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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (74 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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Una risa de hiel estremeció aquí la hinchada envoltura del Personaje; y tuvimos la impresión de que su historia se animaría en adelante. La prosiguió así:

—Apenas desembarcado en Buenos Aires, corrí a la llanura. Tenía la esperanza loca de recobrar en un solo galope mi perdida familiaridad con la tierra, despertando sabores y frescuras que yo imaginaba dormidos. Pero al entrar en «La Rosada» sentí que se me oprimía el corazón: los últimos arrendatarios habían partido, como tantos otros, hacia nuevos horizontes, y en el campo desierto sólo era dado ver osamentas de vacunos que blanqueaban al sol; al apearme frente a la casa, no vi el palenque militar que mi abuelo había erigido con seis cañones clavados de punta, y debí atar mi caballo a una rueda de sulky tirada en el suelo. Lagrimeando de angustia, entré por fin en la casona y recorrí sus desolados recintos: las armas y los muebles familiares ya no estaban allí (los habían reservado para un museo), y la casona entera mostraba el aire desvergonzado y triste de las cosas y los hombres que se alquilan. Salí al parque, busqué indicios, invoqué fantasmas, acaricié tal árbol y mastiqué tal hierba, deseoso de reconstruir mi niñez, ¡ah, siquiera un instante! Pero frescuras y sabores habían muerto, y se negaban a resucitar para mí. Abandoné «La Rosada» como quien huye de un remordimiento.

»Entonces fui a visitar al vasco Uribe, que ya poseía las tierras de mi hermano Rafael y arrendaba mi campo del fondo, vecino al suyo: me recibió en su casa de barro y quincho (limpia como un oro) y entre mozas que rezumaban una frescura de aljibe. Sus hijos, con los bozales ocultos a la espalda, se movían en el corral, entre un torbellino de caballos inquietos y resoplantes: eligieron cabalgadura, se me acercaron al fin, y tímidos en su cordialidad me tendieron una mano rígida, como quien da una puñalada. Luego carnearon para mí su mejor cordero, junto a la perrada festiva que se disputaba las achuras a tirones: plantaron el asado, corrió el vino, se encendieron las caras y desataron las lenguas; después, engarzado yo en aquel círculo patriarcal de hombres y mujeres, oyendo sus lenguajes en que toda palabra era la evocación de algún ser coloreado y vivo, con la llanura en los ojos y en la nariz un olor de grasa chorreante, me dije yo que la tierra, mía o del vasco, siempre guardaba fidelidad a sí misma, por sobre todas las infidelidades. Al atardecer Uribe y yo recorríamos el campo que me tenía en arriendo: sin dejar de acariciar el anca rechoncha de su doradillo, el vasco me anunció de pronto el casamiento de su hijo Tomás, quien se instalaría en mi campo; luego sobó y resobó entre sus duras manos la lonja de su rebenque, y, tras un estudioso mutismo, se ofreció a comprarme aquellas mil hectáreas. ¡Demonio de hombre!

»No les contaré los detalles de mi instalación en la ciudad, ni mis impresiones de recién venido, ni mis flamantes nostalgias: les prometí una Invención y Muerte del Personaje, y ya estarán ustedes mandándome a todos los diablos por estas dilaciones cuya sola finalidad es la de hacerles entender cuánto había en mí de viviente antes de aquella pavorosa transformación. Sólo les diré que, pidiendo a los míos el calor que me faltaba, me acerqué buenamente al hogar de mis hermanos:

