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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (35 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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—¡Hum! —aprobó el taita, esbozando una media sonrisa.

Los tres estudiosos respiraron con alivio, y Del Solar aprovechó aquel giro favorable de los acontecimientos para mantener al taita en el clima de la tradición.

—Usted conoció los buenos tiempos —le dijo—. ¡Hay que ver el malevaje de ahora!

—Lo he visto —gruñó el taita con un pliegue desdeñoso en la comisura de sus labios.

—¿No tuvo alguna pelea con esos mocitos? —le interrogó Bernini.

—¿Pelea? —rezongó Flores entre humorístico y agrio—. ¡Si se los corre con la vaina!

—¡Ya me parecía! —exclamó el petizo en tono elegiaco.

El taita se reanimó entonces y comenzó a decir, como si ordeñase perezosamente la vaca de su memoria:

—Una vez, en Saavedra...

No pudo continuar, porque María Justa Robles hizo en aquel instante su entrada en la cocina: una honda inquietud se reflejaba en ella y en la premura con que se dirigió a su hermano.

—Ha venido —le susurró en la oreja—. Quiere hablarte.

—¿Quién? —le preguntó Juan José con desgano.

—La Beba.

Al oír aquel nombre aborrecido no tembló un solo músculo en la cara de Juan José ni brilló un relámpago en sus ojos.

—Aja —murmuró—. Está bueno.

Le dio una patada suave al cachorro
Balín
que aún le mordía una chancleta, y el cachorro, lanzando un alarido, se refugió atropelladamente en el cajón que le servía de asiento al taita y dentro del cual se le oyó gemir y rezongar todavía. Entonces Juan José hizo algo que maravilló a los académicos heterodoxos: contra todo lo previsible, aquel
vegetal se
puso de pie, muy lentamente, como si temiera descoyuntarse; y sin dejar traslucir emoción alguna en su verdosa facha de musgo aventuró un paso, dos, tres hacia la puerta de la cocina. Cuatro pares de ojos cariacontecidos lo vieron hacer un mutis increíble. Y María Justa siguió sus pasos, con una luz ansiosa en la mirada.

Contradictorios eran los sentimientos que asaltaron a Juan José Robles mientras abandonaba la cocina: el odio y la ternura, el rigor y la misericordia se agarraban a castañazo limpio en su insondable corazón de malevo, sólo al pensar en aquella hermana sin ley que ahora volvía, como siempre, al olor de un cadáver. Y el tumulto de su alma desbordó al fin cuando allá, en la puerta de calle, divisó a la Beba que lo aguardaba, inmóvil en el umbral y con los ojos dolorosamente abiertos. Entonces Juan José retardó su marcha, deseoso de ver claro en sí mismo antes de llegar a la mujer. Pero, si demorado era su andar, a la Beba Robles le parecía lentísimo y amenazador como el avance de un juez.

Estaba ella frente al caserón familiar que ahora le parecía inaccesible
y
cerrado como un puño listo a caer, ardían sus talones en el umbral, como si aquel mármol fuera un tizón ardiente; puertas y ventanas abríanse, a sus ojos, como bocas llenas de maldición. Los vecinos del patio y algunas cabezas anónimas que se asomaban ya en acecho la estudiaron un instante con asombro y hostilidad. Juan José, a cuya vera se adelantaba igualmente María Justa, parecía eternizarse todo él en su camino. Entonces la Beba, hurtándose al peso de tantas miradas, puso la suya en lo alto y vio que también el cielo abría para ella mil ojos duros.

Cascabel, cascabelito,

ríe, ríe, y no llores...

¡Tu historia cabía en la letra de un tango, se floreaba en la viruta de los bandoneones y tenía perfiles de leyenda en la voz luctuosa de los malevos que ladran su melancolía frente a los incendiados crepúsculos de Villa Ortuzar! Ayer tus quince abriles erguidos como flores, tu pollerita cortona y tus trenzas al sol encendían ruegos locos en el alma sensible del barrio, y hacían suspirar a los carreros que avanzaban rumbo a la tarde con un clavel en la oreja y una trifulca en el corazón. Ayer, en los bailongos de patio, a la hora en que la noche parece brotar de la misma caja de las guitarras, el brillo de tus ojos y el ondular de tus caderas hacían que la pasión, el celo y la bravura se desnudasen lentamente, como dagas prontas al desafío. Ayer tu imagen aliviaba las horas muertas de los corralones, y presidía el silencio de los almacenes fantasmales, cuando, sobre la mesa, un truco moría de pronto al desganado filo del as de espadas.

