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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (78 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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—¿Y qué decir de sus opalinas? —aventuró el hombre grave, llorando con un ojo y riendo con el otro.

—¡Silencio! —le ordenó Schultze—. Y veamos ahora cuál era la naturaleza del
gusanismo.
El oracionista vermiforme se calzaba, se vestía, se tocaba y se nutría de una humildad tan agobiadora, que nadie, en su presencia, dejaba de sentirse vanidoso, hueco, la basura del mundo en una palabra. Si le solicitaban una opinión sobre cualquier asunto, ya fuese humano o divino, el oracionista bajaba los ojos cándidamente y respondía: «¡Qué puedo saber yo, pobre gusano de la tierra!» Si alguien le reclamaba el menor esfuerzo, el hombre sonreía
de profundis
y contestaba: «¿Quién soy yo, triste gusano que se arrastra, para intervenir en una obra tan admirable?» Y los que le oían experimentaban el deseo irresistible de arrodillarse frente al gusano, o de aplastarlo clásicamente, o de que los gorriones celestiales se lo comieran de una vez. Pero el gusano, detrás de su trinchera, no dejaba de sentir una formidable seguridad entre los soberbios que yerguen sus cráneos llenos de humo. Era un sentimiento pecaminoso, ¡bien lo sabía él!, ya que nadie se debe considerar seguro antes del primer juicio; no obstante, y sin dejar de combatirse, el oracionista vermiforme caía una y mil veces en tan arriesgada complacencia, sobre todo en los anocheceres de esta gran Babilonia que es Buenos Aires, cuando, recorriendo la calle Florida entre tantos impíos y fornicadores, apenas lograba contener la risa, al verlos caminar hacia el infierno, mientras él, pobre gusano de la tierra, sentía ya en sus carnes el roce de la blanca vestidura que han de llevar los justos en el día de la cólera.

Sofocado por su misma elocuencia, el astrólogo Schultze calló un instante. Luego, dirigiéndose al Gran Oracionista:

—¿llene algo que objetar a esa pintura? —le interrogó.

—Mucho —respondió el Gran Oracionista—. El Señor ha dicho: «No juzguéis, por temor de ser juzgados.» ¡Ya vendrá el Día del Juicio, en que serán pesadas todas las intenciones!

—¡Otro
leitmotiv
oracionista! —me dijo Schultze, como si me tomase por testigo—. Este señor ha hecho tanto abuso del Juicio Final, que postergó hasta ese día la solución de problemas tan insignificantes como el hallazgo de un botón de camisa perdido en una cómoda.

—¿Y la batalla? —reclamé yo—. ¡Venga pronto la batalla! Como supondrá usted, no pienso echar raíces en este infierno.

