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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (9 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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LIBRO SEGUNDO
I

Al rítmico golpeteo de su palo de escoba, lenta, sí, pero erguida como un huso, la vieja Chacharola se adelantaba por la calle Hidalgo rumbo a la de Monte Egmont: apretada su boca en un frunce cruel, sus ojos duros como dos piedras, el gesto de hiel y de vinagre, tormentosa la frente, así avanzaba por la vereda del sol, arrastrando sus pantuflas descoloridas. Y en su corazón siciliano, como en una retorta, el odio se cocinaba lentamente al solo recuerdo de aquella hija cuyo nombre maldito no pronunciaría jamás, como no fuera para volverlo a maldecir una y mil veces, tantas como gotas de leche le había dado (y al reflexionar en ello se golpeaba las tetas rugosas, como si las castigase por el delito de haber amamantado a una víbora). No fue tanto su vida escandalosa de milonguera, sus insultos, maldades y comadreos: lo que no le perdonaría nunca (besaba la cruz de su pulgar e índice resecos) era que se hubiese fugado con aquel malevito del bandoneón, ¡y robándole, además, aquellas cuatro sábanas de hilo de Italia, su gordo anillo de bodas y los quince pesos que tenía guardados en una calceta de lana oculta dentro del baúl! Al recordar sus cuatro sábanas de hilo, la vieja Chacharola se detuvo, rechinaron sus dientes y un eructo agrio le subió a la boca. Después reanudó su marcha rumbo a la calle Monte Egmont, vaso andante de ira, odio sobre dos piernas errabundas.

No es fácil describir la exaltación que aligeraba los pies de Adán Buenosayres cuando, tras el riguroso torneo que había mantenido con Samuel Tesler, bajó de a tres peldaños la escalera y vio la calle Monte Egmont. Cien pensamientos encontrados abejeaban en su mente, se combatían en fatales oposiciones o se armonizaban en síntesis de júbilo, según la interpretación que iba dando al mensaje de Solveig Amundsen tan imprudentemente confiado a Samuel y retenido con tanta malicia por el filósofo. Lo que persistía más allá de sus dudas y contra todos los avisos de su desengaño era la visión de una Solveig que lo llamaba desde lejos, realidad indiscutible que, al abrir un horizonte nuevo a su esperanza, movía ya los telares locos de su imaginación. «Porque dentro de un hora él, Adán Buenosayres, tocaría otra vez el llamador de bronce. Y Solveig Amundsen acudiría (no tanto al golpe del metal como en alas de un oscuro presentimiento), y vestiría las claras ropas de adolescente que Adán le había visto en su primera revelación de Saavedra. Enfrentados el uno y el otro a la manera de dos universos que se distanciaban y vuelven a encontrarse, no hay duda que se mirarían largamente y en un silencio más hablador que todos los idiomas, dolorido él (¡sin que se viese demasiado!) y lleno al parecer de tristísimas reservas, temblando ella como una hoja, no sabría él si influjo de una madura contrición o acaso al de fervores que recién despuntaban. Y leyendo en el semblante de Adán, en su color marchito, en el derrumbe de su cuerpo y en la incuria de su alma el abandono de un amor al que todo puente se le ha negado, abriría ella los dos canales de sus lágrimas en un irresistible golpe de llanto que la sacudiría de pies a cabeza. Entonces él, con una voz agobiadora en su dulzura, le diría...» Pero, ¿qué diablos le diría él? Adán Buenosayres rechazó
in mente
aquella fábula idiota, bien que su rencoroso dolor fuese verdadero. «Tal vez habría sido mejor abatirse a los pies de Solveig Amundsen; e imitando la sencillez heroica del abuelo Sebastián ofrecerle a ella su Cuaderno de Tapas Azules con una mano ensangrentada que venía oprimiendo cierta mortal herida...»

«¡Ridículo!», se reprochó en su ánimo, y borró cuidadosamente de su imaginación hasta el último vestigio de la escena.

Los tres cocheros fúnebres alinearon sus copas vacías en el mostrador de «La Nuova Stella de Posilipo», ante los ojos muertos de don Nicola que fregaba el estaño maquinalmente con su roñoso delantal.