¡Fue la locura del Centro, y la Ciudad que levanta en la noche peligroso canto de sirena! ¡Y el barrio se quedó como desierto! Allá dos almas buenas guardaron tus percales y enterraron tu risa infantil al pie de una higuera que todavía llora. ¿Qué fue tu vida entonces, Cascabel, Cascabelito? Fue un ciego revolotear en torno de luces malditas, y un rápido quemarse de tus alas allá, en el cabaret sin gloria que a medianoche da tumbos de borracho al son de fuelles y violines más negros que la pena. ¡Cascabel, cascabelito! Ahora sos la flor de trapo (brillante, sí, pero sin savia) que se prende como lujo de un día en la existencia inútil de los magnates. Ahora, en los atardeceres de Florida, tu andar provocativo, el crujir de tus rasos y la estela de tus perfumes hacen temblar de angustia a los adolescentes y clavan una espuela dolorosa en el torvo secreto de los varones tristes.

Y mañana, cuando tu primavera se derrumbe como la arquitectura de una flor, cuando te huyan todas las miradas y se te nieguen todas las sonrisas; cuando las noches alegres te vuelvan sus espaldas, y a puntapiés la música te arroje de su loco reinado; entonces volverás al suburbio, y será en una tarde con olor de aguas muertas, y el eco de tus pasos en la calle despertará recuerdos y exaltará fantasmas. Y cuando al fin descienda la lluvia de tus ojos, una voz de muchacha cantará en algún patio:

Cascabel, cascabelito,

ríe, ríe, y no llores...

Juan José detuvo su paso frente a la Beba y se quedó mirándola, lleno de perplejidad, ocupado como estaba en resolver su conflicto interior. Solícita como siempre, María Justa Robles acababa de tomarle la delantera, y su brazo caritativo ceñía ya la cintura de aquella hermana culpable. Los tres vecinos del patio, conteniendo sus respiraciones, observaban aquella escena muda, temerosos de su desenlace. A decir verdad, Juan José Robles, indeciso ante la mujer que aguardaba con los ojos en el suelo, no sabía si acomodarle un castañazo, allí no más, o si mostrarle la puerta de calle para que se volviese a la noche de la cual había venido. Pero la vio tan humillada, tan deshecha y tan sola, que su corazón arrabalero empezó a derretirse como la escarcha bajo el sol; de modo tal que, cuando la Beba se atrevió a mirarlo a la cara, Juan José Robles no pudo más y le tendió su mano con una sencillez que sin duda hizo lagrimear a los ángeles.

—Entra, nomás —le susurró—. Ahí lo tenes al viejo.

Una ráfaga de sublimidad sacudió entonces a los tres vecinos del patio.

—Bueno —aprobó Ramírez—. Ese Juan José, digan lo que digan, es todo un hombre.

—¡La pobrecita! —murmuró el viejo Reynoso.

—Ella no tiene la culpa —rezongó Zanetti—. ¡Yo culpo a la Sociedad!

Sostenida por sus dos hermanos, la Beba entró en el recinto fúnebre. Y lo primero que vio fue la cara rugosa de doña Carmen, la cual, junto al féretro y rosario en mano, le tendía ya el bondadoso puente de una sonrisa.

—¡Doña Carmen! —sollozó, insinuando un movimiento hacia la vieja.

Doña Carmen la recibió en sus brazos y besó fuertemente aquel rostro mojado en lágrimas.

—Sí, sí, mi hijita —le respondió en un arrullo—. Bueno, hijita, bueno.

Después la tomó de la mano y la condujo hasta la cabecera del muerto. Allí la Beba se quedó inmóvil como una estatua: sus ojos no podían ni querían hurtarse a la contemplación de aquel rostro apagado ya para siempre; mil recuerdos gratos o vergonzosos empezaron a girar en su memoria, dando tumbos, atropellándose y combatiéndose los unos a los otros. Y cuando su conciencia trastabilló de pánico ante su misma desnudez, la Beba sintió que una mezcla de grito y de sollozo ascendía desde su corazón a su garganta. Pero la sofocó violentamente, mordiendo su pañuelo, temerosa de importunar a los otros con un arranque de dolor que no era licito en ella. Sin atreverse a balbucear una palabra de consuelo, María Justa le palmeó los hombros; Juan José miró a otro lado, quizás en el deseo de no traicionar sus propias emociones. Entretanto, doña Carmen se había reunido a sus dos amigas.

—¡Pobre alma! —dijo, señalando a la Beba.

—Un arrepentimiento sincero —admitió secamente doña Martina.

—¿Qué? —refunfuñó doña Carmen sin ocultar su enojo ante aquel visible regateo—. ¡Un corazón de oro, doña Martina, un corazón de oro!

Se aventuraba ya en cierto elocuente panegírico de la Beba, cuando un rumor que venía del otro cuarto la dejó en suspenso, tiñó de inquietud el semblante de María Justa y arrugó el ceño de Juan José.