»El de Rafael era suntuoso y rígido: no entendí el carácter de su mujer, una señora descolorida y triste que habitaba sin ruido aquella residencia glacial, cumplía gestos mecánicos y se disipaba lentamente como un astro muerto. Los hijos de Rafael, por obra de institutrices inglesas y colegios anglosajones, tenían un aire
standard,
neutro, deportivo y alegre: «Una generación sin paisaje ni lirismo alguno —me dije—, que se afana ya en la vía paterna del cálculo y la sensualidad, pero ingenuamente y como sin culpa, porque ni aun tiene la conciencia de traicionarse a sí misma.» Una excepción había, empero: mi sobrino Germán. Desde mi primera visita comprendí que aquel muchacho era la sola cuerda que desentonaba en el conjunto: su rostro enérgico, cierta desesperación en la mirada, y su agrio mutismo que se rompía de súbito en frases netas como rebencazos, me hicieron adivinar la tensión de una guerra sorda entablada entre la familia y él desde hacía mucho tiempo, acaso desde su infancia. Al principio, su desdén militante recayó sobre mí como sobre los demás: al fin y al cabo (y un día me lo soltó redondo), yo no era para él sino un desertor de la tierra natal, que había usufructuado en Francia el sudor de sus arrendatarios. Casi me reí al oírlo, porque recordé al vasco Uribe y las mil hectáreas; pero me contuve y aventuré un
mea culpa
sincero que mejoró mis relaciones con Germán. Una noche, sentados a la mesa, Rafael nos contaba, no sin alarde, su intervención decisiva en un negocio público que, al favorecer al capital extranjero, hería los intereses nacionales hasta el escándalo. De pronto vimos cómo Germán dejaba caer violentamente sus cubiertos: «En nuestra familia —dijo temblando como una hoja— hay hombres de acción y hombres de traición.» Mi hermano lo contempló fríamente: «¿Qué significa eso?», le preguntó al fin. Pero Germán se había puesto de pie y abandonaba ya el comedor sin añadir palabra. «¡Un intelectual!», comentó Rafael, volviendo concienzudamente a su
gateau
de frutillas. Acabada la cena, busqué a Germán en su habitación. «Tu padre te ha llamado un
intelectual
—le dije—. ¿Qué hay de cierto?» Me respondió furioso: «¡Es una calumnia! Soy o quiero ser un escritor.» «¡Adiós mi plata!», exclamé yo
in mente,
creyendo ver en aquel pobre muchacho una segunda edición de mí mismo. Ante mis ruegos, y no sin largas vacilaciones, me leyó algunos esbozos notables: eran retratos vivientes, escenas de un poderoso color, frescos paisajes nativos e ideas cuya madurez asombraba, todo expresado a borbotones y como quien se sale de madre. Sin esconderle mi admiración le dije: «Todo eso no parecería escrito, sino cantado.» Aquella observación pareció gustarle más que cualquier alabanza: «Eso es —me dijo—, un canto.» Luego me reveló que sus esbozos pertenecían a una futura novela,
El Canto de la Sangre
: abarcaría cinco generaciones de argentinos, pintadas en función de vida, hombres de
acción,
hombres de
traición
y hombres de
reparación.
Sin que me lo dijera, comprendí que Germán intentaba la historia de nuestra familia, y lo exalté con mi propio entusiasmo: a partir de aquel instante me hice su colaborador, aporté sugestiones y recuerdos, lo inicié en los fieles archivos de «La Rosada»; y yo, escritor fracasado, viví algunas horas de aquel fuego creador que me abrasaba indirectamente y parecía recalentar el ya frío esqueleto de mis ilusiones. Pero no duró mucho. La situación de Germán en la casa paterna se hada insostenible: aquel techo gravitaba ya demasiado sobre sus hombros. Un domingo, a mediodía, se produjo la crisis: estábamos en el comedor, sosteniendo una charla insulsa; pero Rafael, que según había observado yo se complacía últimamente en desafiar la cólera del
intelectual,
consiguió introducir el tema neurálgico y lo desarrolló con un cinismo beligerante. Germán callaba, enajenado de la conversación; peto cuando Rafael satirizó a los neoidealistas, y aventuró alusiones directas, el muchacho le respondió con algunas palabras mordaces; la charla general se trocó al punto en un diálogo de inusitada violencia, que pasó del tecnicismo a la ironía, luego al sarcasmo brutal y por fin a los insultos. De pronto Germán, clavando en su padre una dura mirada, le gritó un calificativo terrible que ya esgrimía el pueblo contra los traficantes de la patria: reinó un silencio de muerte, se demudó Rafael como si hubiera recibido un cachetazo, la ira se perfiló en las mandíbulas apretadas de sus otros hijos, y hasta la mujer fantasmagórica se animó un instante, como un chisporroteo final entre cenizas. Pero mi hermano recobró la calma, y dirigiéndose a Germán: «Esta casa es demasiado chica para los dos», le dijo señalándole la puerta. Salió Germán, lo seguí a su cuarto, hicimos las valijas, y me lo llevé a mi departamento, en el cual, sin más compañía que mis recuerdos, imitaba yo al «Solterón» de Lugones. Pero la crisis había deshecho a mi sobrino: durante una semana temí por él y por
El Canto de la Sangre.
Al fin adopté una resolución heroica: diciéndome yo que sólo podría salvarlo una rápida evasión a otros climas, le telegrafié al vasco Uribe aceptando su oferta por las mil hectáreas. No bien recibí fondos, tomé a nombre de Germán un pasaje y una carta de crédito; y cierta noche, sin escuchar sus protestas, lo puse a bordo del «Oceanic». Partió Germán, y era mi juventud la que partía con él: ¡adioses y pañuelos! ¡Bah! Cuando las luces de la nave se perdieron en la noche y el río, volví a la ciudad: había salvado yo lo único viviente que alentaba en mi familia. De pronto una idea curiosa me hizo reír a borbotones, en medio de gentes nocturnas que se volvían para mirarme: el vasco Uribe no sabría nunca que sus pesotes y mis hectáreas eran el precio de un Canto...

