Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
—Señor primo, más quisiera yo vuestra compañía que otra cosa; mas mi corazón, que en mucha cuita es, no me deja sino que vaya a ver a aquélla que cerca o lejos siempre en su poder estoy y quiero saber de vos dónde os podría hallar cuando vuelva.
—Señor —dijo Amadís—, creo que me hallaréis en la casa del rey Lisuarte, que me dicen ser allí mantenida caballería en la mayor alteza que en ninguna casa de rey ni emperador que en el mundo haya, y ruégoos que me encomendéis al rey vuestro padre y madre y que así como a vos en su servicio me pueden contar por la crianza que me hicieron.
Entonces se despidió Agrajes del rey y de la reina su tía, y cabalgando con su compaña y el rey y Amadís con él por le hacer honra, saliendo por la puerta de la villa encontraron una doncella que tomando al rey por el freno le dijo:
—Miémbrate, rey, que te dijo una doncella cuando cobrases tu pérdida, perdería el señorío de Irlanda su flor y cata si dijo verdad que cobraste este hijo que perdido tenías y murió aquel esforzado rey Abies que la flor de Irlanda era. Y aún más te digo: que la nunca cobrará por señor que ahí haya hasta que venga el buen hermano de la señora que hará venir soberbiosamente por fuerza de armas, parias de otra tierra, y éste morirá por mano de aquél que será muerto por la cosa que del mundo que más amara. Este fue Marlote de Irlanda, hermano de la reina de Irlanda, aquél que mató Tristán de Leonís, sobre las parias que al rey Mares de Cornualla, su tío, demandaba y Tristán murió después por causa de la reina y sé yo que era la cosa del mundo que él más amaba. Y esto te envía a decir Urganda mi señora.
Amadís le dijo:
—Doncella, decid a vuestra señora que se le encomienda mucho el caballero a quien dio la lanza y que ahora veo ser verdad lo que me di]o que con ella libraría la casa donde primero salí, que libré al rey mi padre, que en punto de la muerte estaba.
La doncella se fue su vía y Agrajes, despedido del rey y de Amadís, donde le dejaremos hasta su tiempo.
El rey Perión mandó llegar cortes, porque todos viesen a su hijo Amadís; donde se hicieron muchas alegrías y juegos en honor y servicio de aquel señor que Dios le diera, con el cual y con su padre esperaban vivir en mucha honra y descanso. Allí supo Amadís cómo el gigante llevara a don Galaor, su hermano, y puso en su voluntad de trabajar mucho por saber qué se hiciera y le cobrar por fuerza de armas o en otra cualquier manera que menester fuese. Muchas cosas se hicieron en aquellas cortes y muchos y grandes dones el rey en ella dio, que sería largo de contar. En fin de las cuales Amadís habló con su padre diciendo que él se quería ir a la Gran Bretaña, que pues no tenía necesidad le diese licencia. Mucho trabajó el rey y la reina por lo detener, mas por ninguna vía pudieron, que la gran cuita que por su señora pasaba no le dejaba lugar a que otra obediencia tuviese, sino aquélla que su corazón sojuzgaba y, tomando consigo solamente a Gandalín y otras tales armas como las que el rey Abies le despedazara en la batalla, así se partió y anduvo tanto hasta que llegó a la mar, y entrando en una fusta, entró en la Gran Bretaña y aportó a una buena villa, que había nombre Bristoya y allí supo cómo el rey Lisuarte era en una su villa que se llamaba Vindilisora y que estaba muy poderoso y muy acompañado de buenos caballeros, y que todos los más reyes de las ínsulas le obedecían. Él partió de allí y entró en su camino, mas no anduvo mucho por él, que halló una doncella que le dijo:
—¿Es éste el camino de Bristoya?.
—Sí, dijo él.
—¿Por ventura, sabéis si hallaría allí alguna fusta que pudiese pasar en Gaula?.
—¿A qué vais allá?, dijo él.
—Voy a demandar por un buen caballero, hijo del rey de Gaula, que ha nombre Amadís y no ha mucho que se conoció con su padre.
Él se maravilló y dijo:
—Doncella, ¿por quién sabéis vos eso?.
—Por aquélla que las cosas esconder no se le pueden, y supo antes su hacienda que él ni su padre, que es Urganda la Desconocida, y hale tanto menester que si por él no, por otro ninguno puede cobrar lo que mucho desea.
—A Dios merced —dijo él—, porque aquella a quien han menester todos, me haya menester a mí. Sabed, doncella, que yo soy el que demandáis y ahora vamos por do quisiereis.
—¿Cómo —dijo ella—, vos sois el que yo busco?.
—Yo soy sin falta, dijo él.
—Pues seguidme —dijo la doncella— y llevaros he donde es mi señora.
Amadís dejó su camino y entró por el que la doncella le guiaba.
Cómo el gigante llevaba a armar caballero a Galaor por la mano del rey Lisuarte; el cual le armó caballero muy honradamente Amadís.
