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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (8 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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Agudos como leznas los dos ojitos de Samuel Tesler se habían clavado en el visitante; y Adán abatió los suyos, como al peso de tanta verdad. Entonces el filósofo, sensible a la turbación de su visitante, abandonó la línea del rigor para entregarse a la de la misericordia.

—¡No, hermano! —dijo—. Ya es hora de que los porteños abandonen su estúpida reserva. Los treinta y dos filósofos extranjeros que nos han deshonrado con su visita, después de tomarle el pulso a Buenos Aires y de introducirle un termómetro en su orificio anal, diagnosticaron que nuestra ciudad es triste. ¿Razones? No las dieron: estaban ocupados en hartarse de nuestro famoso
chilled beef.
Los gringos ignoraban que Buenos Aires es un archipiélago de hombres islas incomunicados entre sí.

Samuel dejó escapar una risita malévola y añadió:

—Lo que no puedo entender es cómo nuestro gran Macedonio, viviendo en Buenos Aires, ha podido llegar a esta sorprendente conclusión metafísica: «El mundo es un almismo ayoico.» ¡Dios le perdone los neologismos! Yo, en las mismas circunstancias, hubiera llegado a otra muy diferente.

—¿A cuál? —preguntó el visitante.

—A la que sigue, redonda, musical y significativa: «El mundo es un yoísmo al pedo.»

Se quedó un instante absorto al parecer en la hondura de aquella sentencia. Luego estudió a su visitante como para evaluar el grado de admiración que tanto ingenio le había producido seguramente. Y no debió de ser escasa la que leyó en Adán Buenosayres, pues, volviendo al asunto:

—Ahora bien —le anunció entre generoso y amargo—. Yo, un europeo, voy a tomar la iniciativa. Te hablaré con una franqueza brutal.

—¡Debe de ser una historia que pone los pelos de punta! —observó Adán riendo—. ¿Cómo se inició el romance?

—¡Ah! —rezongó Samuel—. ¡Eso es lo que me pregunto yo, el animal metafísico!

Guardó un estudiado silencio, detrás del cual se adivinaba el montaje febril de un nuevo paso de comedia. Después abandonó la ventana, y tomando el orinal que yacía en su mesa de luz orinó de pie, con una dignidad que Diógenes Laercio hubiese atribuido a su tocayo el del barril. Un lamento armonioso brotó del orinal: alzóse grave y descendió agudo, hasta morir en gotas finales de música. Entonces el filósofo devolvió el utensilio a su lugar, tomó asiento en la revuelta cama, y dirigiéndose al visitante le preguntó a quemarropa:

—¿Qué definición me darías del amor, si te la pidiera?

—¡Ah, no! —protestó Adán—. ¡No me vengas ahora con definiciones!

—No te pido una definición bobalicona de tipo almanaque o revista ilustrada. Quiero algo trascendental, una definición en tres tomos encuadernados.

—¡Estás fresco si esperas de mí semejante fenómeno!

Samuel Tesler abatió la cabeza en señal de desaliento.

—¡Oh, mundo, mundo! —suspiró—. ¿Qué se ha hecho de la sagrada Filografía?

—¿Y si me dieras tu definición? —le dijo el visitante lleno de espíritu conciliatorio.

Samuel Tesler alzó un índice profesional.

—No partiré de una definición —expuso gravemente—, sino de una metodología. Resumiendo las ideas platónicas, aunque sólo en el plano de la Venus terrestre o macanuda, te diré que el amor tiene dos fases: un deslumbramiento del sujeto (yo) ante la forma bella (Haydée Amundsen), y en seguida un ansia del sujeto (yo) por adueñarse de la forma bella (Haydée Amundsen) a fin de procrear en su hermosura. ¿Digo bien?

—¡Demasiado bien! —refunfuñó Adán—. La segunda fase me huele a no sé qué obscenidad metafísica.

—De cualquier modo —le recordó Samuel—, es indudable que yo, como entendido en la materia, tenía el derecho de iniciarme según las normas clásicas. ¿Tenía o no ese derecho?

—Lo tenías.

—Pues bien —declaró el filósofo sin ocultar su desconcierto—, ¡me ha sucedido al revés!

—¿Cómo al revés? —preguntó el visitante, no menos desconcertado.

—Quiero decir que no tuve ningún deslumbramiento inicial, pese a la metodología. Te aseguro que al principio Haydée sólo era para mí un accidente geográfico de Saavedra: no me daba ni frío ni calor. En una palabra, no advertí ningún síntoma que revelase una flecha del mocoso clavada en el tercer espacio intercostal.

—¿Y luego?

—Asociándola después a mis estudios metafísicos sobre la materia prima, la fui observando en todos sus gestos, ademanes y morisquetas. Ya ves que apenas le dedicaba un interés científico.

