Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
—Mi señor, así iremos por la mar y aun por la tierra, si alguna ventura no nos parte, y así lo habemos puesto entre nos de nos guardar en esta jornada.
Y mostráronle un pendón muy hermoso a maravilla que llevaban, en que iban figuradas doce doncellas con flores blancas en las manos. Cuando Amadís el pendón vio, hubo gran placer porque se lo mostraron y allí les dijo que mucho mirasen de haber cuerdamente. Y dioles consejo cómo se habían de regir y se despidió de ellos, y tomando consigo en la barca a don Bruneo de Bonamar y a Gandales, su amo, anduvo por toda la flota hablando con todos aquellos caballeros hasta que salió en tierra y la flota movía tras la nao en que don Galvanes iba y Madasima, que la delantera llevara, con gran ruido de trompetas y añafiles que maravilla era de los ver, así como oís, partió esta gran flota de aquel puerto de la Ínsula Firme para ir al castillo del lago Ferviente, donde era la Ínsula de Mongaza, y fue por la mar, con tal tiempo, que a los siete días arribaron un día, antes del alba, al castillo del lago Ferviente que cabe el puerto de la mar estaba, y luego se armaron todos y aparejaron los bateles para saltar en tierra y ponían puentes de tablas y de cañizos por donde los caballos saliesen, y esto hacían muy calladamente porque el conde Latine y Galdar de Rascuil, que en la villa estaban con trescientos caballeros, no les sintiesen, mas luego de los veladores fueron sentidos y dijéronlo a aquéllos sus señores que había gente, mas no supieron qué tanta, que la noche era muy oscura, y luego el conde y Galdar se vistieron y subieron al castillo y oyeron la vuelta de la gente y semejóles gran compaña que con el alba del día parecieron muchas naves y dijo Galdar:
—Verdaderamente éste es don Galvanes y sus compañeros y amigos, que contra nos vienen, y ya Dios no me salve si a mi poder el puerto tomaren tan ligeramente como ellos cuidan.
Y mandando armar toda su gente y ellos asimismo, salieron de la villa contra ellos, y Galdar fue a un puerto que con la villa contenía y el conde Latine a otro, a la parte del castillo, en el cual estaba don Galvanes y Agrajes con todos los que le ayudaban, e iban en la delantera Gavarte de Valtemeroso y Orlandín y Osinán de Borgoña, y Mandancil de la Puente de la Plata, y allí el conde Latine, con gran gente de pie y de caballo, y Galdar con otra gran compaña, llegó al otro puerto donde venía don Florestán y Cuadragante y Brián de Monjaste y Angriote y los otros sus compañeros. Entonces se comenzó entre ellos una cruel y peligrosa batalla con lanzas y saetas y piedras, así que muchos heridos y muertos hubo, y los de la tierra defendieron los puertos hasta hora de tercia, más don Florestán, que a una barca se halló con Brián de Monjaste, y don Cuadragante y Angriote. Don Florestán tenía a Enil, aquel buen caballero que ya oíste en el segundo libro, y Amorantes de Salvatierra, que era su cohermano, y los de Brián eran Comán y Nicorán, y los de Cuadragante, Landí y Orián, el valiente, y los de Angriote, su hermano Gradovo y Sarquiles, su sobrino. Y Florestán dio grandes voces que derribasen el puente y saldrían por ella en sus caballos. Angriote le dijo:
—¿Por qué queréis acometer tan gran locura que, aunque de la puente salgamos, el agua es tan aleta antes que lleguemos a la tierra que los caballos nadarán?
Y así lo decía don Cuadragante, más Brián de Monjaste fue del voto de Florestán y echada la puente pasaron entrambos por ella, y llegando al cabo hicieron soltar los caballos en el agua, que era tan alta que les daba a los arzones de las sillas, y allí acudieron muchos de los contrarios, que de grandes golpes y mortales los herían, y llegó don Cuadragante y Angriote y juntáronse con ellos y así lo hicieron aquéllos sus compañeros, más la subida del puerto era tan alta y la gente tan grande que la defendían, que no sabían dar remedio. Allí fue el ruido tan grande y tantos alaridos de un cabo y otro que no parecía sino ser todo el mundo asonado. Dragonís y Palomir quedaron en el agua que les daba a los pescuezos y sus caballos con ellos, trabándose a las tablas de las galeras quebradas, y pujándose unos a otros, yendo con gran trabajo adelante hasta que ya el agua les daba a las cintas y aunque la gente de la ribera, mucha y bien armada y resistían con gran esfuerzo, no pudieron excusar que don Florestán y sus compañeros no tomasen tierra, y luego, asimismo, Dragonís y Palomir con todos los suyos. Cuando Galdar esto vio, que los suyos perdían el campo, no pudiendo sufrir a sus contrarios por estar ya muy apoderados, con gran ánimo, lo mejor que él pudo hízolos retraer, porque todos no se perdiesen, que él estaba muy mal herido de la mano de don Florestán y de Brián de Monjaste que lo derribó del caballo, y fue tan quebrantado que apenas sé podía tener en otro caballo que los suyos le dieron, y yéndose contra la villa vio cómo el conde Latine se venía con toda su gente a más andar, que ya le habían tomado el puerto don Galvanes y Agrajes y sus compañeros, como aquéllos que a su causa la batalla se hacía, y ahora sabed aquí que el conde había prendido a Dandásido, hijo del gigante viejo, y otros veinte hombres de la villa con él, teniéndoles por sospechosos que le habían de ser contrarios, los cuales estaban en el castillo en una prisión que era en la más alta torre, y hombres que los guardaban, y como la batalla fue entre los caballeros, los carceleros que los tenían salieron encima de la torre por mirar la batalla. Y cuando Dandásido vio que no los guardaban y vio que tenía tiempo de se soltar, dijo a aquéllos que con él estaban:
—Ayudadme y salgamos de aquí.
