Authors: Garci Rodríguez de Montalvo
—Yo te lo diré —dijo él —con tal que cuando me hallares te combatas conmigo.
Amadís, que sañudo estaba, otorgóselo. El caballero dijo:
—Sabed que yo he nombre Dardán, que no puedes haber esta noche tan mala, que no sea muy peor el día que conmigo os encontraréis.
—Pues yo quiero —dijo Amadís— salir luego de esta promesa y alúmbrennos con estas candelas a que nos combatamos.
—¿Cómo —dijo Dardán—, por yo ir a la batalla de tal como os había de tomar armas, de más de noche? ¡Mal haya quien espuelas cascase, ni arnés vistiese por ganar hora de ella!.
Entonces se partió del muro y Amadís fue su camino.
Aquí retrata el autor de los soberbios y dice:
—Soberbios, ¿qué queréis? ¿Qué pensamiento es el vuestro? Ruégoos que me digáis la hermosa persona, la gran valentía, el ardimiento de corazón, si por ventura lo heredasteis de vuestros padres o lo comprasteis con las riquezas o lo alcanzasteis en las escuelas de los grandes sabios o los ganasteis por merced de los grandes príncipes. Cierto es que diréis que no. Pues, ¿dónde lo hubisteis? Paréceme a mí de aquel Señor muy alto donde todas las cosas ocurren y vienen. Y a este Señor, ¿qué gracias, qué servicios en pago de ello le dais? Cierto, no otros ningunos sino despreciar los virtuosos y deshonrar los buenos, maltratar los de sus órdenes santas, matar los flacos con vuestras grandes soberbias y otros muchos insultos en contra de su servicio. Creyendo a vuestro parecer que, así como esto la fama, la honra de este mundo ganáis, que así como una pequeña penitencia en el fin de vuestros días de gloria del otro ganaréis. ¡Oh!, qué pensamiento tan vano y tan loco, habiendo pasado vuestro tiempo en las semejantes cosas sin arrepentimiento, sin la satisfacción que a vuestro Señor debéis, guardarlo todo junto para aquella triste y peregrinosa hora de la muerte que no sabéis cuándo ni en qué forma os vendrá. Diréis vos que el poder y la gracia de Dios son muy grandes junto con su piedad, verdad es. Mas así el vuestro poder había de ser para forzar con tiempo vuestra ira y saña y os quitar de aquellas cosas que Él tanto tiene aborrecidas, porque haciéndoos digno, dignamente el su perdón alcanzar pudieseis. Considerando que no sin causa el cruel infierno fue por Él establecido. Mas quiero yo ahora dejar esto aparte que no veis y ponerme en razón con vosotros en lo presente que habemos visto y leído. Decidme: ¿por qué causa fue derribado del cielo en el hondo abismo aquel malo Lucifer? No por otra sino por su gran soberbia; ¿y aquel fuerte gigante Nemrod, que primero todo el humanal linaje señoreó? ¿Por qué fue de todos ellos desamparado y como animalia bruta sin sentido alguno fueron por los desiertos sus días consumidos no por ál, salvo porque con su gran soberbia quiso hacer una escalera a manera de camino pensando por ella y subir y mandar los cielos? Pues, ¿por qué diremos que fue, por Hércules, asolada y destruida la gran Troya y muerto aquél su poderoso rey Laumedón? No por otra causa, sino por la soberbia embajada que por sus mensajeros a los caballeros griegos envió, que a salva fe a su puerto de Simeonta arribaron. Muchos otros que por esta mala y malvada soberbia perecieron en este mundo y en el otro contarse podrían, con que esta razón aún más autorizada fuese. Pero porque siendo más prolija, más enojosa de leer sería, se dejará de recontar, solamente os será a la memoria traidor, si estos que en el cielo y en la tierra, donde tan gran poder y honra tuvieron, por la soberbia fueron perdidos, deshonrados y dañados, ¿qué fruto hay en aquellas viles palabras dichas por Dardán y por otros semejantes? ¿Qué mando en lo uno ni en lo otro tienen, o ocurrírseles puede? La historia os lo mostrará adelante.
