los campesinos de la región de Acapulco hasta la Unión de Montes de Oca, así como el parque que encontró. Una vez que había hecho la requisa de armas de los campesinos, se radicó en Tecpan de Galeana e, inventando un probable levantamiento, hizo prisionero en San Luis de la Loma al señor presidente municipal de Tecpan, don Amadeo Vidales […]; este señor es un comerciante honorable que paga los mejores precios de ajonjolí, de algodón y lo odian los españoles porque dicen que les ha ido a descomponer el negocio. Dada esta explicación queda de manifiesto que el mayor Flores está puesto en esa región para salvaguardar los intereses españoles, pues hizo un cargo de rebelión al señor Vidales».
Flores prosiguió con sus correrías en la zona, y el 10 de marzo, acompañado de las guardias blancas de los caciques, asesinó a Lucio de los Santos Vargas, presidente del Comité Agrarista de San Luis de la Loma diciéndole: «¡Ten tu tierra, hijo de la chingada!», cuando pedía que no lo acabara de matar. Flores actuaba en defensa de los intereses del latifundista español Ramón Sierra Pando.
En el puerto,
Regeneración
estaba sometido al acoso de multitud de periódicos financiados por los comerciantes gachupines. Desde las páginas de
El Suriano
, dirigido por Muñúzuri;
El pueblo
, dirigido por H. Luz;
El Rapé
de Reginaldo Sutter;
El Liberal
de Carlos Adame, y
El Fragor
de Domingo González, se bombardeaba a la administración municipal acapulqueña y se hacían elogios a las «fuerzas vivas» de la región que habían «levantado Acapulco de la miseria». Entre las calumnias más repetidas estaba la de señalar a los Escudero como promotores de una rebelión militar en proceso de organización.
Conforme el año avanzaba, las tensiones crecían. Felipe y Francisco Escudero esperaban en cualquier momento que se produjera un atentado contra alguno de ellos. Felipe, como tesorero municipal, se veía obligado a recorrer las calles del puerto, y lo mismo le sucedía a Francisco, que trabajaba en el despacho de recaudación de rentas del distrito. Gómez Maganda recuerda: «En los últimos meses de 1923, ambos recorrían el diario camino armados de pistolas y en la diestra un rifle calibre cuarenta y cuatro. Algunas veces, cuando Felipe iba a diligenciar una solicitud de amparo al juzgado de distrito, me encargaba durante ese tiempo su carabina, diciéndome: “Si los enemigos vienen en plan de ataque, ¡dispara! si no sientes miedo; pero en caso contrario, corre a donde estoy y entrégame el arma”».
Las provocaciones de los militares eran frecuentes. El 29 de agosto hacia las nueve de la noche, el subteniente Castellblanch y el cabo Linares habían golpeado y amenazado de muerte a dos miembros del POA en el jardín Álvarez. Cuando un día más tarde el ayuntamiento los multó por estos hechos se presentaron junto con la pandilla de Otero y estuvo a punto de armarse en el palacio municipal un tremendo zafarrancho.
Así llegó el 16 de septiembre, fecha en la que, so pretexto de la celebración de las fiestas patrias, Juan R. lanzaba incendiarios discursos contra el régimen colonial español aún viviente en Acapulco. El año anterior, a pesar del reciente atentado había «hablado por boca de sus ayudantes» en un acto en el que por primera vez la comuna de Acapulco celebró las fiestas patrias sin recibir ningún tipo de subvenciones de comerciantes. Este año era especial, y Escudero, apoyándose en su «voz» (Alejandro Gómez Maganda), lanzó un discurso más fogoso aún que los de costumbre. Si la tensión era tremenda en el puerto, en las zonas agrarias no lo era menos. El vicecónsul norteamericano informaba a Washington: «Corren rumores de que un levantamiento antiagrarista está por estallar en la costa Grande con centro en Atoyac».
El 10 de noviembre el mayor Flores, en complicidad con el alcalde de Atoyac, había asesinado al líder agrarista Manuel Téllez, y para encubrir su acto acusaba a Escudero ante el gobierno de estar promoviendo guerrillas armadas en la zona.