—Sí —gruñó el Cochero Flaco pasándose la lengua por el bigote húmedo todavía—. La gente se ha vuelto dura como fierro, y no se ablanda ni ante la muerte. ¡Hijos de tal por cual! Sí, sí. Este oficio ya no vale un carajo a la vela.

El Cochero Antiguo se quitó la ruinosa galera de felpa y la estudió con melancolía visible.

—En otro tiempo —aseveró—, la muerte impresionaba más que ahora, y los acompañantes del finado abrían el bolsillo que daba gusto. ¡Hasta ocho nacionales de propina he llegado a juntar en dos entierros! Pero la gente de hoy...

—¡Son unos grandes hijos de tal por cual! —tronó el Cochero Flaco—. No ha caído el último terrón en el hoyo, los enterradores no han plantado la cruz todavía, ¡y la gente ya dispara, quiere irse lejos, volver a sus negocios y chanchullos! ¡Bah!

Frotando los botones de su levita con una manga lustrosa, el Cochero Gordo mostró al reír las diezmadas hileras de sus dientes verduscos.

—Imagínense —refirió— que hoy vuelvo de La Chacarita con un burgués copetudo: lo llevo hasta su casa (¡el hombre, para colmo, vivía en la loma de la miércoles!); al llegar me tiro del pescante al suelo, me saco el tubo en gran forma, le abro la portezuela, ¡y el gran hijito de tal por cual me larga un níquel de veinte centavos!

—No lo habrás derrochado en mujeres —observó el Cochero Antiguo sin jovialidad alguna.

Se dio aquí un opaco silencio de borrachería.

—Triste oficio —volvió a gruñir después el Cochero Flaco.

—Triste —asintió el Cochero Antiguo—. ¿Otra vuelta?

—¡Otra vuelta, patrón, y es la mía! —ordenó el Cochero Flaco volviéndose a don Nicola, cuyos ojos resucitaban.

Apenas hubo salido a la calle Monte Egmont, Adán Buenosayres aventuró dos o tres pasos indecisos de prisionero en fuga. Deteniéndose todavía, y en otro ávido gesto de prisionero, buscó el espacio libre con la mirada y cerró al punto los ojos, deslumbrado por el sol otoñal que declamaba las formas, ponía risa en los colores y lo arrebataba todo a su tremendo júbilo. Vuelto el semblante a la esfera de la luz, Adán sintió que se desvanecían en su ser los viejos cuidados, las esperanzas nuevas, los metafísicos terrores, las penurias de su entendimiento y las insistencias de su memoria, todos los rasgos íntimos, en fin, que constituían la inalienable, la dolorosa, la sempiterna cara de su alma: se desvanecían para dar sitio a la caliente felicidad que bajaba de lo alto, ¡y eso también era vivir en Otro por la vida del otro y la muerte de sí mismo! Al par que iba conviniéndose a la gloria del sol, el pecho se le dilataba en una inspiración profunda que correspondía exactamente a la sutil inspiración de su alma; y cuando llegó al ápice de aquel movimiento respiratorio y advirtió que sus ojos cerrados ya se le humedecían, Adán supo que terminaba su éxtasis; pero al descender traía una presa de las alturas en cierta irresistible disposición al canto, en una urgente necesidad de alabanza, ¡y eso era todo « mecanismo de la poesía!

—¡Ojo derecho del Cielo, aleluya!

Dos nuevas preocupaciones asaltaron su mente no bien hubo reiniciado la marcha. Recaía la primera en su flamante condición de viajero, ya que, abandonando ahora su inmovilidad, se lanzaba otra vez a la incertidumbre y locura de los movimientos humanos, y arrancándose a la contemplación de aquel centro unitivo que se llamaba Solveig Amundsen, volvía nuevamente al río azaroso de la multiplicidad. Cierto era que la calle Monte Egmont no daba señales de inquietud alguna en el sector que Adán Buenosayres recorría ya con un deslumbramiento de resucitado. Pero bien sabía él que, apenas cruzara la de Warnes, entraría en un universo de criaturas agitadas: en aquel otro sector de la calle se habían citado al parecer todas las gentes de la tierra, mezclaban sus idiomas en un acorde bárbaro, se combatían entre sí con el gesto y los puños, instalaban al sol el tablado elemental de sus tragedias y sainetes, y todo lo convertían en sonido, nostalgias, alegrías, odios, amores.

