Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
De la embajada que don Cuadragante y Brián de Monjaste trajeron al rey Lisuarte, y lo que todos los caballeros y señores que allí estaban acordaron sobre ello.
Otro día de mañana todos aquellos señores y caballeros se juntaron a oír misa, y a la embajada que don Cuadragante y don Brián de Monjaste del rey Lisuarte traían. Y la misa oída, estando allí todos juntos, don Cuadragante les dijo:
—Buenos señores, nuestro mensaje y la respuesta de él fue tan breve que os no podemos decir gran cosa, sino que debéis dar grandes gracias a Dios porque con mucha justicia y razón y ganando gran prez y fama podéis experimentar la virtud de vuestros nobles corazones y que el rey Lisuarte no quiere otro medio sino el rigor.
Y con esto les dijo todo lo que con él habían pasado, y cómo sabían cierto que enviaba al emperador de Roma y a otros sus amigos Agrajes, a quien nada de esto pesaba, aunque por el mandado y ruego de Oriana hasta allí mucho se templase, dijo:
—Por cierto, buenos señores, yo tengo creído que según el estado en que este negocio está, muy más difícil cosa sería buscar seguridad para esta princesa y para la fama de nuestras honras que remedio para esta guerra. Y hasta aquí porque ella con gran afición me mandó y rogó que en lo que pudiese templase vuestras sañas y la mía, me he excusado de hablar tanto como mi corazón deseaba. Pero ahora que se sabe el cabo de su esperanza, que era pensar que con el rey su padre se podría tomar algún medio y no se halla, yo quedo libre de lo que más por la servir que por mi voluntad le había prometido, y digo, señores, que en cuanto a mi querer y gana toca, que soy mucho más alegre de lo que traéis que si el rey Lisuarte otorgara lo que de vuestra parte le pedisteis, porque pudiera ser que so color de paz y concordia se pusiera con nosotros en contrataciones cautelosas, donde pudiéramos recibir algún engaño, porque el rey Lisuarte y el emperador, como poderosos, con poca pena pudieran muy presto allegar sus gentes, lo que nosotros así no pudiéramos hacer, por cuanto las nuestras han de venir de muchas partes y muy apartadas tierras, y aunque el peligro de nuestras personas por estar en esta fortaleza tan fuerte fuera seguro y sin daño, haciéndonos alguna sobra, no lo fuera el de nuestras honras. Y por esto, señores, tengo por mejor la guerra conocida que los tratos y concordia simulada, pues que por ello, como he dicho, a nosotros más que a ellos daño venir podría.
Todos dijeron que decía gran verdad, y que luego se debía poner recaudo en que la gente viniese y darle la batalla dentro en su tierra.
Amadís, que muy sospechoso estaba y con gran recelo que la concordia por alguna manera se podría hacer, y habría de entregar a su señora, y aunque su honra de ella y la de todos ellos se asegurase y guardase por entero, que el deseo de su cuitado corazón quedaba en tanta extremidad de dolor y tristeza, poniéndola en parte donde la ver no pudiese, que sería ya imposible de poder sostener la vida. Cuando oyó lo que los mensajeros traían y lo que su cohermana Agrajes dijo, aunque del mundo todo le hicieran señor, no le pluguiera tanto porque ninguna afrenta ni guerra ni trabajo no lo tenía en nada en comparación de tener a su señora como la tenía, y dijo:
—Señor primo, siempre vuestras cosas han sido de caballero, y así las tienen todos aquéllos que os conocen, y mucho debemos agradecer a Dios los que de vuestro linaje y sangre somos por haber echado entre nosotros caballeros que en las afrentas tal recaudo de su honra y en las cosas de consejo con tanta discreción la acrecienta, y pues que así vos como estos señores os habéis determinado en lo mejor, a mí excusado será sino seguirlo que vuestra grande voluntad y suya fuere.
Angriote de Estravaus, como era un caballero cuerdo y muy esforzado y que mucho lealmente a Amadís amaba, bien conoció que aunque no se adelantaba a hablar y se remitía a la voluntad de todos que bien le placía de la discordia, y esto más lo atribuía él a su gran esfuerzo, que no se contentaba sino con las semejantes afrentas como aquélla era, que no otra cosa alguna que de él supiese, y dijo:
—Señores, a todos debe placer con lo que vuestros mensajeros trajeron, y con lo que Agrajes dijo, porque aquello es lo cierto y seguro, pero dejando lo uno y otro aparte, digo, señores, que la guerra no es mucho más honrosa que la paz. Y porque las cosas que para esto podría decir son tantas que diciéndolas mucho enojo os daría, solamente quiero traeros a la memoria que desde que fuisteis caballeros hasta ahora siempre vuestro deseo fue buscar las cosas peligrosas y de mayores afrentas, porque vuestros corazones con ellas extremadamente de los otros fuesen ejercitadas, y ganasen aquella gloria que por muchos es deseada y alcanzada por muy pocos, pues si esto con mucha afición y aflicción de vuestros ánimos es procurado, ¿cuándo ni en cuál tiempo de los pasados tan cumplidamente lo alcanzasteis como en el presente? Que por cierto, aunque en cualidad de éste a muchas dueñas y doncellas hayáis socorrido, en cuantidad no es en memoria que por vosotros ni por vuestros antecesores haya sido otro semejante alcanzado, ni aún será en los venideros tiempos sin que muchos de ellos pasen. Y pues que la fortuna ha satisfecho nuestro deseo tan cumplidamente, dando causas que así como nuestras ánimas en el otro mundo son inmortales, lo sean nuestras famas en éste en que vivimos, póngase tal recaudo como lo que ella a ganar nos ofrece, por nuestra culpa y negligencia no se pierda.
