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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (48 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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Por senderos montañeses y huellas de cabras has ascendido hasta el viejo monasterio levantado en plena soledad. Una razón de arte, y no un motivo piadoso, te ha guiado en aquel ascenso matutino. Y al entrar en la capilla desierta se deslumbran tus ojos: frescos y tablas de colores paradisíacos, bajorrelieves adorables, maderas trabajadas, bronces y cristalerías gozan allá la inmarcesible primavera de su hermosura. Y estás preguntándote ya quién ha reunido, y para quién, tanta belleza en aquel desierto rincón de la montaña, cuando una fila de monjes negros aparece junto al altar y se ubica sin ruido en los tallados asientos del coro. Y te asustas, porque sólo te ha guiado una razón de arte. No bien el Celebrante inicia la aspersión del agua, los del coro entonan el Asperges. La casulla roja, con su cruz bordada en oro, resplandece luego sobre el alba purísima que viste aquel mudo sacrificador, en su antebrazo izquierdo cuelga ya el manípulo rojo sangre como la casulla. Y cuando el Celebrante sube las gradas del altar lleno de florecillas rojas, los monjes de pie cantan el Introito. A continuación los Kiries desolados, el Gloria triunfante, la severa Epístola, el Evangelio de amor y el fogoso Credo resuenan en la nave solitaria. Y escuchas desde tu escondite, como un ladrón sorprendido, porque sólo te ha guiado una razón de arte. Ofrecidos ya el pan y el vino, una crencha de humo brota en el incensario de plata; y el Celebrante inciensa las ofrendas, el Crucifijo, las dos alas del altar; devolviendo el incensario al acólito, recibe a su vez el incienso y lo agradece con una reverencia; en seguida el acólito se dirige a los monjes y los inciensa, uno por uno. Y sigues atentamente aquella estudiada multiplicidad de gestos cuyo significado no alcanzas; y, no sin inquietud, piensas ya que tan solemne liturgia se desarrolla sin espectador alguno y en un desierto rincón de la montaña, tal una sublime comedia que actores locos representasen en un teatro vacío. Pero de súbito, cuando sobre la cabeza del Celebrante se yergue la Forma blanca, te parece adivinar allí una presencia invisible que llena todo el ámbito y en silencio recibe aquel tributo de adoración, la presencia de un Espectador inmutable, sin principio ni fin, mucho más real que aquellos actores transitivos y aquel teatro perecedero. Y un terror divino humedece tu piel, tiemblas en tu escondite de ladrón; porque sólo te ha guiado una razón de arte.

El invierno te había sorprendido en Amsterdam: días y noches que llegaban y se desvanecían bajo cielos de pizarra o de hulla. Tu soledad había llegado a ser una cosa perfecta, entre hombres y mujeres que se te cerraban cual otros tantos mundos. Y te replegaste sobre ti mismo, hasta convertirte al fin en aquella criatura de vida extraña que durante un invierno quemó sus puentes y se atrincheró en el reducto de una habitación flamenca. Tu régimen de vigilia y de sueño no acataba ley ninguna, como no fuese la que le imponían aquellas lecturas dolorosas: eran libros de ciencias olvidadas, herméticos y tentadores como jardines prohibidos; y te habían revelado ya la noción de un universo
cuyos
límites dilatábanse hasta lo vertiginoso, en una sucesión de mundos ordenados como las vueltas de una espiral infinita. Pero tu razón trastabillaba en aquella floresta de símbolos que no se habían trazado para ella; y disminuía tu ser, en progresivo aniquilamiento, a medida que la noción de aquel macrocrosmo gigante se dilataba frente a tus ojos. Cierto es que se te proponía una ruta de liberación, mediante la cual tu ser abandonaba el círculo de las formas; pero las vías eran tan oscuras y tan indescifrables los itinerarios, que tu razón acababa por desmayar sobre los libros. A veces una iluminación inesperada se producía en el vértice de tu entendimiento, y era el gusto sabroso de aquellas intuiciones lo que te sostenía y alentaba en el áspero camino de tus lecturas. Otras veces tus ojos caían derrotados ante las letras que bailoteaban como pequeños demonios: y entonces, desertando tu alcoba, recorrías los muelles helados, junto a las barcazas que dormitaban en los canales bajo un cielo de pizarra o de hulla. Volvías al anochecer, para recobrar en tu habitación la misma fiebre que más tarde se prolongaba en tu sueño mediante figuras turbadoras: soñabas que una cadena infinita de muertes y de nacimientos conducía tus pasos a través de mundos en los cuales tu ser cobraba mil formas absurdas; o que te hallabas en la Ciudad Alquímica trasponiendo sus veinte puertas del error y vagando en torno de su muralla inaccesible, sin dar con la puerta única que conduce al secreto del Oro; y es así como tu cuerpo y tu alma se consumían en aquel universo abstracto. Caminabas un anochecer por los jardines de Wundel, cuando las exclamaciones gozosas de los paseantes reclamaron tu atención: hombres, mujeres y niños gritaban, señalando el cielo donde millares de golondrinas que regresaban al norte se unían y estrechaban en lo alto hasta formar una espesa nube de color de tinta; miles de alas doloridas, corazoncitos batientes, colas alisadas por muchos vendavales y ojuelos en que aún lucía el sol de otras latitudes, se apretujaban en el cénit, vacilando antes de resolverse a caer sobre la tierra. Y las gentes, al influjo de aquel signo primaveral, fundían sus hielos interiores, derribaban sus muros, reconstruían los rotos puentes del idioma y la sonrisa. De súbito, algo así como el cuello de una tromba se alargó desde la nube; y una columna de golondrinas, bajando lentamente hasta los árboles desnudos, los fue vistiendo de alas y rumores. No regresaste a tu cámara de torturas: el siguiente día te vio en los campos de Leyden, entre apretadas florestas de tulipanes rojos, blancos y amarillos.

Te ves por fin en la isla de Madeira, un viejo cono de montaña que se yergue sobre las olas. Acabas de hacer un alto en la mitad de tu descenso, y sentado a la sombra de un laurel muerdes un níspero gigante que se desangra en chorritos de zumo. Flores y frutas despliegan a tu alrededor un entusiasmo edénico; sobre la piedra caliente se tuestan verdosos lagartos; el sol asaetea la isla y el mar que la ciñe con su doble abrazo de espumas. Luego contemplas tu buque andado en la rada y circundado de canoas desde las cuales nadadores isleños se lanzan al mar en busca de las monedas que alguien les arroja. Has estado leyendo el
Cutios
platónico, los amores de Poseidón y la gloria de Atlántida la inmersa, uno de cuyos restos acaso pisas ahora. Vuelves a recordar aquella frase; «De la isla central sacaron la piedra que necesitaban: había piedra blanca, negra y roja.»

Y cuando al fin desciendes al embarcadero, observas que las olas arrastran en la orilla pedruscos negros, rojos y blancos.

A tu regreso habías realizado aquella nueva confrontación de dos mundos. Volvías a tu patria con una exaltación dolorosa que se manifestaba en urgencias de acción y de pasión, y en un deseo de hacer vibrar las cuerdas libres de tu mundo según el ambicioso estilo que te habían enseñado las cosas de allende. Pero tu mundo escuchaba en frío aquel mensaje de grandeza; y en su frialdad no leías, ciertamente, una falta de vocación por lo grande, sino el indicio de que todavía no era llegada la hora. Después había caído sobre ti la noche verdadera.

Adán Buenosayres vuelve a cargar su pipa: llueve otra vez con fuerza detrás de su ventana. Quiere aferrarse aún a las imágenes que ha revivido y calentado en su memoria; pero las imágenes huyen, se pierden en la lejanía, regresan a sus borrosos cementerios. Lo pasado es ya una rama seca, nada le anuncia lo presente, y lo porvenir no tiene color delante de sus ojos. Queda un Adán vacío frente a una ventana desierta.

