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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (37 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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Bravissimo!
—aplaudió—.
Bravissimo!
¿Dónde les hago tender la mesa?

—¡Cómo! —le respondió Adán,
severo
—. El arte popular y el erudito acaban de darse un abrazo. Comeremos aquí, en la mesa de los señores —y señaló a los cinco fantasmas.


Ecco!
—aprobó Ciro, sin consultar a los fantasmas ya resignados.

Y sacudiendo al mozo decadente que lo seguía:


Súbito!
—le gritó—. Dos mesas juntas.

Luego contó a los circunstantes.

—Once personas —calculó—.
Benissimo!

—Mal número para un banquete —rezongó Schultze.

—Cierto —admitió Adán, preocupado—. El número de las Musas, y dos comensales que sobran.

La cuestión, al parecer baladí, que planteaba el astrólogo antes de aceptar el convite dio margen a un conflicto serio entre Schultze, emperrado en no sentarse a la mesa con un número de comensales superior al de las Musas; Franky Amundsen y el petizo Bernini, que según lo dijeron con pintoresca energía se recontracagaban en Pitágoras y en cada uno de sus discípulos; Adán Buenosayres, conciliador, los cinco fantasmas, boquiabiertos, y Ciro Rossini, que adoptaba un aire de profunda inteligencia. Dos mociones fueron presentadas al fin, tendientes a solucionar el conflicto: una de Franky Amundsen y otra de Adán Buenosayres. La de Franky Amundsen, que mereció un sonoro rechazo, consistía en elegir por sorteo a dos víctimas propiciatorias, las cuales, asadas en la parrilla de Ciro, servirían de alimento a los nueve comensales restantes. Pero Adán tuvo mejor fortuna, pues aconsejó que Ciro Rossini fuese invitado a la mesa, con lo cual se tendría doce comensales, número armonioso y a su entender altamente significativo. Aceptó Schultze el doce, por considerarlo
número de la plenitud,
como lo demostraba el hecho de ser doce los signos del zodíaco y doce las divinidades olímpicas. Y como Ciro aceptara un lugar en el convite (no sin antes declararse absolutamente indigno de tan fabulosa distinción), la armonía se hizo al punto, y los comensales tomaron asiento alrededor de la mesa.

La elección de los manjares a engullirse no presentó dificultad ninguna, pues la mayoría de los convidados optó, no sin cierta ferocidad, por una gigantesca parrillada mixta en la que deberían intervenir los trenzados chinchulines, la tripa gorda, la ubre materna, las genitales creadillas, los chorizos criollos y el asado de costillar, todo eso abundantemente regado con un vinito de la
costa,
que Franky puso por las nubes. Pero el astrólogo Schultze, en nombre de la minoría, rechazó desdeñosamente aquel manjar de cafres, asegurando que se contentaría con examinar las entrañas de las víctimas, a fin de ver si los dioses eran o no propicios al banquete. Y como se levantara, sin más ni más, para dirigirse a la cocina de Ciro, Adán Buenosayres, tomándolo por los hombros, le rogó que desistiera de su intento, conseguido lo cual, y sintiéndose presa de un hondo fervor latino, Adán se volvió al grande Ciro y le preguntó si le quedaban aún dos o tres botellas de cierto vino siciliano y algunos higos rellenos con almendras que había saboreado allí no pocas veces. Halagado en su amor propio nacional, Ciro Rossini contestó afirmativamente y dio una orden al mozo entredormido, afirmación y orden que llenaron de música virgiliana el corazón de Adán Buenosayres, como asimismo los de Schultze y Pereda, súbitamente aficionados al
cibus pastoris
que Adán acababa de proponer.