—La batalla —me contestó Schultze— se libró en el parque de los Benedictinos de Belgrano, lugar que ambos contendientes habían señalado como ideal para las maniobras de la caballería. Vestidos de hierro y montados en tormentosos corceles, el Gran Oracionista y el Vice, a un toque de olifante, se arrojaron el uno contra el otro, lanza en ristre y a media rienda; y los espectadores, al verlos partir como tiro de ballesta, no dudaron que ambos paladines meditaban el sañoso designio de enviarse mutuamente
ad Patres.
El choque se produjo frente a los tres ombúes de los benedictinos: habiéndose tocado en las respectivas corazas, los dos adalides, perdiendo los estribos, se vinieron abajo con tal estruendo de metales, que no se habría oído tronar a Dios. Uno y otro quedaron aturdidos en el suelo durante el tiempo que se necesita para recorrer dos leguas pampas a caballo. Y el primero en recobrarse fue nuestro Vicepapa, el cual, desenvainando su tizona en cuyo pomo se guardaban las mejores reliquias (y entre ellas un diente de San Estanislao), voló hacia su rival con el propósito de abrirle la canal maestra. Pero, como le viese desmayado, y no siendo el Vice hombre de atacar a un enemigo indefenso, aguardó a que el Gran Oracionista despertara: lo cual habría ocurrido el Día del Juicio por la noche, si el Vice, llamando a un su escudero, no lo hubiese mandado traer una pinta de vino de Mendoza (cosecha de 1923) que arrojó a la cara del caballero durmiente, no sin antes haber trasegado él mismo entre pecho y espalda la mitad al menos de la pinta. No bien el Gran Oracionista se hubo incorporado, la lucha continuó a pie y con espada: los dos caudillos, en el verdor de sus respectivas edades, cambiaron allí golpes tan violentos, que las desquiciadas armaduras volaban en piezas, sembrando por el terreno los rubíes, las esmeraldas, los zafiros y los lapislázulis de que estaban guarnecidas con un primor que algunos dieron en calificar de barroco. Entretanto las huestes del Gran Oracionista y los cardenales del Vice pugnaban en el más lucido entrevero que fue dado verse por aquellos días. Y es fama que los cardenales realizaron allí tantas proezas, que la Teología y la Historia, presentes en el terreno, cambiaron entre sí una sorprendida mirada, como preguntándose mutuamente si no estarían resucitando los tiempos del arzobispo Turpin.

Ya fuese porque le halagara la tesitura heroica en que lo había puesto el narrador, ya por otro motivo cualquiera, el Gran Oracionista depuso el ceño para condescender a un despliegue de labios que no era difícil tomar por una sonrisa:


Si
la locura del Vice no fuera un hecho indubitable —dijo en tono de hombre sin rencor—, ese relato carnavalesco lo denunciaría claramente.

—Mi relato es historia —le respondió Schultze—, aunque vestida con traje de marinero.

—¿Y cómo terminó la batalla? —interrogué yo.

—¿Cómo quiere que terminase? —me respondió Schultze—. Las huestes oracionistas acabaron por fundirse como la escarcha bajo el sol: unos, tocados por la gracia, se convirtieron a la buena doctrina; otros abandonaron sus asperezas y angelismos en los umbrales de Santo Matrimonio.

—¿Y el Vice?

Aquí el astrólogo se revistió de un aire solemne:

—Grandes eran, sin duda, sus merecimientos —dijo—. Porque, arrebatado en vida por un ángel, fue colocado en el cielo austral bajo la forma de una constelación que se llama Del Vice, y cuyas estrellas alfa, beta y gamma reproducen las gloriosas heridas que recibió en el combate.

Incontenible fue la risotada que soltó aquí el Gran Oracionista:

—¿El Vice? —rió—. ¡Un teólogo cuyo genio sólo podía navegar en océanos de cerveza! ¡Si hablaran los compartimientos del bar «Jousten»!

—¿Y qué? —le replicó Schultze—. Después de la batalla, ¿no tenía el derecho de aplacar su sed con los hidromieles de Quilmes o de Río Segundo? Ciertamente, a fuer de metafísico, el Vice no era hombre de negarse a los reclamos de la sed; porque la sed, aunque privación ontológica, es potencia de ser y le es dado pasar de la potencia al acto mediante un ser en acto. Por otra parte, ¿qué derroche de sapiencia no hacía él frente a un espumoso medio litro?

—Sí —admitió el Gran Oracionista—. Por ejemplo, cuando lograba identificar a una persona sólo con que le dijesen qué sería la tal persona si fuera objeto de tocador, elemento, comida o mueble.

—¡Gran Dios! —repuso el astrólogo, sensible a la ironía—. ¿Vivimos entre cuáqueros? ¿No puede retozar el espíritu, siquiera por un instante, después de haberse fatigado en hondas abstracciones?

Pero el Gran Oracionista no lo escuchaba ya: súbitamente despavorido, el hombre consultó su reloj (una venerable máquina suiza del siglo XVIII), dirigió su inquieta mirada a la calesita; y, sin despedirse, corrió hacia el artefacto, al que le vimos trepar con una vehemencia conmovedora.