Partido Amadís con gran saña de aquel muy soberbio caballero Dardán, fuese por la floresta buscando algún mato aparejado donde albergar pudiese. Y así yendo oyó ante sí hablar, y yendo presto aguijando más su caballo halló dos doncellas en sus palafrenes y un escudero con ellas, él se llegó a ellas y saludólas cortésmente, y ellas le preguntaron de dónde venía a tal hora armado; él les contó cuanto le aconteciera desde que fuera noche.
—¿Sabéis vos —dijeron ellas—, cómo ha nombre ese caballero?.
—Sí sé —dijo él—, que él me lo dijo y dijo que había nombre Dardán.
—Verdad es —dijeron ellas—, que ha nombre Dardán el Soberbio y éste es el más soberbio caballero que hay en esta tierra.
—Yo lo creo bien, dijo Amadís. Y las doncellas le dijeron:
—Señor caballero, nos tenemos aquí cerca nuestro aposentamiento, quedad con nos.
Amadís se lo otorgó y yendo consuno hallaron dos tendejones armados donde las doncellas de aposentar se habían y allí descendieron y, desarmándose Amadís, mucho fueron las doncellas alegres de su hermosura y cenaron con mucho placer e hicieron para él un tendejón donde durmiese y en tanto preguntáronle las doncellas dónde iba.
—Contra casa del rey Lisuarte, dijo él.
—Y nos allá vamos —dijeron ellas—, por ver cómo acaecerá una dueña que era una de las buenas de su manera de esta tierra y más hidalgo cuando en el mundo ha, tiene metido en prueba de una batalla y ha de parecer en estos diez días con quien haga su batalla por ella ante el rey Lisuarte, mas no sabemos qué le acaecerá, que éste contra quien se ha de defender es ahora el mejor caballero que hay en la Gran Bretaña.
—¿Quién es ése —dijo Amadís—, que tanto precian de armas onde tantos buenos hay?.
—El mismo del que ahora os partisteis —dijeron ellas—. Dardán el Soberbio.
—¿Por qué razón —dijo él— ha de ser esta batalla?, decídmelo así Dios os valga.
—Señor —dijeron ellas—, este caballero ama una dueña de esta tierra que fue hija de un caballero que fue casado con esta otra dueña, y la amada dijo a su amigo Dardán que jamás le haría amor si la no llevase a casa del rey Lisuarte y dijese que el haber de su madrastra debía ser suyo y que sobre esta razón se combatiese con quien dijese lo contrario e hízolo él así como lo mandó su amiga y la otra dueña no fuera tan bien razonada como el fuera menester, y dijo quedaría probador ante el rey por sí, y esto hizo por el gran derecho que tiene, cuidando hallar quien lo mantuviese por ella, mas Dardán es tan buen caballero de armas que, a tuerto que a derecho todos dudan su batalla.
Amadís fue muy alegre con estas nuevas, porque el caballero fuera contra el soberbio y que podría vengar su saña teniendo derecho y porque la batalla se haría delante su señora Oriana, y comenzó a pensar en ello muy firmemente. Las doncellas pararon mientes en su cuidado y la una de ellas dijo:
—Señor caballero, ruégoos yo mucho por cortesía que nos digáis la razón de vuestro pensamiento, si buenamente decirlo puede.
—Amigas —dijo él—, si me vos prometéis como leales doncellas de me tener poridad de a ninguno lo decir, yo os lo diré de grado.
Ellas se lo otorgaron y él dijo:
—Yo me pensaba de combatir por aquella dueña que me dijisteis y así lo haré, mas no quiero que ninguno lo sepa.
