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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (90 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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Nos alejamos de allí, Samuel Tesler a la cabeza, Schultze y yo cubriendo la retirada: lo mejor habría sido, acaso, ganar la puerta de bronce y salir al aire libre; pero Samuel, que sin duda tenía su itinerario, nos condujo hasta otra puerta ubicada en un ángulo del recinto y en cuya hoja se leía lo siguiente: «No abrir». Pese a la orden allí escrita, Samuel abrió la puerta, nos introdujo y volvió a cerrar con sigilo: nos encontrábamos ahora en una habitación de paredes embaldosadas y suelo de linóleo; a la izquierda se veía una ducha bajo cuyo surtidor se bañaba un hombre petizo, calvo y abundoso de pelambreras; a la derecha, un enfermero, sentado a un piano vertical, ejecutaba lánguidamente la «Reverie» de Schumann; cierta
nurse
bien metida en carnes andaba por allí, ya desdoblando ropas, o atendiendo un autoclave, ya observando al pianista, o volviendo a la ducha sus inquietos ojos de lince; al fondo, se veía la enrejada puerta de un ascensor.

Al vernos entrar, la
nurse
pareció congestionarse de ira:

—¡Hay un aviso en la entrada! —nos gritó—. ¿Cómo se atreven a estorbar los preparativos del doctor Aguilera?

Samuel rió abundantemente, y cacareó, entre risa y risa:

—¿Conque tenemos aquí a ese ilustre, a ese fantástico, a ese inconmensurable doctor Aguilera?

—¡Silencio! —bisbiseó la
nurse
—. El doctor Aguilera subirá inmediatamente a la Sala de Operaciones.

En efecto, el hombrecito de la ducha salió resoplando: la
nurse
lo envolvió en una toalla, lo secó de pies a cabeza, pulverizó agua de colonia en su torso velludo y le tendió al fin unos pantalones de blancura inmaculada.

—¿Qué hacen aquí estos hombres? —dijo el doctor Aguilera, mirándonos de reojo—. ¿Qué hacen aquí, si tienen el hígado en buen estado de conservación?

El astrólogo Schultze lo contempló sin benignidad alguna:

—Doctor Aguilera —le dijo—, ¿ha olvidado usted a cierta señora de Ruiz?

—Un sujeto colosal —recordó el hombrecito, a quien la
nurse
calzaba dos escalofriantes botas de cirujano—. Pese a su aire tímido, la señora de Ruiz ha dado a la ciencia el bolo fecal más desconcertante que se ha visto en esta centuria.

—Dejemos los bolos fecales —gruñó Schultze—. Doctor Aguilera, ¿no ha envenenado usted la mente de aquella señora?

—¿Y cómo?

—¿No le declaraba usted, inflándose como un pavo, lo que habría o no habría hecho usted, en lugar de Dios, si hubiera tenido que organizar el cuerpo humano? ¡Poniéndole tachas al Creador, usted, un demiurgo de tres por cinco!

Aquí Samuel Tesler volvió a reír, agitando su testa cornuda:

—Doctor Aguilera —dijo—, descríbanos usted su famoso corazón artificial de siete válvulas, o sus pulmones de gutapercha, con ojal reforzado.

Pero el doctor Aguilera no escuchaba, pues en aquel instante, con toda la majestad que su estatura le consentía, dejaba que la
nurse
lo envolviera en un delantal blanquísimo.

—¿Liturgia? —le preguntó Schultze amargamente—. Ya veo que mis informes eran exactos. ¿No calculó usted los trastornos que producirían en la elemental señora de Ruiz aquellos delirios quirúrgico-religiosos que usted le comunicaba? Pensando en ello, no sabe uno si reír o llorar. Usted se decía e imaginaba el Gran Sacerdote de un rito cruel pero necesario: ¡qué delicioso escalofrío recorría las vértebras de la señora de Ruiz, cuando usted le contaba sus matinales preparativos de Gran Sacerdote, su ducha ritual, su pomposo revestimiento del ropaje sagrado: las botas de cirugía, el delantal virgen aún de chorreaduras sangrientas, los guantes ominosos, el teatral barbijo, todo ello entregado reverentemente por acólitos mudos como piedras! Le faltaba el órgano y el incienso, para que la liturgia fuese cabal.

—A falta de órgano, tengo ese piano —le advirtió el doctor Aguilera, enfundándose los guantes de cirugía—. En cuanto al incienso, usted me ha dado una idea y lo pensaré a su turno. Aunque yo preferiría esas maderas orientales, quemadas en artísticos pebeteros de metal.

El doctor Aguilera ya estaba revestido. A una orden silenciosa de la
nurse,
el pianista comenzó a ejecutar la marcha de «Teseo»: el doctor Aguilera saludó fríamente, y con paso de Gran Sacerdote, juntos los dedos pulgares e índices, caminó hacia el ascensor que ya le abría la
nurse;
tal como si comulgara un instante consigo mismo, el doctor Aguilera hizo un alto, después del cual se metió en la caja del ascensor; pero la
nurse,
como si hubiera omitido algún gesto importante, corrió hasta el florero que yacía sobre el piano, eligió una rosa y volvió al ascensor; el doctor Aguilera, hermético y solemne, aspiró aquella rosa que la
nurse
le ponía bajo las narices. Lentamente corrióse la puerta de metal: el doctor Aguilera, en el interior de la caja, subía como un astro a las alturas.

Volvimos al salón general, donde, acabada la gresca, los operadores habían reanudado sus actividades. La puerta broncínea nos invitó a salir de aquel matadero; y lo abandonamos, rumbo a no sospechaba yo qué nuevas revelaciones.

El cuarto edificio al que nos llevó Samuel nada sugería desde afuera, tan gris y neutral resultaba su arquitectura. Pero no bien el filósofo cornudo nos hizo empujar los batientes de una entrada igual a la de los cinematógrafos de barrio, nos vimos en una platea desbordante de público que aguardaba en silencio frente al corrido telón del escenario. Schultze, Tesler y yo nos dirigimos a la primera fila y nos instalamos en sendas butacas
pullman
que al recibir nuestros pesos dejaron oír sus escapes de aire como suspiros. Nos arrellanábamos todavía, cuando un hombrecito de
smoking
salió al proscenio:

—Señoras y señores —dijo tras una reverencia—, les presentaré seguidamente al famoso ventrílocuo profesor Franky Amundsen, con su no menos famoso autómata el Homo Sapiens. Está de más que yo les encarezca la maestría del uno y la genialidad del otro, ya que hombre y muñeco han sabido conquistar en ambos continentes estruendosas ovaciones, taquillas
record y
exaltados elogios de la prensa. Señoras y señores, ¡atención!

Me volví rápidamente a Schultze y le pregunté al oído:

—¿No habíamos dejado a nuestro camarada Franky en la espira de los violentos? ¿Cómo puede figurar en dos lugares a la vez?

Pero hizo mutis el empresario, se agitó el público en sus asientos, levantóse la cortina, y una salva de aplausos verdaderamente atronadora saludó a Franky Amundsen que, vestido de frac, muy empolvado el rostro y más adusto que solemne, se adelantaba trayendo bajo su axila izquierda un gran muñeco articulado.

—Señores —dijo—, el autómata que voy a tener el honor de presentarles en nada se parece a los adefesios que algunos colegas, atentando contra la dignidad del arte, suelen ofrecer a la irrisión pública en teatritos de mala muerte. Señores, al construir mi autómata, he pretendido encarnar un misterio, el del Homo Sapiens, aquel humilde simio que, después de haber gateado mucho, un buen día se puso de pie, alzó la frente al cielo y se remontó a las grandes alturas de la inteligencia. He aquí al Homo Sapiens: escúchenlo y admiren. Nadie tema desmayarse de admiración, pues tenemos en el vestíbulo una enfermera diplomada, con su botiquín y todo, al servicio de los honorables espectadores.

Sin agradecer los aplausos que otra vez le dedicaba la multitud, Franky Amundsen tomó asiento en un taburete, sentó al autómata en su rodilla y le tanteó la espalda en busca de resortes ocultos. La platea en éxtasis aguardaba: se hubiera oído volar una mosca.

—¡Homo Sapiens! —ordenó por fin el ventrílocuo, dirigiéndose a su muñeco—. ¡Salude al público!

El autómata irguió la cabeza, exhibió un rostro en el cual se pintaba no sé yo qué indecible malicia, recorrió la sala con ojos parpadeantes y refunfuñó:

—¿Qué hace aquí esa manga de farabutes? ¿Por qué me miran como si fuese un bicho raro?

—¡Salude, Homo! —insistió Franky.

—¡Una barra de farabutes! —rezongó el muñeco—. ¡Déjame que los agarre a pinas!

Y, sin más ni más, intentó saltar a la platea. Pero Franky Amundsen lo detuvo en el aire y lo restituyó a su rodilla; tras de lo cual el autómata, ya tranquilo, volvió a pasear su mirada entre los espectadores, como si buscase algo. De pronto se volvió a Franky, le guiñó un ojo malsano y le cacareó al oído:

—¿Has visto a esa rubia de la primera fila? ¡Mira qué gambas!

—¡Compostura, Homo! —lo reprendió Franky—. Estamos aquí para trabajar.

—¡Déjame que me tire un lance! —le rogó el muñeco, y por segunda vez trató de saltar a la platea.

Entretanto, el público daba señales de una gran excitación; advertido lo cual Franky Amundsen afirmó al autómata en su rodilla y le habló así:

—Vamos a ver, Homo: cuénteles a estas damas y caballeros algunas de las impresiones que recogió usted en la era neozoica.

Obediente a esa orden, el Homo Sapiens acomodó sus rasgos fisonómicos hasta darles una expresión de inocente y crasa bestialidad:

—Yo Jumbo, pobre mono —articuló, dándose un puñetazo en el tórax—. Ese Orangután mucho salvaje: comer bananas todo el día, y hacer todo el día chuqui-chuqui con hembras mucho bonitos, ¡ooooh! Ese Orangután mucho tirano: él no permitir comer bananas a Jumbo, ni permitir a Jumbo hacer chuqui-chuqui, ¡ooooh! Entonces Jumbo comer ostras y regalar nueces peladas a las hembras: así Jumbo comer, así Jumbo hacer chuqui-chuqui, ¡oooh! Ese Orangután mucho bestia: nunca llegar a ser hombre.

Se interrumpió aquí súbitamente, y recobrando su aire natural le gritó a uno de los espectadores:

—¡Che, ñato, dame una fija para las carreras del domingo!

—Señores —explicó Franky lleno de gravedad—, acaba de producirse una interferencia de la civilización en el relato apasionante que de su vida en la era preglaciar nos hacía mi pupilo. Habrán adivinado ustedes que Jumbo y Orangután son los dos actores del sublime drama prehistórico: Jumbo es el mono progresista y Orangután es el macaco retrógrado. ¡Ciertamente, se le llenan a uno los ojos de lágrimas al imaginar los esfuerzos increíbles que debió hacer Jumbo antes de inventar el alfabeto Morse!

Aquí el ventrílocuo manifestó un gran pañuelo violeta y restañó el llanto de sus ojos. Religiosamente, con recato científico, toda la platea lagrimeaba de ternura. Entonces el Homo Sapiens le guiñó un ojo a la rubia de la primera fila:

—¡No llores, ñata! —le gritó—. Te invito al
Pigall:
copetines, milonga, y
etcétera,
como decía el franchute aquel. Y ustedes, crudos, ¡a ver si se dejan de moquear! ¡Palabra de honor, cualquiera diría que estamos en un velorio!

Dicho lo cual, el muñeco se volvió a Franky:

—Che —le advirtió—, acabemos esta farsa y vayamos a tomar algunas copas.

—Bien, señores —anunció Franky—. Homo está en plena civilización. Pero gracias a mi arte lo haremos retroceder a la edad de las cavernas. ¡Atención, Homo! Queremos un relato científico.

El autómata se irguió en las rodillas de Franky. Miró en torno suyo, entre feroz y tierno. Después exclamó:

—¡Brrr! Yo, Ach, dibujo reno en caverna. Mujer no barre caverna, mujer deja quemar costilla de mamut, ¡brrr! Mujer llena de pieles, buscando pieles todavía: mujer afeitarse piernas cuchillo de sílex. Ach tiene hambre: costilla de mamut quemada, ¡brrr! Ach toma garrote, Ach pega mujer, Ach furioso. Mujer llora, mujer barre caverna, mujer asa costilla de mamut. Ach come, Ach regala pieles a mujer, Ach dibuja reno en caverna limpia.

Calló el muñeco, y Franky sonrió al público extasiado:

—¡Ah, señores —dijo—, qué portentosa escena y qué admirable lección de psicología son las que acaba de ofrecernos Ach, el hombre primitivo! ¡Muy bien, Homo! Y ahora descríbales la etapa final: ¡deslúmbrelos con la ciencia del Homo Sapiens!, ¡que se les reviente de asombro el alma!

El autómata carraspeó un instante, adoptó un aire de soberana inteligencia, y habló así:

—Muchachos, ahí va el
speech.
¿Quieren un consejo? No se hagan mala sangre y dejen correr la bola. Lo que hace falta es empacar mucha moneda. Un buen departamento, una rubia de turno y un automóvil de ocho cilindros para levantar «programas», eso es la vida. ¿He dicho algo? Si quieren oír mi opinión, la cocina francesa no es ya lo que fue, vitamínicamente hablando: cuiden el estómago, y lo demás es literatura. Manténganse fieles al permanganato, hasta que se descubra la sulfamida. ¡Oigan, muchachos...!

—¡Basta! —le ordenó Franky, tapándole la boca.

—¡Ojo a la espiroqueta pálida! —concluyó el autómata en un grito estrangulado.

En aquel instante, Samuel Tesler se puso de pie; y, blanco de todas las miradas, habló así:

—Señoras y señores, faltaría yo a mi deber si con un silencio culpable autorizara las bajezas que aquí se han proferido. El sujeto que se hace llamar profesor Amundsen es un truhán de la peor calaña, un titiritero blasfemador que, sin respetar lo divino ni lo humano, trafica desembozadamente con su propia desvergüenza y con el candor ajeno. Tan profesor es él como yo arzobispo: a decir verdad, ese actorzuelo ha cursado apenas el abecé de los estudios elementales; y sus lecturas no han ido más allá del género policíaco, en el cual adquirió sin duda ese abominable gusto por la truculencia que ustedes acaban de verificar.

Al oír tan duras palabras, el auditorio quedó helado. Y Franky Amundsen, dejando su autómata en el suelo, pareció caer en una honda melancolía:

—Bien —suspiró al fin—. ¡He ahí, señores, la recompensa del artífice! ¡Devánense ustedes la sesera para realizar una obra de arte! ¡Pélense ustedes el culo estudiando las más oscuras ciencias! ¡No faltará luego un bonzo que arroje su baba inmunda sobre la delicada rosa del ingenio!

Más triste que indignado, Franky se puso de pie, recogió el autómata y lo instaló bajo su axila:

—Señores —concluyó, indicando a Samuel Tesler—, ese hombre y yo no cabemos en esta sala.

E inició un mutis dignísimo. Pero el auditorio reaccionó al fin: voces iracundas estallaron, se tendieron puños amenazadores en la dirección de Samuel, que gritaba sin hacerse oír. Entonces el astrólogo Schultze y yo nos pusimos de pie, y remolcando al filósofo cornudo que pateaba de cólera, huimos del salón entre una rechifla general.

Devueltos a la calle, me negué a visitar otros edificios: en los dos últimos ambientes infernales habíamos reencontrado una violencia que no me gustaba, y se lo dije así a Samuel, en términos corteses pero firmes. Oído lo cual el filósofo nos guió a un jardín o parque lleno de flores cuya magnitud exagerada me asombró no poco, y dentro del cual nos internamos en busca de la salida. Nos creíamos ya en la meta, cuando un insecto gigante cayó a nuestros pies, agitó en el polvo sus alas vencidas, consiguió enderezarse hasta lograr una postura casi humana y se quedó mirándonos un instante:

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