—¿Cómo será?, dijeron ellos.
—Quebrantemos este candado de esta cadena que a todos tiene.
Entonces, con una gruesa soga de cáñamo con que de noche les ataban las manos y pies, metiéronla por el candado lo más presto que pudieron y con la gran fuerza de Dandásido y de todos los otros, quebráronle el ramo, aunque asaz grueso, y salieron todos muy presto, tomando las espadas de los carceleros que encima de la torre estaban, como oído habéis, fueron a ellos que no entendían sino en mirar la batalla que en los puertos se hacía y matáronlos todos y dieron grandes voces:
—¡Armas, armas por Madasima, nuestra señora!
Cuando los de la villa esto vieron tomaron las torres más fuertes de la villa y mataban todos los que alcanzar podían. Cuando el conde Latine esto vio, entró por la puerta que saliera y paró en una casa cerca de ella, y Galdar de Rascuil con él, que no osaron pasar adelante, atendiendo más la muerte que la vida. Los de la villa trababan las calles de entre ellos y esforzaban cuanto podían con aquel gran socorro y daban voces a los de fuera que llegasen allí a su señora Madasima, y que le entregasen la villa. Cuadragante y Angriote llegaron a una puerta por saber la verdad y sabiendo de Dandásido el hecho cómo estaba, fuéronlo a decir a don Galvanes y luego cabalgaron todos y llevaron a Madasima, su hermoso rostro descubierto, en un palafrén blanco, vestida de un capete de oro, y llegando cerca de la villa abrieron las puertas y salieron a ella cien hombres de los más honrados y besáronle las manos, y ella le dijo:
—Besadlas a mi señor y marido don Galvanes, que después de Dios él me libró de la muerte y me ha hecho cobrar a vosotros que sois mis naturales y contra toda razón os tenía perdidos y a él tomad por señor si a mí amáis.
Entonces llegaron todos a don Galvanes e hincados los hinojos en tierra, con palabras muy humildes, le besaron las manos y él los recibió con buena voluntad y muy buen talante, agradeciéndoles y loándoles mucho la gran lealtad y el buen amor que a Madasima, su buena señora, habían tenido, y luego se metieron a la villa donde llegó Dandásido que muy honrado de Madasima y de todos aquellos señores fue. Esto así hecho dijo Ymosil de Borgoña:
—Muy bien sería que de todos nuestros enemigos que aún en la villa están nos despachásemos.
Agrajes, el cual con muy gran saña encendido estaba, dijo:
—Yo he mandado destrabar las calles y el despacho será que todos sean despachados sin que ninguno de todos ellos vivo quede.
—Señor —dijo Florestán—, no deis a la ira ni saña tanto señorío sobre vos, que os haga hacer cosa que después de apartada querríais más presto ser muerto.
—Bien os dice —dijo don Cuadragante—, basta que se metan todos en la prisión de don Galvanes, vuestro tío, si alcanzar se puede, porque mayor reparo es de los vencedores tener vivos los vencidos que muertos, considerando las vueltas de la mudable e incierta fortuna, que así como a ellos a los prosperados tomar en breve podría.
Acordóse, pues, que Angriote de Estravaus y Gavarte de Valtemeroso fuesen a lo despachar, los cuales llegados a la parte de donde el conde Latine y Galdar de Rascuil estaban, hallaron toda su gente muy mal parada, y a ellos mal heridos, con gran dolor de sus ánimos, porque la cosa en tal estado contra ellos venido había; sobre algunas razones entre ellos habidas, tuvieron por bien de se poner en la voluntad y buena mesura de don Galvanes. Acabado, pues, esto que la villa y el castillo enteramente fue en poder de Madasima y de sus valedores, con gran placer de todos ellos, otro día siguiente supieron por nuevas cómo el rey Arbán de Norgales y Garquilán, rey de Suecia, con tres mil caballeros eran llegados al puerto de aquella Ínsula y cómo salían todos en tierra a gran prisa y enviaban la flota para que viandas les trajesen. En gran alteración les puso esto, sabiendo la muchedumbre de la gente y los suyos estar tan malparados, pero como los hombres de vergüenza dudaban aconsejándoles de lo que Amadís les dijera, que sus cosas hiciesen con acuerdo comoquiera que el parecer de algunos fuere de salir a pelear con ellos, no lo hicieron hasta que todos reparados fuesen de sus llagas y los caballos y armas en mejor disposición. Así que en esto quedando unos y otros, contará la historia de Amadís y de don Bruneo de Bonamar que en la Ínsula Firme quedado habían.