—¡Pobre ingenuo! —exclamó Adán en los umbrales de la risa.

El filósofo enquimonado lo miró severamente.

—¿Me dejarás hablar? —le dijo con acritud.

Y como el visitante recobrara la seriedad que tan espinoso tema requería. Samuel Tesler prosiguió así:

—Más tarde comprobé, no sin admiración, que Haydée se me mostraba siempre bajo aspectos decididamente macanudos, como si adquiriera la plenitud de su gracia cuando se ponía delante de mis ojos.

—¡Tenía que suceder! —murmuró Adán con fatalismo.

—Hasta que un día —concluyó Samuel— descubro en mí un fenómeno lleno de sugestiones. Cada vez que la criatura se me ofrecía bajo un aspecto jovial, yo entraba en un estado de melancolía tremenda; y por el contrario, si la veía triste, me asaltaba un regocijo tan idiota como inexplicable.

—¿Y no te diste cuenta? —le preguntó Adán.

Samuel Tesler sonrió con lástima.

—¡Es claro —le dijo—, soy de los que se chupan el dedo! No bien hube alcanzado la magnitud del fenómeno hice un balance de mi corazón: abrí libros, consulté autores, llegué a la raíz del problema. Y al fin una luz meridiana se hizo en mi cerebro: ¡yo estaba enamorado hasta la verija!

—¡Ya era hora! —rió Adán—. ¿Y qué partido tomaste?

El filósofo le dirigió una mirada llena de inteligencia.

—Comprenderás —le dijo— que habiéndose alterado la primera fase de la metodología era justo que se cumpliera la segunda, vale decir, la posesión de la forma bella.

—¡Cínico!

—Todo me convidaba entonces a ese grato ejercicio de Filografía práctica: el ángel de cemento, mi posición de Fausto aburrido, las noches aromáticas de Saavedra...

—¿Y no te le has declarado?

—Todavía no —respondió el filósofo—. La declaración es imposible. Hay días en que llego a su casa hecho un
Trovattore,
con la boca llena de frases que harían enternecer a una estatua: la declaración es inminente, lo adivino, y mi rostro adquiere ya delicados matices de Tristán e Isolda. Entonces, ¿qué sucede? Pues nada, que justamente ese día la criatura está de buen humor y lejos del trance idílico que yo necesitaba. Y si, por el contrario, llego a la casa en un tren de vulgaridad irremediable, la pobre mujer sufre un ataque de romanticismo que voltea.

Un denso nublado se había extendido por la cara de Samuel Tesler a medida que revelaba los detalles de aquel amor imposible: gachos los ojos, resumida la boca, rampante la nariz, el filósofo tenía la expresión lamentable de un unicornio enamorado.

—¿Y qué pensás hacer? —le interrogó Adán perplejo.

—No sé —respondió el unicornio—. A veces trato de mandarla al diablo, ¡pero es inútil! De día su imagen se apodera de mí, arma un lío en mi pensamiento y me hace descender a las más vergonzosas acciones.

El unicornio bajó aquí la voz, como al peso de una secreta ignominia.

—Figuráte —dijo— que llegué a escribirle un soneto.

—¡No puede ser! —exclamó Adán escandalizado.

—¡Un soneto, yo! ¿Te das cuenta del ridículo? Desde luego, no te lo voy a leer.

—Lo supongo. ¡Sólo eso te faltaba!

—Y hay más todavía —insistió Samuel—. De noche soy yo quien se apodera de su imagen...

Calló de pronto, con las mandíbulas apretadas, la nariz venteante, los ojos turbios y la boca reseca: pareció que un incendio de viejas ciudades malditas reflejaba su luz en aquel mascarón demoníaco. Pero todo se borró en un instante, y los párpados de Samuel Tesler se abatieron como dos hojas muertas.

—¿Nadie sospecha tu aventura? —le preguntó Adán entonces.

—¿Nadie? —rezongó Samuel—. ¡El barrio entero! Los chiquitines de Saavedra me hacen blanco de sus hondas, me señalan con el dedo las comadres, los perros me siguen con el hocico pegado a mis talones. Y como si todo eso no bastara, el vigilante de la esquina se ha constituido en mi sombra: lo siento detrás de mí cuando por la noche doy vueltas a la manzana o me detengo en el umbral de los Amundsen.

—Te habrá tomado por un ladrón de gallinas —observó Adán riendo—. Es peligroso recorrer los andurriales de Saavedra con un amor inédito en el buche. Yo que vos entraría en la casa como pretendiente oficial, y sanseacabó.

—Sí —admitió el filósofo—, a veces lo decido. Pero mi bien ejercitada fantasía me hace ver por adelantado las consecuencias de una resolución tan grave.

—¿Qué consecuencias? —inquirió Adán.

