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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (73 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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Aquí Barroso guardó un instante de silencio, que aprovechó Schultze para encararse conmigo y decirme:

—Usted es un pedagogo. ¡Vea su obra!


Mea culpa!
—gemí yo entre dientes.

Pero Barroso no había terminado:

—La escuela nos convirtió en tinterillos —rezongó al fin—. Entonces le dije a éste —y señaló a Calandria—: «Ñato, vamos a ser empleados nacionales.» Y éste me contestó: «Está bien, ñato.» En seguida me dije yo para mis adentros: «Mira, ñato, si no te metes en política vas muerto.» Sin más ni más lo agarré a éste, llegamos al Comité, nos dieron engrudo y fuimos a pegar carteles.

—¿Te acordás, ñato? —le interrumpió la «bomba» —. ¿Te acordás cuando nos agarramos a pinas con los
orejudos?

—Hacíamos méritos —le observó el «papagayo» severamente—. ¿Dónde iba? Sí, ganamos las elecciones. A los pocos días fuimos a ver al Senador, y le dije: «Correligionario,
éste
y yo tenemos que ser empleados nacionales.» Me contestó: «Ni una palabra más, correligionario; usted y el otro correligionario son desde ya ciento noventa pesos mensuales en Obras Públicas». ¡Estábamos bien pegados al Senador: había demasiado engrudo entre nosotros!

No dijo más el «papagayo». Y Schultze, que lo había oído sin gran interés, le respondió entonces:

—Por lo que veo, usted se me quiere fugar por la tangente de cierto fatalismo que no estoy dispuesto a tolerar en este prodigioso inquilinato. Al fin y al cabo, usted pudo agarrar la trincheta y el tirapié de su finado viejo.

—Pero, ñato, ¿sos un caído del catre? —te respondió Barroso—. ¡Agarrar una trincheta, cuando se estudió la electrólisis del agua!

—Y usted —agregó Schultze, volviéndose a Calandria— bien pudo subir al andamio paterno.

—¡Estás en la palmera, ñato! —le contestó la «bomba»—. ¿Quién sube a un andamio, sabiendo el teorema de Pitágoras?

Uno y otro, agarrándose mutuamente de los flecos, empezaron a sacudirse y a cantar, entre borbotones de risa:

En el extremo de una recta

que no se puede prolongar

levantar a dicha recta

una perpendicular.

—¡Mire su obra! —volvió a decirme Schultze, contristado. Luego tomó al «papagayo» y a la «bomba», les arregló los tiros y los remontó de nuevo, aflojándoles todo el piolín.

—¡Adiós, ñato! —le gritó Barroso desde las alturas.

—¡Ñato —rió Calandria en una comba—, no te la
piyés
en serio!

Siempre aferrados a la soga y combatidos por violentas rachas, entramos en el sector de los
Homoglobos.
En aquel pedazo de atmósfera, y casi a dos metros de tierra, flotaba una multitud de hombres de goma inflados casi hasta reventar al soplo del viento se movían en una contradanza grotesca; chocaban entre sí, dándose panzazos y cabezadas, todo ello sin perder la gravedad risible de sus gestos fríos y solemnes. Aquellas hinchadas figuras parecían sostener diálogos monótonos, de los cuales alcanzábamos algunas palabras como éstas: «Sí, doctor». «Pero, ¡doctor!», «Evidentemente, doctor», «
A
la recíproca, doctor». No sin dificultad, el astrólogo y yo avanzábamos por entre aquella nube de cuerpos flotantes que nos rozaban la cabeza con sus pies de goma, cuando, sin saber cómo, perdí el equilibrio y caí sobre una masa blanduzca. Me levanté al punto, y entonces vi que acababa de tropezar con un
homoglobo
desinflado a medias, el cual yacía en el suelo, sin dar señales de vida. Con infinito cuidado, Schultze recogió aquella envoltura fláccida, buscó y encontró su pico de globo, desató el piolín que lo estrangulaba; y llevándose luego el pico a los labios, comenzó a soplar concienzudamente. A medida que el
homoglobo
recuperaba su aire, descubría yo que no se diferenciaba de los otros: la misma cara solemne, el mismo chaqué ceremonioso, la misma galera tubular; como único rasgo distintivo, apretaba en su mano derecha un enorme lápiz azul, y otro colorado en su izquierda.