Las doncellas se lo tuvieron en mucho, pues que tanto se lo habían loado en armas, y dijeron:
—Señor, vuestro pensamiento es bueno y de gran esfuerzo, Dios mande que venga a bien, y fuéronse a dormir a sus tendejones, y a la mañana cabalgaron y entraron en su camino y las doncellas le rogaron que pues un viaje llevaban y en aquella floresta andaban algunos hombres de mala suerte, que se no partiese de su compañía; él se lo otorgó. Entonces se fueron de consuno hablando en muchas cosas y las doncellas le rogaron, pues que así Dios los había juntado, que les dijese su nombre, él se lo dijo y les encomendó que persona ninguna lo supiese.
Pues caminando, como oís, albergando en el despoblado, siendo viciosos en sus tiendas con la provisión que las doncellas llevaban, acaecióles que vieron dos caballeros armados so un árbol, que cabalgaban en sus caballos y se pusieron ante ellos en el camino y él uno de ellos dijo al otro:
—¿Cuál de estas doncellas queréis vos, y tomaré yo la otra?.
—Yo quiero esta doncella, dijo el caballero.
—Pues yo esta otra, y tomó cada uno la suya. Amadís les dijo:
—¿Qué es esto, señores, qué queréis a las doncellas?.
Dijeron ellos:
—Hacer como de nuestras amigas.
—¿Tan ligeramente las queréis llevar —dijo él—, sin les placer?.
—¿Pues quién nos las tirará?, dijeron ellos.
—Yo —dijo Amadís—, si puedo.
Entonces tomó su yelmo y escudo y lanza y dijo:
—Ahora conviene que dejéis las doncellas.
—Antes veréis —dijo el uno— cómo sé justar, y dejáronse ir ambos a gran correr de los caballos e hiriéronse con sus lanzas bravamente. El caballero quebró su lanza y Amadís lo hirió tan duramente que lo derribó por cima del caballo la cabeza ayuso y los pies arriba, y quebrándole los brazos del yelmo le salió de la cabeza. El otro caballero vínose contra él muy recio e hirióle de guisa que falsándole las armas lo llagó; mas la llaga no fue grande y quebró la lanza. Amadís erró el encuentro y juntáronse uno con otro así los caballos como los escudos, y Amadís trabó de él y sacándolo de la silla lo batió en tierra y así quedaron los caballeros a pie y los caballos sueltos. Amadís tomó delante sí las doncellas y fueron por su camino hasta que llegaron a una ribera donde mandaron armar sus tendejones y que les diesen de comer, pero antes que él descendiese llegaron los caballeros con quien justara, y dijéronle:
—Conviene que defendáis las doncellas con la espada así como con la lanza, si no llevarlas hemos.
—No llevaréis —dijo él—, tanto que las defender pueda.
—Pues dejad la lanza —dijeron ellos— y hayamos la batalla.
—Eso haré yo —dijo él— con que vengáis uno a uno.
Y dando su lanza a Gandalín echó mano a su espada y fue al uno de ellos, el que de herir más se apreciaba y comenzaron su batalla, mas a poca de hora fue el caballo tan mal tratado que a su compañero le convino socorrer, aunque lo contrario prometiera. Y Amadís que lo vio dijo:
—¿Qué es esto, caballero, no mantenéis verdad?, dígoos que no os precio nada.
El caballero llegó holgado y como era valiente hirió a Amadís de grandes golpes. Mas él, que con ambos en la batalla se veía, no quiso ser perezoso e hirió a aquél que holgado llegara de toda su fuerza en el yelmo y salió el golpe de soslayo, así que bajó al hombre y cortóle las correas del arnés con la carne y huesos y cayósele la espada de la mano; el caballero túvose por muerto y comenzó de huir y fue para el otro y diole en el escudo al través en derecho del puño y cortóle tanto que llegó hasta la mano y hendiósela hasta el brazo y el caballero dijo:
—¡Ay, señor, muerto soy!, entonces dejó caer la espada de la mano y el escudo del cuello, y Amadís le dijo:
—No ha eso menester, que no os dejaré si no juráis que nunca tomaréis dueña ni doncella contra su voluntad.