Todo se cumplió al fin. Desde la mesa rústica el olor de las entrañas humeantes ascendió hasta el Olimpo y acarició las benévolas narices de los dioses; el vino criollo y el siciliano corrieron en yunta de las botellas a las copas y de las copas a los cerebros; oyóse durante cinco minutos el rumor de activas dentaduras; y fue dado ver cómo, paulatinamente, las jetas pringadas encendíanse de satisfacción, sobre todo las del trío «Los Bohemios» (tres caras verdosas de nocturnidad), la del payador Tissone (beatífica y modesta), y la del Príncipe Azul, que no abandonaba, empero, su aire chucaro y desdeñoso.

Una tregua se produjo al fin entre los comensales; y entonces fue cuando Adán, con su copa en la diestra y un puñado de higos en la siniestra, se dirigió amablemente al payador.

—¿Conque usted —le preguntó— había sido el famoso payador Tissone?

Sonrió el payador, nadie supo nunca si modestamente glorioso o gloriosamente modesto.

—Vea —respondió—. Tanto como famoso...

—¡No se me achique! —le censuró Adán—. Y dígame, ¿qué sabe cantar?

—Mi repertorio gaucho.

—¡Hum! —comentó Adán—. ¿Toca la guitarra?

—¡La pregunta! —dijo Tissone, señalando el estuche de su instrumento.

Samuel Tesler, que desde cierto zapatillazo famoso no disimulaba su debilidad por las musas populares, abordó entonces al payador.

—Supongo —le dijo— que sabrá payar de contrapunto.

Lo miró Tissone con el gesto de quien piensa: «Es un caído del catre.» Y al fin, entre socarrón y alegre:

—¡Vaya! —le contestó—. ¡Si es mi especialidad!

—¡Malo! —gruñó Adán Buenosayres—. ¡Malo!

—¿Por qué? —dijo Tissone.

Adán le señaló a Franky Amundsen.

—Porque —respondió sin disimular su inquietud— ese que ve allí es el mentado payador Amundsen, el
Toro Rubio de Saavedra,
como le llaman. Y a lo mejor se topan.

—¿Y de ahí? —cacareó Tissone, medio alterado.

En este punto Franky torció la jeta, sacó pecho y dejó caer sobre Tissone una fría mirada.

—No se me altere —le insinuó en tono compadre—, quiero
alvertirle
una cosa. Yo soy así: donde no me alcanza la
vigüela
me sobra el cuchillo. Nada más.

Al oír aquellas palabras amenazadoras el payador Tissone agachó la frente, se miraron con inquietud los tres bohemios y una ola de malestar corrió por el vasto círculo de los comensales.

—Peleas no —advirtió Ciro Rossini, volviendo su noble perfil hacia el perfil arisco del payador Amundsen.

—No hay
cuidao
—rezongó Franky—. Yo no me como a la gente cruda.

—Yo tampoco —dijo el payador Tissone con un arresto de coraje.

Alguna tirantez quedaba todavía en el convivio, y Luis Pereda la disipó cuando, volviéndose a los dos payadores, los invitó a sacrificar sus pequeñas vanidades en bien de la tradición, del arte nativo y de la patria. Tocado a fondo, el payador Amundsen tendió una mano cordial a su antagonista; y como el payador Tissone se la estrechara vivamente, una salva de aplausos dio fin a la incidencia. Mas el banquete recobró la plenitud de su alegría sólo cuando Ciro Rossini, con lágrimas en los ojos, insinuó la conveniencia de un brindis general por el advenimiento de la concordia, por la glorieta «Ciro» y por el
bel canto.
Nadie se negó a participar en un brindis tan ardientemente requerido, y el mosto volvió a humedecer aquellas gargantas magníficas. Entonces Luis Pereda, señor y arquitecto de la paz, estudió al payador Tissone con indecible ternura.

—¡Un criollo de ley! —le gritó al fin—. Tissone, ¡un apellido que huele a trébol y a gramilla!

—Eso no —protestó Ciro—. Nombre italiano, y bien italiano.

El payador intervino aquí, lleno de bonhomía.

—Sí —admitió—. Mi viejo era de Italia.

—¡Imposible! —tronó Pereda, clavándole dos ojos desconcertados—. Y aunque así fuese, usted ha nacido en la pampa, se ha enterrado Insta la verija en la tradición, ¡no me lo niegue, aparcero Tissone!

—Vea —repuso Tissone ya confundido—. Nací en La Paternal, y nunca salí del barrio, ¡me caiga muerto!

—¡Aja! —le reprochó Adán Buenosayres—. ¿Nos hará creer que no sabe jinetear un caballo, ni hacer un nudo potreador, ni echar un pial de sobre lomo, ni mancornar un novillo?

En la turbación de su rostro pudo verse que Tissone ignoraba esas disciplinas criollas. Entonces Luis Pereda, que leía en el payador como en un libro abierto, descargó un puñetazo en la mesa, y envolviendo a los comensales en una mirada significativa:

—¡Señores —exclamó—, fíjense qué país es el nuestro, qué carácter el suyo, qué fuerza la de su tradición! Este hombre, italiano de sangre y aborigen de La Paternal, sin haber salido nunca de su barrio, sin conocer la pampa ni sus leyes, ¡toma un buen día la guitarra y se hace payador! ¡Señores, esto es grande! Colosal —afirmó Adán Buenosayres muy serio.

El entusiasmo de Pereda se hizo contagioso; y no tardaron los comensales en tejer las más intrincadas conversaciones. Todos tenían un elogio que añadir y un ejemplo que traer: el petizo Bernini trataba de iniciar al trío «Los Bohemios» en cierta doctrina suya referente a un misterioso Espíritu de la Tierra; pero los tres bohemios no lo atendían mucho, solicitados a la vez por Samuel Tesler que les narraba su propio caso, a saber, el de un hombre que, semítico de origen (aunque de familia sacerdotal), y habiendo nacido en la fabulosa Besarabia, descubría, siempre que se miraba en el espejo, un parecido bárbaro entre su fisonomía y la del mitológico Santos Vega. Por su parte, Ciro Rossini, honrado con la atención reverente del astrólogo Schultze y de Luis Pereda, lanzaba una diatriba feroz contra los gringos que solían hablar pestes de una tierra tan generosa como la que habitábamos; e ilustraba su disertación con el relato de mil acciones bélicas realizadas por él mismo contra los gallegos maldicientes, en las plataformas de los tranvías Lacroze. Pero, ¡ay!, entre los comensales era dado ver a uno que, lejos de unirse al fervor general, se atrincheraba en un mutismo sarcástico bien manifiesto en la luz de sus ojos y en el rictus de su boca. Era el Príncipe Azul. Desde hacía rato, Adán Buenosayres lo estudiaba, lleno de curiosidad; y aprovechó un instante de silencio para interpelarlo en alta voz:

—Y usted, Príncipe —le dijo—, ¿también cultiva la tradición nacional?

El Príncipe Azul no disimuló su descontento al sentirse blanco de todas las miradas.

—Vea —estalló al fin—, ¡yo me río
del pacsado
! Me
imporcta
un
picto,
¿sabe?

—¡Oh, ése! —murmuró Ciro Rossini—. ¡Una lata!

—¿Qué hace? —le preguntó Adán, estudioso.

—Versos —gruñó Ciro—. Los recita en la glorieta.

Con el entrecejo fruncido, y atusándose la melena torrencial, el Príncipe Azul dio a entender que seguía en el uso de la palabra.

—Lo que me
interecsa
es el presente —añadió—. Yo soy un
poecta
de ahora.

—¿Qué género? —le preguntó Samuel.

—¡No me venga con
pamplicnas
! —contestó el Príncipe—. Yo pongo mi arte al
serviccio
de las
maesas.

—¡El muy
bructo
! —susurró Franky en la oreja de Adán.

