Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX (9 page)

BOOK: Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX
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El partido/el padre

Víctor Adler había pasado la mañana en una reunión parlamentaria, comió en su casa y luego se retiró a su despacho para dormir la siesta. El teléfono, para no alterarle el sueño, había sido llevado por su esposa Emma a la sala; allí la madre de Friedrich recibió la llamada:

«Dicen que su hijo acaba de matar al Conde Stürghk».

Emma, conmocionada, no se lo creyó. Friedrich era incapaz de matar a una mosca. Era pacifista. No se atrevió a darle la noticia a Víctor y llamó a algunos amigos, dirigentes del partido, entre ellos Austerlitz. La noticia corría como pólvora.

Víctor, al ser despertado con la noticia, dijo con una voz que salía de los peores sueños: «Eso no es posible».

Tras una reunión de la dirección, los cuadros de la socialdemocracia austríaca decidieron que la línea central era liberar de responsabilidades al partido. Por la tarde, Adler fue al periódico para fijar la línea política públicamente: el partido no asumía el terrorismo, Friedrich estaba perturbado mentalmente.

Las reacciones

Vladímir Lenin, hablando con Angelika Balabánova, que había conocido hacía tiempo a Friedrich Adler, preguntó que qué clase de mujer era la esposa rusa de Adler, y cuando se enteró de que era una socialdemócrata, comentó sorprendido: «¿Socialdemócrata?, pensé que sería socialista revolucionaria, terrorista y que habría influido sobre su marido. Pero, ¿por qué disparó contra Stürghk? ¿No era Adler el Secretario del PSD austríaco y no disponía por tanto de los nombres y direcciones de todos los miembros de la organización? Si hubiese hecho imprimir un llamamiento y lo hubiese enviado clandestinamente a cientos, a miles de personas, habría actuado con más inteligencia». Lenin no entendía nada; vivía en el fetichismo de la palabra escrita y no entendía el lenguaje de los gestos de un pacifista enloquecido.

Leo Lania, entonces un joven soldado austríaco, registraba al conocer el atentado de Adler: «¿No había demostrado más coraje que los soldados que se dejaban matar siguiendo órdenes absurdas? Tal vez mi puesto no fuese luchar en el frente. La acción de Adler había iluminado la noche de la guerra como un destello luminoso».

La locura

Tras la primera docena de interrogatorios y las primeras noticias del exterior, el profesor de física Friedrich Adler sabía que la línea de defensa que propugnaba su padre, la de la locura temporal, la insania, la demencia, podría salvarle la vida; sabía también que acogerse a esa línea sería condenarse al infierno al quitarle a su acto todo el sentido.

«Luché con vehemencia durante la investigación para establecer el hecho de que mi acto era el resultado de una decisión tomada por un hombre en plenas condiciones de salud mental.

»Protesté contra los intentos de mi abogado, que aunque con buenas intenciones y guiado por su conciencia trató de establecer la línea de defensa basada en la locura.

»Puede ser que sea el deber de mi abogado cuidar mi cuerpo, pero el mío es defender mis convicciones, que son más importantes que el que se cuelgue a un hombre más en Austria durante esta guerra».

Una batalla más importante que la que se libraba entre el Estado que lo quería ahorcar y Friedrich Adler que quería que lo ahorcaran, para pagar la culpa del asesinato y devolverle así la pureza simbólica, se mantuvo entre Friedrich y su defensa (los doctores Gustav y Segismund Popper). Impulsados por su padre, los abogados insistieron en la «demencia temporal». Friedrich insistió en su cordura y apeló a todas las instancias posibles para demostrarla.

En Viena, la ciudad de los alienistas y los psiquiatras, una legión de hombres de las ciencias de la mente se dedicaron al caso, Friedrich fue entrevistado decenas de veces.

Víctor y sus amigos aportaron la terrible historia familiar que hablaba de la locura de su hermana y de las frecuentes depresiones de Emma, su madre.

Un psiquiatra dictaminó que Friedrich era un fanático y que eso explicaba sus actos; otro grupo de doctores señaló que personajes en ese estado de perturbación habían creado grandes obras de arte en la historia de la humanidad.

El trabajo definitivo fue un informe de sesenta páginas producido por los médicos universitarios que confirmaba su estado de salud mental. Friedrich había ganado la batalla.

El juicio

Si bien el atentado no produjo ningún tipo de respuesta inmediata en el Imperio Austrohúngaro, y la chispa que Friedrich quería provocar no encontró su eco en ningún fuego, el juicio que habría de celebrarse meses más tarde, en mayo del 1917, encontraría un ambiente social diferente. Adler ya no era un loco, era un héroe; se había producido la revolución de febrero en Rusia, la guerra había destruido todo oropel de gloria, se había revelado como imperialismo imbécil, crimen organizado, trincheras repletas de cadáveres en putrefacción, vendas sucias, y sordera de cañones.

