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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (94 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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»En adelante me di a la grata empresa de roer y devorar físicamente los volúmenes del recinto, las encuadernaciones lujosas, los ricos dorados, los papeles del Japón, de Flandes y de Italia. Roía y me aletargaba como antes; pero ahora lo hacía con un ritmo bestial, entregado a las leyes rudimentarias del hambre y del sueño. Transcurrió la primavera; y hasta yo mismo consideré, no sin alarma, los estragos que ya se hacían patentes en el recinto número tres. Con todo, el Bibliotecario no daba señales de inquietud alguna; y aunque su indiferencia me tranquilizó al principio, no tardó en inspirarme una rabia sorda. ¡Ese hombre o diablo pretendía ignorarme, o hacía como que me ignoraba! Resolví entonces provocarlo de alguna manera: cierto día me arrastré sigilosamente hasta el recinto número dos, escalé la percha y me comí el sombrero del Bibliotecario, un Stetson gris perla que sin duda le había costado un ojo de la cara. Regresé a mis dominios, y, no sin cierta emoción, aguardé las represalias que mi hombre no dejaría de tomarse. Pero el Bibliotecario no se dio por aludido; y las nuevas comilonas a que me di luego lo apartaron enteramente de mi atención.

»Me atracaba y dormía luego: los anillos de mi abdomen engordaban peligrosamente, y derrumbado en mi sillón frailero sentía yo que mis modorras eran cada vez más largas. Por fin llegó el día en que no pude abandonar el sillón: me aletargaba, conseguía despertar un instante y no tardaba en sucumbir otra vez a los redamos de mi terrible sueñera. Un frío sudor brotaba de mi cuerpo anillado y se endurecía inmediatamente, hasta formar a mi alrededor una costra segura, un capullo cerrado, una inviolable cámara de sueño. Y dormí en mi capullo largamente, hasta despertar un día, lleno de no sé yo qué fuerzas locas ni de qué impulsos desconocidos. Me revolví en la estrechez de mi prisión, desgarré al fin la dura cáscara que me ceñía; y salí revoloteando, ebrio de luz, ansioso de alturas. ¡Qué ridículamente pequeño era el recinto número tres! Batía yo mis alas en un arranque de vuelo, y daba de cabeza en las paredes, en las librerías, en el cielo raso, en la claraboya cerrada, tal como si aquel recinto fuera otro capullo que debería yo romper igualmente. Apareció entonces el Bibliotecario que Miraba desde Brumosas Lejanías: abstracto como siempre, vestido de silencios, con su indiferencia vegetal y su cachaza terrible, aquel hombre, si es que realmente lo era, me abrió de par en par la claraboya. Y salí volando al aire libre, para descender a este Infierno.

Don Ecuménico había terminado su historia. Nos miró a todos en la cara, fija y ansiosamente, como si aguardase una objeción, acaso una pregunta o siquiera una mirada consoladora. Pero Schultze y Tesler se mantenían en su aire lejano, y no encontré yo palabra que decirle. Visto lo cual don Ecuménico agitó sus alas, consiguió alzar el vuelo y se alejó pesadamente, revoloteando entre las flores monstruosas.

XIII

Un portón de hierro sin aparatosidad ninguna comunicaba el octavo círculo infernal con el noveno y último. Allí nos despedimos de Samuel Tesler, quien, tras un apretón de manos bastante frío, nos volvió sus espaldas y regresó a la Ciudad del Orgullo. Abierto el portón, Schultze me hizo entrar; y descendimos, el uno detrás del otro, cierta escalerita helicoidal que nos condujo al borde mismo de la Gran Hoya en que terminaba el Infierno schultziano. Me asomé a la hoya, y en su fondo vi estremecerse una gran masa como de gelatina, que daba la sensación de un molusco gigante, aunque no lo era.

—Es el Paleogogo —me advirtió Schultze gravemente.

Volví a contemplar el monstruo, y aunque no le noté forma de maldad alguna, me pareció que las reunía todas en la síntesis de su masa ondulante, y que las abominaciones del infierno schultziano tomaban origen y sentido en aquel animal gelatinoso que se retorcía en la Gran Hoya.

—¿Qué le parece? —me interrogó Schultze al fin, señalando al Paleogogo. Le contesté:

—Más feo que un susto a medianoche. Con más agallas que un dorado. Serio como bragueta de fraile. Más entrador que perro de rico. De punta, como cuchillo de viejo. Más fruncido que tabaquera de inmigrante. Mierdoso, como alpargata de vasco tambero. Con más vueltas que caballo de noria. Más fiero que costalada de chancho. Más duro que garrón de vizcacha. Mañero como petizo de lavandera. Solemne como pedo de inglés.

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