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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (85 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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Advertí muy luego que la dirección de aquel grupo se había confiado a otro adefesio de
Antimusa
que resultó ser la Falsa Erato. Una cabellera mal oxigenada, dos ojos mortecinos y subrayados por terribles ojeras de color negro de humo, una boca exageradamente agrandada con toques de
rouge,
una tez en la que se iban descascarando antiguos y resecos afeites distinguían a la Falsa Erato: despatarrada en el suelo, algunos tules envolvían sus ya marchitos encantos de puta vieja; fumaba un cigarrillo turco en cierta boquilla de largor descomunal, y, al hacerlo, exhibía sus manos terminadas en cinco dedos relampagueantes de anillos baratos y falsa pedrería. A su derecha y su izquierda se amontonaban racimos de poetisas igualmente alargadas en el suelo, y el enjambre de los poetas eróticos que habían falsificado amores y mentido aventuras: las poetisas dilataban sus ojos llameantes, se revolvían en la falsa hierba o respiraban ávidamente rosas de trapo; con un frenesí de autómatas, los poetas fingían querer arrancarse las flechas de cartón que aparentemente les atravesaban el costado.

En silencio recorría yo con la mirada los diversos grupos, demorándome aquí en alguna mujer que, al reconocerme, se llevaba el índice a los labios en un gesto de súplica, o desviando más allá mis ojos de algún hombre que me volvía sus espaldas en el temor de verse reconocido. Aquella discreción de los eróticos me pareció de buen agüero; y cuando Schultze, sin decir palabra, me tocó el hombro en señal de partida, entendí que me libraba generosamente de un diálogo cuya materia podía ser más que desagradable, y le juré
in mente
una gratitud eterna.

Alentado por tanta fortuna, decidí entonces evitar que el astrólogo me adjudicara la serie completa de sus
Antimusas
: mi andar cobró un ritmo acelerado que no era el de la fuga todavía, miré a derecha e izquierda, listo para el gambeteo. Desgraciadamente, al querer evitar los grupos que rodeaban a las
Antimusas,
tropecé con una hembra de gran volumen que recorría el prado sin cortejo alguno: la anchurosa túnica negra que llevaba no conseguía disimular el enorme desarrollo de sus glúteos, la redondez adiposa de su vientre, el desborde torrencial de sus ubres ni sus piernas elefantiásicas y azules de várices. Tras el encontronazo, la Falsa Melpómene (que no era otra) clavó en mí sus ojuelos porcinos:

—¡Mire dónde camina! —me gritó con voz áspera—. ¿Qué es eso de llevarse a la gente por delante?

—Excúseme —le dije—. Nunca hubiera creído que
madame
anduviese tan sola.

Una mueca de odio frunció sus labios frondosamente abigotados:

—¡La puta que los parió a esos pajarones de arriba! —exclamó—. Buenos Aires ha perdido la noción del drama. ¿Dónde quedaron los porteños que reventaban de indignación en el circo, ante la figura heroica de Juan Moreira? ¿Dónde están los que seguían con ojos húmedos la última escena de
Barranca abajó!
¿Qué se hicieron las huestes filodramáticas que hacían en los teatritos de barrio su
Juan José
o su
Cena de las burlas,
ante el sollozo de las muchachas, el moqueo de las viejas y la bronca de los compadritos que se salían de la vaina? Esos guachos de arriba están ahora en pleno sainete. ¡Que se vayan a la puta que los parió!

—No los mande tan lejos —le rogué yo tímidamente—. Según Aristóteles, toda escena trágica debe suscitar la compasión de los espectadores. Ahora bien, no es fácil compadecer el dolor ajeno si no se lo ha padecido alguna vez en carne propia; y nuestra querida ciudad hace mucho que no sufre una tragedia.

—¡Degenerados! —rezongó la Falsa Melpómene—. Se hartan en los restoranes de lujo; y luego ubican sus desbordantes asentaderas en butacas
pullman,
desde las cuales ríen groseramente, chillan, eructan y hacen sus laboriosas digestiones. Eso sí, antes de ir a los espectáculos, estudian prudentemente las carteleras: «Mil carcajadas por hora en el Astral.» ¡Bien! La risa favorece los movimientos peristálticos del intestino grueso. Y si, por equivocación, dan con el drama, ríen igualmente. ¿Una madre llora sobre la tumba de su hijo? Risas ahogadas en la platea. ¿Dos amantes dialogan su infortunio? Convulsiones de hilaridad en las galerías.

La Falsa Melpómene guardó silencio. Después, oscura y sola, se alejó de nosotros mascullando puteadas infinitas.

—Bien mirado —le dije a Schultze—, la pobre gorda tiene bastante razón.

Pero en aquel instante, sin darnos lugar a la defensa, el cortejo de la Falsa Tersípcore se abatió sobre nosotros, nos aprisionó en una ronda hermética y se puso a bailar figuras de tango,
fox-trot,
de vals, de
charleston,
de polca: los bailarines giraban solos o en parejas, se retorcían y descoyuntaban como peleles; y el círculo vertiginoso iba estrechándose cada vez más a nuestro alrededor. Entonces, no sin antes cambiar una mirada con Schultze, bajé la cabeza, cerré los ojos y me lancé violentamente contra los bailarines. El círculo de la danza quedó roto, caí en tierra, me incorporé al instante y eché a correr seguido por el astrólogo que me había imitado en aquella técnica de la evasión. Nos creíamos ya seguros, cuando intentó detenernos la Falsa Talía con su
troupe
farandulesca:

—¡No disparen, otarios! —nos gritó—. El truco es fácil: mezclen un gallego, un italiano, un turco y un compadrito; agiten bien la coctelera, y obtendrán un sainete criollo.

Sin hacerle caso, nos metimos entre la chusma teatral que se desplegaba en línea de combate; y, merced a un laborioso gambeteo aprendido en las canchas de fútbol, logramos atravesarla.

El pseudo Parnaso quedó atrás. Ahora venía el sector de los Déspotas y de los Traidores. La discreción que me impuse al iniciar esta crónica de mi viaje por el Helicoide schultziano justificará el tacto piadoso con que describiré ahora el nuevo sector, del cual, por fortuna, obtuve sólo una visión panorámica. Clásicamente había introducido Schultze a los traidores y los tiranos en el Infierno de la Violencia; no obstante, su rabiosa personalidad lo había inducido a juntarlos en un ambiente común, tal como si entendiera él que el despotismo es una forma de la traición y la traición una figura del despotismo. Además, y según lo había hecho ya con otras pasiones humanas, el astrólogo no había destacado en el nuevo sector aquellas personalidades históricas que le hubieran servido muy bien de paradigmas, sino amontonado ejemplares anónimos, en vías de una desinteresada generalización.

El ambiente infernal que teníamos a la vista era una extensión de pampa barrosa: ni un árbol, ni un yuyo, ni un color interrumpían la negra superficie del fangal donde, bajo un cielo lluvioso, chapaleaban los déspotas y los traidores afanados en no sabía yo qué maniobras. Apenas hubo aclarado el cielo, vi que del fangal brotaban formas oscuras y se expandían en un raudo crecimiento vegetativo: eran caballos de tierra, potros de barro húmedo. Vi entonces cómo los déspotas, irreconocibles bajo sus capas de lodo, se dirigían a esas cabalgaduras, las montaban frenéticamente, les herían los flancos a golpes de talón, las animaban a gritos; pero los caballos de tierra seguían inmóviles, se resquebrajaban al peso de sus jinetes, se deshacían como terrones y se desmoronaban al fin, arrastrando a sus caballeros en el derrumbe; y, tras un laborioso chapaleo en el barro, los déspotas volvían a incorporarse, a montar otras cabalgaduras, a desplomarse nuevamente. En cuanto a los traidores que hormigueaban en el fangal, sólo diré que tenían la figura de medios hombres, con media cabeza, medio tórax y un solo brazo, y que saltaban sobre su pierna única, buscando afanosamente la otra mitad traicionada.

El último sector de aquel infierno dedicado a la Ira resultó ser el de los asesinos. Estranguladores, descuartizadores, envenenadores, todos los modelos del hombre tigre, víbora y hiena estaban allí, envueltos en burdos camisones de hospital y tendidos en niqueladas mesas operatorias: una luz de focos intensos los enceguecía y destacaba sus rasgos con la nitidez implacable de la fotografía policial. Indinándose sobre los asesinos, girando en torno de las mesas, cacareantes y febriles, cien demonios psiquiatras de blanco delantal les medían el cráneo, les pinchaban las terminaciones nerviosas, les extraían líquidos glandulares, los manoseaban y sometían a engorrosos experimentos. Un asesino de cara de buitre, que había logrado fugarse de su mesa operatoria, llegó corriendo hasta nosotros:

—¡Me gustaría encontrar al que inventó este infierno! —rezongó, encarándose conmigo.

—¿Para qué? —le preguntó Schultze.

—Para cantarle cuatro frescas. Debe de ser o un vanguardista o un chambón. Cualquier estudiante de segundo año hubiera concebido este infierno como una carnicería de lujo, con sus buenos ganchos, cuchillos, serruchos y hachas. ¿Qué se le ha ocurrido al imbécil? ¡Meternos aquí entre una runfla de matasanos que nos escarban la sesera día y noche!

El astrólogo, sin dejar de escucharlo, se inclinó a mi oído y me sopló discretamente:

—Obsérvelo. Es un asesino
pompier.

Y volviéndose al de la cara de buitre iba ya a contestarle, cuando lo vio debatirse entre un remolino de psiquiatras que lo devolvía a su mesa. Sólo entonces nos enfrentamos con el Hombre de los Ojos Intelectuales.

Alto, huesudo y de perfil aquilino, el Hombre de los Ojos Intelectuales vestía un pantalón azul y una chaqueta de gamuza. Pero lo más llamativo de su persona eran aquellos ojos de un gris de ceniza que al mirar proyectaban cierta luz inquietante.

—La mosca verde no ha vuelto a zumbar delante de mis ojos —nos anunció con voz remansada y confidencial.

—¿No ha vuelto? —le preguntó Schultze.

—Ya no podría volver. Tampoco han regresado las tres hermanas fatídicas.

—Es justo.

—Usted lo ha dicho —aseveró el hombre—. Ahora reina una paz de balanza en equilibrio. Sí, alguna balanza invisible ha quedado inmóvil, con sus dos platillos a nivel.

Observó, sin duda, en mí algo de asombro y mucho de curiosidad, porque, volviéndose a Schultze y señalándome, le preguntó:

—¿El señor no conoce la historia?

—Nada sé —le dije— ni de la mosca verde ni de las tres hermanas fatales.

El hombre pareció recobrar un fervor extinguido, y se le humedecieron los inquietantes ojos de ceniza:

—¡Déjenme que les hable de Belona! —nos rogó—. Cuando yo era un dichoso mortal y trabajaba con el idioma de los hombres, describí afectos extraños e introduje raras intrigas en las pasiones de los otros. Ahora necesito hablar de mí: ¡denme la posibilidad de un monólogo, no el interior y terrible que devana mi ser en esta noche del castigo, sino aquel otro que, pronunciado ante una cara comprensiva, más que monólogo parece el diálogo sostenido entre una voz y una mirada! ¿Puedo hablar de Belona?

Y como leyera en nosotros un tácito consentimiento, el Hombre de los Ojos Intelectuales nos apartó a un sitio libre y nos habló de esta manera:

—No les daré mi nombre, aunque alguna vez lo hayan oído arriba, y asociado a la muerte de una esperanza literaria. Mi primera comedia,
Los Invasores,
estrenada por azar en un teatro de Buenos Aires, me había introducido inesperadamente en el mundo halagüeño de la notoriedad; y me convertí entonces en un demiurgo de fábulas teatrales, orgulloso de manejar cien destinos ajenos. ¡No sabía o no recordaba que (y perdónenme ustedes el lugar común) también yo era un personaje de comedia en este gran escenario del mundo, y que los hilos motores de mi ser estaban entre los dedos invisibles de los ángeles y los demonios! En aquellos días conocí a Belona.

Se detuvo aquí, tratando, al parecer, de juntar en su alma los pedazos de una imagen destruida.

—Cada vez que nombro a Belona —declaró—, lo hago como el poeta que relee una canción suya inacabada e inacabable, o como quien da nombre a una felicidad trunca de la que se recuerda no tanto el «fue» como el «pudo ser». Belona era la hija única de un capitán de artillería: creció en manos ajenas y desarrolló en su propia soledad los rasgos de un alma que nunca logré definir; porque se abría y se cerraba inesperadamente a mi conocimiento, de modo tal que sólo alcancé a vislumbrar en ella una rápida sucesión de claridades y negruras. En cuanto al nombre de «Belona» que llevaba esa mujer increíble, sólo diré que, aparte de su rareza y musicalidad, no descubrí al principio en él nada que pareciese meditado y de intención oculta: ningún indicio vi que relacionase a Belona con el genio de la guerra, como no fuese aquel bronceado pelo suyo, que recogía ella y peinaba en forma de un casco antiguo.

«Nuestra luna de miel fue un deslumbramiento mutuo: transcurrió en Mar del Plata y durante un verano firme de los que no abundan en aquella ciudad marítima. Belona y yo habíamos tomado una casa en los alrededores: era una residencia de alegre aspecto, cuyos ventanales miraban al Atlántico, sobre todo los del salón, que convertimos en
atelier,
y en el cual Belona reunió los objetos que amábamos, estampas, libros, tapices, mi viejo armónium, su jaula de pájaros y las escenografías en
maquette
que yo utilizaba para urdir mis comedias. Les hablé de un deslumbramiento inicial en que Belona y yo fuimos como dos mundos que se penetraban mutuamente, reían en el asombro feliz de irse descubriendo y no sospechaban aún que el amor es a veces la más terrible forma de la soledad. Pero cuando mis ojos, tras la primera embriaguez, recobraron una justa visión de las cosas, empecé a sentir que algo no andaba del todo bien en aquella máquina de felicidad que Belona y yo creíamos haber montado.

—¡Naturalmente! —lo interrumpí yo—. Esa embriaguez primera o modo ebrio de mirar lo que se ama, es la sola vista que, según dicen, tiene el amor. Decir que la embriaguez ha concluido y que se ha recobrado «una justa visión de las cosas», vale tanto como anunciar la muerte del amor.

El Hombre de los Ojos Intelectuales me miró con afectuosa curiosidad.

—No quería decir tanto —replicó—. La embriaguez inicial a que yo me refería no es el modo ebrio de mirar lo que se ama, sino un modo ebrio por el cual el amante sólo se mira a sí mismo en el acto de su propia embriaguez.

—Otra manera de la soledad —refunfuñó aquí el astrólogo.

—¡Muy bien dicho! —aseveró el Hombre de los Ojos Intelectuales—. Pero, desvanecida esa embriaguez, un verdadero amante querrá saber lo que realmente ama.

En este punto volví a interrumpirle:

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