«Que a tan doloroso extremo lo conducía...»

II

—Usted, Madre, ¿tiene conciencia de su responsabilidad frente al Hijo, que se lanzará muy pronto a las tormentas de la vida, sin otras armas espirituales y morales que las que se templan en el hogar? Hogar dije, ¡santa palabra! Madre, ¿ha reflexionado en los peligros que acechan a su criatura, si usted la deja librada, como en
este
caso, a las tentaciones de la calle?

El Director aguarda una respuesta, y zahiere a la madre con sus ojitos pletóricos de severidad: es un hombre de voz meliflua, bien que su color de tierra, sus facciones talladas a cuchillo, su torso rústico y cierta melancolía espesa que mana de su ser como la goma de un árbol, lo denuncian hijo auténtico de Saturno. Usa y abusa de un traje verdicelestegrís, con tonos de esponja y raras vislumbres de índigo, colores asombrosos que, según afirma el erudito Di Fiore, sólo es dable conseguir en el taller de la intemperie o en el de la más avarienta economía. Sin embargo, tres notas vehementes alegran el conjunto: una camisa de color de vómito de urraca (según lo ha definido Adán Buenosayres), el verde frenético de un corbatín y los botines de un amarillo alucinatorio.

—¡Conteste, Madre! —insiste ahora el Director, encabritándose pedagógicamente.

Pero la mujer se abroquela en un silencio humilde y sostenido como el de los vegetales: está de pie, con sus brazos que se le comban alrededor del vientre y sus ojos rendidos a la magia de los botines hipnóticos. Ciertamente, su entendimiento boya intacto en la superficie de aquel discurso que no ha entendido ni entendería nunca.

—No llorará —susurra entonces el puntano Quiroga en el grupo de maestros que integra con Adán Buenosayres, el gordo Henríquez y Di Fiore, junto al ventanal de la Dirección, a través de cuyos cristales es dado ver un cielo gris y preñado de lluvia.

El gordo Henríquez, embalsamador de pájaros, clava en la Madre sus fríos ojos de Anubis.

—Dura como una roca —dice al fin, volviendo a considerar una golondrina muerta que yace en el hueco de su mano.

—¡Más le valiera llorar a tiempo! —refunfuña entre dientes Adán Buenosayres—. La pobre se ahorraría lo que falta del maldito discurso, dándole a Pestalozzi una satisfacción de primer grado. El segundo grado se alcanzará no bien el chico llore viendo llorar a la madre. Y el tercero dará fin a la obra, cuando Pestalozzi llore a su vez con la madre y el hijo. ¡A eso le llama él «una reacción positiva»!

Escudriñando el cielo a través de los cristales, el erudito Di Fiore aprueba con un gesto de su cabezota inteligente.

—Y en total —gruñe—, eres cuerpos deshidratados. ¡Como si la humedad ambiente no bastase!

Asoleada y fresca, la risa del puntano Quiroga se hace oír en el grupo del ventanal. Entretanto la Madre se afirma en su actitud abstracta; visto lo cual el Director, anonadado ante aquel moroso despertar de una conciencia, levanta sus ojitos hasta el busto de Sarmiento que duerme sobre la biblioteca de la Dirección entre un pato criollo y una tortuga embalsamados. En el adusto semblante del prócer halla sin duda la emulsión que necesita, porque muy luego, desentendiéndose de la Madre, carga sobre el niño muy ocupado, a la sazón, en cambiar sonrisas y ademanes con un grupito de alumnos que desde afuera le corresponde, vibrante de solidaridad.

