Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX (28 page)

BOOK: Arcángeles. Doce historias de revolucionarios herejes del siglo XX
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Pero Hölz, si bien puede estar al margen de la vida interna del KDP, no se encuentra al margen de su vida externa. Incapacitado temporalmente para hacer trabajo de masas o para ir a Falkenstein a romperles la boca a burgueses y policías, que es lo que verdaderamente le resulta atractivo, adopta una nueva personalidad. Se hace llamar, con todo y papeles falsos que lo comprueban, profesor Lermontov. Con ese sugestivo nombre interviene en los primeros meses de 1920 en trabajos organizativos en las zonas obreras de Baviera y en el Vogtland. No faltan en esos días abundantes persecuciones y venturosas huidas «por los pelos», como la que protagoniza el 19 de marzo en Selb, Baviera, cuando escapa de la policía saliendo de un mitin por una ventana, utilizando una escalera de cuerda, de cuyo último peldaño resbala lesionándose la rodilla.

Ese mismo día se traslada a Oberkotzau, uno de los muchos lugares donde tiene una base de operaciones. Ahí se reúne con un grupo de camaradas (otra vez los «camaradas», los amigos, la red personal de hombres y mujeres de confianza, que ha ido construyendo en el centro y sur de Alemania). En la reunión le cuentan detalladamente los acontecimientos que están conmoviendo al país.

El 12 de marzo de 1920, pocos días antes de que Hölz se haya refugiado en Oberkotzau, los soldados de los reaccionarios «cuerpos francos» se han levantado en armas a su regreso de Rusia por temor a ser desmovilizados. El
putsch
está encabezado por Wolfgang Kapp, a la cabeza de un grupo de militares blancos de la derecha monárquica. El día 13 los militares en armas prácticamente han tomado Berlín, y el gobierno de los socialistas mayoritarios ha tenido que abandonar la capital y huir hacía Dresde. Los tres partidos obreros, por primera vez de acuerdo, han decretado la huelga general contra el golpe, secundados por las centrales sindicales. Berlín se encuentra totalmente paralizada. Pero los acontecimientos rebasan la situación de la capital: en el Ruhr los obreros han atacado a las bandas militares de Lützow, han ocupado Dortmund el 17 y luego Essen.

En otras partes de Alemania, los obreros, armas en mano, combaten contra los grupos militares. En el mismo Berlín los golpistas se tambalean ante la unanimidad de la huelga general.

Hölz, que había venido recibiendo vagas noticias de todo esto, ante la información que le da idea de la magnitud de la situación, decide que hay que utilizar el golpe reaccionario para desatar el contragolpe obrero. Esa misma tarde toma un tren rumbo a Hof. No va a ser un viaje tranquilo. Un policía lo reconoce y da la señal de alarma. Los agentes rodean el compartimento del tren en que se encuentra. Max, con lo que ya se va convirtiendo en habitual sangre fría, saca del bolsillo del abrigo una granada y le quita el seguro. Los policías y los pasajeros huyen despavoridos, corren por los pasillos del tren. Hölz salta del vagón en marcha. La rodilla que tenía lesionada se resiente, se le va hinchando. Así, arriba a Hof caminando, aunque sufriendo grandes dolores. No encuentra un automóvil para llegar al Vogtland, de manera que decide continuar a pie; los transportes públicos no le ofrecen seguridad, el policía del tren debe de haber alertado a todas las fuerzas de la región. Camina. Varias veces se desmaya por el dolor. Cinco horas de sufrimiento. Al fin detiene el automóvil de un tabernero y consigue, a cambio de un puñado de billetes, que lo lleve hasta Ölsnitz en el Vogtland. Por teléfono avisa a sus amigos en Falkenstein. Acuden, pero se niegan a llevarlo a la ciudad cuando ven el estado en que se encuentra. Se les escapa, en el riesgo ni siquiera el consejo de los amigos es bueno; nuevamente compra a un chófer que lo lleva hasta Falkenstein.

La ciudad se encuentra en manos del ejército, pero hay gran agitación entre los trabajadores. Max no pierde el tiempo y a través de sus compañeros convoca un mitin. El objetivo: desarmar a los militares, organizar las milicias obreras. Mientras Max espera el resultado de su convocatoria, el ejército abandona la ciudad para ir a apoyar a otro destacamento militar que se bate en Turingia contra los trabajadores.

Hölz está enfadado. La oportunidad de hacerse con armas se le escapa. Con seis camaradas ataca, ante el hotel principal, a un grupo de soldados que se habían quedado rezagados y los desarma. Su escuadra confisca varios tanques de petróleo. Están haciendo bombas cuando los militares alertados regresan a la ciudad. Hölz y su pequeño grupo intercambian disparos con el ejército. Las armas no son suficientes, el grupo es muy pequeño. El miniejército proletario de Max se repliega. Curiosamente su rodilla ha mejorado, ya no le molesta. Max constata el hecho con sorpresa. Sin duda la revolución tiene una magia peculiar, capaz de hacer sanar rodillas luxadas. La naturaleza trabaja para la revolución, se dice, flexionando la rodilla mientras camina por la carretera para abandonar Falkenstein.

