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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (17 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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—El olfato es un sentido que hoy se desprecia —concluyó Schultze. Y, sin embargo, tiene posibilidades infinitas.

Ruty Johansen, una walkyria recostada, se puso a reír en tono wagneriano, mientras Ethel Amundsen, repentinamente grave, reflexionaba no sin amargura en la decadencia intelectual de un sexo que se decía superior y malograba en disparates, como los de Schultze, el quilogramo de cerebro que tanto lo enorgullecía. Pero, ¡atención! La mujer ya reclamaba su desquite; y no tardaría en recobrar los trescientos gramos de masa encefálica que tan deslealmente le había hecho perder el hombre desde la Edad de las Cavernas.

Entretanto el ingeniero Valdez escrutaba el semblante de Schultze con sus agudos ojos de hipnotizador.

—Me gustaría saber —le requirió al fin— si el superhombre criollo que usted ha inventado sólo tendrá cinco sentidos.

La curiosidad chispeó en los ojos de Ruty: —¿Cómo? ¿También ha inventado un superhombre?

—Un esperpento abominable —aseveró Ethel—. Un monstruo de laboratorio.

Schultze le dirigió una suave mirada de reconvención. Luego, encarándose con Valdez, le dijo:

—En primer lugar, yo no he inventado al Neocriollo: el Neocriollo será el producto natural de las fuerzas astrológicas que rigen a este país. En segundo lugar, el Neocriollo ha de tener, no los cinco sentidos que se conocen en Occidente, sino los once del Oriente.

—¡Schultze —le suplicó Ruty—, descríbanos al Neocriollo!

—No es una cosa del otro mundo. Imagínese, Ruty...

—¡Schultze, se lo prohíbo terminantemente! —le ordenó Ethel como sobre ascuas.

Pero Ruty Johansen insistía, visto lo cual el ingeniero Valdez propuso una fórmula de conciliación:

—Que nos describa solamente los once sentidos del Neocriollo. ¿Puede hacerlo, Schultze?

—Es una pavada —gruñó el astrólogo, resistiéndose—. Un teorema infantil.

—¡No le tiren de la lengua! —dijo Ethel en son de alarma.

—¡El Neocriollo! —exigía Ruty wagnerianamente.

Como si lo forzaran a exponer una bagatela, Schultze adoptó cierto aire de hombre resignado.

—Admitirán ustedes —empezó a decir— que el Neocriollo está destinado a realizar las grandes posibilidades americanas, y que deberá nacer bajo los auspicios más favorables de la astrología.

—Naturalmente —reconoció Valdez con mucha gravedad.

—¡Cae de su peso! —dijo Ruty.

—En tal caso —prosiguió Schultze— los sentidos del Neocriollo serán así, aproximadamente: su ojo derecho estará signado por el sol y su izquierdo por la luna. Quiere decir que, por el uno, estará inclinado a la visión de la luz directa, y, por el otro, a la visión de la luz reflejada. O más fácil aún: el ojo derecho lo hará santo y el izquierdo científico. Los ojos no estarán en sus órbitas ya, sino fuera de las mismas, en la punta de los nervios ópticos que se habrán alargado unos veinte centímetros y serán como las antenas de un insecto, capaces de tenderse hacia lo alto y lo bajo, hacia la derecha y la izquierda, según el objeto de la visión. Además, cada ojo, en el extremo de su antena, podrá girar sobre sí mismo, periscópicamente, y llevará un parpadodiafragma ultrasensible a las variaciones de la luz.

Ruty Johansen reía ya calladamente.

—En cuanto a sus oídos —anunció Schultze—, el derecho ha de corresponder a Saturno y el izquierdo a Júpiter: con el derecho el Neocriollo captará la música celeste, vale decir, la de los nueve orfeones angelicales; con el otro escuchará la música terrestre, que no será ni la de Grieg ni la de Beethoven. Claro está que sus orejas tendrán la forma de dos grandes embudos microfónicos, y que podrán tenderse a las seis direcciones del espacio.