—¡Un demonio de calle o una calle del demonio! El crisol de las razas. ¿Argentinopeya?

Y vaciló al recordar las figuras tentadoras u hostiles que a su paso no tardarían en clavarle la mirada, la voz y hasta el silencio. Con todo, al abandonar el mundo abstracto de su habitación, sentía, como de costumbre, una fuerte apetencia de lo concreto y sólido que ya estaba inclinándolo a cierta expectación de ángel maduro para la caída.

—¡Mirar otra vez las formas en sus carnaduras espesas, los colores jugosos, los pesados volúmenes! Bajar al polvo y revolcarse otra vez en él, como los gorriones y los caballos de Maipú. Anteo y la tierra, sí, un símbolo. ¿Y el caballo celeste? No está de turno ahora.

El otro cuidado no lo afectaba en su condición de viajero sino en su naturaleza de amante, y el Cuaderno de Tapas Azules que había resuelto llevar a Saavedra lo embarcaba otra vez en laboriosas reflexiones. Porque, al leerlo, ¿se reconocería Solveig Amundsen en la pintura ideal que había trazado él con materiales tan sutiles? ¡Bah! No era eso lo que le interesaba en realidad, sino el conocimiento que mediante aquellas páginas haría Solveig de un Adán Buenosayres prodigiosamente desconocido hasta entonces. «Acaso, al descubrírsele de pronto aquel extraño linaje de amor, ella se le acercaría con los pies amorosos de la materia que busca su forma. Y sería en el invernáculo de su jardín y ante una muerte de rosas otoñales que ya nada les diría, porque...»

—¡Epa! Basta.

Retrocediendo en la conocida pendiente de sus imaginaciones, Adán cayó en una duda final que interesaba igualmente a su naturaleza de enamorado y a su índole de artista: después de tan largo distanciamiento y de la poética transubstanciación que había realizado con una leve figura de muchacha, ¿reconocería él a la Solveig ideal de su cuaderno en la Solveig de carne y sangre que lo había llamado y a la que se aproximaba en aquel instante? La confrontación de ambas criaturas era temible.

—¡Chacharola! ¡Chacharola!

El coro de voces ásperas lo arrancó brutalmente de sus especulaciones. «Calle Hidalgo», localizó Adán.

—¡Chacharola! —gritó la voz de un chico, dura y llena de aristas como un cascote—. ¿Y las cuatro sábanas de hilo de Italia?

El coro repitió en un acorde brutal:

—¿Y las cuatro sábanas de hilo de Italia?

Se oyó al punto el graznido ronco de la vieja:


Brigante!

—¡Chacharola! ¿Y el anillo de oro? —cacareó en seguida otra voz infantil que no era inocente ni lo había sido jamás.

—¿Y el anillo de oro? —repitieron a una las voces corales.

Adán aceleró su marcha.


Bandito!
—graznó la vieja desde la calle Hidalgo.

—¡Chacharola! ¿Y los quince pesos de la calceta?

Ya en el cruce de Monte Egmont e Hidalgo un tropel de chiquilines en fuga cayó sobre Adán Buenosayres, lo hizo girar como un trompo y se alejó en clamorosa desbandada. Simultáneamente Adán vio cómo el palo de la Chacharola describía una parábola en el aire, y oyó a la vieja que, tremolante de brazos, dirigía un insulto final a sus cobardes enemigos:


La putta de la tua mamma!

Recogiendo el palo de escoba que había rodado hasta sus pies, Adán se dirigió a la Chacharola y lo restituyó a su mano crispada todavía. Entonces la vieja reacomodó lentamente sus arrugas hasta construir algo semejante al espectro de una sonrisa, y tendiendo hacia los fugitivos un índice rematado en cierta uña luctuosa:

—¡Son unos hijos de puta! —los definió castizamente.