Don Galaor estando con el gigante, como os contamos, aprendiendo a cabalgar y a esgrimir y todas las otras cosas que a caballero convenían, siendo ya en ello muy diestro y el año cumplido, que el gigante por plazo le pusiera, él le dijo:
—Padre, ahora os ruego que me hagáis caballero, pues yo he atendido lo que mandasteis.
El gigante, que vio ser ya tiempo, díjole:
—Hijo, pláceme de lo hacer y decidme quién es vuestra voluntad que lo haga.
—El rey Lisuarte —dijo él—, de quien tanta fama corre.
—Yo os llevaré allá, dijo el gigante. Y al tercer día, teniendo todo el aparejo, partieron de allí, y fueron su camino, y al quinto día halláronse cerca de un castillo muy fuerte que estaba sobre un agua salada y el castillo había nombre Bradoid, y era el más hermoso que había en toda aquella tierra y era asentado en una alta peña y de la una parte corría aquel agua, y de la otra, había un gran tremedal, y de la parte del agua no se podía entrar sino por barca y de contra el tremedal había una calzada tan ancha que podía ir una carreta y otra venir, mas a la entrada del tremedal había una puente estrecha y era echadiza, y cuando la alzaban quedaba el agua muy honda y a la entrada de la puente estaban dos olmos altos, y el gigante y Galaor vieron debajo de ellos dos doncellas y un escudero y vieron un caballero armado sobre un caballo blanco con unas armas de leones y llegar a la puente que estaba alzada y no podía pasar y daba voces a los del castillo. Galaor dijo contra el gigante:
—Si os pluguiere, veamos qué hará aquel caballero, y no tardó mucho que vieron contra el castillo del cabo de la puente dos caballeros armados y diez peones sin armas y dijeron al caballero que qué quería.
—Querría —dijo él— entrar allá.
—Eso no puede ser —dijeron ellos—, si antes con nosotros no os combatís.
—Pues por ál no puede ser —dijo él—, haced bajar la puente y venid a la justa.
Los caballeros hicieron a los peones que la bajasen y el uno de ellos se dejó correr al que llamaba, su lanza baja y el caballo recio, cuanto llevarse pudo y el de las armas de los leones movió contra él e hiriéronse ambos bravamente. El caballero del castillo quebró su lanza y el otro le hirió tan duramente que lo derribó en tierra y el caballo sobre él, y fue para el otro que en la puente entraba y juntáronse ambos de los cuerpos de los dos caballos que las lanzas fallecieron de los encuentros y el de fuera encontró tan fuerte al del castillo que a él y al caballo derribó en el agua y el caballero fue luego muerto y él pasó la puente y fuese huyendo contra el castillo y los villanos alzaron la puente y las doncellas donde fuera voces que le alzaban la puente y el que volvía a ellos vio venir contra sí tres caballeros muy bien armados que le dijeron:
—En mal punto acá pasasteis, ca os convendrá morir en el agua como muere el que vale más que vos; y dejáronse todos tres a él correr e hiriéronle tan bravamente que el caballo le hicieron ahinojar y cerca estuvo de caer, y quebraron las lanzas y quedó de los dos llagado, más él hirió a uno de ellos de manera que armadura que trajese no le aprovechó, que la lanza entró por el un costado, y salió por el otro el hierro con un pedazo de la asta y metió mano a su espada muy bravamente y fue a herir los dos caballeros, y ellos a él, y comenzaron entre sí una peligrosa batalla; mas el de las armas de los leones, que se temía de muerte, trabajó de se librar de ellos, y dio al uno tal golpe de la espada en el brazo diestro que se lo hizo caer en tierra con la espada y comenzó a huir contra el castillo diciendo a grandes voces:
—Acorred, amigos, que matan a vuestro señor.
El de los leones al oír decir que aquél era el señor, quejóse más de lo vencer y diole un tal golpe por cima del yelmo que la espada le metió por la carne, de que el caballero fue tan desatinado, que perdió las estriberas y cayera si se no abrazara al cuello del caballo y tomóle por el yelmo sacóselo de la cabeza, y el caballero quiso huir, pero vio que el otro estaba entre él y el castillo:
—Muerto sois —dijo el de los leones— si por preso no os otorgáis.
Y él, que hubo gran miedo de la espada que ya sintiera en la cabeza, dijo:
—¡Ay, buen caballero, merced!, no me matéis, tomad mi espada y otórgome por preso; mas el de los leones, que vio salir caballeros y peones armados del castillo, tomóle por el brocal del escudo y púsole la punta de la espada en el rostro y dijo:
—Mandad aquéllos que se tomen; si no, mataros he.
Él les dio voces que se tornasen si su vida querían; ellos viendo su gran peligro, así lo hicieron y díjoles más:
—Haced a los peones que echen la puerta, y luego lo mandó. Entonces lo tomó consigo y pasó la puente con él y el del castillo que vio las doncellas conoció la una que era Urganda la Desconocida y dijo:
—¡Ay!, señor caballero, si me no amparáis de aquella doncella, muerto soy.
—Así Dios me ayude —dijo él—, eso no haré yo; antes haré de vos lo que ella mandare.
Entonces dijo a Urganda:
—Veis el caballero señor del castillo, ¿qué queréis que le haga?.