Cuando volvimos nuestras espaldas a los oracionistas, el semblante de Schultze revelaba una inquietud nueva que no dejó de alarmarme.

—Algo queda por ver aún en este círculo —me declaró al fin—. Pero le ahorraré lo que falta, ya que la salida será bastante peliaguda, sobre todo para usted.

—¿Para mí? —le dije—. ¿Qué tengo yo que ver con este Infierno?

—Malo es olvidar a los Potenciales —me contestó el astrólogo en enigma.

Lo seguí, entre rabioso y preocupado: la tiranía de la soga que ya me acalambraba los dedos, y sobre todo aquel interminable soplar de ventarrones, hacían que comenzara yo a detestar el quinto círculo y a su vanidoso creador. Grande fue, pues, mi alivio cuando, a poco andar, entre la luz o niebla que languidecía en aquel último rincón del infierno, vi perfilarse, no sólo la muralla, sino también el portón de salida, el cual, abierto generosamente, parecía convidar a la más fácil de las evasiones. Y en mi satisfacción me reía interiormente del astrólogo, cuyos temores e inquietudes se me antojaban ahora calculados y entretejidos a propósito en aquella maraña de incidentes, a fin de interesarme o asustarme según el caso. Distraído yo en esas especulaciones y ensimismado Schultze en las suyas, nos acercamos otra vez a la pista del viento, la cual, según dije antes, corría muy cerca de la muralla. La traspusimos de un salto, pues un creciente redoblar de talones en la tierra nos anunciaba la proximidad del viento que tenía jurisdicción en aquellos últimos noventa grados del círculo; y, sin mirar atrás, nos dirigimos al portón abierto, Schultze muy grave ahora, yo más confiado que nunca. Pero frente al portón, y negando su acceso, vi de pronto una muchedumbre de casi figuras humanas.

Digo casi figuras, porque sus contornos apenas estaban esbozados en una materia sin color y traslúcida como el celuloide virgen. Gracias a su liviandad extrema, las casi figuras mantenían bajo el viento un equilibrio fluctuante: se bamboleaban en todo sentido, pero no caían, semejantes a esos pequeños y livianos monigotes con que juegan los niños y cuyo centro de gravedad se halla en una base de plomo redonda y maciza. Entre curioso y risueño, me detuve ante el batallón de juguetería que custodiaba el portal: aquellos eran sin duda los Potenciales a que se había referido el astrólogo; y viéndolos ahora se me hacía el campo orégano, al imaginar cuan fácil debía de ser abrirse un camino entre tantos peleles de celuloide. «Ciertamente —me dije—, Schultze es un farsante.» Pero cuando miré a los casi hombres de cerca, y no bien hube reconocido el apenas esbozo de sus caras o el balbuceante simulacro de sus voces que ya se atrevían a maldecirme, sentí a la vez un escalofrío en las vértebras y una oleada de fuego en el rostro. Lector vidente, raro es el hombre que, escondido en la intimidad segura de su alma, no haya inventado para sí destinos locos, aventuras imposibles, gestos desmesurados y personificaciones absurdas que, forjadas en el inviolable taller del ensueño, no se atrevería él a confesar ni bajo tortura. Pues bien, en los homúnculos de celuloide que me cerraban el paso veía yo una encarnación patente de las más raras locuras que hubiese tramado alguna vez mi fantasía en sus escondidos telares; concretadas ahora en una materia, parecían fetos extravagantes, abominaciones plásticas, artificios de algún demonio. Y a medida que los identificaba, me sentía bañado en un frío sudor de vergüenza, como si me desnudaran en la calle, frente a mil ojos burlones.

