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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (52 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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Pero vacío está el umbral de Cloto, y Adán Buenosayres lo toca, en una suerte de caricia. La noche sin límites, la calle borrosa y la infinita lluvia crean en torno suyo un ambiente abstracto en el cual, sin esfuerzo alguno, adivina el alma y se adivina. Nunca sintió Adán, como ahora, la certidumbre de una gran adivinación; pero todo él es un ojo desvelado que se vuelve a sí mismo, abarca su propia indignidad y se dice que ya es demasiado tarde para recoger la sabiduría de Cloto. Por eso, al retomar su camino, lleva en sí la noción de su muerte definitiva. ¡No sabe —y es bueno que no lo sepa— que sólo va herido y que la naturaleza de sus llagas es admirable! Se cree solo y derrotado, ¡y no sabe que a su alrededor milicias invisibles acaban de reunirse y combaten ahora por su alma, en un silencioso entrevero de espadas angélicas y tridentes demoníacos! No lo sabe, ¡y es bueno que lo ignore! Pero, ¿no es aquella la Flor del Barrio? Sí, Adán reconoce a la Flor del Barrio que, metida en el hueco de su puerta, aguarda como siempre al Desconocido, puestos los ojos en el fondo de la calle, pintarrajeada y vestida como una novia de juguete. Según el ritmo del viento, un farol bailarín le arroja y le retira su chorro de luz; y Adán, enfrentado ahora con la mujer, observa que su rostro embadurnado de cremas no tiene vida, que no se mueven sus pestañas duras de
rimmel,
que sus miembros están rígidos como nunca bajo la ropa de colores abigarrados. Y le pregunta él: «Flor del Barrio, ¿a quién esperas?» ¡Nada! La Flor del Barrio no responde. Un terror desconocido se apodera entonces de Adán Buenosayres: le parece advertir ahora un algo de artificial en aquellos ojos, en aquella boca, en aquellos petrificados músculos faciales. La sugestión es tan viva, que Adán no resiste al impulso de tocar aquel rostro. Pero no bien lo hace, una máscara de cartón se le queda entre los dedos. Y aparece detrás el verdadero semblante de la Flor del Barrio: los ojos cóncavos, la nariz roída, la desdentada boca de la Muerte.

—¡Imaginación! ¡Afanada siempre, como ahora, en su telar mentiroso! No me bastó forzar a las criaturas, exigiéndoles lo que no debían o no sabían dar; sino que, apoderándome de sus fantasmas, les hice cumplir destinos extraños a su esencia, poéticos algunos y otros inconfesables. ¡En cuántas posiciones inventadas me coloqué yo mismo, tejedor de humo, desde mi niñez! Confieso haber imaginado entonces la muerte de mi madre, y haberla padecido en sueños, como si fuese verdadera.

Confieso haber derrotado al campeón mundial Jack Dempsey, en el Madison Square Garden de Nueva York, ante la gritería frenética de cien mil espectadores. Confieso haber hecho saltar la banca de Montecarlo, en una noche prodigiosa, y haberme alejado luego, rico de oro y de melancolía, entre una doble hilera de tahúres corteses y bellas prostitutas internacionales. Confieso haber padecido la furia de Orlando, a causa de celosos amores, y haber demolido a Villa Crespo, sin otro utensilio que una maza de combate. Confieso haber sido
pioneer
de la Patagonia, y haber fundado allí la ciudad y puerto de Orionópolis, famosa por su expansión naval, dueña y señora de los siete mares. Confieso haber ejercido la dictadura de mi patria, la cual, bajo mi férula, conoció una nueva Edad de Oro mediante la aplicación de las doctrinas políticas de Aristóteles. Confieso haberme dado al más puro ascetismo en la provincia de Corrientes, donde curé leprosos, hice milagros y alcancé la bienaventuranza. Confieso haber vivido existencias poético-filosófico-heroico licenciosas en la India de Rama, en el Egipto de Menés, en la Grecia de Platón, en la Roma de Virgilio, en la Edad Media del monje Abelardo, en... ¡Basta!