¡Dulzuras muertas, extraviados sabores! El Personaje dilató el pecho, y tuvimos que sujetarlo entre Schultze y yo para que no se nos volara.

—Es inútil decirles que la casa de Rafael se me cerró en adelante. Pero tenía la de mi hermano José Antonio, cuya descripción les haré ahora en cuatro palabras. Si el acento del mundo económico recaía en lo de Rafael, las ambiciones del mundo político y social habitaban anchurosamente en lo de José Antonio: la matrona de la casa era «una mujer fuerte», de semblante agudo y calculador, fría o caliente según el pito que se le tocaba, laudable y a la vez odiosa. Devorada por la fiebre de la ambición, había edificado
a priori
el destino de sus hijos: cada uno, desde su nacimiento, estaba consagrado a tal función administrativa y a tal alianza matrimonial; aquella señora tenía en sus manos el hilo del suceder, el de las fortunas, el de los apellidos ilustres y el de los testamentarios laberintos, y los combinaba y retorcía sabiamente, como una inexorable Parca doméstica; su hogar era una incubadora de personajes que nada ignoraban de su futuro porque la madre todo lo había previsto, hasta las palabras famosas que dirían antes de morir. Ahora bien, señores, pese a su desconcertante riqueza, también la realidad tiene algo así como una simetría; y lo digo antes de que me lo reprochen ustedes al oírme hablar de mi sobrina Victoria.

»En aquella mansión habitada sólo por destinos algebraicos, Victoria parecía una fuerza libre, un copo de vida escapado a la rueca materna: retoño que brotaba de un árbol al parecer reseco... ¡Maldición! Esto último pertenece a
El Canto de la Sangre.
¡Perdón, señores: una reminiscencia! Decía, pues, que Victoria era en su casa lo que Germán había sido en la suya; y si no detestara yo a los matrimonios consanguíneos, los hubiera casado seguramente. ¡Triste de mí, así llegué a imaginarlo al menos, sin recordar que nadie se casaba en lo de José Antonio como no fuera con el «nombre» que mi cuñada le tenía consignado en su Libro de la Vida! El que a Victoria le tocaba era el barón Hartz, un personaje de rasgos semíticos, muelas de oro, tez aceitosa y calva incipiente, cuya fortuna era tan grande como enigmática. No sin sentir en mi sangre un movimiento de rebelión instintiva, lo vi sentar sus reales en aquella casa; desgraciadamente, nada podía yo hacer en el drama (lo sería, sin duda), como no fuese tomar unas tijeras y cortar el hilo de mi cuñada Láquesis, acción que yo imaginaba tan imposible como la de escamotearle un destino a la misma Fatalidad. Por otra parte, Victoria no daba señales de inquietud alguna: tenía el mentón fuerte de mi padre, la reserva de mi abuelo y cierta peligrosa seguridad de sí misma que nunca faltó en nuestra sangre, ya fuese para el bien o para el mal. Una noche descubrí su secreto al encontrarla en un bar y en compañía de cierto muchachote que me presentó ella desenfadadamente: era un ingeniero agrónomo de rubia cabeza de cepillo, ojos verdes y fisonomía ingenua, que me recordó a esos tipos del norte de Italia, mitad germanos y mitad latinos. El insensato me habló toda la noche de abonos minerales, de la fecundación artificial de las vacas, del esperma de Shorthorn conservado en termos y distribuido por avión en las zonas de pobre ganadería; y al escuchar su delirio científico, me preguntaba yo qué diablos encontraría Victoria de seductor en aquella cabezota cuadrada. Pero cuando los vi remar en el Tigre, unánimes en el golpe de pala y en la canción, entendí que la cosa iba en serio, y empecé a temblar.

Sin saber cómo ni por qué, me vi enredado al fin en el idilio: ¡una oscura fatalidad parecía vincularme a los únicos ebrios de corazón que aún exultaban en mi linaje! Con todo, si ellos eran el Amor, yo era la Elegía que a su lado lloraba desde ya la muerte del romance: ¡bien podían esos niños tejer al sol su deleznable tela de araña! ¡No lejos, en la ciudad, una mujer de ojos ávidos empuñaba la rueca simbólica!