No bien hubo terminado Schultze su tarea insuflatoria, el
homoglobo,
restituido a su anterior prosopopeya, nos clavó una mirada vacía:

—Esto es un desacato —dijo sin pasión alguna—. ¿Saben ustedes con quién...?

Pareció recordar algo; porque, sin concluir la frase, dejó escapar una risita:

—No —dijo—. ¡Perdón! Olvidaba que ya no soy el Personaje.

Entretanto, su figura y sobre todo sus dos lápices despertaban algún recuerdo en mi memoria:

—Doctor —le dije—, ¿no nos hemos visto antes? Ese lápiz azul me inspira sentimientos melancólicos.

—Es bien posible —me contestó él—. Acaso el suyo figuró entre los mil rostros que desfilaron en aquella fúnebre antesala. Tal vez con este mismo lápiz escribí su nombre y su sentencia, entre otros mil igualmente infelices.

—¿Y cómo ha llegado a este recinto?

—Es una historia larga —me respondió el
homoglobo
—, y la contaré si desean oírla. Pero no está bien que me hayan inflado de nuevo: es una crueldad inútil.

Se recogió un instante, como para ordenar las voces que ya se levantaban en su memoria. Luego dijo:

...Este relato podría llevar como título: «Invención y Muerte del Personaje» No se yo si también la Historia tiene sus cuatro estaciones; lo cierto es que nuestro país, tras haber florecido en la primavera de sus héroes militares y fructificado en el estío de sus próceres civiles, caduca hoy en el otoño imbecil de sus Personajes o Figurones. El Héroe fue un caudillo: el Personaje es un «funcionario». Contra la opinión corriente, sostengo que no basta un apellido ilustre para formar al Personaje: cierto es que la vieja Oligarquía los produce a granel, a fin de dar siquiera una vida «oficial» a sus resecos vástagos que no tienen otra (porque, si bien se lo mira, el Personaje no es un «ente real», sino un «ente de razón» inventado por alguien); pero lo que constituye la esencia del Personaje es, justamente, una falta de esencia, un vacío absoluto, una desolación interna que lo hacen capaz de asumir todas las formas e imitar todas las actitudes. Un Personaje bien cocinado puede ser hoy Ministro de Hacienda y mañana jefe de Aviación, sin llegar a ser ni una cosa ni la otra, ni hombre, ni siquiera bruto; porque hablando en términos rigurosos, el Personaje es «la nada» con galera de felpa. No negaré que tan asombrosa disposición suele darse congénitamente, y que así obtenemos al Personaje nato, la más funesta de sus variedades; pero lo frecuente y vulgar es el Personaje construido a base de metódicas autodestrucciones. El Místico y el Personaje se parecen en que ambos destruyen en sí todo lo que tienen de humano, y se diferencian en que, si el primero se reconstruye prodigiosamente al «calor divino», el segundo lo hace no menos prodigiosamente al «calor oficial» Bajo la seca envoltura del Personaje no debe quedar, pues, nada vivo nada sensible, nada húmedo: sólo después de haberse negado y traicionado a si mismo, el Personaje logra la virtud exquisita de negarlo y traicionarlo todo. Señores, esta breve Anatomía, Fisiología e Higiene del Personaje quizá les ayude a comprender mi drama.

El Personaje nos dirigió una sonrisa triste que se combó después en cierto aire de orgullo:

—Pertenezco a una familia ilustre —nos dijo—. Mi bisabuelo, el Coronel X, figuro entre los ciento veinte mozos con que San Martín dio en San Lorenzo su famosa carga de caballería. Sableando a los godos que reculaban encabritó él su caballo al borde mismo de la barranca; y en aquel instante de peligroso equilibrio abarcó en una sola mirada ebria las aguas del Paraná, las naves españolas que abrían el fuego, los campos húmedos de rocío, la polvareda del combate, las torres de San Lorenzo y la inmensidad azul en que ya pintaba la aurora. Después cruzó los Andes con el Gran Capitán, desembarcó en Perú con Arenales, regresó como héroe de Ayacucho y murió en un campo de batalla de la guerra civil. Su vida, como la de sus compañeros de gloria, fue una tensión de arco hasta la rotura: la Patria no fue para ellos una madre, ni siquiera una novia, sino una hija que les acababa de nacer y cuya infancia se prolongaría más allá de sus muertes.

»Con la misma vocación o urgencia de aquel siglo, mi abuelo siguió la ruta paterna y se consagró a las armas. Sin embargo, a su temperamento marcial se unía un carácter saturniano que lo inclinaba poderosamente a las cosas del terruño, al amor de la soledad y al culto del silencio. La pampa de los ranqueles debió ejercer en él una extraña fascinación; porque, sin ligarse a color político alguno (cosa rara entonces), mi abuelo sólo figuró como expedicionario en las campañas al desierto: sin hacerle ascos al brutal entrevero con la indiada hostil de los malones, prefería, sin embargo, la exploración militar en que una tierra incógnita se iba desandando ante sus ojos, no ya de conquistador, sino de amante, y en que la cara del desierto le sonreía benevolencias o le gesticulaba cóleras. En aquella inmensidad de tréboles, gramillas, juncales y cañadones mi abuelo plantó al fin su estancia «La Rosada», nombre risueño que contradecían la rigidez castrense de su edificio y la organización militar de sus peones, todos gauchos estos últimos, ex bandidos y ex soldados que la paz naciente quería ganar para la Égloga.

«Cuando murió mi abuelo, sus nueve hijos se repartieron «La Rosada»: ¡ciertamente, había para todos en aquella extensión cuya medida original era «lo que puede recorrer un jinete galopando de sol a sol»! Mi padre, como primogénito, se reservó el casco de la estancia: fue uno de aquellos hombres excepcionales que, con la misma naturalidad, boleaban avestruces en el desierto y asistían a la Ópera de París. Bajo su dirección «La Rosada» conoció sus mejores días: los toros
escoceses,
los caballos árabes, las viñas españoles y los árboles del norte que había traído él en sus estudiosos viajes, no tardaron en enriquecer y humanizar aquella tierra que hasta entonces había conservado su imponente brutalidad telúrica. En sus fervores de creador, mi padre soñaba con un «patriciado» rural que se asentaría en el desierto para darle formas y leyes humanas, y para cubrirlo de multitudes fervorosas que, arraigando en nuestra tierra, consiguiesen añadir un sonido nuevo al acorde universal. Desgraciadamente, aquella empresa feliz abortó en sus comienzos; con amargura infinita mi padre vio de pronto cómo el patriciado naciente desertaba la tierra de los suyos, para rendirse a los intereses dudosos y a las ambiciones funestas que ya bullían en el corazón abstracto de la Ciudad; y vio al mismo tiempo las caras nuevas que, llegando recién de otro mundo, se asomaban a la llanura para mendigarle una forma vital con que substituir la que habían perdido allá lejos, y que la llanura no sabría darles, abandonada y sin forma ella misma. Las desilusiones de mi padre se resumieron al fin en esta sentencia que le oímos repetir a menudo, entre irónico y amargo, en el viejo comedor de «La Rosada», y que tanto influyó después en nuestras vidas: «Ya se acabó la era de los patricios, y ahora empieza la de los abogados.» Un día, inolvidable para mí, reuniéndonos a sus tres hijos varones en el salón donde pendían aún las viejas armas de la Independencia, nuestro padre nos anunció que iríamos a estudiar a Buenos Aires. Los tres adolescentes enmudecimos primero de asombro y luego de pánico: nunca se nos había ocurrido la idea de abandonar aquel mundo coloreado y fuerte cuyos límites bastaban a nuestro gozo; por otra parte, los maestros que habíamos tenido en «La Rosada» ya nos habían comunicado, a nuestro entender, toda la ciencia posible y útil a muchachones cuya mayor ambición en este mundo era la de criar toros finos y caballos de sangre. Al volver de mi estupor, y siendo
yo
el de más edad, aventuré algunas tímidas protestas que fueron acalladas por aquel hombre bondadoso y obstinado. Fuimos, pues, a Buenos Aires, no sin llorar aquel primer desgarramiento: la era de los abogados empezaba, y mis dos hermanos lo fueron, ¡sabe Dios cómo! En cuanto a mí...

Calló el Personaje, y se recogió en sí mismo un instante, como si acariciara juveniles recuerdos.