Adán Buenosayres quiere librarse de aquellos monstruosos hijos de su imaginación que vuelven ahora, uno tras otro, desfilan ante su avergonzada conciencia, esbozan gestos ridículos, posturas teatrales, actitudes malditas. Pero los monstruos insisten; y Adán tiene la impresión de que giran en torno suyo, riendo como demonios, palmeando sus bocas ululantes y guiñando sus ojos malignos, en una ronda carnavalesca.

—¡Basta! ¡Basta! He malogrado mi único destino real, por asumir cien formas inventadas, tejedor de humo. O tal vez, a la manera de un dios inmóvil que, sin alterarse ni romper su necesaria unidad, desarrollase
ad intra
sus posibilidades, como soñando... ¿Analogía? ¡No! Megalomanía. ¡Sólo un literato!

Espadas angélicas y tridentes demoníacos chocan sin ruido en la calle Gurruchaga: se disputan el alma de Adán Buenosayres, un literato; porque, según la economía suprema, vale más el alma de un hombre que todo el universo visible. Pero Adán no lo sabe, y es bueno que no lo sepa todavía. ¡Puf! Sus narices captan ahora las primeras emanaciones de la curtiembre «La Universal», que se yergue a un tiro de piedra, con sus muros apestados y sus ventanales ciegos, viscosa y reluciente bajo la lluvia, como un hongo maligno. Antes de afrontar la curtiembre, Adán se para en la esquina, dudando aún: ¿hará él, como de costumbre, una inspiración profunda, y salvará el área peligrosa, contenido el aliento y a la carrera?

—Úlcera del arrabal: capitalistas desalmados e inspectores coimeros. Un olor de carroña, día y noche. Sí, el mismo de los animales muertos en la llanura: yo los he visto podrirse al sol, hirvientes de gusanos y zumbantes de moscas, exhibiendo a plena luz toda la gama de verdes y violetas enfermizos que da la carne corrompida. Más asqueroso aún el hedor de la carroña humana: en el cementerio de Maipú, aquel día, mientras exhumaban los restos del abuelo Sebastián, conocí el olor terrible, y se me anudó el estómago en una dolorosa náusea. La carne corruptible no soporta el asco de su propia disolución. Pero el alma no tiene olfato: ¡venerable Antígona, disputando a cuervos y hombres el cadáver de su hermano, cumpliendo el rito fúnebre, a medianoche, sólita su alma entre la polvareda y el hedor con que la carne grita su derrota! O aquella Rosa de Lima, bebiendo los humores de la úlcera para humillar la rebeldía de su cuerpo tan mortificado ya; o Ramón Lulio, que aconsejaba no rehuir el olor de las letrinas, a fin de recordar a menudo lo que da el cuerpo de sí mismo en su tan frecuentemente olvidada miseria. ¿Y por qué no lo haría yo esta noche? ¡Absurdo!

Pero Adán se ha lanzado sobre la curtiembre, y, entre avergonzado y curioso de sí mismo, recorre ya su acera con deliberada lentitud, aspirando los hedores que van haciéndose más intensos a medida que avanza. Y una gran ansiedad se apodera, entretanto, de las milicias invisibles que luchan a su alrededor. Porque la batalla cobrará otro ritmo ahora que Adán, sin saberlo, se ha declarado beligerante. Ya está él junto al portón de la curtiembre, debajo del cual se deslizan aguas negras y chorreaduras viscosas: detenido allí, Adán apoya su cabeza en el hierro mojado y recibe a fondo las emanaciones. Una primera náusea lo sacude hasta los pies; luego, entre angustias y trasudores, vomita largamente contra el portón. Jadeante aún, y secándose lágrimas y sudores con su pañuelo, Adán ojea la calle:

—Afortunadamente, ni un solo testigo.