»Estas figuras y otras del mismo pelo me sugerían los dos amantes; y las manoseaba yo, ¡pobre solterón romántico!, sin sospechar que las circunstancias, expulsándome de mi cómoda posición en el coro griego, no tardarían en arrojarme, como actor, al agitado centro de la escena. El desenlace llegó al fin: era una tibia y maravillosa noche de octubre... ¡No, perdón! ¡Condenada literatura! Quiero decir que aquella noche se anunciaría en lo de José Antonio el compromiso matrimonial de Victoria con el barón Hartz. Pretextando una imaginaria dolencia, me excusé de asistir a un acto que yo consideraba (¡no podía ser de otro modo!) como el sacrificio de una paloma blanca en los helados altares de Mammón. Esa noche no salí de mi departamento: derrumbado en mi butaca, sintiendo como nunca el peso de mi soledad y acariciando una botella de coñac Napoleón con la cual pensaba combatir al «roedor gusano de la melancolía», me entregaba yo a los más tristes pensamientos; y una primera copa los teñía ya de colores francamente luctuosos, cuando me pareció que alguien tocaba mi puerta. Sentí un estremecimiento de pavor al preguntarme si el cuervo de Poe no estaría llamándome desde afuera, para sostener conmigo un segundo diálogo sobre el Amor y la Muerte. Pero me recobré al instante, diciéndome que si el cuervo suele intervenir en el amor de los poetas, difícilmente lo haría en el de los ingenieros agrónomos; idea tan sutil como afortunada, que nuevos golpes no tardaron en corroborar. Abrí la puerta de un tirón: ¡era Victoria!

»La entrada del cuervo no me habría sorprendido tanto: traía ella un
necessaire
de viaje, dos cajas de sombreros, un abrigo de pieles y cierto aire de fuga que me dio muy mala espina. Me lo refirió todo con indecible naturalidad (¡tenía el mentón fuerte de mi padre, la peligrosa audacia de los míos!): quince minutos antes, con el salón lleno de invitados, había «cumplido el deber» de manifestar a sus progenitores que sólo ella dispondría de su futuro. ¡La Parca se había desmayado! El barón Hartz había sonreído elegantemente, como un jugador que sabe perder. Detrás de Victoria quedaban la consternación y el escándalo. Mi primer movimiento fue el de telefonear a José Antonio, pero Victoria me arrebató el tubo. Lleno de pánico, me bebí una segunda copa de coñac, y ante la mirada benévola de mi sobrina le improvisé un sermón sobre «las conveniencias» que sonó lamentablemente a falso. Viendo que no le hacía mella, solicité su comprensión acerca de «mi caso»: recientemente, por culpa de otro locoide familiar, yo había roto con mi hermano Rafael; pero entonces me guiaban «los insobornables intereses de la literatura», mientras que ahora... Renuncié al tema, porque Victoria, sin oírme, clavaba en mí dos ojos tranquilos y llenos de confianza que parecían aguardar un milagro. En el colmo de la exasperación le dije al fin: «¡Cabeza loca, cerebro de pájaro!, ¿qué tengo yo que ver con el amor? Sólo frialdad y ceniza quedan...» ¡Gran Dios, el milagro se produjo entonces! Como si yo acabase de invocar a un antiguo demonio, sentí que me rondaba ya una presencia invisible: el aliento de la noche, entrando por mis ventanales, resucitó de pronto en mí no sé qué gusto de antiguas y bondadosas primaveras; desde sus retratos que colgaban en mi habitación, mujeres adorables y adoradas un día parecieron gritarme un «¡acuérdate!» lleno de frescuras, de resonancias y calores que yo creía desvanecidos, ¡ay!, para siempre. Cordajes que yo daba por muertos empezaron a zumbar en mi corazón, y cerré los ojos, como si una luz me encegueciera: creyendo que soñaba, tomé una tercera copa de coñac; pero voces y músicas decían «¡Acuérdate!», lloraban «¡Acuérdate!», reían «¡Acuérdate!». De pronto una idea enorme relampagueó en mi cerebro: sacudí la
cabeza,
como deslumbrado; y entonces reí en mi alma, tras apurar la cuarta copa. «¡Que venga el agrónomo!», le dije a Victoria, con el laconismo de un general. Tranquila y sonriente, como si todo aquello estuviera escrito desde toda la eternidad en el buen libro de Dios, Victoria marcó un número de teléfono. Cuando llegó el «cabeza de cepillo», les dicté mi Orden del Día, y la confirmé con una copa final: entre los dos tuvieron que acostarme.

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