De cómo Amadís preguntó a su amo don Gandales nuevas de las cosas que pasó en la corte, y de allí se partieron él y sus compañeros para Gaula, y de las cosas que les avino de aventuras en una isla que arribaron, donde defendieron del peligro de la muerte a don Galaor, su hermano de Amadís, y al rey Cildadán del poder del gigante Madarque.
Después que la flota se partió de la Ínsula Firme para la Ínsula de Mongaza, como oído habéis, Amadís quedó en la Ínsula Firme y don Bruneo de Bonamar con él, y con la prisa de la partida no tuvo lugar de saber de su amo don Gandales las cosas que pasó en la corte del rey Lisuarte y llamándole aparte, paseándose por una huerta donde él posaba, quiso saber lo que pasara. Don Galvanes le dijo lo que en la reina halló y con el amor que recibió su mensaje y en cuánto lo tuvo y cómo le enviaba a rogar por la paz con el rey y asimismo le contó lo que pasara con Oriana y Mabilia y lo que ellas le respondieron y diole la carta que traía de Mabilia, por la cual supo cómo había acrecentado en su linaje, dándole a entender que Oriana estaba preñada. Todo lo oyó Amadís con gran placer, aunque con mucha soledad de su señora, que su corazón no hallaba en ninguna cosa reposo ni descanso alguno, y así estuvo solo en la torre de la huerta con gran pensamiento, cayéndole las lágrimas de sus ojos, que las faces le mojaban como hombre fuera de sentido, mas tornando en sí, fuese a donde don Bruneo andaba y mandó a Gandalín que metiese las armas en una fusta y las de don Bruneo y las otras cosas necesarias, porque en todo caso, quería partir otro día para Gaula. Esto se hizo luego, y venida la mañana entraron en la mar con tiempo aderezado, y a las veces con contrario, y a las cinco halláronse cabe una Ínsula que les pareció muy poblada de árboles y tierra hermosa al parecer. Don Bruneo dijo:
—Ved, señor, qué hermosa tierra.
—Tal me parece, dijo Amadís.
—Pues paremos aquí, señor —dijo don Bruneo— unos días y podrá ser que en ella hallemos algunas extrañas aventuras.
—Así se haga, dijo Amadís. Entonces mandaron al patrón que acostase la galera a la tierra que querían salir a ver aquella Ínsula que muy hermosa les parecía y también para si alguna aventura hallasen.
—Dios os guarde de ella, dijo el maestro de la nao.
—¿Por qué?, dijo Amadís.
—Por os guardar de la muerte —dijo él— o de muy cruel prisión, que sabed que ésta es la Ínsula Triste, donde es señor aquel muy bravo gigante Madarque, más cruel y esquivo que en el mundo hay, y dígoos que pasa de quince años que no entró en ella caballero, ni dueña, ni doncella que no fuesen muertos o presos.
Cuando esto oyeron mucho se maravillaron y no con poco temor de acometer tal aventura, más con ellos fuesen de tales corazones y que el su oficio verdadero para quitar del mundo tan malas costumbres, no temiendo el peligro de sus vidas mas que la gran vergüenza que dejándolos se les podría seguir, dijeron al maestro que en todo caso llegase la fusta a la tierra, lo cual muy a duro y casi por fuerza acabaron, y tomando sus armas y sus caballos solamente consigo, llevando a Gandalín y a Lasindo, escudero de Bruneo entraron por la Ínsula adelante y mandaron aquéllos sus escuderos que si fuesen acometidos de otros hombres que caballeros no fuesen, que les ayudasen como mejor pudiesen. Ellos dijeron que así lo harían. Así anduvieron una pieza hasta que fueron encima de la montaña y vieron cerca de sí un castillo que les pareció muy fuerte y hermoso y fuéronse para allá, por saber algunas nuevas del gigante, y llegando cerca oyeron tañer en la más alta torre un cuerno, tan bravamente, que todos aquellos valles hacía reteñir.
—Señor —dijo don Bruneo—, aquel cuerno se tañe, según dijo el maestro de la galera, cuando el gigante sale a batalla, y esto es si los suyos no pueden vencer o matar algunos caballeros con que se combaten, y cuando él así sale es tan sañudo, que mata a todos los que haya y aun algunas veces de los suyos.
—Pues vamos adelante, dijo Amadís. Y no tardó mucho que oyeron muy grande ruido de mucha gente y de muy grandes golpes de lanzas y de espadas muy agudas y bien tajantes. Y tomando todas sus armas fueron todos para allá y vieron muy grande gente que tenían cercados dos caballeros y dos escuderos que estaban de pie, que los caballos les habían muerto, y queríanlos matar, mas todos cuatro se defendían con las espadas tan bravamente que era maravilla verlos, y Amadís vio venir contra ellos a Ardián, el su enano, y como vio el escudo de Amadís conociólo luego y dijo a grandes voces:
—¡Oh, señor Amadís, socorred a vuestro hermano don Galaor, que lo matan, y a su amigo el rey Cildadán!