¡Ignora él que a su alrededor mil ojos atentos lo siguen, y que la batalla recrudece ahora en torno suyo, porque se acercan ya instantes definitivos! Adán no lo sabe, y es bueno que lo ignore todavía: curioso de sí mismo, sonriéndose ante la visible inutilidad de su gesto, abandona el portón y reanuda su marcha. La desarmonía de su cuerpo logró silenciar por un instante aquellas voces íntimas que han venido persiguiéndolo a lo largo de la calle; pero no bien se aleja de la curtiembre, acuden otras voces, murmuran o gritan en su alma, como si la calle supiera el número exacto de sus remordimientos y se los recordase, uno por uno, con la prolijidad inexorable de un juez. Allí está el zaguán de las muchachas (¡bisbiseo, susurros!), desierto ahora, sombrío
y
mojado como una gruta.

—Cuerpos jóvenes, ayer, adulados por la luz y encarecidos en el elogio que les gritaba mi sangre desde aquí mismo: Ladeazul, Ladeverde, Laderrosa, dispersadas las tres en mil gestos provocadores (¡ah, sin saberlo quizás, o sabiéndolo acaso desde la primera Eva!). Esplendor animal que se dirige, llamando, a los oídos de la carne; pero que llama con la voz espiritual de la hermosura. ¡Sí, allí está el equívoco y la trampa invisible! Yo caí mil veces, antes de saberlo; y después otras mil, pero entonces con la conciencia turbia del que se presta voluntariamente a un juego vergonzoso. He tomado esas formas de mujer: las he transfigurado, incensado y cantado; para humillarlas, destruirlas y abandonarlas más tarde, según la violencia de mi sed o el desengaño de mi sed.

Saboreando la amargura de aquellos reproches íntimos, Adán Buenosayres pugna, en su congoja, por que no salgan del terreno abstracto en que todavía resuenan, temeroso de las imágenes que ya despiertan en su memoria, que se adelantan ya como vividos testimonios, que algo dicen o gesticulan, imprecisas aún. Pero las imágenes vencen al fin y se abalanzan: le gritan sus nombres de mujer, se desnudan con impudor animal, exhiben fríamente sus costumbres de amor, lanzan el aullido mecánico de sus éxtasis, repiten como loros las palabras tremendas que un día les dictó su locura. Y Adán Buenosayres, acorralado, trata de combatirlas, acallarlas y devolverlas a la sombra de que salieron. Pero nuevas figuras avanzan ahora; y al reconocerlas Adán siente un escalofrío de terror. Porque no son las criaturas vehementes que se quemaron un día en sus propios ruegos, sino las despojadas y ofendidas, las que padecieron violencia y cosecharon dolor. ¡Y están mostrándole ya sus caras dulcemente llorosas, o sus gestos de furia, o sus bocas abiertas en son de ruego, apostrofe o amenaza! Pero, entre todas, una figura se yergue de pronto, Euménide terrible.

—¡No, ella no! —suplica, balbuce Adán, cubierto de un sudor helado.

Porque la Euménide le clava ya sus ojos resecos y le tiende una mano roja de sangre.

—¡Ella no! —repite Adán,
y
gira sobre sí mismo, como sacudiéndose aquella imagen vengativa.

Entonces le parece que toda la calle se levanta contra él y grita con cada una de sus puertas, ventanas y claraboyas: «¡Adán Buenosayres! ¡Es Adán Buenosayres!» Y Adán huye ahora, cruza la calle Gurruchaga, perseguido de cerca por la Euménide que aúlla detrás palabras ininteligibles. Ruth, la declamadora, cacarea desde su cigarrería «¡Melpómene, la Musa de la tragedia, viene!» Y Polifemo, desde su rincón, tiende una mano hacia el Cristo de las alturas y recita, como un diablo irónico: «¡Dioooos se lo pagaraaaaá!»