—Cortadle la cabeza, si os no diere mi amigo que allá tienen preso en el castillo y si me no metiere en mano la doncella que le hizo tener.
—Así sea, dijo él. Y alzó la espada por le espantar, mas el caballero dijo:
—¡Ay, buen señor!, no me matéis, yo haré cuanto ella manda.
—Pues, luego sea —dijo— sin más tardar.
Entonces llamó a uno de los peones y díjole:
—Ve a mi hermano y dile si me quiere ver vivo que traiga luego el caballero que allá está y la doncella que le trajo: esto fue luego hecho y, venido, el de los leones le dijo:
—Caballero, ¿veis allí vuestra amiga?, amadla que mucho afán pasó por os sacar de prisión.
—Sí, amo —dijo él—, más que nunca.
Urganda le fue a abrazar y él a ella.
—Pues, ¿qué haréis de la doncella?, dijo el caballero de los leones.
—Matarla —dijo Urganda—, que mucho la sufrí; e hizo un encantamiento, de manera que ella se iba tremiendo a meter en el agua, mas el caballero dijo:
—Señora, por Dios, no muera esta doncella, pues por mí fue presa.
—Yo la dejaré esta vez por vos, mas si me yerra todo lo pagará junto.
El señor del castillo dijo:
—Señor, pues cumplí lo que me mandasteis, quitadme de Urganda.
Ella le dijo:
—Yo os quito por la honra de este que os venció.
El de los leones preguntó a la doncella por qué de su grado se metía en el agua.
—Señor —dijo ella—, parecíame que tenía de cada parte un hacha ardiendo que me quemaban y quería con el agua guarecer.
Él se comenzó a reír y dijo:
—¡Por Dios!, doncella, gran locura es la vuestra en hacer enojo a quien tan bien vengarse puede.
Galaor, que todo lo viera, dijo al gigante:
—Éste quiero que me haga caballero, que si el rey Lisuarte es tan nombrado será por su grandeza, mas este caballero merece serlo por su gran esfuerzo.
—Pues llegad a él —dijo el gigante—, y si no lo hiciere será por su daño.
Galaor se fue donde el de las armas de los leones estaba, so los olmos, y en su compañía consigo llevaba cuatro escuderos y dos doncellas y como llegó, saludáronse ambos y Galaor dijo:
—Señor caballero, demándoos un don.
Él, que lo vio más hermoso que nunca otro había, tomólo por la mano y dijo:
—Sea con derecho y yo os le otorgo.
—Pues ruégoos por cortesía que me hagáis caballero sin más tardar, y quitarme habéis de ir al rey Lisuarte, donde ahora iba.
—Amigo —dijo él—, gran desvarío haríais en dejar para tal honra el mejor rey del mundo y tomar a un pobre caballero como lo soy yo.
—Señor —dijo Galaor—, la su grandeza del rey Lisuarte no me pondrá a mí esfuerzo, así como lo hará vuestra gran valentía que aquí os vi hacer y cumplir lo que prometisteis.
—Buen escudero —dijo él—, cualquiera otro que demandéis seré yo muy más contento que de éste, que en mí no cabe ni a vos en honra.
A la sazón Urganda llega a ellos como que no había oído nada y dijo:
—Señor, ¿qué os parece de este doncel?.
—Paréceme —dijo él— el más hermoso que nunca vi, y demándame un don que a él ni a mí cumple.
—¿Y qué es?, dijo ella.
—Que le haga caballero —dijo él—, siendo puesto en camino para lo ir a pedir al rey Lisuarte.
—Ciertamente —dijo Urganda—, en él dejar de ser caballero le vendría mayor daño que pro y a él digo que no os quite el don y a vos que lo cumpláis. Y dígoos que la caballería será en él mejor empleada que en ninguno de cuantos ahora hay en todas las ínsulas del mar, fuera ende uno solo.
—Pues que así es —dijo él—, en el nombre de Dios sea y ahora nos vamos a alguna iglesia para tener la vigilia.
—No es necesario —dijo Galaor—, que ya hoy he oído misa y vi el verdadero cuerpo de Dios.
—Esto basta, dijo el de los leones, y poniéndole la espuela diestra y besándolo, le dijo:
—Ahora sois caballero y tomad la espada de quien más os agradará.
—Vos me la daréis —dijo Galaor—, que de otro ninguno no la tomaría a mi agrado.
Y llamó a un escudero que le trajese una espada que en la mano tenía. Mas Urganda le dijo:
—No os dará ésa, sino aquélla que está colgada de este árbol, con que seréis más alegre.
Entonces miraron todos al árbol y no vieron nada. Ella comenzó a reír de gana y dijo:
—Por Dios, bien ha diez años que allí está, que la nunca vio ninguno que por aquí pasase y ahora la verán todos; y tornando a mirar vieron la espada colgada de un ramo del árbol y parecía muy hermosa y tan fresca como si entonces se pusiera y la vaina muy ricamente labrada de seda de oro. El de las armas de los leones la tomó y ciñóla a Galaor diciendo: