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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (89 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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—¡Quieto! —me ordenó—. Y abra las orejas. La sesión está en su apogeo.

—¡Si no se oye nada! —le contesté.

No obstante, y poniendo atención en el susurro de la asamblea, conseguí entender algunos fragmentos del debate que transcribo ahora, y cuya versión taquigráfica me dio Samuel al abandonar el recinto:

SR. ÚNGULA.—¿Cuántos diputados hay en el recinto?

SR. PRESIDENTE.—En este momento hay 78 diputados.

SR. OLFADEMOS.—Observo, señor Presidente, que esta manera de computar el quorum es anárquica. Yo pido que se pase lista oralmente y que se haga el cómputo a medida que se vaya indicando el nombre de los diputados.

SR. LUNCH.—Apoyo la indicación del diputado Olfademos.

SR. PLUTÓFILO.—Con los tres diputados que se acaban de retirar había quorum.

SR. OLFADEMOS.—Lo que quiere decir que la Secretaría no cumple con su deber.

SR. ASINUS.—En este momento me parece que hay 79 diputados.

SR. PLUTÓFILO.—Que se invite a los tres diputados que se han retirado a que vuelvan al recinto.

SR. OLFADEMOS.—Como una manifestación en minoría, dejo constancia de que la Secretaría hizo mal el cómputo.

SR. PRESIDENTE.—Se pasará lista otra vez.

SR. PLUTÓFILO.—Voy a proponer que se espere quince minutos mas, por cuanto el diputado que presentó la moción de levantar la sesión se ha retirado y no puede votar.

SR. ÚNGULA.—Hago indicación de que se levante la sesión.

SR. PRESIDENTE.—Se va a pasar lista nuevamente, y a ese efecto los diputados que no tienen llave sírvanse ponerse de pie.

SR. ASINUS.—Hago moción de que se pase lista.

SR. PRESIDENTE.—Se va a cumplir el reglamento.

En este punto el diputado Olfademos alzó la voz para dirigirse al hombre del pedestal que, bien arrebujado en su poncho, seguía el debate sin entender palabra:

—¿Qué le parece, don Juan? —le preguntó—. ¿Ha visto cómo acabo de jugarme a fondo por usted?

—¡Lindo! —contestó el hombre del pedestal—. Aunque, si he de serle franco, no entendí gran cosa de lo que decían los doctores. Eso sí, tengo bastante frío: este poncho viejo parece ya una telita de cebolla.

Al oír aquellas palabras, los legisladores abandonaron su atonía y se pusieron de pie.

—¡Vergonzoso! —tronó el diputado Úngula—. ¿Tiene frío don Juan? Entonces hago moción de que se cierre una ventana del recinto.

—¿Cómo una ventana? —gritó el diputado Aristófilo—. ¿Estamos en la Edad Media? ¡Hago moción de que se cierren dos ventanas!

—¡Que se cierren todas las ventanas del recinto! —vociferó el diputado Lunch—. ¡Bueno está que salgamos ahora con economías, cuando la salud de don Juan se halla en peligro!

Votadas las mociones, obtuvo una aplastante mayoría la del diputado Lunch, el cual, volviéndose al hombre de las bombachas, le gritó:

—¿Qué me dice, don Juan? ¿Somos o no somos?

—¡Eso es demagogia pura! —rezongó el diputado Aristófilo—. ¡Dos ventanas eran suficientes!

En seguida se reanudó el debate, sordo y frío:

SR. PRESIDENTE.—Se va a dar cuenta de los asuntos entrados.

SR. ÚNGULA.—Que se giren directamente a las comisiones.

SR. PRESIDENTE.—Si hay asentimiento, así se hará. (Asentimiento.) Ahora tiene la palabra el señor diputado por Santa Fe, para un homenaje.

SR. VULPES.—Corresponde votar la moción del diputado Aristófilo.

SR. ARISTÓFILO.—Había formulado moción para que se trataran sobre tablas los proyectos de declaración que están en la mesa.

SR. PSITTACUS.—Señor Presidente, he solicitado en Secretaría la palabra para una cuestión de privilegio.

SR. PLUTÓFILO.—No ha pedido la palabra el señor diputado, porque estaba ausente del recinto en el momento de abrirse la sesión.

SR. ASINUS.—La palabra hay que pedirla oralmente.

SR. PRESIDENTE.—Hay una moción de orden para tratar sobre tablas los proyectos de declaración.

SR. PSITTACUS.—Una cuestión de privilegio tiene preferencia reglamentaria.

SR. PRESIDENTE.—Se va a votar la moción formulada por el diputado de la Capital.

SR. ASINUS.—¿En qué consiste?

VARIOS DIPUTADOS.—¡Se está votando!

SR. ASINUS.—¿Cómo se va a votar una moción de orden con antelación a una cuestión de privilegio? (Varios diputados hablan simultáneamente, y suena la campana.)

SR. PRESIDENTE.—Se va a votar la moción de orden.

SR. ÁNTRAX.—¿Qué se vota?

SR. PRESIDENTE.—La moción del diputado Aristófilo.

SR. ÁNTRAX.—¿En qué consiste?

SR. VULPES.—¡Si hubiera estado en el recinto se habría enterado!

SR. ÁNTRAX.—No es un motivo para que no se me informe de qué se trata.

SR. VULPES.—¡No se puede obstaculizar la labor de la Cámara!

SR. ÁNTRAX.—¡Es absurdo que tenga que votar una moción que no conozco!

SR. ARISTÓFILO.—La moción consiste en tratar sobre tablas los proyectos de declaración.

SR. ASINUS.—Las cuestiones de privilegio son previas.

SR. PRESIDENTE.—Se va a votar la moción de orden del diputado por la Capital.

SR. EQUIS.—Pediría que se nos informe por Secretaría sobre si esta votación que vamos a producir, tercera votación del mismo asunto, es o no rectificación de la que ya fue aprobada.

SR. CACÓFONO.—No puede ser rectificación de ninguna votación, porque no habiendo proclamación no hubo votación.

SR. ALPHA.—¿Podría informarnos la Secretaría sobre si se ha votado o no se ha votado?

SR. CORNO.—Mejor es que votemos sin más trámites.

SR. CACÓFONO.—Yo pediría información sobre si se ha hecho moción de rectificación de votación.

SR. VULPES.—Se había pedido previamente una información para que la Cámara supiera lo que había votado.

SR. PRESIDENTE.—Hubo votación, pero no llegó a proclamarse el resultado, por el desorden que reina en la Cámara.

SR. CACÓFONO.—Luego, si no hubo proclamación, no hay votación.

SR. PRESIDENTE.—Se va a volver a votar.

Aquí el diputado Cacófono se dirigió a Juan Demos, en son de triunfo:

—¿Ha visto, don Juan, la batalla que mi sector ha ganado para usted?

—Sí, sí —le contestó el hombre del pedestal—. Algo voy entendiendo ahora. Es como jugar a la taba, ¿no es cierto? Sale culo una vez, y otra sale suerte. ¡Lindazo! Pero...

El hombre del pedestal se rascó la nuca, dubitativamente.

—Desembuche, don Juan —lo animó el diputado Cacófono.

—Dicen por ahí —silabeó don Juan— que entretanto, y bajo cuerda, ustedes andan malvendiendo mis cositas a los gringos.

—¡Es una calumnia de la oposición! —exclamó el diputado Lunch.

—No es que lo crea —repuso don Juan—. Pero el caso es que tengo hambre, ¿por qué no decirlo?

Nuevamente, y muy excitados, los legisladores se pusieron de pie.

—¿Hambre? —gimió el diputado Equis—. ¡Y estamos en el país del trigo! Hago moción de que a don Juan se le sirva en el acto un café con leche, pan y manteca.

—¡Indecoroso para don Juan! —observó el diputado Vulpes—. El café con leche debe servírsele con tres medialunas.

—¿Cómo tres medialunas? —ladró el diputado Alpha—. Cinco medialunas, ¡y me quedo corto!

—¡Que se le sirvan todas las medialunas del
buffet!
—lloró el diputado Asinus.

Una votación tediosa de las mociones dio el triunfo a la del diputado Asinus, el cual, volviéndose a Juan Demos, se contentó con mostrarle sus ojos arrasados en lágrimas. Los legisladores recobraron luego sus actitudes mecánicas, y el debate se reintegró a su tono de indecible monotonía:

SR. SECRETARIO.—Sobre un total de 123 señores diputados...

SR. ÁNTRAX.—¿Cómo, si antes votaron 120?

SR. SECRETARIO.—Han votado 81 diputados por la afirmativa y 42 por la negativa.

SR. CACÓFONO.—Antes de que se haga la proclamación, solicito una compulsión, para saber si la votación...

En este punto me volví a Samuel y le dije:

—¡Basta, señor! Esto es un opio.

—¿Sólo ahora se da cuenta? —me respondió él blandamente.

Y haciéndonos ademán de que lo siguiéramos, atravesó el recinto hacia una puerta que, como la otra, daba inesperadamente a la calle.

Detrás de Samuel abandonamos aquella extraña Legislatura, para volver a un correteo de avenidas que nos condujo hasta cierto edificio de grandes proporciones, como lo eran todos, al parecer, en aquella esmerada Ciudad del Orgullo. Las columnas dóricas del pórtico y el frontón decorado con artísticas figuras en relieve, me hicieron cifrar las mejores esperanzas en el edificio y en la índole de sus habitantes. Pero, no bien traspusimos la columnata griega y el portal de bronce que la seguía, me sentí defraudado y el alma se me cayó a los pies: un solo ambiente constituía la planta baja, un enorme recinto iluminado por ventanas ojivales a través de cuyos historiados vidrios la luz adquiría tonos de catedral. Desgraciadamente, y en contraste bárbaro con la nobleza de la arquitectura y el misticismo de la luz, hombres de guardapolvo ensangrentado y anteojos de carey se afanaban allí en actividades que parecían de morgue, hospital o carnicería: se inclinaban sobre cuerpos tendidos en mesas operatorias, los abrían con relucientes bisturíes, podaban órganos, cosían febrilmente las incisiones y volaban a otro cuerpo, sin escuchar siquiera los aplausos y vítores que les dedicaba una turba en éxtasis, desde cierta gradería o anfiteatro.

Si aquello era o no una Escuela de Medicina, poco me interesaba literariamente: sabido es que, desde tiempo inmemorial, los galenos disfrutan de muy escaso favor en las letras; y no quería yo ser la excepción de canon tan venerable. Ya estaba, pues, viendo la manera de hacerme perdiz, cuando Samuel Tesler y el astrólogo Schultze me señalaron a uno de los operadores, en el que reconocí al flamante, orondo y joven escolapio doctor Lucio Negri. A decir verdad, entretenido como estaba en explorar las vísceras de un ser humano, el doctor Lucio Negri había depuesto la elegancia chillona que le conocíamos en Saavedra. Nos acercamos a él y le vimos hundir sus manos enguantadas de caucho en el cuerpo yacente que acababa de abrir: lleno, al parecer, de una santa curiosidad, extrajo el corazón, los pulmones, el hígado, todas las piezas anatómicas del sujeto que tenía delante; las examinó una por una, las olió afanosamente; y, dando señales de un gran desaliento, concluyó por desecharlas:

—¡Es inútil! —gruñó para sí—. ¡No la encuentro!

—¿Qué busca? —le preguntó Samuel, tocándolo en el hombro.

Lucio Negri se volvió hacia nosotros, y al reconocernos exteriorizó su cólera:

—¡Ustedes tienen la culpa! —nos gritó—. ¡Un «alma inmortal», como decían ustedes en Saavedra! ¡No me hagan reír! He buscado el alma, la busco todavía, no la encuentro, no existe. ¡Búsquenla ustedes! ¡A ver si la descubren!

Y en un acceso de rabia nos fue tirando a la cabeza los órganos humanos que acababa de arrancar.

—¡Busquen ahí! —rugía:—. ¡Si encuentran un alma inmortal, me lo avisan por correo! ¡Charlatanes de feria! ¡Un alma!

Lleno de hipócrita conmiseración, Samuel Tesler se volvió hacia nosotros:

—¡Infeliz! —nos dijo—. Está confundiendo el alma con una úlcera de riñón.

Al oír los gritos de Lucio y advertir nuestra irrupción en la sala, todos los operadores habían interrumpido sus faenas. Un cirujano gordo reclamó entonces la palabra:

—Estimados colegas —dijo—, la intrusión de gente profana en este santuario no será, por ahora, el tema de mi discurso: los tres caballeretes que acaban de irrumpir en este recinto no están, según veo, en condiciones preoperatorias, lo cual me hace desdeñarlos profundamente y considerarlos indignos del bisturí eléctrico. Pero, estimados colegas, día vendrá en que, gracias a nuestro ardor científico, toda la humanidad estará en condiciones preoperatorias, desde la criatura que acaba de nacer hasta el anciano vecino ya del sepulcro. Y lo que acabo de afirmar no es un voto, sino una profecía.

Estalló una salva de aplausos en las tribunas y se dejaron oír algunas
voces
excitadas:

—¡Eso es hablar!

—¡Todo un maestro!

—¡Chist! ¡Chist! ¡Atención!

El cirujano gordo reanudó su discurso:

—Lo que realmente me propongo ahora es denunciar ante este Colegio la extraña conducta de nuestro joven alumno doctor Lucio Negri, el cual, víctima de influencias que lo hacen retroceder a siglos muertos, ha dado en la reprensible locura de buscar un alma en las anatomías que con tanta largueza este Colegio pone a su disposición.

Risas y gritos resonaron ahora:

—¡Es un retrógrado!

—¡Que lo echen del Colegio!

—¡Anacronismo inexplicable!

Con un ademán de impaciencia el cirujano gordo reclamó silencio.

—¡No, estimados colegas! —dijo—. Lo que me preocupa no es la fantasía de nuestro joven discípulo ni sus buceos anatómicos en busca del alma: lo que temo realmente (y no les oculto la gravedad de mis temores) es que, a fuerza de buscar, el doctor Lucio Negri acabe por descubrirla.

Una ola de asombro agitó a los operadores y a los oyentes del anfiteatro:

—¿Cómo?

—¡Se ha vuelto loco el profesor!

—¿Qué dice?

El cirujano gordo los envolvió en una fría mirada:

—¡Doctores! —expuso tristemente—. Con sacrificios indecibles hemos inventado y difundido una mística del cuerpo. Recordarán ustedes que, durante siglos, la humanidad asistió a un espectáculo bochornoso: el Alma se batía con el Cuerpo y le ubicaba golpes bajos, ante la complacencia de feos teólogos que, hundidos en sus butacas del
ringside,
presidían el
match,
silbaban al Cuerpo y aplaudían al Alma como energúmenos. Por fortuna, llegamos nosotros y nos convertimos en
managers
del Cuerpo: a fuerza de buches, masajes y adulación conseguimos hacerlo reaccionar, y en los últimos
rounds
el Cuerpo tiró al Alma contra las cuerdas, la llevó a un impecable
knock-out
; y el Cuerpo es ahora el ídolo de las muchedumbres. Tan exitosa fue nuestra rehabilitación del cuerpo, que la humanidad entera vive hoy pendiente de nuestros bisturíes. ¿Es así o exagero?

—¡Así es, así es! —exclamaron los de la gradería.

—Pues bien —remató el cirujano gordo—, ¿qué ocurriría si, merced a la traición o locura de algunos colegas, el Alma volviese al
ring
para escupirnos el asado?

Reinó en la sala un silencio como de media hora: los asistentes digerían con dificultad aquella pregunta del cirujano gordo. Pero no bien se hizo en ellos la luz de la comprensión, desencadenóse una tormenta de todos los diablos: el Colegio en masa cayó sobre Lucio Negri, que se debatía ya entre las manos de los operadores; llovieron sobre nosotros las piezas anatómicas utilizadas a guisa de proyectiles; en la sala todo era grito, confusión y pelea.

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