Aquí Ruty dejó escapar algo de la risa que le retozaba en el cuerpo.

—¡Es el hombre de Marte! —gritó alborozada.

—Si me interrumpe —le dijo Schultze—, meto violín en bolsa y se acabó.

—Eso nunca —le suplicó Ruty—. Quiero que me presente la nariz del Neocriollo.

—Será una hermosa nariz —le advirtió el astrólogo—. Su ventana derecha responderá al signo de Marte y su izquierda al signo de Venus: quiere decir que el Neocriollo respirará el furor destructivo por un lado y el furor amante o constructivo por el otro. Imagínese una nariz enorme, de ventanas abiertas y palpitantes, libre de pelos y de mocos.

—¡Ya empezó con sus asquerosidades! —rezongó Ethel.

Pero Schultze no se dio por aludido.

—La lengua del Neocriollo —expuso gravemente— será el órgano del gusto y de la expresión a la vez, y estará dominada por Mercurio. Tendrá la forma de una cinta larga y flexible, como la de los osos hormigueros; y el Neocriollo la meterá en todas partes, ávido de sabores. Eso quiere decir que su boca será un agujero apenas, y estará desprovista de dientes, ya que el Neocriollo no se alimentará de sustancias groseras, ¡ah, no!, sino de todo lo sutil que hay en este mundo. Y ahora me faltaría describir su piel, órgano del tacto: el Neocriollo tendrá una piel de gran superficie, capaz de contener un prodigioso número de terminaciones nerviosas; y siendo, lógicamente, demasiado grande para su cuerpo, le caerá en frunces y repliegues, como la de los carneros merinos.

—¡El hermoso Brummel! —exclamó Ruty.

—Ya te lo advertí —le recordó Ethel Amundsen entre indignada y risueña—. Un monstruo abominable.

El ingeniero Valdez parecía realizar
in mente
la figura del Neocriollo.

—No tiene mucho
sex-appeal
que digamos —reconoció al fin—. Pero todo va en gustos, como decía la vieja. Por otra parte, aún falta la descripción de cinco sentidos.

—Faltan seis —le corrigió Schultze—: los cinco de la Acción y el único del Sentimiento.

—¿Cómo serán?

—¡No le den cuerda! —volvió a rogar Ethel con aire premonitorio.

—Si han de tomarlo a chacota —dijo Schultze—, será mejor que lo dejemos.

Pero Ruty mostraba ya un semblante contrito. Verificado lo cual el astrólogo habló así:

—Son órganos de la Acción la palabra, las manos, los pies, el tubo digestivo y los instrumentos de la generación. El idioma del Neocriollo será entre metafísico y poético, sin lógica ni gramática. Sus manos y sus pies tendrán una magnitud hasta hoy desconocida; y responderán a un complicado sistema de palancas de segundo y tercer grado. Ya les dije que el Neocriollo se nutrirá de perfumes, rocíos y otras quintaesencias, gracias a lo cual su tubo digestivo será de una simplicidad absoluta y no emitirá gases putrefactos ni repugnantes mierdicolas.

—¡Schultze! ¡Schultze! —lo reprendió Ethel, frunciendo su entrecejo de Palas.

—¿Qué son las mierdicolas? —preguntó Ruty atolondradamente.

—Ahora bien —concluyó Schultze implacable—, sus órganos de generación estarán signados así: los testículos por Venus y el penis por Mercurio. Describiré su forma.

Pero Ethel Amundsen, espléndida en su arrebato, se había puesto de pie.

—¡Schultze! —lo intimó—. Una palabra más y lo echo de la tertulia.

La entrada solemne de Ramona con su mesita rodante que tintineaba de botellas produjo en la sala una visible sensación de alivio; era indudable que la tertulia se moría de sed. Abandonados aquí y allá, los vasos enjutos anunciaban el rigor de una ya inquietante sequía: sólo
mister
Chisholm y Adán Buenosayres los conservaban aún,
mister
Chisholm porque había reclamado un nuevo tributo de Ramona, deteniéndola en el vestíbulo con una circunspección verdaderamente imperial, y Adán Buenosayres porque olvidaba el suyo, tanto se distraía en el nuevo soliloquio de su alma.