El gobierno decidió entonces proceder a un juicio lo más rápido posible y entre el 18 y el 19 de mayo se produjo el proceso. La situación política cambiante había influido en el ánimo de los seis jueces y en el del fiscal especial Heidt, quien negoció con Adler que podría pronunciar un discurso de la longitud que quisiera, que podría criticar a la guerra y al sistema gubernamental, y sólo le pidió que no culpara a Austria de haber iniciado el conflicto.

Friedrich optó entonces por una declaración política contra la guerra asumiendo plenamente el atentado. Era consciente de que lo iban a declarar culpable y pedir para él la pena de muerte.

Su discurso reconocía la clara conciencia de la muerte a la vuelta del camino. «Estoy hablando aquí ahora por última vez».

Durante cuatro horas explicó su repulsa a la guerra, como un acto estatal de crimen organizado; la absoluta irracionalidad de ésta, la pérdida en los estados de excepción de los mecanismos democráticos defensivos de la sociedad, su propia impotencia, la responsabilidad del conde Stürghk en la creación de un Estado autoritario, la necesidad de hacer un llamado desesperado a la cordura con lo que parecía un acto de locura. Defendió su salud mental, su responsabilidad, su derecho a morir por lo que había hecho, e incluso trató de diferenciarse de los magnicidas anarquistas: «No creo en los actos de terror individual, creo en el poder de las masas, no soy un anarquista, sigo insistiendo en que la acción de las masas es decisiva, quería establecer las condiciones psicológicas para futuros actos de masas», y con una racionalidad pura, con frialdad, «convencido de que me van a ahorcar», explicó sus actos.

El discurso de Adler circuló por todos lados, clandestinamente, copiado a mano, en periódicos suizos que entraban en Austria, en todos los órganos de la socialdemocracia influidos por la izquierda de Zimmerwald. En el propio periódico de la SD austríaca apareció la primera parte sin cortes, aunque fue censurado parcialmente en otros diarios. Al día siguiente, viendo el efecto que las palabras de Adler estaban causando en la sociedad, el gobierno censuró veinte párrafos de la segunda parte.

Friedrich Adler fue condenado a muerte, pero en ese clima político el gobierno no se atrevió a fusilarlo, previendo una enorme reacción social, y se permutó la pena de muerte por cadena perpetua. Aun así, la SD y sus abogados objetaron el fallo de los jueces señalando que era un juicio anticonstitucional porque se había realizado sin jurado.

La cárcel

Adler, bajo la sorpresa de haber sobrevivido, fue a dar a la cárcel de Strafaustalt Stein un der Donau.

Los días eran largos, las comunicaciones con el exterior, pobres. Se puso a estudiar al científico Ernst Mach, muerto en 1916, un personaje que dudaba de la realidad de la materia y que decía que una ley científica no lo es tal, sino una manera de aproximarse a partir de un conocimiento limitado a la solución de un problema. Producto de estas jornadas escribirá en la cárcel
La conquista del materialismo mecánico de E. Mach
y lo editará en 1918.

Mientras su madre se negaba a creer lo que su hijo había hecho, Friedrich escribía en la celda: «Vivir serio y morir alegre es todo lo que un hombre puede desear».

Epílogo

En enero de 1918, mientras se negociaban los acuerdos de la Paz de Brest, se produjo una oleada de huelgas por toda Austria-Hungría. Se iniciaron en Nestadt y recorrieron el imperio: se paralizaban fábricas de municiones, se iniciaban movimientos que levantaban las banderas de pan y paz, motines del hambre ante la reducción de las raciones. Cuarenta barcos se amotinaron en la bahía de Cattaro, los pabellones rojos se alzaban en los buques, se produjeron arrestos de oficiales y consejos de marinos. Amenazados por baterías costeras y submarinos alemanes, los marinos se rindieron y se produjo una violenta represión. La socialdemocracia amenazó con una huelga general ante los fusilamientos de los marinos. El 12 de noviembre se declaró la república y surgieron los consejos obreros en Viena.