En Auerbach, adonde han llegado a mitad de la tarde, Hölz organiza un mitin. En esa ciudad el consejo obrero local ha decretado la huelga. Pero Max en el mitin va más allá: ya no se trata de huelga general, se trata de insurrección. Los militares reaccionarios se alzaron en armas, ahora les toca a los obreros devolver el golpe y hacer la revolución. El argumento ya está dado. Max invita a los presentes a marchar sobre la estación de policía, armarse y destruir a los soldados en Falkenstein. Sorprendente. Los trabajadores saben que Hölz habla en serio. Coinciden con él. Dos mil de ellos con Max a la cabeza avanzan sobre el cuartel policíaco. Entre la decisión y la acción no hay mediaciones. Las puertas son derribadas a hachazos. Algunos policías caen heridos en la refriega cuerpo a cuerpo, no han tenido tiempo de reaccionar, la mayoría entrega sus armas sin resistencia. El botín, a los ojos de Max, es monumental: varios rifles, algunas ametralladoras, varias cajas de granadas. Se frota las manos: ¡Con esto sí se puede iniciar una revolución!

Cuando sale a la calle a repartir las armas, las guardias rojas están formadas, grupos con un jefe electo. Max envía un mensajero al ejército en Falkenstein ordenándoles a los soldados que entreguen las armas si no quieren que los obreros de los pueblos próximos los cerquen y los masacren.

El oficial a cargo de la guarnición de Falkenstein no cree en amenazas, no tiene muy clara idea de quién es ese Max Hölz; detiene a los emisarios y envía sus tropas contra las guardias rojas que supuestamente están en Auerbach.

Max y sus huestes están a la espera. Una lluvia de luces de bengala cae sobre los desconcertados militares, luego, todo el poder de fuego de los trabajadores armados; luego, los tiros cruzados de las ametralladoras. Los obreros han aprendido algunas cosas durante la pasada guerra. La noche se ilumina como si la carretera entre Auerbach y Falkenstein fuera el escenario de una fiesta de fuego. El ejército se retira derrotado y se concentra en Plauen.

Las milicias obreras toman Falkenstein.

Max recibe información sobre la situación del golpe militar en Alemania. Las noticias son ahora más precisas: se sabe que la huelga general en la capital ha derrotado el
putsch
de Kapp, que los militares han huido de Berlín y el gobierno socialdemócrata ha tomado el control. Sin embargo, en el Ruhr los obreros armados continúan combatiendo a las bandas militares.

Hölz lleva la información a una asamblea de las milicias obreras. No hay demasiado debate, no hay excesivas dudas. El pequeño ejército rojo decide transformarse en un gran ejército rojo y seguir adelante. Se abren centros de reclutamiento en toda la región del Vogtland. El financiamiento de la operación se realiza de la manera más simple: se expropian cuarenta y cinco mil marcos a los capitalistas locales, con los cuales se pagara al ejército rojo su salario semanal. A la semana siguiente, como el ejército ha crecido, la cuota aumentará a cien mil marcos.

No hay indisciplina. Un mínimo intento de convertir el poder obrero en desmán es frenado en seco. Hölz personalmente interviene para impedirlo. En toda la zona industrial los trabajadores se arman. La guardia roja derrota a las milicias burguesas locales en Markenkirchen.

Ahora se trata de la gran operación. El siguiente objetivo es Plauen, una ciudad de ciento treinta mil habitantes en la que, además de encontrarse el ejército, se hallan los presos políticos de Falkenstein, los veinticuatro obreros que fueron detenidos desde la primavera de 1919 y que llevan diecinueve meses en prisión.

Hölz le da vueltas a muchas ideas en la cabeza. No quiere arriesgar su flamante ejército rojo en un combate frontal que puede ser sangriento. Decide actuar con un pequeño grupo. De la forma en que habitualmente lo ha hecho y como se siente agusto, apostando a la sorpresa y a la audacia y no a la capacidad de fuego.

Se forma una unidad de cinco hombres muy bien armada, con tres ametralladoras, fusiles, pistolas y granadas. Max los encabeza, ¿cómo iba a perdérselo?

El asalto a la prisión de Plauen es exitoso. Toman por sorpresa a la guarnición. La única dificultad: una gran reja de hierro que se les resiste varios minutos, aunque con las granadas acaba saltando. No sólo liberan a los cautivos, también roban el archivo judicial de Plauen. La brigada suicida regresa a Falkenstein con los presos. Las familias de los detenidos y el ejército rojo los reciben en triunfo. «Fue el día más feliz de mi vida», dirá Max Hölz. De pasada se ha traído secuestrado al fiscal, para que les proporcione información sobre los delatores que existían en el movimiento obrero de la región. El hombre, aterrorizado, da toda la información que posee. Así se conoce que la policía tenía a sueldo a dos miembros del KPD.

Para hacer más feliz esta hora, Max y sus «muchachos», grandes artesanos de la revolución, deciden quemar los documentos judiciales de Falkenstein: actas de propiedad, juicios pendientes, deudas de trabajadores, hipotecas. La hoguera del pasado injusto arde durante tres días y sus noches.