Luego, señalando con el mismo índice la vecina torre de San Bernardo:

—Hoy, San Vitale —gruñó devotamente—.
Bello!

—Sí —le respondió Adán—, la misa de San Vitale.

La vieja recobró súbitamente su máscara de ira y le clavó dos ojos fanáticos.

—¡Un mártir! —dijo en tono polémico.

—¡Un gran santo! —la tranquilizó Adán en seguida.


¡Povero San Vitale!
—lloriqueó entonces la vieja sin una lágrima—.
Bello! Bello!

Y se alejó por la calle Monte Egmont rumbo a la de Olaya, trazando con su cabeza fatales movimientos de negación.

Polifemo dejó caer la mano derecha (una mano ciclópea debajo de cuya piel se ramificaban los gruesos arroyos de su sangre), y acarició amorosamente las cuerdas de su guitarra dormida; hundió al mismo tiempo la izquierda en el bolsillo de su chaquetón, y un tintineo de monedas recónditas le alegró a la vez los oídos del cuerpo y los del alma. Después irguió su cabeza majestuosa, y, describiendo con ella un arco de oriente a occidente, buscó el ojo del sol que ardía en las alturas, hasta sentir en su piel la caliente mirada del astro. Polifemo era dichoso y fuerte: podía mirar al sol con los ojos abiertos. Claro está que su ceguera le robaba las formas y colores del mundo; pero sus oídos, en cambio, se abrían a toda la música de la tierra. Justamente ahora escuchaba los acordes (¡hum!) del jazz que hacía su ensayo cotidiano en la trastienda de «La Hormiga de Oro»: a Polifemo no le desagradaba la musiquita, pero en aquel instante hubiera deseado que concluyese, para poder oír el arrullo de las palomas en la torre de San Bernardo, la cháchara de las costureras vecinas, el escándalo alegre de los gorriones, todo el mundo sonoro que le llegaba por las orejas. Bien: aquello era el arte por el arte. Su oficio verdadero consistía en acechar el paso de los caminantes, en distinguir si era de hombre o de mujer, si de joven o de viejo, si el paso revelaba un corazón dadivoso o mezquino, si traducía un estado actual de júbilo, mal humor o indiferencia. Luego no le faltaba sino hacer oír su voz maravillosa (en tal diapasón o en tal otro, según el caso), y recoger la moneda que inevitablemente caía en su platillo de latón. Polifemo cifraba su orgullo en tres perfecciones distintas: en su ciencia infalible de asaltante de almas, en su voz llena de registros patéticos, y sobre todo en su figura. Porque bien se veía él a sí mismo, con aquella guitarra española que no sabía tocar, pero que agregaba un tono y un volumen a la escena, con ese viejo chaquetón de color de musgo, con aquella barba torrencial, aquellos ojos de profeta ciego y aquel brazo amenazador que sabía dirigir exactamente hacia el Cristo de la Mano Rota. ¡Qué gran actor era Polifemo! ¡Tra, la, la! El negocio iba como sobre ruedas, y nadie sospechaba en Villa Crespo que bajo ese chaquetón de color de musgo se escondía el propietario de tres casas de renta y una más en escritura, ganadas todas con el sudor tranquilo de su arte. ¡Tra, la, la! Polifemo sintió que la risa le retozaba ya en el gañote; pero la estranguló en el acto, no sólo para evitar que se le descompusiese alguna línea de su máscara, sino también asaltado por un súbito resquemor de conciencia ¿No sería él, Polifemo, un bandido solemne, algo así como un farsante de siete suelas? Meditó un segundo, batiendo sus párpados enrojecidos. ¡No, eso no! La Providencia Divina que no desampara ni al más triste de los pajaritos, lo había gratificado con aquellos dones para sostenerlo en su desgracia. Polifemo se aferró a esa lógica indestructible: así era, sin duda. Y, ya tranquilo, volvió a gozar del sol, del aire puro, del jazz que se obstinaba en «La Hormiga de Oro» y del zumo agradable que iban desolando sus bien maduras justificaciones. Un rumor de pasos a su derecha no tardó en arrebatarlo de tanta embriaguez.

BOOK: Adán Buenosayres
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