Y añadió, para todos:

—Conozco a esta laya de personaje. En Saavedra doy una patada en el suelo y salen mil. Este señor es de los que alborotan a todo el mundo, pidiendo a gritos la lira en cualquier ocasión y por cualquier pavada. Y cuando les dan ese anacrónico instrumento, dicen que lo «pulsan», y que lo hacen para castigar a los tiranos. ¡Gran Dios! Pero, ¿dónde habrán visto a un tirano, en los días que corren?

No obstante, Adán, estudioso, gratificó al Príncipe Azul con una sonrisa.

—Ah!

—Bien —le dijo—, ¿podría darnos una muestra de su arte?

—¡Hum! —gruñó el Príncipe, casi halagado—. Ahí tienen mis
déccimas
: «Noche de Julio», que
apareccieron
en «El Alma que Canta». Describo a un
micserable,
muñéndose de frío en el umbral de un
lujocso palaccio,
mientras adentro los
burguecses
derrochan el oro en
infacme
orgía.

—¡Bravo! —exclamó Adán—. ¡Muy verdadero, Príncipe, muy exacto! Pero vea: el arte no se propone lo verdadero, en tanto que verdadero, sino en tanto que hermoso.


Permitíame
—le retrucó el Príncipe—. Yo no la voy con
gramácticas.
¡Al público hay que hablarle
dereccho
viejo!

Adán se dirigió entonces a Ciro Rossini.

—¿Y el público lo aguanta? —le preguntó.


Como?
—respondió Ciro—. No bien el Príncipe abre la boca, todo el mundo se pone a charlar.
Ecco!


¡Burguecses!
—refunfuñó el Príncipe, magnífico en su desdén.

—Sin embargo —dijo Pereda, encarándose con Ciro—, usted lo tiene contratado al Príncipe. Y alguna razón habrá.

—¡Peste! —admitió Ciro—. Cuando el Príncipe habla del hambre, lo pinta con tanta
veritá
que al público le agarra un apetito furioso. Y la parrilla no da abasto.

Con un sonoro golpe de hilaridad celebraron los comensales la explicación de Ciro, el cual rió a su vez, no poco asombrado ante aquel éxito. La risa general subió de punto cuando el Príncipe Azul, con aire de majestad ofendida, volvió sus espaldas a la asamblea y exhibió su notable perfil, en el que se destacaban su mentón hundido entre los dos alones de una corbata voladora su melena profesional, lloviendo torrencialmente sobre un roñoso cuello palomita. No se habían quedado atrás los componentes del trío: antes bien, en sus caras verdosas campeaba ya un regocijo sin inocencia.

—¡Bah! —recapituló Adán Buenosayres, observando al trío y señalándolo con su índice—. Prefiero a los humoristas: al menos es gente seria.


Per Boceo!
—elogió Ciro—. Ésos valen la pena. ¡Hay que oír las macanas que dicen, y cómo hacen reír a la gente!


¡Ricsas!
—exclamó el Príncipe Azul con amargura—. ¡La
tiesa
del
payacso!

—¡Zas! —dijo entonces uno de los Bohemios—. ¡Ahora estamos de turno!

—¿Cantan o recitan? —le preguntó Adán.

—Cantamos.

—¿Qué?

—Disparates. Cosas que no tienen pie ni cabeza. —¿Por ejemplo? —insistió Adán.

Sin hacerse rogar mucho, y poniéndose de acuerdo con la mirada, los tres Bohemios ladraron lo siguiente:

La pampa tiene el ombú

y el puchero el caracú.

Sacudíme la persiana,

que allá viene doña Juana.

Cinco por ocho cuarenta,

pajarito con polenta.

¿Quién te piantó de la rama,

que no estás en el rosal?

—¡Ira de Dios! —rezongó Franky al oír aquel engendro—. ¡Y pensar que no los han matado todavía!

—¡Eso es dadaísmo puro! —exclamó Pereda, sin ocultar su deleite.

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