El primero en afrontar la valla fue Schultze, el cual, apretando los dientes, atropello a los homúnculos de celuloide y se abrió paso con bastante facilidad, aunque no sin recibir algún castigo. Ya del otro lado, me dirigió algunas voces alentadoras:

—¡No les tenga miedo! Son los Potenciales.

Cerré los ojos y los embestí, a mi vez, con alma y vida. Se bambolearon los homúnculos; pero al recobrar sus equilibrios me rechazaron con una violencia mecánica, y me vi de pronto ignominiosamente sentado en el suelo y urgido por la voz del astrólogo que me gritaba:

—¡No es así la cosa! ¡Hay que mirarlos de frente!

Me incorporé al oír ese tardío consejo, y volví al ataque, pero ahora sin brutalidad y con el ojo avizor. Trataba yo de abrirme camino entre los monigotes de la primera fila, cuando uno de ellos, oponiéndome la barrera de su tórax gigante, se me quejó en un tono lastimero que, según advertí después, era común a todos los Potenciales:

—¡No empuje! —lloriqueó—. ¡Ahora no estamos en el
ring
! Lo miré de frente, según me lo había indicado Schultze, y al reconocerlo mis dientes empezaron a castañetear: era una especie de gorila, musculoso hasta el delirio, cuyo mentón saliente, nariz aplastada y orejas de coliflor querían insinuar la idea de un púgil martillado en cien combates.

—Yo habría sido aquel Edison Anabaruse, aquel muchacho boxeador, la Pantera Salvaje de Villa Crespo —siguió lloriqueando el púgil—. ¡Quiero la bolsa de cien mil dólares que habría ganado en el Madison Square Garden de Nueva York, cuando vencí o habría vencido a Jack Dempsey en la segunda vuelta de aquel
match
formidable!

—¡Calma, calma! —le dije yo, despavorido.

Pero Edison Anabaruse no se calmaba:

—¡Quinientos mil espectadores en el estadio! —gimió—. La gritería era espantosa cuando Jack, al recibir mi directo en la mandíbula, salió volando entre las cuerdas, hasta el
ring side.
Alaridos yanquis, la luz de los reflectores en mis ojos empavonados, ¡y el
referee
que se olvidaba de contar!... Pero yo no había perdido la calma: me acordaba de Firpo. Y cuando Jack volvió al
ring
completamente groggy...

—Sí, sí —articulé yo, tragando saliva—. Nada más que un desvarío.

—¿Un desvarío? —gimió él—. ¡Quiero mi bolsa de cien mil dólares y el cinturón del campeonato mundial!

Sudando a mares huí del insistente Anabaruse: me deslicé trastabillando entre dos o tres figuras que me sollozaban sus nombres; y di por último contra un hombretón que al sentirse chocado puso el grito en el cielo:

—¡Epa! —me gruñó el hombrote—. ¡No se me deje caer así, como carancho sobre los huevos! ¡A don Brandan Esoseyúa no lo atropella nadie!

Bombachas amplísimas, botas en acordeón, chambergo requintado, rebenque de cabo de plata, tirador y rastra con más onzas que un magnate, sugerían en aquel homúnculo al estanciero del sur. Y, al identificarlo, balbucí, rojo de vergüenza:

—Señor don Brandan...

—¿Conque me reconoce? —dijo él, entre irónico y dolorido—. La pampa sigue desierta. ¿Dónde están los establecimientos ideales, las estancias maravillosas que yo fundé o habría fundado en el sur, distribuyendo mis tierras entre los colonos que trabajaban como ángeles y proliferaban como bestias, no sin que una y otra función les dejara el tiempo necesario para leer a Virgilio y meditar la
Política
de Aristóteles?

—Una locura basada en patrióticas intenciones —me disculpé yo con voz quebradiza.

—El infierno está empedrado de buenas intenciones —repuso don Brandan—. Pero yo vi o habría visto la llanura cuajada de pueblos rumorosos como trigales.

—En aquel punto dejóse oír una voz doliente, aunque llena de autoridad:

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