—No fui un buen estudiante —prosiguió—. Mi bachillerato y las pocas materias de Derecho que conseguí aprobar (ignoro aún por qué milagro) no hicieron concebir muchas ilusiones al viejo patricio de «La Rosada». En cambio, la fiebre de la ciudad logró que tomasen cuerpo en mí ciertas inclinaciones literarias cuyos balbuceos iniciales había sorprendido yo en la llanura. Leí desordenadamente, frecuenté círculos intelectuales, expuse ideas y adelanté asuntos que llamaron la atención. Pero advertí más tarde que todo aquel talento expresado con tanta fogosidad en las tertulias claudicaba y se desvanecía en el papel, semejante a un fantasma que se negase a toda encarnación. Descontento e irritado, concluí por decirme, como tantos otros, que aquella esterilidad se debía tal vez a la falta de un «ambiente propicio»; y resuelto a buscarlo en Europa, le escribí a mi padre, solicitando su parecer y venia. Aquel hombre magnánimo, abierto siempre a toda posibilidad generosa, me respondió lacónicamente con dos palabras de aliento, una letra de cambio y un adiós. Fue así como una quincena después abandonaba yo el puerto de Buenos Aires con la emoción de aquel segundo y final desgarramiento: ¡en ese instante ignoraba que sólo al cabo de veinticinco años regresaría sin pena ni gloria, para verme sometido a un proceso de abominable alquimia! Pero no hay que adelantarse a los hechos. Tal vez ustedes hayan oído hablar del París de comienzos de siglo: fue una década maravillosa por su color, por el juego libre de sus energías vitales, por sus descabelladas ilusiones, por cierta hermosura de caos que se decía una aurora y sólo fue un anochecer. Lanzado a semejante mundo, sumergido en sus borracheras de cuerpo y de alma, no tardé yo en olvidarlo todo para entregarme totalmente a esa gran comedia humana de la cual llegué a creerme un actor, cuando sólo era un espectador alucinado: mi vecindad con los talentos de la época
y
el ambiente de creación que se respiraba con el aire en aquella ciudad única, espolearon mis aficiones artísticas, que volvieron a fracasar en cien tristes escaramuzas. Pero la vida era tan caudalosa entonces, que me arrebató en su corriente y me consoló de mis fracasos, insinuándome, no el
ars longa
que los antiguos oponían a la brevedad de la existencia, sino un engañoso
vita longa
opuesto a la brevedad del arte. En aquel aturdimiento, las cosas de mi tierra y de mi familia fueron haciéndose para mí cada vez más lejanas: telegráficamente supe un día la muerte de mi padre, a cuya memoria dediqué un tardío llanto. De igual modo conocí los detalles de la sucesión, en la cual me correspondían el
casco
de «La Rosada», con su media legua de campo, y las mil hectáreas del fondo; sin moverme de París, traté con un administrador de Buenos Aires, en cuyas frías cartas aprendí luego que arrendatarios oscuros trabajaban la tierra de mis abuelos. «Pasaron así diez años. Y un día el gran embuste que pesaba sobre mi existencia se me hizo de pronto visible: hasta ese instante había creído yo participar en la vida de los hombres que se agitaban a mi alrededor y que aparentemente se debatían conmigo en la misma ola; pero vi entonces que cada uno llevaba un derrotero y se construía un destino, mientras que yo flotaba como un
pedazo
de corcho a la deriva; en aquel gran «fresco viviente» cada uno tenía su lugar propio, su actitud natural y su paisaje necesario, mientras que yo rondaba fuera del mismo, tolerado como a un espectador que no molesta. Recuerdo mis tentativas frustradas y mis agitaciones inútiles por entrar en el cuadro ajeno, antes de advertir, con una suerte de pavor, que también yo tenía mi lugar y mi paisaje, que los había desertado allá lejos y que no me alentaba ni el valor ni la frescura necesarios a un saludable retorno. Me resigné, pues, a mi inutilidad de rueda que ha saltado de su engranaje y ya no tiene destino. De mis dos hermanos supe que habían constituido sendas familias e hipotecado y vendido sus tierras para costear fructíferas campañas electorales; los vi dos o tres veces en París, mientras cumplían breves misiones diplomáticas o se dirigían a Londres como abogados del capital extranjero, y vislumbré ya mucho de la distancia moral que habría de separarnos más adelante. Para dar fin a estos antecedentes indispensables a mi verdadera historia, diré que viví la guerra del 14 y la reconstrucción de la posguerra, siempre como espectador ideal que «compadece» sin padecer el drama. Veinticinco años habían transcurrido, y me acercaba yo a los cincuenta. Emprendí entonces el regreso, no sé aún si por obra de una tardía nostalgia o esperanzado en cierta milagrosa y posible recuperación de mí mismo.

BOOK: Adán Buenosayres
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