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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (3 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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El estruendo brutal de algo que se derrumbaba en el escritorio lo arrancó violentamente de sus abstracciones. Adán oyó gritar a Irma la más redonda y enérgica de las obscenidades, cortada en su raíz por cierto alarido humano que se levantó de pronto en la habitación contigua:

—¡Mujer infernaaal!

Reconoció entonces la voz de Samuel Tesler y oyó en seguida los tres puñetazos que el filósofo daba en la pared medianera para exigirle testimonio y solidaridad contra los excesos de Irma. «La bacante ha despertado a Koriskos —observó Adán—; Koriskos tiene razón contra la bacante.» Respondió entonces con los tres puñetazos de ordenanza, y al punto la voz del filósofo, que había seguido maldiciendo, se replegó sobre sí misma, decayó como un viento, hasta morir en suaves y adormilados gruñidos. Atento aún al susurro del otro, Adán Buenosayres abandonó heroicamente sus colchones, fue a la ventana y, abriéndola toda, permitió que una luz torrencial invadiera su cuarto. Luego, fiel a una venerable costumbre de los poetas líricos, volvió a la cama y se dio a respirar el aire fuerte del otoño. Desde la calle Monte Egmont no subía ya el aroma de los paraísos, como en la bárbara primavera de Irma (y Adán le había dicho que sus ojos eran iguales a dos mañanas juntas, o quizá la besó), sino el aliento del otoño pesado de semillas y fragante de hojas muertas. Mejor era el olor de las rosas blancas, porque las rosas blancas le hablarían siempre de Solveig Amundsen. Aquella tarde vio cómo se inclinaba ella en la penumbra del invernáculo: había rosas blancas, y estaban como ebrios con el olor de las rosas, y ella también era una rosa blanca, una rosa de terciopelo mojado; y su voz debía de tener algún parentesco íntimo con el agua, pues era húmeda y de clarísimas resonancias, como la del aljibe, allá en Maipú, cuando la piedra caía y levantaba músicas recónditas. Estando solos él y ella en el vivero de las flores, aquel recinto los aproximaba como nunca; y ésa fue su gran oportunidad y su riesgo inevitable, porque Adán, junto a ella, sintió de pronto el nacimiento de una congoja que ya no lo abandonaría, como si en aquel instante de su mayor acercamiento se abriese ya entre ambos una distancia irremediable, a la manera de dos astros que al tocar el grado último de su cercanía tocan ya el primero de su separación. En aquella luz de gruta que, lejos de roerlas, conseguía exaltar las formas hasta el prodigio, la de Solveig Amundsen había cobrado para él un relieve doloroso y una plenitud cuya visión lo hacía temblar de angustia, como si tanta gracia sostenida por tan débil soporte le revelase de pronto el riesgo de su fragilidad. Y otra vez habían empezado a redoblar en su alma los admonitorios tambores de la noche, y ante sus ojos alucinados vio cómo Solveig se marchitaba y caía, entre las rosas blancas, mortales como ella.