¡Ven, triste amigo!

En la penumbra del invernadero,

junto a las rosas fraternales...

No sin razón había temido el instante crucial en que la Solveig celeste se mediría con la terrestre. La confrontación ya estaba hecha, y en adelante no le quedaría sino el gusto salobre de una derrota, y volver a su tremenda soledad, llevando de la mano a un fantasma poético. ¡Tejedor de humo! ¿Y hasta cuándo? Sí, un fantasma de luz engendrado por la noche que lloraba sus tinieblas; o un parto de la soledad que a sí misma se lloraba y que se construyó un pedazo de música para que le hiciese compañía. ¿Sólo eso?

Adán Buenosayres contempló a Solveig en cuyas manos el Cuaderno de Tapas Azules era una cosa muerta:

Yo, alfarero sentado en el tapiz de los días,

¿con qué barro modelé tu garganta de ídolo

y tus piernas que se tuercen como arroyos?

Eso era: su barro de alfarero. Y obra de sus pulgares toda ella, trabajada con sus manos, de pies a cabeza, de norte a sur, del este al oeste, del cénit al nadir, según las tres magnitudes de la tierra y la cuarta dimensión de la poesía. ¡Tejedor de humo! ¿Para qué? Para que no llorase la noche y le naciera un hijo a la soledad.

Mi pulgar afinó tu vientre

mas liso que la piel de los tambores nupciales,

y puso cuerdas al arco nuevo de tu sonrisa...

La obra de su retiro, amasada con silencios y músicas. ¡Anímate, poderosa estatua! ¡Que una sangre roja circule por tus venas de poético mármol! ¡Ah, no se mueve, no arde! ¡Pigmalión!

Ahora las manos de Solveig enrollaban y desenrollaban el Cuaderno de Tapas Azules.

«Dos criaturas paralelas —reflexionó Adán Buenosayres—: la de Dios en el sofá, la mía en el Cuaderno. Y tal vez amasadas con el mismo barro. Dos paralelas: no se encontrarían jamás. Y don Bruno lo había puesto de rodillas porque no supo definir las líneas paralelas. ¡Atención! ¡Atención! Algo suyo quedaba en esa criatura ideal que había edificado: eran el número, la medida y el peso de su vocación amorosa, el tamaño de su sed, la fisonomía de su esperanza. Y según don Bruno, las líneas paralelas también se juntan, bien que sólo en el Infinito. Pero, ¿qué haría de los demás? ¿Qué haría él con la Solveig celeste?

Haz que maduren los frutos

y que la lluvia deje su país de llanto,

ídolo de los alfareros...

Adán recitaba el poema en su corazón. Y la resonancia de aquellas frases respondía tanto al color de su pensamiento, que una suerte de agitación musical despertaba en su ser, anunciándole ya el instante preciso en que la materia de su dolor se convertía en materia de su arte. ¡ídolo de los alfareros! ¿A quién invocaba en esa oración? A una mujer hecha de literatura, que no podía escucharlo ni responderle desde su Cuaderno de Tapas Azules. ¿Qué haría, entonces, con la Solveig celeste? ¡Bien! Así como le había dado él un cuerpo, un alma, una existencia y un idioma, también sabría darle una muerte poética. Él mismo cargaría en sus brazos los despojos mortales de la Solveig ideal; y, a falta de tierra en que sepultada, inventaría para ella una lujosa inhumación de literatura. Y lo haría esa noche, allá, en el cuarto de sus tormentos y en una soledad tajeada de sollozos. El Cuaderno de Tapas Azules tendría segunda parte: un funeral maldito y una liturgia de fantasmas que lloran desde los ojos a los pies.

