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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (7 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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Digo, pues, que Samuel Tesler, no bien estuvo de pie, metió el pucho de su cigarrillo en un cenicero y lo reventó con la uña de su pulgar. Luego fue hasta el pizarrón y borró con esmero las anotaciones del día veintisiete. Salió por fin a la ventana y sus ojos dominaron la ciudad, que reía desnuda bajo el arponeo del sol. Entonces, como llevado por una idea fija, tendió un brazo elocuente y mostró los techos de zinc, las terrazas de color ladrillo, los campanarios distantes y las chimeneas que humeaban al viento.

—¡Ahí está Buenos Aires! —dijo—. La perra que se come a sus cachorros para crecer.

Gritos y carcajadas que venían desde afuera interrumpieron su naciente discurso.

—¿Quiénes gritan afuera? —preguntó el filósofo arrugando el ceño.

Adán le señaló un edificio en construcción que se levantaba enfrente:

—Los albañiles italianos.

—¿Y de qué se ríe la bestia itálica?

—De tu quimono.

Así era, en efecto, porque los albañiles, olvidándose de las cebollas crudas que a esa hora mordían en el cielo, se agitaban ya en sus andamios para celebrar la aparición del quimono y de las asombrosas figuras que contenía. Entonces, con expresión enigmática, Samuel Tesler miró a los albañiles italianos y les trazó el signo masónico siguiente: colocó su antebrazo izquierdo en la articulación de su brazo con antebrazo derecho; armado ya el signo, agitó dos o tres veces el antebrazo derecho y esperó con visible ansiedad. Pero los albañiles no tardaron en responderle con signos iguales, observado lo cual el filósofo estalló en una risotada satisfecha: se habían entendido. Luego, dirigiéndose a su visitante, a los albañiles, a la ciudad y al mundo, Samuel Tesler habló así:

—Ahí está Buenos Aires, la ciudad que tiene su símbolo en la gallina, no tanto por su inenarrable grasitud, cuanto por la elevación de su vuelo espiritual sólo comparable al de tan sustancioso animalito. Ahora bien, yo me pregunto y os pregunto a vosotros, alegres conciudadanos: ¿qué hará un filósofo en la ciudad de la gallina mañanera?

Samuel calló un instante, los albañiles aplaudieron. Y aunque al ruido halagador del aplauso se unió el de un ominoso pedorreo imitado con la boca, Samuel Tesler agradeció profundamente. En seguida, llevándose la mano al rostro como si se ajustara una careta de comediante, prosiguió en el tono de la más negra melancolía:

—Son las doce, y en esta hora solemne dos millones de estómagos entusiastas reciben allá los bolos alimenticios que les envían sus afortunados poseedores. Dichos bolos, como sabéis, han de transformarse luego en sangre y en materia fecal: las materias fecales, por ingeniosas cañerías, irán a enriquecer las aguas del río epónimo, como diría Ricardo Rojas; y la sangre, convenientemente oxigenada en los pulmones, recorrerá las generosas arterias de mis conciudadanos. Y dos millones de cerebros pensarán que la vida es asombrosamente macanuda. Entonces, ¿qué hará un filósofo en la ciudad de la gallina?

En este punto Samuel Tesler dejó transcurrir una segunda pausa, que los albañiles llenaron con otra ovación. Pero el filósofo ya no se dignaba manifestarles interés alguno: a modo de pantalla ubicó una mano detrás de su pabellón auditivo derecho y, contenida la respiración, dio a entender que escuchaba largamente.

—¡Las doce han dado! —exclamó al fin—. ¡Ah, una música extraña viene a mis oídos en este mediodía! Es la música de cuatro millones de maxilares que se juntan y se separan de acuerdo con las leyes armoniosas de la masticación. Dentro de una hora cuatro millones de brazos volverán a la faena: levantarán la frente de la ciudad, cada vez más alto, y hundirán las raíces de la ciudad cada vez más hondo. Reforzarán los riñones de la ciudad y adornarán su rostro, y calzarán su pie. Henchirán sus bolsillos con la mano ganchuda del comercio y la mano callosa de la industria. Edificarán hacia afuera, de la piel afuera, de los ojos afuera, de los labios afuera, lo que se toca, se gusta, se oye y se huele. Y vendrá la noche, y dos millones de cuerpos rendidos caerán a tierra: dos millones de cuerpos horizontales, bajo la mirada sin sueño de Dios, dormirán ruidosamente, rajando a pedos las conyugales sábanas. ¿Y quiénes velarán en la ciudad de la gallina? Sólo algunos espíritus insomnes que, junto a sus hermanos dormidos, piensan en la Ciudad del búho, en la ciudad interior que no se ve ni se huele ni se toca.

Samuel Tesler calló, los músculos de su cara se relajaron de pronto. Y entre los resquicios de aquella máscara deshecha se vislumbró algo así como la sombra de una pena real.

—¡Exagerado! —le dijo entonces Adán entre borbotones de risa.

—Te digo la pura verdad —le aseguró Samuel—. No conozco tus encuentros con la ciudad de la gallina, pero los míos tienen una gracia que voltea.

Y el filósofo contó, rico de mímica, imitando la voz, los gestos, los ademanes y hasta la ropa de los individuos que nombraba.

—Por ejemplo, yo estoy aquí, estudiando a Hegel. En eso llega mi padre:

ABRAHAM TESLER. —
(Barba de Moisés, ojos furtivos, nariz en salto de león, anteojos de níquel. Trae su arcaico levitón de Odesa y se toca de una galerita cocheril que hace juego con el levitón)
¡Hijo, tú derrochas tu tiempo y mi plata
in
filosofías! ¿Por qué filosofías y no comercio,
Samoiel
de mi alma? Tú pones
bolicho
de gorras
in
zaguán de calle Triunvirato; tres meses
despois
alquilas gran sala con vidrieras; dos años
despois
compras casa tuya; cinco años
despois...

SAMUEL TESLER. —
(Frente preñada de genio, dignidad en los ojos, grandeza en el porte, lo interrumpe con un ademán olímpico?)
¡Basta, viejo! Mi resolución es irrevocable.
(Abraham Tesler hace mutis, rasgando de un tirón la solapa de su levita)

—Otras veces —dijo Samuel— estoy cenando en casa. Entonces mi madre...

REBECA TESLER. —
(Ojos dulces y lacrimosos, peluca de un rubio deslucido, manos castigadas por el trabajo. Se dobla sobre una máquina de coser, a la luz de una lamparita eléctrica) Samoiel,
tu madre trabaja día y noche para que tú estudies
in
Facultad de Medicina: los ojos
doilen
mucho, siguiendo la costura; pero yo veo gran doctor a mi
Samoiel,
y ya no
doilen
los ojos de tu madre. ¡Estudia,
Samoiel
! Doctor
in
Medicina, ¡gran carrera!
Despois
te casas con muchacha rica:
boina
dote para consultorio y Rayos X. En seguida gran automóvil, muchos clientes
in
vestíbulo...

SAMUEL TESLER. —
(Hunde la cabeza en su plato de sopa)
¡Madre, no! ¡Eso jamás!

Abandonando su caracterización de Rebeca Tesler, el filósofo entró en un ataque de hilaridad que lo sacudió hasta los pies.

—¿Te das cuenta? —rió—. ¡Dos mundos que se dan de patadas!

Aquella risa, tras la visión de los personajes dolientes que Samuel acababa de parodiar, tenía un son tan deshumanizado y tremendo, que habría despavorido al visitante si el visitante no hubiese adivinado toda la mortificación que rezumaba en ella. Por eso fue que nada respondió Adán Buenosayres, bien que su mutismo estuviera lleno de tristísimas resonancias. («¡Recuerda! ¡Recuerda tus primeros versos, ocultos en el cajón de la mesa, como un sabroso delito! Y tu padre, el herrero, había dado con tus cuartillas: las hojeó en silencio, las devolvió a tu carpeta de colegial, y nada dijo él ante tu pobre figura que temblaba. Y un día, en la escuela de Maipú, leyendo tu composición había dicho don Aquiles: “Adán Buenosayres será un poeta”; y todos los alumnos te miraron absortos, como se mira una lámina de Historia Natural. Y en tu adolescencia guardabas tu secreto, avergonzado ante los hombres que lloran o ríen bajo el sol, y tímido ante las hijas de los hombres que bajo el sol ríen o lloran.»)

Pero Samuel, temeroso de que una meditación importuna le arrebatase al espectador ideal que tenía en su visitante, retomó la palabra.

—Como ves —le dijo—, mi posición no resulta cómoda en la ciudad de la gallina. Eso por un lado. Por el otro, es una ciudad llena de tentaciones.

—¡Hola, hola! —exclamó Adán interesado.

—A veces —declaró Samuel—, tengo unas ganas brutales de abandonar el burro lagañoso de la filosofía y de meterlo a patadas en el corralón del tano Pipo.

—¡No!

En este punto Samuel Tesler comunicó a su gesto un aire de misteriosa reserva.

—De un tiempo a esta parte —dijo— me visita un ángel de cemento armado.

—¿Será posible?

El filósofo se plantó frente a su visitante: buscó el equilibrio en una pierna, dejó atrás y en el aire la otra, juntó devotamente las manos, dio a sus ojos una intensa expresión de éxtasis y se construyó una sonrisa mecánica. Puesto ya en la actitud del ángel, habló así:

EL ÁNGEL DE CEMENTO. —
(Con voz entre sonsa y pía.)
¡Samuel, hombre digno! Eres el último vástago de una raza que fue pastoril y se familiarizó con la Égloga de sonrosados cachetes. ¿Por qué insistes en habitar las ciudades pecaminosas?
(Admonitorio.)
¿No te atemoriza el flagelo de la tuberculosis ni la lectura de periódicos malsonantes?
(Didas-calico.)
Recuerda que la Argentina tiene cerca de tres millones de quilómetros cuadrados, listos para recibir la semilla del pan y el sudor del hombre.
(Imperioso.)
Vete a la llanura, ¡oh, insigne atorrantito! ¡Haz que el arado marche delante de ti, y que los bueyes de aromático estiércol marchen delante del arado; y que la tierra, delante de los bueyes, abra su fecunda vagina!
(Entre insinuante y púdico.)
¡Que a tu lado sea la mujer, y que conciba de ti catorce hijos de un mismo pelo y que sepan hartarse de mate amargo y entonar el Himno Nacional sin errores de prosodia!
(Lírico.)
¡Allá, en la pampa de duros riñones y bajo un sol que no ha encanecido todavía, el olor de tu pie será tu canción!
(Dubitativo.)
Pero si fiel a inclinaciones atávicas desdeñas a Ceres por el ganancioso Mercurio, ¡corre igualmente a la llanura! ¿No la comparó alguien a una mesa de billar? Pues bien, tú le pondrás las tres bolas.

Abandonando la pose del ángel, Samuel estalló en una sola carcajada, pero tan irresistible al contagio, que su visitante no logró vencer la tentación de acompañarlo en aquel privilegio de la dignidad humana.

—¡Es la pura verdad! —insistió Samuel Tesler—. El ángel y yo nos agarramos a patadas todas las noches.

—Me parece que tu ángel es un demonio peligrosamente matrimonial —observó Adán Buenosayres riendo todavía—. ¡Y ahora me explico tus excursiones a Saavedra! ¿Cuál de las chicas es la candidata del ángel? —(«¡Atención!»)

—¡No tengas miedo, no es Solveig Amundsen! —le respondió el filósofo con súbita melancolía.

