Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
A esta sazón, el rey pasaba cabalgando, y Gandandel, que lo aguardaba, y otros muchos caballeros, y andaba cazando con unos esmerejones y así anduvo una pieza cabe ellos, y no los hablando ni mirando se tornó a su palacio.
De cómo Amadís se despidió del rey Lisuarte y con él otros diez caballeros, parientes y amigos de Amadís, los mejores y más esforzados de toda la corte, y siguieron su vía para la Ínsula Firme, donde Briolanja probaba las aventuras de los firmes amadores y de la cámara defendida, y cómo determinaron de librar del poder del rey a Madasima y a sus doncellas.
Como Amadís vio el desamor que el rey les mostraba, llevando consigo todos aquellos caballeros, se fue a despedir de él, como por el palacio entró y le vieron él continente mudado de como solía y a tal hora que ya las mesas eran puestas, llegáronse todos por oír lo que diría, y llegando hasta el rey, le dijo:
—Señor, si vos en algo contra mí erráis, Dios y vos lo sabéis, y por ahora no diré más, porque, aunque mis servicios grandes fuesen, mucho mayor era la voluntad de pagar las honras que de vos he recibido. Ayer me dijisteis que fuese andar por el mundo y buscase quien mejor que vos me conociese, dando a entender que lo que más os será agradable es ser yo fuera de vuestra corte, y pues esto es lo que a vos place, a mí conviene de lo hacer, y no me puedo despedir de vasallo, pues que lo nunca fui vuestro ni de otro ninguno, sino de Dios. Mas despídome de aquel gran deseo que cuanto os plugo teníais de me hacer honra y merced y del gran amor que yo de le servir y pagar tenía.
Y luego se despidieron don Galvanes y Agrajes y Florestán y Dragonís y Talomir, cohermanos de Amadís, y don Bruneo de Bonamar y Branzil, su hermano, y Angriote de Estravaus, y Grondonán, su hermano, y Pinorés, su sobrino, y don Cuadragante apareció delante del rey y díjole:
—Señor, yo no quedé con vos sino por ruego de Amadís, queriendo y deseando haber su amor, pues que con razón verdadera se halló camino que el sentimiento que de él tenía fuese a mi honra apartado, y pues que por su causa fue vuestro, por ella misma no lo haré de aquí adelante, que poca esperanza tendrían mis pequeños servicios cuando en los sus grandes fallece, que mal os acordáis de cuando os sacó de las manos de Madanfabul, de donde otro ninguno os sacar pudiera, y del vencimiento que os hizo haber en la batalla del rey Cildadán y de cuanta sangre él y sus hermanos y parientes allí perdieron, y cómo quitó a mí de vuestro estorbo, y a Famongomadán y a Basagante, su hijo, que los más fuertes gigantes del mundo eran, y también Lindoraque, el hijo del gigante de la Montaña Defendida, que uno de los mejores caballeros era de cuantos yo sabía, y Arcalús el Encantador, y que todo esto se olvidase de vuestra memoria, habiendo mal galardón, pues si estos que digo contra vos en aquella batalla fuéramos y no fuera Amadís de vuestra parte, mirad lo que dende os pudiera venir.
Respondió el rey:
—Don Cuadragante, bien entiendo, según vuestras palabras, que me no amáis ni por mi pro lo decís, ni aún habéis con Amadís tal deudo por donde debáis querer su pro ni su bien; mas decís aquello que por ventura no está tan firme en vuestro pensamiento como la palabra lo muestra.
Dijo don Cuadragante:
—Vos diréis lo que os pluguiere, como gran señor que sois, mas cierto soy que no moveréis a Amadís con palabras de mezclamiento, así como se mueven otros que al cabo conocerían el yerro, y si yo le fuere buen amigo o malo a Amadís, en poco estamos de lo mostrar, y quitósele delante. Luego llegó Landín, y díjole:
—Señor en vuestra casa no hallé yo ayuda ni reparo de mis llagas, sino en Amadís, y así dejando de ser vuestro, con él y con mi tío, don Cuadragante, me quiero ir.
Y el rey le respondió:
—Ciertamente, yo pienso que en vos no nos quedaría buen amigo.
—Señor —dijo él—, cual ellos os fueren, tal lo seré yo, pues que de mandado no tengo de salir.