Iniciándose el mes de diciembre, los acontecimientos nacionales comenzaron a eslabonarse para crear el marco en el que se produciría la tragedia de Acapulco. El día primero el general Figueroa se levantó en Guerrero supuestamente enfrentando al gobernador Neri y no al gobierno central, pero actuando en realidad como punta de lanza de un alzamiento de generales que llevaban como bandera al candidato a la presidencia Adolfo de la Huerta. Pocos días después siguió el general Guadalupe Sánchez en Veracruz. El día 5 de diciembre, Juan R. escribió al coronel Crispín Sámano, jefe de la guarnición de Acapulco, y envió una copia de la carta al gobierno federal. En la misiva, informaba al militar que sabía que los hermanos Osorio estaban armados y rondaban el ayuntamiento y que pensaba que el traidor Ismael Otero podía provocar un motín que sirviera de pretexto para enfrentar al POA con los militares. Sámano ignoró la carta; pues, además de estar comprometido con la futura rebelión, tenía nexos con los comerciantes gachupines del puerto que pedían la cabeza de Juan R. Escudero.
En los primeros días del mes, los escuderistas, siguiendo la política que había trazado Juan R. en la carta a Sámano, pidieron rifles a los militares del puerto para defender al gobierno ante la rebelión delahuertista. Julio Diego fue representante del POA en la entrevista en que se pidieron trescientas carabinas y abundantes municiones. El gobernador había aprobado esta entrega de armas, pero el coronel Crispín Sámano se negó a la petición y tratando de encubrir sus intenciones dijo que no las entregaría porque serían usadas contra el propio gobierno.
El choque tenía que producirse. Poco importaba el contexto nacional, a lo sumo telón de fondo del enfrentamiento clasista que se producía en Acapulco y las regiones aledañas. Si a escala nacional se trataba de ventilar la sucesión presidencial y en torno a Adolfo de la Huerta se levantaban en armas los militares postergados o enfrentados al obregonismo, a escala costeña lo que se jugaba era el predominio del POA y el agrarismo contra las casas comerciales y el latifundismo, dueños del aparato militar de la región. Fueron los endebles nexos del escuderismo con el poder central, y su apoyo electoral a la campaña de Calles para la presidencia, expresado en
Regeneración
, más que el delahuertismo de los militares de Acapulco, lo que empujó a éstos a la rebelión, y desde luego, detrás de esta acción, estaba el oro de los comerciantes gachupines, refulgente guía de la ideología de los militares Crispín Sámano y Juan Flores.
Aun así, los militares dudaron antes de volcarse explícitamente en el levantamiento. Quizá a través del control del telégrafo pudieron seguir la evolución del movimiento en Guerrero durante las primeras semanas del mes de diciembre. Situación que estaba vedada para los escuderistas, porque sus mensajes al gobierno federal fueron bloqueados, a pesar de los intentos de la telegrafista del POA Amelia Liquidano.
Con la violencia a punto de desencadenarse en el puerto, dirigidos por Escudero, que había transformado su casa en cuartel general del movimiento (la «plaza roja» enfrente de la casa estaba permanentemente llena de escuderistas, algunos de ellos armados), los miembros del POA se dirigieron a los barrios y hablaron. A pesar del bloqueo telegráfico, Escudero, artífice desde la silla de ruedas de la resistencia popular, logró hacer pasar un mensaje a los hermanos Vidales en Tecpan y a Rosendo Cárdenas en Coyuca de Benítez. El telegrama para Cárdenas, en clave, lo invitaba a acudir armado al puerto.
A lo largo de la semana las partes enfrentadas se observaban y la tensión crecía. La llegada de los primeros núcleos agraristas fue aprovechada por los dirigentes de los estibadores para organizar una manifestación; grupos de campesinos y trabajadores recorrieron la ciudad dando vivas al gobierno y a Escudero y lanzando mueras a los traidores. No hubo enfrentamientos, porque los soldados permanecieron acuartelados. Les faltaba decisión para lanzarse abiertamente a la insurrección y enfrentar al movimiento popular.
A pesar de la debilidad política del ejército, para los escuderistas era claro que se encontraban en desventaja militar. Durante esos días, se barajaban en la cabeza de Escudero y sus compañeros dos planes: llamar a los agraristas para que vinieran al puerto y sumar sus fuerzas a las de ellos para atacar los cuarteles, o retirarse fuera del puerto, concentrarse y luego caer sobre los militares.
Mientras los escuderistas se organizaban, los militares conspiraban abiertamente con los gachupines. El capitán Castellblanch narra una reunión celebrada en el comedor de la casa comercial La Ciudad de Oviedo a la que asisten los militares Crispín Sámano, el coronel Flores, el capitán Fausto Morlett y el teniente Alarcón, algunos funcionarios federales, la plana mayor del gachupinismo (Sutter, Luz, Muñúzuri) y los jefes de las casas comerciales: Marcelino Miaja y Juan Rodríguez de B. Fernández y Compañía, Jesús y Sigfrido Fernández de Fernández Hermanos (La Ciudad de Oviedo) y Pascual Aranaga y Ángel Olazo de Alzuyeta y Cía.