El caballero lo juró luego, y él hízole meter la espada en la vaina y echar el escudo al cuello y dejólo ir donde guareciese. Amadís se tornó a las doncellas donde estaban cabe los tendejones y dijéronle:
—Cierto, señor caballero, escarnidas fuéramos si por vos no fuera, en quien hay más bondad de la que cuidamos y en gran esperanza somos que no solamente seréis satisfecho de las soberbias palabras de Dardán os dijo, mas aun la dueña lo será de la gran afrenta en que está puesta, si la fortuna guiare que por ella toméis la batalla.
Amadís hubo vergüenza porque así lo loaban y desarmóse, comieron y holgaron una pieza y tornando a su camino, anduvieron tanto, por el que llegaron a un castillo y ahí albergaron con una dueña que les mucha honra hizo. Y otro día caminaron sin que cosa que de contar sea les acaeciese hasta que llegaron a Vindilisora, donde era el rey Lisuarte, y llegando cerca de la villa, dijo Amadís a las doncellas:
—Amigas, yo no quiero ser ninguno conocido y hasta que venga el caballero a la batalla quedaré aquí en algún lugar encubierto; enviad conmigo un doncel de estos que sepa de mí y me llame cuando tiempo será.
—Señor —dijeron ellas—, de aquí al plazo no quedan sino dos días, si os pluguiese quedaremos nosotras con vos y tendremos en la villa quien nos diga cuándo el caballero ahí será venido.
—Así se haga, dijo él. Entonces se apartaron del camino e hicieron armar sus tendejones junto cabe una ribera, y las doncellas dijeron que ellas querían llegar a la villa y tornarse luego. Amadís cabalgó en su caballo, así desarmado como estaba, y Gandalín con él, y fueron a un otero donde a ellos les pareció que la villa mejor ver podrían y allí cerca había un gran camino. Amadís se sentó al pie de un árbol y comenzó a mirar la villa y vio las torres y los muros asaz altos y dijo en su corazón:
—¡Ay, Dios, dónde está allí la flor del mundo! ¡Ay, villa, cómo eres ahora en gran alteza por ser en ti aquella señora que entre todas las del mundo no hay par en bondad ni hermosura, y aun digo, que es más amada que todas las que amadas son, y esto probaré yo al mejor caballero del mundo si me de ella fuese otorgado!.
Después que a su señora hubo loado, un tan grande cuidado le vino que las lágrimas fueron a los ojos venidas y falleciéndole el corazón cayó en un tan gran pensamiento que todo estaba estordecido de guisa que de sí ni de otro sabía parte. Gandalín vio venir por el gran camino una compaña de dueñas y caballeros y que venían contra donde su señor estaba y fue a él y díjole:
—Señor, ¿no veis esta compaña que aquí viene?.
Mas él no respondió nada y Gandalín le tomó por la mano y tiróle contra sí y él acordó suspirando muy fuertemente y la faz toda mojada de lágrimas y díjole Gandalín:
—Así me ayude Dios, señor, mucho me pesa de vuestro pensar que tomáis tal cuidado cual otro caballero del mundo no tomaría y deberíais haber duelo de vos y tomar esfuerzo como en las otras cosas tomáis.
Amadís le dijo:
—Ay, amigo Gandalín, ¡qué sufre mi corazón! Si me tú amas, sé que antes me aconsejarías muerte que vivir en tan gran cuita deseando lo que no veo.
Gandalín no le pudo sufrir de no llorar y díjole:
—Señor, esto es gran mala ventura, amor tan entrañable, que así me ayude Dios, yo creo que no hay tan buena ni tan hermosa que a vuestra bondad igual sea y que la no hayáis.
Amadís, que esto oyó, fue muy sañudo y dijo:
—Ve, loco sin sentido, había yo de valer ni otro ninguno tanto como aquella en quien todo el bien del mundo es, y si otra vez lo dices no irás conmigo un paso.
Gandalín dijo:
—Limpiad vuestros ojos y no os vean así aquéllos que vienen.