Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
Acabada la carta de leer, la reina mandó a Durín que sin su respuesta no se partiese, porque convenía antes hablar con el rey, y le dijo que así lo haría como mandaba, y díjole cómo todas las infantas y dueñas y doncellas que con su señora quedaban le besaban las manos.
La reina envió a rogar al rey que sin otro alguno se viniese a su cámara, porque le quería hablar, y él así lo hizo, y como en la cámara solos quedaron, hincó la reina los hinojos delante de él, llorando, y díjole:
—Señor, leed esta carta que vuestra hija Oriana me ha enviado, y habed piedad de ella y de mí.
El rey la levantó por las manos y tomó la carta y leyóla, y por darle algún contentamiento díjole:
—Reina, pues que Oriana escribe aquí que aquellos caballeros envían a mí, podrá ser tal la embajada que con ella se satisfaga la mengua recibida, y si tal no fuere, habed vos por mejor que con algún peligro sea sostenida mi honra, que sin él sea menoscabada mi fama.
Y rogándola mucho que remitiéndolo todo a Dios, en cuya mano y voluntad estaba, se dejase de tomar más congojas, y con esto se partió de ella y se tornó a su palacio. La reina mandó llamar a Durín y díjole:
—Amigo Durín, vete y di a mi hija que hasta que esos caballeros vengan, como su carta escribe, y se sepa la embajada que traen, que no hay que le pueda responder, ni el rey, su padre, se sabe determinar, y que venidos, si camino de concordia se puede hallar, que con todas mis fuerzas lo procuraré, y salúdamela mucho y a todas sus dueñas y doncellas. Y dile que ahora es tiempo en que se debe mostrar quién es, lo principal en su fama, que sin ésta ninguna cosa que de preciar ni estimar fuese le quedaría, y lo otro en sufrir las angustias y pasiones como persona de tan alto lugar, que así como Dios, los estados y grandes señoríos a las personas da, así sus angustias y cuidados son muy diferentes en grandeza de las otras más bajas personas, y que la encomiendo yo a Dios que la guarde y traiga con mucha honra a mi poder.
Durín le besó las manos y se tornó por su camino, del cual no se dirá más porque en este viaje no llevo concierto alguno, ni Oriana con la respuesta de la reina, su madre, quedó con esperanza de lo que ella deseaba.
La historia dice que el rey Lisuarte, estando un día después de haber oído misa en su palacio con sus ricos hombres, queriendo comer, que entró por la puerta un escudero y dio una carta al rey, la cual era de creencia, y el rey tomó y, leyéndola presto, le dijo:
—Amigo mío, ¿qué es lo que queréis y cuyo sois?
—Señor —dijo él—, yo soy de don Cuadragante de Irlanda, que vengo a vos con su mandado.
—Pues decid lo que queréis —dijo el rey—, que de grado os oiré.
El escudero dijo:
—Señor, don Cuadragante y Brián de Monjaste son llegados de la Ínsula Firme en vuestro reino con mandado de Amadís de Gaula y de los príncipes y caballeros que con él están, y antes que en vuestra corte entrasen quisieron que lo supieseis, porque vi ante vos pueden venir seguros deciros han su embajada y si no publicarlo han por muchas partes y volverse han a donde vinieron. Por ende, señor, respondedme lo que os placerá porque no se detengan.
Oído esto por el rey estuvo un poco sin nada decir, lo cual todo gran señor debe hacer por dar lugar al pensamiento y considerando que de las embajadas de los contrarios siempre se sigue más provecho que otro inconveniente alguno, porque si lo que traen es su servicio, témanlo, y si al contrario, les quedan grandes avisos. Y también porque parece poco sufrimiento rehusar de no oír a los semejantes. Dijo al escudero:
—Amigo, decid a esos caballeros que con toda seguridad, mientras en mi reino estuvieren, pueden venir a mi corte, y que yo les oiré todo lo que decirme querrán.
Con esto se tornó el mensajero, y sabida la respuesta del rey, salieron de la nave don Cuadragante y Brián de Monjaste, armados de muy ricas armas, y al tercero día llegaron a la villa cuando el rey acababa de comer. Y como iban por las calles muchos los miraban todos, que muy bien los conocían, y decían unos a otros:
—¡Malditos sean los traidores, que con sus mezclas falsas hicieron perder tales caballeros y otros muchos de gran valor a nuestro señor el rey.
Pero otros, que más sabían de cómo había pasado toda la culpa, cargaban al rey, que quiso sojuzgar su discreción a hombres escandalosos y envidiosos. Así fueron por la villa hasta que llegaron al palacio, y entrados en el patio descabalgaron de sus caballos y entraron donde el rey estaba y saludáronlo con mucha cortesía, y él los recibió con buen talante. Y don Cuadragante le dijo:
—A los grandes príncipes conviene oír los mensajeros que a ellos vienen, quitada y apartada de sí toda pasión, porque si la embajada que les traen les contenta mucho, alegres deben ser haberla graciosamente recibido, y si al contrario, mas con fuertes ánimos y recios corazones deben poner el remedio que con respuestas desabridas, y a los embajadores se requiere decir honestamente lo que les es encomendado sin temer ningún peligro que de ello les pueda venir. La causa de nuestra venida a vos, rey Lisuarte, es por mandado y ruego de Amadís de Gaula y de otros muchos grandes caballeros que en la Ínsula Firme quedan, los cuales os hacen saber cómo andando por las tierras extrañas buscando las aventuras peligrosas, tomando las justas y castigando las contrarias, así como la grandeza de su virtud y fuertes corazones requieren, supieron de muchos como vos, mas por seguir voluntad que razón y justicia, no curando de los grandes amonestamientos de los grandes de vuestros reinos, ni de las muchas lágrimas de la gente más baja, ni habiendo memoria de lo que a Dios de buena conciencia se debe, quisisteis desheredar a vuestra hija Oriana, sucesora de vuestros reinos después de vuestra vida, por heredera otra vuestra hija menor, la cual, con muchos llantos y dolores muy doloridos, sin ninguna piedad entregasteis a los romanos, dándola por mujer al emperador de Roma contra todo derecho y fuera de la voluntad, así suya como de todos vuestros naturales. Y como estas tales cosas sean muy señaladas ante Dios y Él sea el remediador de ellas, quiso permitir que, sabido por nosotros, pusiésemos remedio en cosa que tan agravio se hacía contra su servicio, y así se hizo no con voluntad ni intención de injuriar, mas de quitar tan gran fuerza y desafuero, de la cual sin mucha vergüenza nuestra no nos podíamos partir, que vencidos los romanos que la llevaban fue por nosotros tomada y llevada con tan gran acatamiento y reverencia (como a la su nobleza y real estado convenía) a la Ínsula Firme, donde acompañada de muchas nobles señoras y grandes caballeros la dejamos. Y porque nuestra intención no fue sino servir a Dios y mantener derecho, aquellos señores y grandes caballeros, acuerdan de os requerir, que en lo que aquella noble infanta toca, queráis dar algún medio, como cesando el grande agravio y tan conocida fuerza, sea restituida en vuestro amor con aquellas firmezas que a la verdad y buena coincidencia se requieren dar, y si por ventura vos, rey, algún sentimiento de nosotros tenéis quede para su tiempo, porque no sería razón que lo cierto de aquella princesa con lo dudoso de nosotros se mezclase.
El rey, después que don Cuadragante hubo acabado su razón, respondió en esta guisa:
—Caballeros, porque las demasiadas palabras y duras respuestas no acarrean virtud, ni de los corazones flacos hacen fuertes, será mi respuesta breve, y con más paciencia que vuestra demanda lo merece. Vosotros habéis cumplido aquello que, según vuestro juicio, más a vuestras honras satisface con más sobrada soberbia que con demasiado esfuerzo, porque no a gran gloria se debe contar saltear y vencer a los que sin ningún recelo y con toda seguridad caminan, no teniendo en las memorias como yo, siendo lugarteniente de Dios, a Él y no a otro ninguno, soy obligado de dar la cuenta de lo que por mí fuere hecha, y cuando la enmienda de esto tomada fuere se podrá hablar en el medio que por vos se pide, y por que lo demás serán sin ningún fruto no es menester replicación.
Don Brián de Monjaste le dijo:
—Ni a nosotros otra cosa conviene sino que sabida nuestra voluntad y la cuenta que de lo pasado a Dios debemos, pongan cada una de las partes en ejecución aquello que más a su honra cumple.
Y despedidos del rey, cabalgaron sus caballos y salieron del palacio, y don Grumedán con ellos, a quien el rey mandó que los aguardase hasta que de la villa saliesen.
Cuando don Grumedán se vio con ellos fuera de la presencia del rey, díjoles:
—Mis buenos señores, mucho me pesa de lo que veo, porque yo, conociendo la gran discreción del rey y la nobleza de Amadís y de todos vosotros y los grandes amigos que aquí tenéis mucha esperanza tenía que este enojo habría algún buen fin, y paréceme que siendo todo al contrario, ahora más que nunca dañado lo veo: hasta que a Nuestro Señor plega poner en ello aquella concordia que menester es, pero tanto os ruego que me digáis cómo se halló en la Ínsula Firme Amadís a tal tiempo, que mucho ha que de él no se supieron nuevas ningunas, aunque muchos de sus amigos lo han buscado con grandes afanes por tierras extrañas.
Don Brián de Monjaste le dijo:
—Mi señor don Grumedán, en lo que decís del rey y de nosotros, no será menester a vos, que tan sabido lo tenéis, daros la cuenta muy larga, sino que conocida está la gran fuerza que el rey a su hija hizo, y la razón que a nosotros nos obliga de la quitar, y ciertamente, dejando su enojo y nuestro aparte placer, hubiéramos que algún medio se tomara en lo que a él y a la infanta Oriana toca, pues más todavía con mucho rigor le place proceder contra nosotros más que con justa causa, él verá que la salida de ella le será más trabajosa que la entrada lo parece. Y a lo que, mi buen señor, preguntáis de Amadís, sabréis que hasta que él de esta corte fue, llamándose el Caballero Griego, y llevó consigo aquella dueña por quien los romanos fueron vencidos y la corona ganada de las doncellas, nunca ninguno de nosotros supimos nuevas de él.