—Usted, Niño —declama el Director—. ¡Atienda, Niño! ¡Míreme de frente, Niño! Por su inconducta he debido citar hoy a su madre, alejándola del hogar que tanto la necesita. Contésteme, Niño: ¿así paga usted los mil y un sacrificios que ha hecho su madre para criarlo, defenderlo y educarlo? Madre dije, ¡santa palabra! Calculemos el solo gasto material. ¿Cuántos anos tiene usted, Niño?

—Diez —contesta el chico sin mayor inquietud.

—Todo un hombre. Calculemos a razón de un peso diario (y me quedo corto), entre manutención, ropa y escuela. Dígame, Niño: ¿cuántos días tiene un año comercial?

—Ciento sesenta —se resuelve a decir el chico en tren de aventura.

En la cara del Director acentúanse ahora los terrosos colores de Saturno:

—¡Trescientos sesenta! —grita—. Trescientos sesenta, que multiplicados por diez hacen tres mil seiscientos pesos moneda nacional.

El chico abre tamaños ojos ante aquella revelación matemática.

—¡Y eso no es todo! —agrega el Director con aire de triunfo—. Supongamos que su madre tuviera ese capital, y calculemos el interés que le habría rendido en diez años. Niño, ¿conoce la regla de interés?

—No, señor.

—Lo sospechaba. Tomemos un interés del cinco por ciento, el de las Cédulas Hipotecarias. ¿A ver? Un minuto.

Se apodera de un anotador y un lápiz, y con mano febril desarrolla el cálculo. Al mismo tiempo Adán Buenosayres rezonga junto al ventanal:

—¡Dios! ¿Qué crimen ha cometido ese chiquitín para merecer semejante castigo?

—Una pelea mano a mano, en el hueco de la calle Neuquén —le responde Quiroga.

—¿Y eso es todo? A su edad yo tenía una pelea diaria.

El erudito Di Fiore se lleva un índice a la sien izquierda.

—¿Ven esta cicatriz? —dice—. Una pedrada que me dieron cuando los de Gaona desafiamos a los de Billinghurst.

Sonríen los cuatro junto al ventanal. Y el mismo Sarmiento, sobre la biblioteca, parece ahora menos adusto, como si a su vez recordara las figuras heroicas de Barrilito y de Chuña. Pero el Director agita ya una hoja de papel en las narices del chico.

—¡Mil ochocientos pesos de interés! —exclama—. ¡Tres mil setecientos de capital! Monto: ¡cinco mil cuatrocientos pesos!

Y añade, volviéndose a la mujer:

—Madre, todo este sacrificio ha realizado usted por su criatura. ¿Dejará que la influencia de la calle lo malogre? ¿Sabe adonde puede conducir esa influencia? ¡Al delito, al hospital, a la cárcel!

Rápidamente, Adán se ha vuelto hacia sus tres amigos:

—Cárcel dije —parodia—. ¡Santa palabra!

Y traspone la salida, en tren de evasión, dejando a sus espaldas tres risas crueles, una madre absorta, un niño inquieto, un Director encabritado, una golondrina muerta.

Trota un viento glacial en el corredor flanqueado de columnas. Adán Buenosayres aspira hondamente aquella ráfaga; y luego, por uno de los intercolumnios, sale al parió donde trescientos escolares enardecidos rugen y se encrespan bajo un cielo de latón oxidado y entre paredes que sudan humedad y fatiga. Mientras avanza por entre los agitados racimos infantiles, Adán Buenosayres va midiendo el vacío de su alma. Como nunca siente ahora esa falta de presión interna que lo expone, desarmado, a la invasión de las imágenes exteriores; y escenas, gritos, colores y formas irrumpen en su alma vacía, tal un tropel de brutales forasteros que invadieran un recinto deshabitado.

En aquel instante, una gritería ensordecedora reclama su atención; y al recorrer el patio con la mirada ve un enjambre de chicos arremolinados en torno de un centro que no distingue aún. Las risas cacarean allá, y los gritos parecen concretarse ahora en uno solo:

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