En esta reunión los militares prontos a sublevarse pidieron un préstamo de cincuenta mil pesos para los «haberes» de la tropa.
Don Marcelino Miaja, que llevaba la voz cantante de las casas, dijo que a ellos les importaba una «hostia» el movimiento delahuertista; y que si estaba metido en él era porque querían la desaparición de Juan R. Escudero, que era una espina clavada en el costado izquierdo.
Dicen que dijo: «Damos los cincuenta mil que nos pide el general Sámano, en calidad de préstamo, porque tenemos fe en su palabra de soldado de que al triunfo nos los va a devolver».
Y luego de hacer una pausa en que cambió miradas con Pascual Aranaga y Jesús Fernández, los otros dueños de las casas comerciales, agregó: «Pero damos diez mil pesos en oro, contantes y sonantes, peso sobre peso, al que mate a Juan Escudero y sus hermanos».
Pocos días antes del 15 de diciembre, Juan mandó un mensaje al presidente municipal (que lo suplía desde principios del año) Ernesto Herrera, para que se preparara a abandonar el palacio municipal, soltara a los presos y se uniera a los agraristas de Coyuca que merodeaban cerca del puerto. Era consciente de que en cuanto los soldados se decidieran «nos echarían a patadas del palacio».
Parece ser que la decisión final fue lanzar el ataque sobre Acapulco, y se pidió al adolescente Gómez Maganda que llevara un mensaje para que los agraristas cayeran en la noche sobre el puerto. La intervención de la madre de Escudero, diciendo que en las condiciones de su hijo esto sería un suicidio, impidió que el mensaje partiera. Juan en aquel momento le dijo: «Está bien, mama, así lo haré, pero no olvides que nos costará la vida». Ante esta situación se montó un plan alternativo. Los dirigentes del POA abandonarían a caballo el puerto en la noche del 15; un grupo de hombres armados protegería la fuga de Juan que iría en ancas con Julio Diego.
En estos momentos, la madre de Juan R., doña Irene, un personaje secundario a lo largo de toda la historia del escuderismo, cobra un lugar fundamental en la trama. Relacionada con el cura Florentino Díaz, comenzó a intercambiar mensajes con los militares acuartelados en el fuerte de San Diego. Éstos, a través del religioso, ofrecieron garantías a Escudero si se quedaba. Juan R., conociendo el valor de la palabra de sus enemigos, insistió en la fuga, pero su madre amenazó con lanzarse a un pozo si él se iba. Ante la presión, el inválido dirigente acapulqueño cedió; junto con él se quedaron sus hermanos. El resto de los dirigentes del POA abandonó Acapulco.
Juan ordenó a sus hermanos que quemaran los papeles del archivo. La quema se hizo en la parte de atrás del patio, donde estaba enterrado el brazo de Juan.
Pocas horas más tarde, una patrulla militar mandada por el capitán Morlett llegó frente a la casa de la familia Escudero. Juan se enfrentó violentamente a su madre diciendo: «¿Dónde están las garantías que te ofrecieron?». La mujer todavía intentó que sus hijos se entregaran pacíficamente y llamó en su auxilio al cura, al que Juan se negó a recibir. Al fin, la patrulla rompió las puertas y detuvo a Juan, Francisco y Felipe Escudero; los tres fueron conducidos al fuerte de San Diego. Todavía hubo un intento de parte de alguno de los seguidores del POA, que se habían quedado en el puerto, de rescatar a los hermanos Escudero, pero nuevamente doña Irene intervino para impedirlo diciendo que si había choques armados matarían a sus hijos. En este caso afortunadamente, porque la enorme mayoría de los costeños que querían lanzarse contra el fuerte estaban desarmados.
Al día siguiente, a las ocho de la noche, los grupos de agraristas de Tecpan y Atoyac acaudillados por Amadeo Vidales tomaban Pie de la Cuesta y cerraban los caminos por ese lado hacia el puerto. Amadeo llamaba a los habitantes al levantamiento popular contra los «delahuertistas» de la guarnición de Acapulco y pedía a los agraristas de costa Grande y costa Chica que se concentraran en torno a la ciudad.