Adán cerró los párpados: ¡cómo le dolían esos pobres ojos! Cuando abusaba uno de la noche pidiéndoselo todo a su reinado, la noche ardía como un aceite negro y devoraba los párpados que no conseguían juntarse. Luego, sobre los párpados doloridos, la luz del día quemaba como el alcohol. —¿Sería él, acaso, un espíritu nocturno, emparentado con aves maléficas, insectos de culo fosforescente y brujas que montaban en escobas mansitas?— No, porque su alma era diurna e hija del sol padre de la inteligibilidad. —Siéndolo así, ¿por qué vivía de la noche?— Frecuentaba la noche porque en su siglo el día era incitador y antorcha de una guerra sin laureles, violador del silencio y látigo contra la santa quietud; exterior como la piel, activo como la mano, sudoroso como las axilas, vocinglero y fecundo en embustes, de sexo varonil, joven héroe de tórax velludo. Se apartaba del día porque lo embarcaba en la tentación de la fortuna material, en el ansia de poseer objetos inútiles y en el deseo malsano de ser político, boxeador, cantante o pistolero. —¿Y la noche?— Incolora, inodora e insípida como el agua, la noche producía, sin embargo, una borrachera igual a la de los buenos vinos; silenciófila, estimulaba empero el amanecer de las voces difíciles y los hondos llamados que sofoca el día bajo sus trombones; antípoda de la luz, ordenaba, con todo, la visibilidad de las estrellitas; destructora de cárceles, favorecía la evasión; campo de tregua, facilitaba la unión y la reconciliación; hembra curativa, refrescante y estimulante, se ayuntaba con el hombre y concebía un hijo, el sueño, graciosa imagen de la muerte. Y, sin embargo, la noche pesaba dolorosamente cuando al fin quería uno dormirse y el sueño se le negaba. ¡Sus grandes ojos infantiles, abiertos allá, en la medianoche de Maipú, cuando el insomnio lo iniciaba tempranamente, ¡ay!, en los misterios de su vocación nocturna! ¡Y aquel «viaje al silencio», a través de «la selva de los ruidos», que había inventado él para dormirse y al que se lanzaba en las inquietas noches de su niñez! El oído del turista encontraba su primer obstáculo en el torear de los perros a la luna levante o a la luna poniente; más allá distinguía el bullir de las ovejas apretadas en el corral, o el mugido de alguna vaca insomne, o el rascarse del caballo nochero en el palenque; todavía más lejos daba con la música de los bicharracos lacustres que hacían oír en el cañadón sus guitarritas de cristal o sus violines de agua; en un plano de mayor lejanía escuchaba el deslizamiento de algún tren remoto que perforaba la noche; después algo indefinible que podía ser una conversación de gallos lejanísimos (los gallos «telepáticos» de Lugones) o el rumor de la tierra que giraba sobre su eje; y al fin el silencio puro, el silencio medicinal que llenaba los oídos, se hacía canto y arrullaba; porque el silencio es principio y fin de toda música, tal como el blanco es principio y fin de todos los colores. ¡Y eso había sido su niñez! Allá quedó, en el bosque sonoro de Maipú: lobisones aullantes la seguían a través de los ruidos nocturnos, ¡oh, aventura! Y era una vez... Adán estaba en su camita, con el oído puesto sobre el mismo corazón de la noche; y de pronto se dijo que la tierra estallaría sin remedio antes de que se pudiese contar hasta diez. «¡Uno, dos, tres, cuatro —contaba él con los dientes apretados de angustia—; cinco, seis, siete —y contenía la respiración—; ocho, nueve, ¡nada!, nada por esta vez!» O su madre había muerto, y él, con su traje de domingo, lloraba junto al ataúd de madera negra, ¡ay!, de madera negra con manijas de bronce; y sería un llanto sin gestos el suyo, un llanto silencioso de hombrecito. Y habría en la estancia un fuerte olor de coronas fúnebres, de cera que arde y de pabilos carbonizados; y él, ¡pobre criatura!, daba el último adiós a su madre, por última vez la miraría dentro del ataúd, antes de que vinieran los soldadores de ataúdes, ¡ay!, los hombres que sueldan cajas de plomo con soldadores de acero. Y a su alrededor, envueltas en claras ropas, se moverían las grandes mujeres de la vecindad; y viejas de negros chalones le acariciaban el rostro con sus manos que olían a trapos antiguos, a ratón o a venerables papeles amarillentos. En el patio habría hombres de pie que dicen cosas de la muerte, y en el salón hombres sentados que dicen cosas de la vida, mientras el mate corre de mano en mano y suena la bombilla, ¡ay!, sonaba la bombilla de los tiempos alegres. Y estarían sus compañeros del tercer grado mirándole con estupor y curiosos de saber cómo era un chico a quien se le ha muerto la madre; y con ellos había venido María Esther Silvetti, su compañera de banco, y tal vez lo besaría en la frente puesto que ya eran novios y se mandaban cartitas. Pero él, ¡cuan alejado estaba de todo eso! Adán sólo miraría el rostro de su madre cubierto de un sudor frío que se enjuga con suaves pañuelos; las manos de su madre, las manos de acariciar, zurcir, peinar y hacer la corbata, las pobres y tristes manos infatigables. Y su llanto arreciaría sobre todo por esas manos, y Adán era el centro de todas las gratas voces compasivas... De pronto, volviendo a la realidad, oía desde su cama la lenta y armoniosa respiración de su madre; y comprendía entonces que su drama no era real sino imaginado. Pero sus lágrimas corrían verdaderamente, y cien voces duras lo acusaban en la niebla: «¡Monstruo!», «¡Ahí está ese chiquilín que se goza en imaginar la muerte de su madre!», «¡Imagina la muerte de su madre para que todos lo compadezcan y admiren!»

—¡No, no es verdad! —lloriqueaba él respondiendo a las voces. Y para combatir aquella visión de muerte que aún lo perseguía, recitaba su tema de Historia Nacional: «Una bala mató el caballo de San Martín, y un soldado español disponíase a clavarle su bayoneta...» Pero todo era en vano, porque las escenas de muerte retornaban a su imaginación con una minuciosidad aterradora, y volvían los candeleras y las flores y los murmullos apagados. «¡Ah!» Su madre despertaba entonces, oyendo aquel grito de angustia. «Es Adán que tiene un mal sueño —decía ella—, será mejor que lo recuerde.»

Entre divertido y piadoso Adán Buenosayres evocaba esa niñez como si no fuera la suya sino la de un hermano ausente, o como si la hubiera leído hacía muchos años en el libro
Corazón,
junto a cristales azotados por el aguacero, mientras abuela Úrsula cantaba:

Viernes Santo, Viernes Santo,

día de grande Pasión,

cuando lo crucificaron

al Divino Redentor.

Y sin embargo, ¡qué bien reconocía la suya en el alma de aquel niño doloroso! Ciertamente, más grato era evocar entonces la figura del abuelo Sebastián, enterrado no hacía mucho en el cementerio de Maipú. ¿Cómo se reconstruía la cara del abuelo Sebastián? Era necesario juntar los párpados con fuerza y pensar en él intensamente: al punto, dentro de la negrura interior, aparecían la barba lluviosa, los ojos redondos y lucientes como cabezas de tornillo y la encorvada nariz del abuelo Sebastián. Todo el mundo sabía en Maipú que el abuelo había llegado a Buenos Aires en un barco de vela, como don Juan de Garay; y nadie ignoraba que había sido contrabandista en el tiempo de Rozas. Adán lo dijo en clase, y, aunque los chicos no lo creyeron, don Aquiles aprovechó la coyuntura para enseñar que Rozas había sido «un déspota cruel» y que el contrabando es una cosa muy fea que se castiga en los códigos. ¿Cómo sería el abuelo en aquella época? ¿Usaba chiripá, botas de potro y facón de plata en la cintura, como se veía en los grabados de la Historia Nacional? Adán cerró los ojos, como en sus noches de Maipú, y lo evocó nuevamente bajo la parra familiar que gorriones ávidos asediaban: el abuelo tenía el jarro de loza entre los muslos (porque le gustaba el vino negro), y su risa era un elogio de la mañana que se había venido desnuda. Entonces los relatos le brotaban a montones, y chicos y grandes pendían de su boca llena de palabras coloreadas y de refranes bárbaros. ¡Qué lindo era, entre todos, aquel episodio de la sangre! El abuelo Sebastián ha sido apresado por la Mazorca: heridos están sus hombres, incendiada su ballenera de contrabandista. Entre dos mazorqueros (escapados tal vez de la novela
Amalia)
el abuelo se dirige a la residencia del Ilustre Restaurador: el esbirro de su derecha tiene (¡Dios nos libre y guarde!) un barbijo patrio que le cruza la cara; el de la izquierda sonríe, pero su sonrisa vale tanto como el barbijo de su compañero. Sin embargo (y no es por alabarse), el abuelo está tranquilo como si dirigiese un cargamento de yerba paraguaya: es la hora de la siesta y en las calles de Buenos Aires no se ve ni un gato. Entran por fin en un zaguán fresco y sombrío como una gruta, y desembocan en cierto patio donde una mulata vestida de rojo pisa maíz encorvándose toda sobre su mortero (¡a lo mejor había mazamorra esa noche!). Y de repente, ahí no más, el abuelo se topa con el mismísimo don Juan Manuel que sentado en su catre de tijera toma un «amargo», mientras observa fijamente sus chancletas bordadas, quizá, por Manuelita. Uno de los mazorqueros, el de la cara cortada, le dice algo pegándosele a la oreja; pero el Ilustre Restaurador no parece oírlo, tan ocupado está en sus cavilaciones; y cuando aparta sus ojos de las chancletas, es para clavarlos en las botas del abuelo Sebastián, por cuyas puntas asoman los dedos terrosos con fuertes uñas de ágata. —«¿Conque vos sos el vasco sinvergüenza que trae mercaderías del Paraguay?», le dice al fin don Juan Manuel. —«Para servir a Dios y a la Santa Federación», contesta el abuelo; y sus palabras caen en un silencio extraño, porque la negra ya no pisa maíz, tan embobada está en la contemplación de la escena.