A esta hora estaban juntos a un cabo del palacio don Brian de Monjaste, caballero muy preciado, hijo del rey Ladasán de España y de una hermana del rey Perión de Gaula, y de Gandiel Urlandín, hijo del conde Urlanda, y Grandores, y Madancil, el del Puente de la Plata, a Listorán de la Torre Blanca, y Ledaderdín de Fajarque y Tradiles el orgulloso, y don Gabarte de Valtemoroso, y cuando así vieron que aquellos caballeros, por amor de Amadís, del rey se habían despedido, fueron todos delante de él y dijéronle:
—Señor, nos vinimos a vuestra casa por ver a Amadís y a sus hermanos y por ganar su amor, y pues esto fue la causa principal, así lo es para no estar más en ella.
Despedidos estos caballeros como oís, y no quedando otro ninguno, Amadís se quisiera despedir de la reina, mas al rey no plugo, porque siempre ella había sido muy contraria en esta discordia, mas envióse a despedir con don Grumedán. Y saliendo del palacio se fue a la posada, y todos aquellos caballeros con él, donde las mesas hallaron puestas y en ellas fueron servidos de muchos y buenos manjares, y luego cabalgaron en sus caballos, armados de todas armas, que serían hasta quinientos caballeros, en que había hijos de reyes y de conde y otros de gran guisa, así en linaje como en gran prez y bondad de armas, que por todo el mundo sus grandes hechos eran sabidos, y tomaron el camino derecho de la Ínsula Firme para albergar aquella noche en una ribera a tres leguas de allí, donde ya por mandado de Amadís las tiendas eran armadas.
Mabilia, que de una ventana del palacio de la reina los miraba y los vio ir tan apuestos que como las armas eran frescas y ricas, con la clareza del sol que en ellas hería, las hacía muy resplandecientes, no había persona que los viese que se no maravillase y no tuviese por malaventurado al rey que tal caballero como Amadís de sí partir quería, con aquéllos que le seguían, y fuese a Oriana y díjole:
—Señora, dejad esa tristeza y mirad aquellos vuestros vasallos y huelgue vuestro corazón en tener tal amigo, que si hasta aquí sirviendo a vuestro padre vida de caballero andante tuvo, ahora fuera de su servicio así como un gran príncipe se portará, lo cual, señora, todo redundará en vuestra grandeza.
Oriana, muy consolada de aquellas palabras, los miraba, remediando con su gran cordura y discreción aquella pasión y afición que de voluntad y apetito atormentada era.
Salieron con Amadís por le hacer mucha honra el rey Arbán de Norgales, y Grumedán, el amo de la reina, y Brandoibas, y Quironante, y Giontes, sobrino del rey, y Listorán, buen justador. Éstos iban con él, apartados de la gente y muy tristes por su apartamiento del rey. Y Amadís les iba rogando que le fuesen amigos en aquello que sin cargo de sus honras serlo pudiesen, que él siempre los tendría en el grado y estima en que hasta allí los había tenido y que aunque el rey lo desamase, no teniendo en él justa causa, que no lo hiciesen ellos, ni por eso dejasen de le servir y honrar como tan buen rey lo merecía. Ellos le dijeron que le nunca desamarían por ninguna cosa, que, aunque al rey sirviesen con la lealtad que obligados eran, nunca sus corazones se partirían de lo amar. Amadís les dijo:
—Ruégoos, señores, que digáis al rey que ahora parece claro lo que Urganda delante de él me dijo y del señorío que para otro ganase no habría galardón, sino de saña y alongamiento de mi voluntad, así como ahora me avino en ganar la Ínsula de Mongaza para el su señorío, por donde contra toda razón fue su voluntad movida sin se lo merecer contra mí, como veis, y que estas tales cosas muchas veces aquel justo juez las remedia, dando todo a cada uno su derecho.
Don Grumedán dijo que lo diría todo al rey como lo él mandaba y que maldita fuese Urganda, que tan verdadera había salido.
Y con esto se tornaron a la villa, y luego llegó a él don Guilán el Cuidador, y llorando le dijo:
—Señor, vos sabéis bien mi hacienda que de mí ni de mi corazón puedo hacer nada y conviene que siga la voluntad ajena, de aquélla por quien yo soy en mortales angustias y dolores puesto, de la cual esta vez me es defendido que con vos no vaya, donde soy puesto en gran vergüenza, que ahora quisiera pagar aquellas grandes honras que de vos y de vuestros hermanos siempre recibí, mas no puedo.
Amadís, que los grandes y demasiados amores de este caballero sabía y como él amaba a su señora Oriana y la temía, lo abrazó riendo y le dijo:
—Don Guilán, el mi grande amigo, no plega a Dios que tan buen hombre y tan entendido como vos erraseis a vuestra señora ni pasaseis su mandado, ni tal consejo os daría, que no sería vuestro amigo, antes que la sirváis y cumpláis su voluntad y la del rey vuestro señor, que bien cierto soy que guardando vuestra lealtad dondequiera que seáis os tendré por amigo, como lo siempre tuve.
—Ahora, señor —dijo don Guilán—, vaya como fuere, que yo fío en Dios que siempre habréis mi servicio.
Entonces se despidió de él, y Amadís y su compaña se fueron aquella noche a la ribera de la mar, donde tenían sus tiendas, y todos andaban alegres y se esforzaban unos a otros y que Dios les haría merced en ser partidos del rey que en tan poco sus servicios tenía, y que mejor fuera saber temprano aquel engaño, que no habiendo dependido más tiempo en su compaña. Pero el corazón de Amadís, aunque en las otras cosas todas muy esforzado fuese, en este apartamiento de su señora muy enflaquecido era, no sabiendo ni pensando cuándo verla pudiese. Así pasaron aquella noche muy viciosos de todo lo que menester hubieron, y otro día de mañana cabalgaron y fueron su camino derecho de la Ínsula Firme.
Y otro día que Amadís y sus compañeros se partieron, el rey, después de haber oído misa, sentóse en su palacio, como lo había de costumbre, y miró de un cabo a otro, y como se vio tan menguado de aquellos caballeros que allí solían estar, membróse de cuán arrebatadamente se moviera contra Amadís y vínole un tan gran pensamiento, en manera que en otra cosa ninguna paraba mientes, y Gandandel y Brocadán, que ya sabían lo que Angriote de ellos dijera y al rey vieron en tal forma, fueron muy espantados, creyendo que el rey no se hallaba bien del su consejo que contra Amadís le habían dado. Pero viendo que ya no era tiempo se de ello retraer, quisieron seguir por su mal propósito adelante, que esta mala dolencia han los grandes yerros, y acordaron ir a remediar que aquellos caballeros no tornasen al rey, si no ellos muertos eran, y luego se fueron a él juntos. Y díjole Grandandel:
—Señor, de hoy más podéis holgar y descansar, pues que habéis apartado de vuestro servicio aquéllos que dañarlo pudieran, de lo que a Dios debéis dar muchas gracias y del hecho de vuestra tierra y casa, no os descargaremos con mayor cuidado que de lo nuestro propio. Ca, señor, cuando parareis mientes en el haber que aquéllos dabais, que libre os queda, mucho vuestro ánimo holgará.
El rey los miró de mal semblante y díjoles:
—Mucho me maravillo de lo que decís que yo dejé en vos mi tierra y mi casa que yo con todos los que en ello pongo no es remedio para ello, y vosotros, en quien no veo tanta discreción, pensáis de lo cumplir, y puesto caso que para ellos bastaseis, no se tendrían por contentos mis vasallos y los de mi casa de ser gobernados por vuestra autoridad, y de esto que me decís de me quedar aquel grande haber que aquellos caballeros daba, querría saber en qué lo podría yo mejor emplear que mi honra y servicio fuese, porque ningún haber es bien empleado sino en el poder y valía de los hombres, que si de mi mano y poder salía lo que aquéllos llevaban, mi honra era con ello guardada y el mi señorío acrecentado y en el fin todo a mi mano se tornaba, así que el haber que es empleado donde debe, aquél yace en buen tesoro, donde nunca se pierde, y en esto no quiero que me habléis, porque no tomaré vuestro consejo.
Y levantándose de entre ellos y mandando llamar los cazadores, se fue al campo, y ellos quedaron de aquella respuesta muy espantados, viendo que ya el rey miraba en el mal consejo que le dieran.
A esta sazón llegó una doncella de la reina Briolanja, que venía con su mandado a Oriana para le hacer saber lo que le aconteciera en la Ínsula Firme, con la cual hubieron todas mucho placer, porque aquella reina era de ellas muy amada. Y entonces dijo a Oriana:
—Señora, yo soy venida a vos de parte de Briolanja para os decir las maravillas que en la Ínsula Firme halló, y quiso que por mí, que las vi todas, fueseis de ello sabedora.
—Dios le dé mucha vida —dijo Oriana— y a vos, buena ventura, por el afán que tomasteis.