¿Esto es la revolución? ¿Una hoguera del pasado?

El Vogtland está en armas. A la cabeza del ejército rojo, Hölz no tiene muy claro contra quién y cómo hay que proseguir la revolución iniciada. Mientras tanto, el gobierno socialdemócrata ha pactado con el ejército el 25 de marzo. Mutuas concesiones: no disolver las unidades militares, reconocimiento de la legalidad republicana, reconocimiento mutuo de poderes, descubrimiento y sonrisas de ambos como fuerzas del orden. Los militares pasan al contraataque contra los obreros insurrectos que en el Ruhr habían logrado levantar un ejército de ochenta mil hombres. La entrada de la milicia blanca en la zona desmilitarizada, acordada por el Tratado de Versalles, provoca la intervención francesa. El ejército francés ocupa Hamburgo y Frankfurt. Acosados por las guardias blancas y el ejército regular, con la retaguardia bloqueada por los franceses, los obreros son derrotados en el Ruhr.

Max Hölz, encerrado y sin mayor información en su pequeño territorio rojo en Sajonia, recibe la confidencia de que sólo un capitán y cincuenta soldados custodian el depósito de armas de Frankenburg, y que el consejo obrero de la localidad ha ofrecido las armas a los obreros de la ciudad industrial de Chemnitz, quienes no las aceptaron. Hölz imagina el depósito durante unos minutos y con treinta hombres sale para Frankenburg.

Al llegar a Zwickau tiene un enfrentamiento con el consejo obrero local, dirigido por los socialistas independientes (USPD). En Chemnitz, el vagón en que viaja la escuadra de Hölz es rodeado por la policía. La cabeza de Max tiene un nuevo precio: treinta mil marcos. Tan sólo con la advertencia de que van a comenzar a lanzar granadas por las ventanillas del tren, los policías se retiran. Al fin llegan a Frankenburg, donde los recibe el consejo obrero que declara que se encuentran bajo su protección.

Hölz se entrevista con Heinrich Brandler, dirigente del consejo obrero de Chemnitz y miembro destacado del partido comunista. Brandler le da vueltas al jefe del ejército rojo. Le pide que hable ante el Consejo en el que hay socialistas de las dos tendencias y comunistas, pero que no diga nada sobre la historia de las armas, que no lo mencione; que se limite a decir que ha ido hasta allí con su escuadra por víveres y ropa. En Chemnitz, según Brandler, todo es confuso; por un lado el consejo obrero ha desarmado a las milicias burguesas, y los trabajadores se encuentran listos para defender la ciudad, pero están en contra de tomar medidas ofensivas. Brandler teme que Hölz y sus «locos» rompan el inestable equilibrio de fuerzas y los embarquen en una aventura. Max apenas si se toma la molestia de discutir con su compañero de partido. Lo manda al diablo, toman el depósito de armas y con ellas en las manos regresan a Falkenstein.

El KDP, que se ha unido a la posición de socialistas y socialistas independientes de acabar con el movimiento armado rojo a cambio del castigo a los militares golpistas, al replegarse políticamente y conociendo la situación del Vogtland, emite un comunicado:

«Declaramos solemnemente que rechazamos las actividades de Hölz, quien ha intentado sustituir la acción de masas con su actividad personal. Con estas actividades, Hölz y sus compañeros se han puesto al margen del partido, el partido sólo puede existir cuando todos sus miembros se adhieren a su programa».

Max no se entera de que ha sido expulsado del partido comunista y, cuando lo sabe, poco caso habrá de hacer a la noticia. Tiene cosas más importantes de que ocuparse.

El ejército avanza sobre Sajonia. Las milicias rojas y locas de Max Hölz son el último reducto de la revolución social que respondió al golpe de Kapp. Cincuenta mil soldados están preparados para entrar a sangre y bayoneta en el Vogtland. A punto de ser cercados en Falkenstein, los rojos se repliegan hacia Klingenthal, cerca de la frontera. Un grupo de comisionados se entrevista con las autoridades checoslovacas. Se ha decidido que, en caso de que el cerco se estreche, las milicias se internarán en Checoslovaquia entregando las armas.

En los primeros días de abril de 1920, en la carretera KlingenthalGeorgenthal un millar de obreros armados, los restos de las milicias rojas, celebran un mitin en la arboleda que flanquea el camino. Se preguntan si la revolución ha terminado. Los soldados los tienen cercados, Hölz está inquieto: al abandonar Falkenstein, contra sus órdenes, fueron incendiadas algunas casas de industriales. Puede haber represalias brutales.

El ejército rojo opta por la dispersión. Sólo entonces los militares avanzan.

Hölz se oculta en un pajar. Los soldados entran y rastrean entre la paja; uno de ellos clava varias veces su bayoneta para buscar a los revolucionarios en el heno. Una de esas veces, la bayoneta hiere la pierna de Hölz que a duras penas puede contener el grito. Cuando los militares abandonan la granja, Max se arrastra sangrando por los alrededores. Busca por el campo a alguno de sus compañeros. Oculto entre los árboles, contempla escenas horribles: los soldados asesinan con bayonetas a los detenidos.

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