Adler quedó libre al desmoronarse el imperio y fue nombrado vicepresidente del Partido Socialdemócrata en la asamblea de la nueva república. Durante las décadas de los años veinte y treinta sería el secretario del Buró de la Segunda Internacional. Trató de impedir el aislamiento de la Revolución rusa a cambio de que ésta permitiera el multipartidismo. Promotor de una salida posibilista a la crisis europea, de un socialismo progresista y evolutivo, quedará atrapado en el periodo más terrible de la historia de Europa central. Al inicio de la guerra de España, cuando tiene cincuenta y siete años, participa activamente y es el secretario de la Segunda Internacional, responsable de las relaciones y el apoyo solidario de los partidos socialistas con la república agredida. La anexión de Austria por Hitler es el fin de una historia y también de la suya propia. Vivirá la Segunda Guerra Mundial exiliado en Estados Unidos y morirá a los ochenta y un años en Suiza.

El muro y el machete. Notas sobre la breve experiencia del sindicato de pintores mexicanos (1922-1925)

«La Creación» y «los dieguitos»

«Hace diez años yo había soñado con pintar este mural», dice Diego Rivera a un reportero. Tiene ante sí noventa metros cuadrados de pared en el salón de conciertos de la Escuela Nacional Preparatoria, «El generalito», donde comienzan a aparecer las primeras monumentales figuras de cuatro metros de alto que formarán parte del mural
La Creación
.

Rivera dirá más tarde: «A pesar del esfuerzo por expresar en los personajes la belleza genuina mexicana, se resiente aún en su ejecución y aún en su mismo sentido interno, de influencias europeas demasiado fuertes».

Pero las figuras en la pared crecen, y lo que haya en este primer mural de fracaso se ve desbordado por lo que tiene de victoria. Rivera ha convencido al gobierno surgido del golpe de Agua Prieta en 1920, el que sería el último enfrentamiento militar de una revolución que ha durado diez años, de que abra sus muros a los jóvenes pintores. El intermediario entre el poder y el pintor es José Vasconcelos, ministro de Instrucción Pública desde octubre de 1921.

Diego Rivera tiene treinta y seis años, y hace uno tan sólo que regresó a México tras haber pasado la mayor parte del periodo revolucionario en Europa (desde julio de 1911), donde trabaja, convive y debate con las corrientes más renovadoras de la literatura y la pintura mundial: Modigliani, Iliá Ehrenburg, Juan Gris, Picasso, Léger, Jean Cocteau, Ramón Gómez de la Serna, Georges Braque. Allí vive la desesperanza de la guerra y las nuevas esperanzas de la revolución.

El mural se inicia en marzo de 1922 y progresa rápidamente. Rivera, como si le fuera la vida en ello, y ciertamente se la está jugando, pinta entre doce y quince horas diarias hasta quedar completamente exhausto. Colabora con él en esta primera experiencia un grupo de jóvenes pintores: Xavier Guerrero, coahuilense de veintiséis años que ha tenido experiencias en muros de iglesias; Jean Charlot, un francés de veinticinco años que ha llegado a México en 1921, tras haber sido oficial de artillería durante la Primera Guerra Mundial, y que ha sido contratado como ayudante con la mísera cantidad de ocho pesos diarios de salario; y el guatemalteco Carlos Mérida.

La Creación
será una mezcla de cristianismo y paganismo, en la que las simbologías son confusas, y a la que salva esencialmente el tremendo poder de las dieciocho mujeres, mestizas y mexicanas, que dominan a un ángel inútil.

Y éste es sólo el primer paso. Rivera obtiene poco después un contrato monumental. Vasconcelos le ofrece, el 4 de julio, 674 metros cuadrados en el edificio de la Secretaría de Educación Pública (SEP), que se inaugurará cinco días más tarde. La temática, según Vasconcelos informa a la prensa, porque son los ministros los que cuentan los murales y no los pintores, será la siguiente: «Paneles con mujeres, vestidas típicamente y para la escalera […] un friso ascendente que parte del nivel del mar con su vegetación tropical, y se transforma después en paisaje de altiplanicie para terminar con los volcanes».

La decisión de darle a Diego una obra de estas dimensiones va acompañada de contratos menores para el grupo de pintores que se ha reunido en torno a
La Creación
: al francés Charlot le dan un muro donde se propone realizar una estampa de la guerra de conquista española contra los aztecas, la
Matanza en el templo mayor
; Ramón Alva de la Canal obtiene el suyo, donde se propone pintar algo que se llamará
La Cruz en el nuevo mundo
, y que verá la entrada de la religión católica en América como tragedia; Fermín Revueltas, un joven de Durango que tiene diecinueve años, miembro de una familia notable de escritores, músicos y actrices, y que ha estudiado pintura en Chicago, hará otro, al igual que Emilio García Cabero y Fernando Leal, un estudiante de pintura de veintiún años, nacido en el D.F., quien realizará en una escalera de la preparatoria un mural sobre los danzantes de Chalma.

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