—En primer lugar el escándalo de mi tribu: una rotura de solapas familiares y un entonar de llorosas elegías hebreas. Luego yo, Samuel Tesler, desertor de mi tribu y de mis dioses, me veo en el interior de un jacquet alquilado a la Casa Martínez, descendiendo del coche nupcial frente a una iglesia que no es la mía y ante una muchedumbre de gaznápiros que me alacranean y de mocosos que se desgañitan pidiendo cobres. La madre de mi novia está llorando a moco tendido: sus parientes me miran con ojos adustos, llevando en un cofrecito de acero la doncellez de la niña garantizada por dos escribanos públicos nacionales. ¿No te parece desconsolador?

—¡Bárbaro! —protestó Adán—. Mirada con esos ojos no hay poesía que aguante.

Pero Samuel Tesler se mostraba inflexible.

—No —dijo—, no es eso lo que la ciudad espera de nosotros. Buenos Aires está muriéndose de vulgaridad porque carece de una tradición romántica. ¡Necesita enriquecerse de leyendas! ¿Lo necesita o no?

—Según y conforme.

—¡Ya verás! —exclamó el filósofo, ahora entusiasmado—. Tengo cien proyectos en la cabeza.

—¿Por ejemplo?

—Acaricio, entre otras, la idea de fomentar el suicidio amoroso. Desde luego, no el burgués y pedestre, sino el original y sublime. Ahí está tu caso, por ejemplo: si quisieras ayudarme un poco te ahorcarías de un ombú, en Saavedra, no sin antes dejar clavada en el tronco una epístola en octavas reales (tiene que ser una obra maestra), donde le explicarías al comisario los motivos de tu fatal resolución.

—¡No, gracias! —se excusó Adán con aire modesto—. Por ahora no estoy en vena.

—¡Vamos! —le rogó Samuel—. ¿Qué te costaría?

—Es que no me gustan los ombúes. Dicen que su sombra es poco saludable.

—¡Calumnias! He dormido más de una vez a la sombra de los ombúes.

—Sea el ombú —le concedió Adán—. Pero al fin y al cabo tu metejón con Haydée Amundsen te hace igualmente digno de la horca y la epístola.

—Es que yo no sé rimar —adujo el filósofo visiblemente contristado.

A partir de aquí el Visitado y el Visitante, ya depuestas las armas, conocieron el sabor de la paz, la holgura de un idioma sin filos y la nobleza de las manos que se tienden; merced a lo cual el diálogo fue haciéndose más hondo en la medida en que Visitado y Visitante se adentraban en el terreno de la cordura. Suavemente obligado a una confidencia, el Visitante demostró la escasa realidad de sus amores, acerca de los cuales dijo, tras referirse a un misterioso Cuaderno de Tapas Azules, que sólo tenían la frágil esencia de una construcción ideal, aunque se basaran en una mujer de carne y hueso. Oído lo cual, y no sin antes requerirle algunos datos que revelaban su mucha prudencia, el Visitado preguntó al Visitante si no estaría irrumpiendo en los dominios de la Afrodita Celeste. Y como el Visitante le manifestara sus dudas, el Visitado lo confirmó en aquella dichosa hipótesis, haciendo gala de una ejemplificación elocuente que dijo extraer de las antiguas literaturas orientales y occidentales, en las que hablar del amor divino con el lenguaje del amor humano era cosa frecuente hasta el galimatías. Vencido ya por una documentación tan sólida, el Visitante admitió estar edificando una mujer de cielo sobre la base de una mujer terrestre. Por lo cual el Visitado, atento a la obra metafísica del Visitante, le preguntó sí la mujer terrestre continuaba siendo indispensable a sus trabajos de sublimación. Y como el Visitante le respondiera que sí, el Visitado, abriendo al fin las compuertas de su discreción, anunciase mensajero de una beldad que los ángeles del paraíso llamaban Solveig Amundsen, la cual, haciendo gala de una benevolencia que no es ya de este mundo, le había ordenado comunicar al Visitante lo mucho que su distanciamiento era sentido en los vergeles de Saavedra. Decir el gozo que inundó al Visitante apenas hubo escuchado tan gratas noticias es obra superior al estilo del hombre; con todo, lleno de la prudencia que le sugería el rigor de una ya incalculable desesperanza, el Visitante preguntó al Visitado si el mensaje de la beldad habría respondido a un arranque de su inmensa cortesía, o a un sentimiento más hondo que el Visitado hubiera sorprendido quizá. Y respondiendo el Visitado que la segunda hipótesis era la más creíble a su juicio, el Visitante creyó tocar los extremos de la bienaventuranza. Después de lo cual Visitante y Visitado se dieron cita en Saavedra para esa tarde única.