Habido por bueno todo lo que estos caballeros dijeron, y poniendo en obra su parecer, acordaron de enviar luego a llamar toda la gente de su parte, y con esto se fueron a comer.
Y deja la historia por ahora de hablar de ellos, y torna a los mensajeros que habían enviado como dicho es y la historia lo ha contado.
Cómo el maestro Helisabad llegó a la tierra de Grasinda y de allí pasó al emperador de Constantinopla con el mandado de Amadís, y de lo que con él recaudó.
Dice la historia que el maestro Helisabad anduvo tanto por la mar hasta que llegó a la tierra de Grasinda, su señora, y allí mandó llamar a todos los mayores del señorío y mostróles los poderes que de ella traía, y rogóles muy ahincadamente que luego aquello se cumpliese, los cuales, con gran voluntad, le respondieron que todos estaban prestos para lo cumplir mucho mejor que si ella presente estuviese, y luego dieron orden como se hiciese gente de caballo y ballesteros y arqueros y otros hombres de guerra, y se aderezasen muchas fustas y otras se hiciesen de nuevo. Y como el maestro vio el buen aparejo, dejó para el recaudo de ello un caballero, su sobrino, mancebo que Libeo se llamaba, y rogándole que con mucho cuidado en ello trabajase, se metió a la mar y se fue al emperador de Constantinopla. Y como llegó, se fue al palacio, y dijéronle cómo estaba hablando con sus hombres buenos.
El maestro entró en la sala y llegó a besar las manos, las rodillas en el suelo; el emperador lo recibió benignamente, porque de antes lo conocía y tenía por buen hombre. El maestro le dio la carta de Amadís, y como el emperador la leyó, mucho fue maravillado que el Caballero de la Verde Espada fuese Amadís de Gaula, a quien grandes días mucho habían deseado conocer, por las cosas extrañas que muchos de los que le habían visto le dijeron de él, y díjole:
—Maestro, mucho soy quejoso de vos si supisteis el nombre de este caballero, que no me lo dijisteis, porque corrido estoy que hombre de tan alto estado y linaje y tan sonado por todo el mundo a mi casa viniese y no recibiese en ella la honra que él merecía, sino solamente como un caballero andante.
El maestro le dijo:
—Señor, yo juro por las órdenes que tengo que hasta que él se dejó de llamar el Caballero Griego y se hizo conocer a Grasinda, mi señora, y a nosotros todos, nunca supe que él fuese Amadís.
—¿Cómo —dijo el emperador—, el Caballero Griego se llamó después que de aquí fue?
El maestro le dijo:
—¿Luego, señor, no han llegado a vuestra corte las nuevas de lo que hizo llamándose el Caballero Griego?
—Ciertamente —dijo el emperador—, nunca lo oí, si ahora no.
—Pues oiréis grandes cosas —dijo él—, si a la vuestra merced pluguiere que las diga.
—Mucho lo tengo por bien —dijo el emperador— que lo digáis.
Entonces el maestro le contó de cómo después que de alli habían partido, llegaron donde su señora Grasinda estaba y cómo por el don de que el Caballero de la Verde Espada le había prometido la llevó por la mar a la Gran Bretaña, y por cuál razón y cómo antes que allá llegasen mandó que lo no llamasen sino el Caballero Griego, y las batallas que en la corte del rey Lisuarte hizo con Salustanquidio y los otros dos caballeros romanos que contra él habían tomado la batalla por las doncellas, y cómo los venció tan ligeramente, y asimismo le contó las grandes soberbias que los romanos antes que a la batalla saliese decían, y cómo dijeron al rey Lisuarte que a ellos les diesen aquella empresa contra el Caballero Griego, que en sabiendo que se había de combatir con ellos no los osaría esperar, porque los griegos temían como al fuego los romanos, y también le contó la batalla de don Grumedán, y cómo el Caballero Griego le dejó allí dos caballeros, sus amigos, y cómo vencieron a los tres romanos. Todo se lo contó que no faltó nada, así como aquél que presente había sido a todo ello.
Todos cuantos allí estaban fueron mucho maravillados de tal bondad de caballero y muy alegres de cómo había quebrantado la gran soberbia de los romanos con tanta deshonra suya. El emperador le estuvo loando mucho y dijo:
—Maestro, ahora me decid la creencia, que yo os oiré.