Después guardó un silencio extasiado, como si la fresca sombra de una mujer hubiera caído repentinamente sobre su enquimonada figura.

(Hablando a sus discípulos en el Ágora, Samuel Tesler, filósofo, les había señalado muchas veces la inanidad de la mujer, que siendo apenas un fragmento del costillar adámico, penosamente lograba disimular su terrible desnudez metafísica. Justamente —afirmaba él con abundante acopio de citas modernas y clásicas—, esa misma desnudez explicaba la obsesión femenina de vestirse a todo trance y eternamente, para lo cual no vacilaba ella en despojar de sus vistosas pieles a los animales carniceros, de sus plumas excelsas a las avecillas, de sus escamas a los reptiles, de sus fibras y cortezas a los vegetales, de sus babas lucientes a los gusanos, de sus metales y pedrerías a la tierra. Samuel Tesler, filósofo, no censuraba la expoliación de los tres reinos hecha en vías de reparar una desnudez absolutamente irreparable, bien que, tocado a veces de cierta cósmica piedad que nunca llegó a humedecerle los ojos, lamentaba ese triste destino de las criaturas inferiores, no sin advertir de paso la derrota de Jehová en sus esfuerzos por cubrir una desnudez que, vistiéndose con toda la Creación visible, quedaba, sin embargo, más desnuda que antes. Pero lo que no admitía el filósofo —y en este punto se mostraba irreductible hasta la cólera— era que la mujer, tras vestirse con todas las donosuras de la naturaleza material, hiciese lo propio con las del intelecto, gracias al bajo servilismo de los poetas amantes y de los amantes poetas que, haciendo gala de una fantasía erótica verdaderamente risible, no dudaban en adornar a sus falsos ídolos con los atributos de las diosas, las náyades, las sílfides o las nereidas. Para combatir en sus discípulos esa tentación de subordinar el orden sutil al orden grosero, les enseñaba un truco infalible que había utilizado él mismo y que consistía en realizar la operación inversa: por ejemplo, en imaginar a la divina Cleopatra hurgándose las narices y haciendo bolitas, o a Helena, la de Troya, sentada en un orinal. Semejante prudencia le valió a Samuel Tesler el reconocimiento de sus contemporáneos, los cuales hicieron grabar en su tumba el epitafio que sigue: «Pasajero que vas a Citerea: yace aquí un hombre que no confundió jamás a la Venus Terrestre con la Venus Celeste.»)

Lleno de espinosas reservas fue el silencio que medió entre ambos interlocutores. Adán callaba, pero se decía que una confidencia de Samuel era ya inevitable; y al creerlo así no dejaba de pensar que la confidencia de Samuel exigiría luego la suya propia, riesgo que Adán Buenosayres trataba de conjurar a favor del «nombre reservado» y del secreto que se contenía en el Cuaderno de Tapas Azules. Samuel, en cambio, guardaba un mutismo inquietante: cierto es que los músculos de su rostro se habían vuelto a relajar, como fatigados de ceñirse a la dura máscara del actor; pero ahora se distribuían y acomodaban nuevamente, de modo tal que iban sugiriendo ya otra cabeza mitad grave, mitad apenada.

—¡No tengas miedo, no es Solveig Amundsen! —repitió al fin—. Lo sabrás todo: quiero darte una lección de franqueza.

—¿A mí? —preguntó Adán receloso.

—¡A vos! —dijo Samuel con energía—. ¿Creés que nadie observa tu pose de Hamlet acatarrado cada vez que la mocosa te habla o te mira? ¿No he visto yo el otélico sudor que baña tu frente cuando alguien pronuncia el nombre de la mocosa?

—¡Estás loco! —se aventuró a decirle Adán Buenosayres riendo. («¡Atención, atención!»)

—¿Y para qué, hoy jueves, has malogrado el sueño de un filósofo? —añadió Samuel—. ¡Para sonsacarle algo de Saavedra y averiguar lo que ha visto y oído en aquella gruta de las delicias!

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