Entonces llegaron todos por ver lo que diría. Y la doncella dijo:
—Señora, sabed que Briolanja llegó con toda su compaña como fue de aquí a aquella Ínsula, donde estuvo cinco días, y luego le fue preguntando si probaría la cámara y el arco del amor, y ella dijo que aquellas dos pruebas quería dejar para la postre, y lleváronla luego a una legua del castillo, a unas muy hermosas casas, que por ser asentadas en muy abundoso y vicioso lugar eran unas de las nombradas y principales moradas de Apolidón. Y desde que la hora del comer vino, lleváronnos a una grande y muy hermosa sala labrada a maravilla, y a un cabo de ella estaba una grande y muy hermosa cueva, muy honda y muy oscura y tan pavorosa de mirar que ninguno se osaba llegar a ella, y al otro cabo de aquel gran palacio estaba una muy hermosa torre que desde las finiestras de ella se pueden ver todas las cosas que en aquella sala se hacen, y allí nos hicieron subir todas, donde hallamos, cabe las finiestras, puestas las mesas y los estrados, y allí fue la reina y nosotras muy bien servidas de muy diversos manjares y de dueñas y doncellas muy servidas, y debajo en el palacio que oísteis comían los caballeros y la otra gente nuestra y eran servidos de los caballeros de la tierra, y cuando les pusieron delante el segundo manjar oyeron silbos muy grandes en la cueva y salía humo caliente, y no tardó que salió una gran serpiente y púsose en medio del palacio con tanta braveza y tan espantosa que no había persona que la mirar osase y lanzaba por la boca y las narices gran humo y hería con la cola tan fuerte que todo el palacio hacía estremecer, y luego en pos de ella salieron de la cueva dos leones muy grandes y comenzaron entre sí una batalla tan brava y tan esquiva que no hay corazón de hombre que se no espantase. Entonces los caballeros y la otra gente, dejando las mesas, salieron del palacio con la mayor prisa que podían, y aunque las finiestras donde Briolanja y nosotras mirábamos eran muy altas, ni por eso dejamos de tener gran miedo y espanto. La batalla duró media hora y en cabo los leones fueron tan cansados, que se tendieron en el suelo como muertos, y la serpiente, tan cansada y tan lasa que apenas el huelgo podía en sí coger, pero desde que una pieza descansó tomó el uno de los leones en la boca y llevólo a la cueva, y tornando por el otro, los lanzó dentro y ella se echó en pos de ellos. Así que en todo el día aparecieron más, y los hombres de la Ínsula reían mucho de nuestro espanto, y haciéndonos ciertos que por aquel día no habría más, tornamos a las mesas y acabamos nuestra comida. Así pasamos aquel día, y a la noche en buen albergue, y otro día lleváronnos a otro lugar más sabroso que aquél, donde pasamos aquel día, y cuando fue hora de dormir lleváronnos a una cámara rica y hermosa a maravilla, donde había una cama de ricos y preciados paños para Briolanja y otras asaz buenas para nosotras, y desde que echadas fuimos, pasada la medianoche, que muy sosegadas y dormidas estábamos, abriéronse las puertas con tan gran sonido que con gran espanto fuimos despiertas, y vimos entrar un ciervo por la puerta con candelas encendidas en los cuernos, que toda la cámara alumbraba como si de día fuese, y la mitad de él había tan blanco como la nieve y el pescuezo y la cabeza tan negra como la pez, y el 'un cuerno semejaba dorado y el otro bermejo, y en pos de él venían cuatro perros de la semejanza de él, y cada uno de ellos le aquejaba mucho, así que le traían acosado, y en pos de ellos venia un cuerno de marfil con unas vergas de oro y tañíase de suyo, andando en el aire como si en mano de alguno anduviese y hacia propio son de montería, y con él los canes se alegraban, así que el ciervo no le dejaban sosegar y hacíanlo huir a una y otra parte por la cámara y saltaba por cima de nuestras camas, que las hacia estremecer, y a las veces tropezaba en ellas y caía, y nosotras levantadas en camisas y en cabellos, huyendo delante del ciervo y algunas se metían debajo de los lechos, mas los canes no dejaban de lo seguir cuanto más podían, y cuando el ciervo vio que no había guarida en la cámara, salióse por una ventana corriendo cuanto más podía, y los canes tras él, de que muy alegres fuimos, y tomando de aquella ropa que revuelta por allí estaba, con que nos encubriésemos, y dimos a Briolanja, que muy cuitada estaba, un sayón, que se vistió, y pasado aquel miedo tuvimos muy gran risa de aquella revuelta en que nos vimos, y estando aderezando nuestros lechos entró por la puerta una dueña y dos doncellas con ella y una niña pequeña, que le traía candelas delante, y dijo a Briolanja: "Señora, ¿qué habéis habido que a tal