Samuel Tesler filósofo no murió a causa de una indigestión de arenques ahumados, como asegura cierta especie calumniosa que difundió en Villa Crespo un cenáculo rival. Igualmente apócrifa es la leyenda que lo hace morir en un campo de habas, a la manera pitagórica, y se debe a su discípulo heterodoxo Kerbikian el armenio, lavacopas en el «Café Izmir» de la calle Gurruchaga, del cual se dice que, provisto de una inteligencia singularmente obtusa, jamás llegó a entender al filósofo ni en lo más elemental de su doctrina. Lo cierto y hasta probable es que Samuel Tesler, maduro ya para las grandes revelaciones merced a un cauteloso ejercicio de las virtudes heroicas, se apeó sencillamente de este mundo como quien baja de un tranvía Lacroze. Rodeado en su lecho de muerte por la flor y la nata de sus discípulos, les rogó que no le llorasen, ni cubrieran sus frentes de ceniza, ni rasgaran sus vestiduras (esto último en atención a la tramposa carestía de los casimires ingleses); exhortólos, en cambio, a olvidar los dones efímeros de la
natura naturata
y a buscar los rastros invisibles aunque no ininteligibles de la
natura naturans.
Ya en agonía, Samuel Tesler soltó primero un golpe de risa y después otro de llanto: como le preguntasen la razón de su hilaridad, respondió que, viendo ante sí la verdadera imagen de la Parca en la figura de una hermosísima virgen que lo estaba llamando ahora y parecía convidarle al sueño de las adormideras que rodeaban su frente, se reía él al recordar el esqueleto, la guadaña y otros cachivaches funestos, atribuidos a la Muerte por la luctuosa imaginación de los versificadores; en lo que a su llanto se refería, declaró verterlo al reflexionar en que pasarían siglos antes de que Buenos Aires tuviera otro pensador de su envergadura. Cuéntase que, no bien se le hubo desprendido el alma, un fuerte olor de benjuí, mirra y cinamomo brotó de su cuerpo y se difundió por todo el barrio, de modo tal que los villacrespenses se preguntaban si no estarían asaltando el negocio del turco Abdalla, perfumista de la calle Warnes. Risibles han sido los esfuerzos de la crítica histórica por encasillar a Samuel Tesler entre los filósofos cínicos, epicúreos o estoicos: el metafísico villacrespense fue un «ecléctico» de primera agua, y los que así no lo entiendan se pelarán la frente hasta el Día del Juicio. Dos razones tenía Samuel Tesler para detestar a Diógenes el del barril: afirmaba que Diógenes había sido el paradigma de la vanidad, y que si lo hubieran colocado frente a un espejo habría dado al punto con «el hombre» que tan afanosamente buscaba; el detalle del barril, sobre todo, le parecía groseramente absurdo, pues afirmaba que ni un filósofo podía ser el «contenido» de un barril ni un barril el «continente» de un filósofo, ya que tanto el filósofo como el barril eran los «continentes» naturales del sagrado licor que inventara Noé al acabarse el diluvio, tal vez para resarcirse de tanto exceso de agua. Frente a Heráclito que lloraba y a Demócrito que reía, Samuel Tesler se mostraba no menos juicioso: a su entender, Heráclito era un ternero sentimental y Demócrito una urraca jocunda; y tan deshumanizado el uno como el otro, ya que no habían descubierto la verdadera ley de la condición humana en la útil y prudente alternación de la risa y el llanto.
Reírse dramáticamente del prójimo y llorarlo cómicamente, he ahí dos aspectos iguales de la compasión:
este aforismo enseñaba Samuel Tesler, el filósofo. Sentencias parecidas corroboran su eclecticismo en diversas asignaturas. Interrogado sobre cuál era el método seguro para lograr la
sofrosyne,
respondía él, atento a la naturaleza dual del hombre:
Ir de cuerpo y de alma todos los días.
Hallándose cierta vez en un círculo de curiosos que miraban cómo un frutero calabrés apaleaba metódicamente a su concubina, e inquiriendo sobre si era dado castigar a una mujer, el filósofo contestó:
En general, no; en particular, sí.
A los que se inclinaban demasiado a los retozos de Venus les decía:
Dormid con las mujeres, pero soñad con las diosas.
El optimismo con que miraba él al género humano se revela en la siguiente máxima, digna de Terencio:
Amo a los niños porque todavía no son hombres, y a los ancianos porque ya no lo son.
Desgraciadamente, salvo los pocos fragmentos recogidos en la edición latina de Asinus Paleólogo, nada nos resta de sus tratados. Es fama que su patrona (una tal doña Francisca, mujer de pelo en pecho que algunos eruditos quieren igualar a la Xantipa de Sócrates) enajenó los libros del filósofo, para cobrarse una deuda miserable, y hasta vendió como papel viejo sus obras manuscritas, a razón de tres centavos el quilo, verdadera catástrofe literaria que para más de un admirador sólo tiene su igual en el llorado incendio de la biblioteca de Alejandría.

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