—¡Santa María Val! —dijo don Grumedán—, ¿qué me decís? ¿Es verdad que el Caballero Griego que aquí vino era Amadís?—
—Verdad sin duda ninguna es —dijo don Brián.
—Ahora os digo yo —dijo don Grumedán— que me tengo por hombre de mal conocimiento, que bien debiera yo pensar que caballero que tales extrañezas hacía en armas sobre los otros, que no debiera ser sino él. Ahora os pregunto:
—Los dos caballeros que aquí dejó que me ayudasen en la batalla que tenía aplazada con los romanos, ¿quiénes eran?
Don Brián le dijo riendo:
—Vuestros amigos Angriote de Estravaus y don Bruneo de Bonamar.
—A Dios merced —dijo él—, que si yo los conociera no temiera tanto mi batalla como la temía, y ahora conozco que gané en ella muy poca prez, pues que con tales ayudadores no tuviera en mucho vencer a dos tantos de los que fueron.
—¡Así Dios me valga! —dijo don Cuadragante—, yo creo que si por vos vuestro corazón se juzgase, vos solo bastabais para ellos.
—Señor —dijo don Grumedán—, cualquier que yo sea soy mucho en el amor y voluntad de todos vosotros, si a Dios pluguiese de dar algún cabo bueno en esto sobre que venís.
Así fueron hablando hasta salir de la villa, y una pieza más adelante y queriéndose don Grumedán despedir de ellos, vinieron venir a Espladián, el hermoso doncel, de caza, y Ambor, hijo de Angriote de Estravaus con él, y él traía un gavilán y cabalgando en un palafrén muy hermoso y ricamente guarnido, que la reina Brisena le había dado, y vestido de ricos paños, que así por su hermosura tan extremada como por lo que de él Urganda la Desconocida había escrito al rey Lisuarte, como la tercera parte de esta historia más largo lo cuenta, el rey y la reina le mandaban dar cumplidamente lo que menester había, y cuando llegó donde ellos estaban, saludólos, y ellos a él. Brián de Monjaste preguntó a don Grumedán quién era aquel tan hermoso doncel, y él dijo:
—Mi señor, éste se llama Esplandián y fue criado por grande ventura y muy grandes cosas; de él escribió Urganda al rey de lo que él será.
—¡Válgame Dios! —dijo don Cuadragante—. Mucho hemos a la Ínsula Firme oído decir de este doncel, y bien será que lo llaméis y oiremos lo que dice.
Entonces don Grumedán lo llamó, que ya era pasado, y díjole:
—Buen doncel, tornad y enviaréis encomiendas al Caballero Griego, que con vos de tanta cortesía hubo en daros los romanos que para matar tenía.
Entonces Esplandián se tornó y dijo:
—Mi señor, mucho alegre sería en saber de aquel tan noble caballero donde se las pudiese enviar como vos lo mandáis y él lo merece.
—Estos caballeros van donde él está —dijo don Grumedán.
—Dice os verdad —dijo don Cuadragante—, que nosotros llevaremos vuestro mandado al que se llamaba el Caballero Griego, y ahora se llama Amadís.
Cuando Esplandián oyó esto dijo:
—Cómo, señores, ¿es este Amadís de que todos tan altamente hablan de sus grandes caballerías y tan extremado es entre todos?
—Sí, sin falta —dijo don Cuadragante—; éste es.
—Y os digo
ciertamente —dijo Esplandián— que en mucho se debe tener su gran valor, pues tan señalado es entre tantos buenos, y la envidia que de él se tiene pone osadía a muchos de se hacer sus iguales, pues no menos debe ser loado por su gran mesura y cortesía, que, aunque yo le tomé con gran ira y saña, no dejó por eso de me hacer gran honra, que me dio aquellos caballeros que vencido tenía, de que gran enojo había recibido, lo cual mucho le agradezco, y plega a Dios de me llegar a tiempo, que con tanta honra como lo él hizo, con otra tal se lo puede pagar.
Mucho fueron contentos aquellos caballeros de lo que le oyeron decir, y por extraña cosa tenían la su gran hermosura y lo que de él les había dicho don Grumedán, y, sobre todo, la gracia y discreción con que con ellos hablaba, y don Brián de Monjaste le dijo:
—Buen doncel, Dios os haga hombre bueno, así como os hizo hermoso.
—Muchas mercedes —dijo él— por lo que me decís, mas si algún bien me tiene guardado ahora lo quisiera, para poder servir al rey mi señor que tanto ha menester el servicio de los suyos, y, señores, a Dios quedéis encomendados, que ha gran pieza que de la villa salí.
Y don Grumedán se despidió de ellos y se fue con él, y ellos se fueron a entrar en su nave para se tornar a la Ínsula Firme. Mas ahora deja la historia de hablar de ellos y torna al rey Lisuarte.
De cómo el rey Lisuarte demandó consejo al rey Arbán de Norgales y a don Grumedán y a Guilán el Cuidador, y lo que ellos respondieron.