hora estáis levantada?". Ella le dijo: "Amiga, una tal revuelta que no sería poco de la contar". La dueña se rió mucho y dijo: "Pues, señora, acostaos y dormid, que por esta noche no habrá más de que os temer". Con esta seguridad aderezamos los lechos y dormimos lo que de la noche quedó, y otro día de gran mañana movimos de allí y fuimos a un bosque donde había muy grandes pinares y hermosas huertas y posamos en tiendas ribera de un agua, y allí hallamos una casa redonda sobre doce postes de mármol, con una cobertura extrañamente hecha, que por entre los postes se cierra con llaves de cristal muy sutilmente, en manera que el que dentro está puede ver todos los de fuera, y tenía por unas puertas labradas de hojas de oro y de plata de grande y extraño valor a maravilla y cabe cada poste por de dentro de la casa estaba una imagen de cobre hecha a la semejanza de gigante y tienen arcos muy fuertes en sus manos y saetas en ellos con hierros de fuego tan ardientes y tan vivos como si del fuego saliesen, y dicen que no hay cosa ninguna que allí entre que con las fuerzas de aquellas saetas y del fuego que luego no sea hecha ceniza, porque las imágenes tiran luego con los arcos, así que no yerra ningún tiro, y delante Briolanja y nosotras metieron allí dos gamos y un ciervo y luego las saetas fueron en ellos metidas, y tornadas a los arcos quedaron las animalias hechas ceniza, y en las puertas de aquel palacio había letras escritas que decían: "Ningún hombre ni mujer no sea osado de entrar en esta casa si no fueren aquél y aquélla que tanto y tan lealmente tienen su amor, como Grimanesa y Apolidón, que este encantamiento hizo, y conviene que entren juntos a la vez primera, que si cada uno por sí lo hiciere será perecido de la más cruel muerte que se nunca vio, y este encantamiento y todos los otros durarán hasta tanto que venga aquél y aquélla que por su gran lealtad de sus amores y gran bondad de armas del caballero en la hermosa cámara encantada entrarán y ende huelguen en uno, y cuando el ayuntamiento de ambos fuere acabado, entonces serán deshechos todos los encantamientos de esta Ínsula Firme". Allí estuvimos aquel día, y Briolanja mandó llamar a Ysanjo y a Enil, y díjoles que ya no querían ver más, salvo lo del arco del amor y la cámara defendida, y preguntó a Ysanjo qué cosa era aquélla de la sierpe y de los leones y lo del ciervo y canes. "Señora —dijo él—, no sabemos más sino que cada día salen aquella hora que visteis y han su batalla de aquella forma, y del ciervo y de los canes os digo que todas las noches vienen a aquella hora que visteis y tórnanse a ir por la ventana y los canes en pos de él y vanse a meter todos en un lago que es cerca de aquí, que creemos que de la mar sale, y no sé, señora, más que os diga, sino que en un año no podríais acabar de ver las grandes maravillas que en esta Ínsula son". Pues venida la mañana cabalgamos en nuestros palafrenes y tomamos al castillo, y luego Briolanja se fue al arco de los leales amadores y entró por los padrones defendidos como aquélla que nunca errara en sus amores, sin entrevalo alguno, y la imagen hizo con la trompa muy dulce son, tanto que a todos nos hizo desmayar, y tanto que Briolanja fue dentro, donde las imágenes de Apolidón y Grimanesa estaban, el son cesó con una muy dulce dejada, que maravilla era de lo oír, y allí vio aquellas imágenes tan hermosas y tan frescas como si vivas fuesen. Así que estando ella sola, mucho acompañada con ellas se hallaba, y luego vio en el jaspe escritas letras frescas, que decían: "Éste es el nombre de Briolanja, la hija de Tagadán, rey de Sobradisa; ésta es la tercera doncella que aquí entró". Y luego acordó de se salir fuera, con miedo de se ver sola, y que ninguno de su compaña allá entrar podía, y salida de allí se fue a su posada, y al quinto día fue a probar la cámara defendida e iba vestida muy ricamente a maravilla y no llevaba sobre sus hermosos cabellos sino un prendedero de oro muy hermoso y de piedras muy preciadas, y todos los que así la vieron decían que si ella no entrase en la cámara que en el mundo no había otra que lo acabase y que de aquella vez habrían fin todos aquellos encantamientos, y ella se encomendó a Dios y entró por el sitio defendido y pasó por el padrón de cobre y llegó al mar de mármol y leyó las letras que en él estaban escritas y pasó delante tanto, que todos pensaron que acabado era, y llegando a tres pasadas de la puerta de la cámara, tomáronla tres manos por los sus cabellos hermosos y preciados y sacáronla del campo muy sin piedad, así como a las otras lo hicieron, fuera del lugar defendido y quedó tan maltrecha que la no podíamos acordar.