En este punto Adán observó, como tantas otras veces, que las dos señales exteriores de su exaltación amenazaban con delatarlo: una inspiración profunda que le hacía doler el pecho y un afluir de lágrimas a sus ojos. En el temor de verse descubierto, recorrió la tertulia con una rápida mirada: junto al ventanal el trío de señoras departía otra vez animadamente; en lo alto de su escalera
mister
Chisholm trataba de fijar al muro una rebelde tira de papel; Marta Ruiz y el ingeniero tenían ahora la palabra en el diván celeste; por otra parte, la discusión arreciaba de nuevo en el sector metafísico a que pertenecía, y Samuel Tesler llevaba, como de costumbre, la voz cantante. Adán se tranquilizó: era visible que nadie reparaba en él. Pero sintió al mismo tiempo la necesidad urgente de unir su voz a tantas voces, de compartir aquel mundo sonoro, de fundirse todo él con la tertulia, siquiera para olvidarse de sí mismo y hacer a un lado los nuevos clamores de su alma. ¡Una tregua! Entonces, con más desesperación que sed, apuró su whisky de un solo trago. Y al volverse para dejar el vaso en el suelo, vio junto a sí la figura enigmática de Ramona que le tendía otro vaso lleno hasta los bordes, Hebe antigua, Hebe callada, Hebe piadosa en su piadoso ministerio.

Significativo era el gesto con que la señora de Amundsen acababa de subrayar su confidencia.

—¿Duro? —le preguntó en voz baja la señora de Ruiz.

—Como una piedra. Y eso cada ocho días. Y gracias a un laxante pie-parado con aceite de ricino, belladona y beleño, que debía tomar en ayunas por la mañana.

La señora de Ruiz consideró esos detalles con la indulgencia del veterano que oye contar a un novicio su primer hecho de armas. A su vez la señora de Johansen lo escuchaba todo con visible tristeza; y recuerdos amargos debían de acudir a su memoria, pues dos arrugas atravesaban su frente y el mentón reflexivo se le hundía en la doble papada.

—Sí —declaró al fin tras un suspiro—. Algo semejante me sucedió a mí cuando tuve a Ruty.

—¿Estreñimiento? —le preguntó la señora de Amundsen.

—Debió de ser una insignificancia —intervino desdeñosamente la señora de Ruiz—. Algo «banal», como diría el doctor Aguilera.

—¿Cómo lo sabe? —le gruñó la de Johansen con una punta de resentimiento.

Entre divertida y enfurruñada, la señora de Ruiz miró a las dos viejas estúpidas que se atrevían a exponerle sus «nanas» baladíes, ¡a ella, sobre todo! «¿Cómo lo sabe?» ¡Si el haber aguantado nueve operaciones consecutivas no le daba el derecho de opinar en aquel asunto, que bajase Dios y lo dijera!

—Los muchos días de cama producen esas constipaciones —declaró al fin—. El doctor Aguilera me lo decía siempre.

—Lo cierto es que no moví el intestino durante quince días —explicó la señora de Johansen con voz lastimera.

Pero la de Ruiz frunció el ceño.

—¡Imposible! —objetó—. Nadie puede resistir una quincena sin mover el intestino.

—Quince días, ni más ni menos —insistió tercamente la señora de Johansen.

—Es raro —murmuró la de Ruiz con aire dubitativo—. Se lo consultaré al doctor Aguilera.

—¿Y qué sentías? —preguntó la de Amundsen a la de Johansen—. ¿Sudores fríos, calambres, náuseas?

—Algo así como si tuviera un montón de plomo en el vientre —sostuvo la de Johansen, estremeciéndose al solo recuerdo de aquella constipación asombrosa.

Una luz entusiasta iluminó por dentro el marchito semblante de la señora de Ruiz. ¡Dos viejas estúpidas! ¿Qué sabían ellas de náuseas y escalofríos? La señora de Ruiz evocó sus nueve operaciones como nueve jornadas de gloria: para ella tenderse largo a largo en una mesa de cirugía era ya tan intrascendente como acostarse a dormir la siesta en su canapé amarillo limón.

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