El maestro le dijo todo el negocio del rey Lisuarte y de su hija, y por cuál causa fue tomada en la mar por Amadís y por aquellos caballeros, y las cosas que los naturales del rey habían pasado con el rey Lisuarte, y de cómo Oriana se había enviado a quejar a todas partes de aquella tan gran sin justicia que el rey, su padre, con tanta crueldad le hacía, desheredándola sin ninguna causa de un reino tan grande y tan honrado, donde Dios la había hecho heredera, y cómo no curando de conciencia ni usando de ninguna piedad, queriendo heredar en sus reinos otra hija menor, la entregó a los romanos con muchos llantos y dolores, así de ella como de todos cuantos la veían, y cómo sobre estas quejas y grandes clamores de aquella princesa se juntaron muchos caballeros andantes de gran linaje y de muy alto hecho de armas, de los cuales le contó todos los nobles de los más de ellos, y cómo allí en la Ínsula Firme los había hallado Amadís, que de esto nada sabía. Y allí él con ellos hubieron consejo de cómo esta infanta Oriana fuese socorrida y ante ellos no pasase tan gran fuerza como aquélla, que si era verdad que ellos fueron obligados a reparar las fuerzas que a las dueñas y doncellas se hacían, y por ellas habían sufrido hasta allí muchos afanes y peligros, que mucho más les obligaba aquélla tan señalada y tan manifiesta a todo el mundo, y que si aquélla no socorriesen, que no solamente perderían la memoria del socorro y amparo que a las otras habían hecho, más que quedaban deshonrados para siempre, y no les cumplía aparecer donde hombres buenos hubiese. Y contóle cómo fue la flota por la mar y la gran batalla que con los romanos hubieron, y cómo al cabo fueron vencidos y muerto Salustanquidio, el primo del emperador, y preso Brondajel de Roca, y el duque de Ancona, y el arzobispo de Talancia, y los otros presos y muertos, y cómo llevaron aquella princesa con todas sus dueñas y doncellas y la reina Sardamira a la Ínsula Firme, y que desde allí había enviado mensajeros al rey Lisuarte requiriéndole que dejando de hacer tan gran crueldad y sin justicia a su hija, la quisiese tornar a su reino sin rigor ninguno, y que dando tal seguridad cual en tal caso convenía, a vista de otros reyes, se la enviaría luego con todo el despojo y presos que habían tomado. Y que lo que él de parte de Amadís le suplicaba era que, si caso fuere, que el rey Lisuarte no se quisiese llegar a lo justo, estando todavía en su mal propósito de no querer de él salir, y el emperador de Roma viniese en su ayuda con gran ayuntamiento de gentes contra ellos, que a su merced, como a uno de los más principales ministros de Dios que en la tierra había dejado para mantener justicia, cuanto más ser tan conocido este gran agravio que a esta tan virtuosa princesa se le hacía, que muy justa causa era de ser de él socorrida, y allende de esto dar algún socorro a aquel noble caballero Amadís para apremiar a los que a la justicia no quisiesen, y ayudase a que no pasase tan gran fuerza y tuerto como en aquello se hacía, y que demás de servir a Dios en ello y hacer lo que debía, Amadís y todo su linaje y amigos le serían obligados a se lo servir todos los días de su vida.
Cuando esto oyó el emperador, bien vio que el caso era grande y de gran hecho, así por ser de la cualidad que era como porque sabía la gran bondad del rey Lisuarte, y en cuanto su honra y fama siempre había tenido, y también porque conocía la soberbia del emperador de Roma, que era más hecho a su voluntad que a seguir seso ni razón, y bien creyó que esto no se podía curar sino con gran afrenta, y en mucho lo tuvo, pero considerando la gran justicia que aquellos caballeros tenían, y cómo Amadís había venido de tan lueñe tierra a le ver y le había dado palabra, aunque liviana fuese, y no dicha a aquella parte que la él tomó, quiso mirar a su grandeza, acordándose de algunas soberbias que el emperador de Roma en algunos tiempos pasados le había hecho, y respondió al maestro Helisabad y díjole:
—Maestro, grandes cosas me habéis dicho, y de tan buen nombre como vos sois todo se puede y debe creer. Y pues que el esforzado Amadís ha menester mi ayuda, yo se la daré tan cumplidamente que aquella palabra que él de mí tomó, aunque en alguna manera liviana pareciese, la hallé muy verdadera y muy cumplida, como palabra de tan gran hombre como yo soy, dada a tan honrado caballero y tan señalado como él es, porque nunca en cosa me ofrecí que al cabo no acabase.
Y todos cuantos allí estaban hubieron muy gran placer de lo que el emperador respondió, y sobre todos Gastiles, su sobrino, aquél que ya oísteis, que fue por Amadís llamándose el Caballero de la Verde Espada, cuando mató al Endriago, y luego se hincó de rodillas ante el emperador, su tío, y dijo:
—Si a la vuestra merced pluguiere y mis servicios lo merecen, hágaseme por vos esta señalada merced que sea yo enviado en ayuda de aquel noble y virtuoso caballero que tanto ha honrado la corona de vuestro imperio.
El emperador, cuando oyó esto, le dijo: