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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (87 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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»En adelante, y hasta el día feliz de mi liberación, llevé una existencia que, aparentemente desquiciada, tenía sin embargo un sentido y un plan: destruir en mí todos los resortes del entendimiento, ahogar todos los reclamos de la memoria, y exigir que la voluntad, sola y alerta, se afanase noche y día en la operación de aquel endurecimiento íntimo que yo quería para mi ser. Entonces busqué, si no amistades, compañías extrañas que me vieron a menudo beber en sus orgías como un ausente convidado de piedra, o girar en sus bailongos con el automatismo de un astro muerto. A decir verdad, aquel período es un borrón oscuro en mi memoria; la cual se ilumina violentamente al evocar y unir los detalles de la escena que puso término a tanto dolor.

»La causa de Belona era un hecho finiquitado, y debía cerrarse judicialmente. Recuerdo los aburridos preliminares de aquel acto legal: el salón de audiencias, con su estrado para los jueces y su gran Crucifijo de bronce arriba; los duros asientos de madera, los cortinajes de un terciopelo vencido y las alfombras arruinadas por diez generaciones de litigantes. Y luego aquellas manos oficiales que revolvían papeles, aquel desfile de magistrados y testigos, aquella procesión de caras familiares o desconocidas que fijaban en mí sus ojos llenos de compasión o de curiosidad. ¡Bien! ¡Bien! Nada importaría en adelante: el cuerpo de Belona era ya un puñado de materia que se desintegraba, lejos y hondo; su historia lamentable no tardaría en morir también con aquellos papeles que manoseaban ahora, que se volverían amarillos como las hojas muertas, y acabarían luego bajo el diente roedor de las grandes, furtivas y silenciosas ratas... ¡Mejor! Después caería sobre mí el olvido, manto sobre manto, como una interminable lluvia de ceniza. Mientras abundaba yo en estas reflexiones, el juicio había comenzado: vagamente oía una susurrante lectura de actas y una monótona deposición de testigos; después, y como en sueños, me oía a mí mismo relatar la vieja, la trillada historia que había repetido tantas veces. ¡Acabar pronto! ¡Sí, pronto! Y cuando aceleraba el ritmo de mi declaración, sentí por tercera vez el aleteo de la mosca verde; y al apartarla de mis ojos, vi a las tres hembras despatarradas como bacantes en los asientos de la primera fila, vi a las tres mujeres fatales que me contemplaban y reían como nunca, que me señalaban con sus índices roñosos, que me hacían gestos y guiñadas de un sarcasmo terrible. Algún resorte oculto se rompió al fin en mi ser, quizás un hilo interior demasiado tenso: me puse de pie, y ante el asombro del concurso hice volar de un manotón los papeles idiotas que se amontonaban en el estrado. Entonces, libre de las cadenas y los muros en que yo lo tenía prisionero, estalló al fin el grito de mi alma: «¡Yo la maté! ¡Yo la maté!»

»Luego lo dije todo, ante caras entenebrecidas y plumas rasgueantes que anotaban aquel espantoso vómito de mi conciencia: describí la noche trágica, mi furtiva desaparición del Casino, mi búsqueda en el espolón rocoso donde se hallaba Belona, nuestra disputa final, el empujón traicionero con que la precipité rocas abajo, y aquel grito suyo que se perdía en el fragor de las aguas; después mi regreso al Casino, disimulado entre los borbotones de gentes que entraban o salían; y luego el desfile nocturno de las horas, que yo hubiera deseado retener para que no me llevase a la madrugada.

El Hombre de los Ojos Intelectuales bajó la frente y se quedó en silencio.

—¿Y después? —le interrogó Schultze.

—La mosca verde no ha vuelto a zumbar delante de mis ojos —respondió el hombre.

—¿No ha vuelto?

—Ya no podría volver. Tampoco han regresado las tres hembras fatídicas.

—Es justo.

—Usted lo ha dicho —aseveró el hombre—. Ahora reina en mí una paz de balanza en equilibrio. Sí, alguna balanza invisible ha quedado inmóvil, con sus dos platillos a nivel.

Volvió hacia mí sus ojos inquietantes:

—¿El señor no conoce la aventura? —me preguntó, como alucinado—. Entonces, ¡déjenme que les hable de Belona!

Me alejé despavorido, pues entendí que el Hombre de los Ojos Intelectuales estaba condenado a referir eternamente la historia de su amor y su crimen.

XII

El octavo infierno correspondía naturalmente a la Soberbia, pues no ignoraba Schultze que la pasión del orgullo, por ser causa y resumen de las otras, es la que ocupa el grado primero en la jerarquía del mal. Debo admitir que, mientras nos dirigíamos a ese nuevo reducto de la locura humana, sentía yo una laxitud indecible que la noción del fin cercano apenas lograba dominar: se me caían los párpados, arrastraba los pies, y como entre sueños oía un discurso del astrólogo, encaminado, según entendí vagamente, a censurar aquella moción avara de la que no se libraron ni los escuadrones angélicos.

En ese anochecer de mi conciencia navegaba yo, cuando nos detuvimos frente al acceso de la octava espira. Contra lo que hubiera sido lógico esperar de un infierno tan eminente como el que se nos anunciaba, ninguna puerta solemne, ningún ceñudo tribunal, ninguna entrada pomposa veía yo delante de mis ojos, sino un gran cortinado de terciopelo gris cuyos pliegues bajaban a tierra en perpendiculares rígidas. Aquel vestíbulo infernal estaba lleno de cierta luz como de plata fría o de fría luna: era una claridad sin entusiasmo que al principio aumentó mi somnolencia, pero que gradualmente se adueñó de mis ojos y los fue despertando, barrió las neblinas de mi entendimiento y sacudió en mi voluntad hasta el último vestigio de su modorra.

Lúcido como nunca, vigilante mi cuerpo y tensa mi alma, discurría yo sobre los efectos de aquella luz que se me antojaba era la de la misma inteligibilidad, cuando advertí un movimiento en el cortinado del fondo y entre las telas apartadas vi asomar una cabeza primero, dos brazos cautelosos en seguida, y por último la figura total de un personaje que ostentaba un ropón lleno de números y alegorías, a la manera de un vestido mágico. Grande fue mi desconcierto al reconocer en aquella prenda el quimono de Samuel Tesler, y mayor aún al identificar al mismísimo filósofo de la calle Monte Egmont en el semblante adusto del que lo vestía. Samuel Tesler se dirigió hacia nosotros, erguida la cabeza entre cuyo pelo relucían abejas de oro y despuntaban los dos cuernos del iniciado.

—¡Gracias a Dios que te veo por aquí! —le grité jubilosamente y avanzando hacia él con la mano tendida.

El filósofo no me alargó la suya:

—Señor —me dijo con pomposa dignidad—, bien estaba ese tuteo en el mundo físico de arriba. Pero aquí es necesario guardar las distancias.

—¡Ojo de Baal! —repuse yo, en tono dolorido.

Samuel Tesler esbozó una sonrisa de halago:

—Así está mejor, aunque no sea ése mi verdadero nombre —dijo al fin, recobrando su prosopopeya—. He subido al monte Carmelo y he contemplado la verdad
facie a face.
Mi dirección actual es: Vía Unitiva 50, departamento 3. La luz de este vestíbulo no me favorece mucho, pues de lo contrario ya hubieran advertido ustedes la mística irradiación que circunda mi cráneo, sobre todo en sus regiones frontal y occipital. No obstante, espero que no habrá escapado a sus narices el olor mirífico que brota de mi persona.

Observó en torno suyo con aire desconfiado. Luego acercó su cabeza enorme a nuestras narices y nos dijo:

—¡Huelan este perfume y cáiganse de espaldas!

Olfateamos la cabeza de Samuel; y reconocí que olía verdaderamente, pero no a loto sagrado ni a rosa mística, sino a cierta loción que se vendía en la calle Triunvirato con el presuntuoso nombre de «Nuit d'amour».

—¿Qué les parece? —nos interrogó el filósofo, volviendo a erguir su testa cornuda.

Y como no advirtiera en nosotros el arrobamiento que sin duda esperaba, sonrió entre despectivo e indulgente:

—Veo —dijo— que la prueba olfatoria no les resulta. ¡Qué mulatos formidables! Ensayaremos la prueba visual. Han de saber que, tras una práctica intensiva de las más penosas austeridades, he logrado reintegrar en mí al Andrógino Primitivo. Habiendo restaurado la equilibrante armonía entre los principios macho y hembra de la manifestación universal, he abolido en mí todas las contradicciones y me hallo en una situación cómodamente paradisíaca. Mi nombre verdadero es Adameva.

Tornó a mirar desconfiadamente a su alrededor. Luego, con una modestia que rayaba en lo sublime, abrió su quimono por delante y nos mostró su cuerpo desnudo. Lo que vi entonces me parece ahora increíble: Samuel Tesler exhibía en sí la doble natura de un hermafrodito: su mitad derecha o masculina se caracterizaba por un semitórax velloso, medio vientre panzón, un muslo grosero y una pierna estevada con su liga de hombre en la que se prendía un calcetín barato a rayas azules y rojas; su mitad izquierda o femenina ostentaba un seno venusino con su pezón de rosa, un flanco ebúrneo, media pelvis de sedoso vellón y un muslo satinado hasta cuyo arranque llegaba una media transparente sujeta por una liga verdemar con rositas rococó. Si el filósofo se había propuesto asombrarnos, lo consiguió sobradamente. Ante nuestra mirada enloquecida volvió a ceñirse su quimono; luego, paladeando su triunfo, nos miró con severidad:

—Ahora que las jerarquías están salvadas —rezongó entre dientes—, quiero saber qué buscan por aquí.

—Entrar en ese infierno —le respondió Schultze, indicándole la cortina del fondo.

Samuel rió a sus anchas:

—¡Entrar! —jaraneó—. ¡Qué mulatos formidables! Uno se pela el culo estudiando metafísica, ¡y ellos quieren entrar!

—Lo exijo —repuso Schultze con energía.

Refunfuñando, Samuel Tesler empezó a bajar la cresta:

—Usted podría entrar —admitió, dirigiéndose al astrólogo—, aunque su preparación metafísica sea rigurosamente nula. Ja! Sólo un mulato como usted hubiera podido utilizar los cuatro elementos en la forma lamentable con que se distribuyen en este Helicoide. Otro que no fuera usted los habría ordenado jerárquicamente y según la naturaleza de las pasiones que se describen aquí: primero la tierra, en seguida el agua, después el aire, a continuación el fuego; y hubiera reservado el éter, principio y causa de los otros, al siniestro personaje que reina en la Gran Hoya. Pero, ¡qué hacerle! Vivimos en un país de mulatos.

Con una mezcla de severidad e ironía, Samuel Tesler se volvió hacia mí:

—En cuanto a usted —refunfuñó—, ningún mérito lo acredita para visitar el octavo círculo.

—¡Effendi! —le dije yo, lastimado.

—Una poesía con risibles amagos filosóficos es lo único que usted podría barajar en su favor. Cierto es que, últimamente, ha coqueteado con las dos Evas y que hasta llegó a perpetrar el asesinato metafísico de cierta Solveig terrestre; pero no hay señales de que todo eso haya trascendido los pobres límites de la literatura.

—De cualquier modo —le dijo Schultze—, usted lo dejará pasar bajo mi garantía.

—Tendrá que someterse a una prueba —cacareó el filósofo, irreductible.

—¿A qué prueba? —le dije yo, harto de aquel tire y afloje.

—¡Descífreme las figuras de la espalda!

Incontinente, Samuel giró sobre sus talones y me mostró el área dorsal de su quimono en la que se veía un personaje mitad hombre y mitad flor, asomado al agua de una vertiente que parecía brotar entre las raíces de un árbol emblemático.

—¿Qué ve? —me preguntó el filósofo.

—¡Bah! —le respondí—. Una corriente y moliente figura de Narciso.

—¿Qué hace Narciso?

—Está practicando su aburrida costumbre de asomarse a las aguas.

—¿Qué aguas?

—Las que brotan de
la fons vita
o
fons juventutis,
al pie del Árbol de la Vida, en el centro del Paraíso.

Samuel Tesler no logró disimular su despecho:

—Bien —me dijo—. Aunque se trata de nociones vulgarísimas al alcance de todo el mundo. Pero, dígame una cosa: ¿no sostienen los mitólogos que Narciso se ahogó al querer alcanzar su imagen retratada en la fuente?

—Hay dos Narcisos —le contesté yo—: el que se ahoga y el que se salva. Ese que figura en su espinazo es el que se salva.

—¿Cómo se salva?

—El primer Narciso, el que se ahoga, sólo consigue ver en el agua su propia imagen, su yo cerrado, su forma individual. Y al mirarse a sí mismo, se enamora de sí mismo y no sale de sí mismo: es un Narciso que no trasciende. El segundo, al asomarse a la
fons juventutis,
ve al Ser principal, causa y motor de todo lo manifestado. Entonces olvida su yo limitante, deja de verse a sí mismo; y al no verse a sí mismo, ya no se enamora de sí mismo, sino del Ser cuya inmutable unidad, hermosura e infinitud ve ahora en el espejo de las aguas. Este Narciso deja su forma para tomar la forma de lo que ama: es un Narciso que trasciende.

Reconozco ahora que, fuese o no causa de una inspiración directa, mi lenguaje había cobrado un tono que pareció irritar a Samuel Tesler. Volviendo a girar sobre sus talones, el filósofo me clavó una mirada de basilisco:

—¡Usted ha hojeado mis apuntes! —me gritó—. Más de una vez lo he sorprendido metiendo las narices en mis papeles.

—¡Ojo de Baal! —protesté yo—. ¡Eso es una calumnia!

El filósofo gruñó un instante su desconfianza:

—¡Hum! —rezongó, como para sí—. ¡Estos mulatos le plagian a uno hasta la manera de caminar!

Vencidas, al parecer, todas las dificultades, Samuel Tesler, sin dejar de gruñir, nos ordenó que lo siguiéramos. Y así lo hicimos, primero a través de la cortina gris que ya he mencionado, luego por entre una maraña de cortinajes que iban haciéndose cada vez más sutiles. Cuando nos desprendimos al fin del último, nos encontramos en una ciudad cuya fría pulcritud me dejó confundido: graves arquitecturas, jardines aritméticos, severas instalaciones deportivas alternaban allí en un orden cuyo maligno rigor advertí de inmediato. Más tarde, cuando tras haber recorrido el Infierno de la Soberbia y estudiado a sus habitantes recapitulé todo lo que había visto, me dije que aquel orden sin piedad era, entre las invenciones schultzianas, acaso la más perversa, ya que sugería una reglamentación de autómatas cuya rigidez no dejaba espacio alguno a la exaltación de la verdad ni al juego de la vida. Entretanto Samuel, que hasta entonces había sido para nosotros un mero introductor infernal, no daba señales de volver a su cortina: por el contrario, bien ceñido el quimono y enhiesta la cornuda frente, nos invitaba con el ademán a seguirlo. Miré a Schultze, como preguntándole si el filósofo tenía vela en aquel entierro; y como Schultze me respondiese con un gesto afirmativo, entendí que Samuel Tesler sería nuestro mentor en la Ciudad del Orgullo.

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