—«Vamos a ver, ¿cuántos salvajes unitarios pasaste a la otra Banda?»

—«Yo no soy contrabandista de hombres, Ilustre Restaurador.»

—«¡Hum!», exclama Rozas. «A lo mejor me harás creer que sos un buen federal.»

—«¡Soy un buen federal!», responde el abuelo, y no miente. Don Juan Manuel sigue ahora el vuelo de un tábano que zumba y gira entre los racimos de la parra; la negra tiene ahora los ojos grandes como platos, y el hombre del barbijo estudia ya el cogote del abuelo como si eligiera el sitio conveniente para tocarle el violín.

—«¿Y la divisa? Vamos a ver, ¿dónde está la divisa de los buenos federales?», pregunta Rozas como chacoteando. Aquí el abuelo Sebastián se ríe, y su reír le sacude la barba como un golpe de viento. Sin afectación alguna entreabre su camisa y deja ver en su pecho desnudo las heridas que ganó en la refriega: la sangre corre bajo su tirador estrellado de onzas españolas, baña sus muslos y le cae ahora en hilitos sobre las botas de potro. ¡Ahí está la divisa! En silencio ha quedado el ilustre don Juan Manuel, porque la sangre al sol es a veces tan bella como la rosa más pura. Luego, dirigiéndose a sus hombres: —«Suéltenlo nomás», les dice. Y agrega: —«¡Es un vasco lindo!»

¡Oh, aventuras de ayer —pensó Adán—, caballos, aguas, vientos! ¡Caballos de sonante verija y de puro aliento vegetal, redoblando en los pagos de Maipú y en algún día que su niñez consagró a fabulosas empresas! ¿Qué hacer ahora? ¿Qué hacer ahora de sus manos inútiles? Tal vez los ocho vascos enormes, que se lo llevaron a pulso hasta el cementerio de Maipú, habían enterrado a la aventura junto con el abuelo Sebastián: era una mañana veraniega, y los ocho vascos, al llegar frente a la pulpería de Ugalde, habían dejado el ataúd en el suelo para tomarse una sangría de vino, agua y azúcar; Adán se había quedado afuera, y sus ojos infantiles iban del negro cajón abandonado en el polvo a una bandada de gorriones que se revolcaban en la misma tierra caliente. ¿A dónde se había ido el abuelo?, ¿a la estancia de aquel «don Cristo mentao» que describía el disco gaucho en el fonógrafo de la casa? Eso era, sin duda: el abuelo Sebastián había llegado a la estancia celeste, le habían permitido desensillar y había soltado su tordillo viejo en el campo de las estrellas.

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