La iglesia de San Bernardo yergue su torre única en la noche: cerrada está la verja, desierto el atrio y sin más vida que la de sus palmeras desmelenadas al viento. Adán Buenosayres se ha detenido allí, con el resuello agitado y el corazón batiente. Prendido a la reja, mira en torno suyo y escucha: nadie y nada: se han callado las voces y desvanecido las imágenes. Entonces la espesa nube de sus terrores, angustias y remordimientos estalla en un sollozo que lo sacude y ahoga, como la náusea de la curtiembre. Luego, sin abandonar la reja, levanta sus ojos hasta el Cristo de la Mano Rota; y permanece así, mirándolo y llorando suavemente:

—Señor, confieso en ti al Verbo que, sólo con nombrarlos, creó los cielos y la tierra. Desde mi niñez te he reconocido y admirado en la maravilla de tus obras. Pero sólo me fue dado rastrearte por las huellas peligrosas de la hermosura; y extravié los caminos y en ellos me demoré; hasta olvidar que sólo eran caminos, y yo sólo un viajero, y tú el fin de mi viaje.

Adán se interrumpe aquí súbitamente desalentado: le parece advertir que sus palabras interiores, lejos de ganar altura, se abaten como pájaros de arcilla no bien intentan remontar el vuelo. Y, entretanto, espadas angélicas y tridentes demoníacos han suspendido su contienda; porque llegó la hora en que Adán Buenosayres debe combatir solo.

—Señor —insiste ahora en su alma—, también confieso en ti al verbo que, por amor del hombre, tomó la forma del hombre, asumió su infinita deuda y la redimió en el Calvario. Nunca me fue difícil entender el prodigio de tu encarnación humana y los misterios de tu vida y tu muerte. Pero en tristes caminos malogré y ofendí la inteligencia que me diste como regalo.

Con los ojos puestos en el Cristo de la Mano Rota, guarda silencio Adán, esperando un signo inteligible, un solo eco de sus voces, la sombra de una comunicación. Pero no advierte señal alguna, como no sea el frío estelar que parece llover desde lo alto sobre su agonía. Entonces comienza en él un relajamiento más doloroso que la tensión. Adán ignora que mil ojos invisibles están llorando por él en las alturas, y que los de la espada, en torno suyo, han comenzado a mirarse y a sonreírse, como si desde la eternidad poseyeran un secreto inviolable. Y Adán intenta el último llamado:

—Señor, ¡no puedo más conmigo! Estoy cansado hasta la muerte. Yo...

Las campanas del cielo han comenzado a redoblar, y redoblan a fiesta. Voces triunfales estallan en los nueve coros de arriba; porque vale más el alma de un hombre que toda la creación visible, y porque un alma está peleando bien junto a la reja de San Bernardo. Pero Adán Buenosayres no las oye, y es bueno que no las oiga todavía: con sus ojos puestos en el Cristo de la Mano Rota, vuelve a esperar el anuncio de Alguien que tal vez lo haya escuchado. Y otra vez le contestan el silencio que mana del cosmos, el silbo de las palmeras aventadas y el canturreo de la lluvia. Su voluntad se quiebra entonces: desciende su mirada, gira él sobre sus talones y permanece allí como anonadado, frente al círculo de luz que un farol proyecta en los adoquines de la calle. Un perrito negro anda por allí, sentándose acá y allá sobre sus patas traseras, gimiendo y olfateando lugares, en el tormento de una deposición trabajosa; y Adán Buenosayres, muerto para sí mismo, sigue ahora con ojos todavía mojados las alternativas de aquel pequeño drama.

El cuzco negro se ha perdido en la noche. Adán cruza la calle Warnes y se interna en la de Monte Egmont: a la crisis de su alma sucede ahora un gran silencio interior que nace del mutismo en que han entrado su memoria, su entendimiento y su voluntad. Pero, ¿qué figura es aquella que duerme tendida en el umbral de su casa?

—Un linyera —se responde Adán—. Un pobre linyera que ha dado con sus huesos en Buenos Aires y se tumba donde lo agarra la noche.

Llaves en mano, Adán considera ese montón de trapos y envoltorios que se arrebuja en el umbral. Pero aquel hombre o no dormía o ha despertado, porque ahora se pone de pie y aguarda mansamente, como si el de aguardar fuera su gesto ineluctable. A la luz del farol esquinero, Adán contempla un rostro de barbas cobrizas y dos ojos entre consternados y alegres.

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