—¡Margara! —susurró doña Carmen en el oído atento de doña Martina.

El retorno de la Beba y su introducción en la cámara fúnebre habían trascendido al otro cuarto. Se agitaba otra vez el coro zumbador que desde la penumbra seguía estudiando a Margara en los cien matices de su portentoso duelo: sibilantes amenazas, exhortaciones a la clemencia, proverbios de rencor y aforismos de cordura se mezclaban y hervían en el murmullo del Coro. Hilvanando algunos fragmentos de aquel susurro, Margara se había incorporado violentamente, con el asomo de una sospecha.

—¿Ha vuelto? —preguntó a las dos vecinas, perforándolas con sus ojos desencajados.

Las vecinas en Rojo y en Azul no se atrevieron a negar, y bajaron sus frentes al peso de aquella mirada terrible. Visto lo cual Margara lo adivinó todo y comenzó a tirarse de los pelos.

—¡No la quiero ver! —gritó con furia.

—Calma, calma —le sugirió doña Teda.

Pero Margara sacudía ya trágicamente su cabeza de Gorgona.

—¡Ha matado a mi padre! —vociferaba—. ¡No la quiero ver!

La figura cortante de Juan José apareció entonces en el escenario, y se volvió a Margara, con la jeta fruncida.

—¡Cállese! —le ordenó—. ¡Qué tanto grito!

Se le congeló a Margara el aliento en el buche: miró a su hermano largamente, con la boca muy abierta y los ojos despavoridos; luego se dejó caer hacia atrás, y sus crenchas de Medusa viborearon un instante sobre las almohadas. Entonces Juan José paseó su vista retadora por el coro de los asistentes, cuyas voces pasaron del clamor al murmullo y del murmullo al silencio. Finalmente, comprobando que ya se había restablecido el orden, volvió sus espaldas a la escena, cruzó el recinto fúnebre y salió al patio.

Salía con su eterno aire vegetal, con los ojos en el suelo y arrastrando sus chancletas. Pero se detuvo al instante: allí, sobre las baldosas, lo aguardaba un par de botines inmóviles. Juan José miró los botines de charol con su caña de gamuza; vio luego el arranque de un pantalón de fantasía muy abombillado; y sus ojos ascendentes lo recorrieron hasta dar en una chaquetilla negra, en un blanco pañuelo de cogote y en una jeta ensombrecida por el ala de un sombrero gris con cinta de luto. Entonces Juan José insinuó el fantasma de una sonrisa: delante suyo tenía la vera efigie del malevo Di Pasquo.

—Lo acompaño en el sentimiento —gruñó Di Pasquo, alargándole su mano recta como una puñalada.

—Gracias —le contestó Juan José, impasible.

Y añadió, viendo que Di Pasquo vacilaba sin saber qué pito tocar:

—Pase, amigo. Los hombres están en la cocina.

¿Quién podrá referir ahora la excitación, el escalofrío de gozo y también las inquietudes nuevas que introdujo en la cocina el regreso de Juan José, a cuyo remolque avanzaba la solemne figura del malevo Di Pasquo? En su exaltación del primer instante, los estudiosos criollistas Del Solar y Pereda saborearon la figura del malevo, prometiéndose ricas observaciones acerca del influjo itálico en la idiosincrasia del malevaje final. Pero no tardaron en advertir el peligro de un choque demasiado violento entre Di Pasquo y el taita Flores, ¡como que se topaban ahora, no ya dos caracteres en pugna, sino dos escuelas distintas!

Por otra parte, no estaba el horno para bollos: a duras penas el taita Flores había contenido recién el desbordamiento de su coraje; no así el
pesado
Rivera, cuyo silencio amenazador se ahondaba ostensiblemente a cada nueva explosión de hilaridad que se producía entre los heterodoxos. Y justo es decir que aquellos disidentes no daban señales de querer amainar en su locura: por el contrario, dueños ahora de la botella merced a una distracción del
pesado,
multiplicaban sus brindis y sus ademanes descompuestos. Había uno, sin embargo, que ya no reía; y era Samuel Tesler, el cual (haciéndosele ya el campo orégano y la vizcachera playa) debía de rumiar en aquel instante algún oscuro propósito, si ha de juzgarse por la doble arruga que le surcaba la frente. ¡Razón tenían Pereda y Del Solar al temer ese cúmulo de nubarrones que se adensaba en la cocina! Pero nunca imaginaron que la tempestad estuviese tan cerca.

Y el primer anuncio llegó cuando el malevo Di Pasquo, después de Saludar en bloque a los circunstantes, se dirigió a Flores que lo aguardaba ya de pie, receloso y mudo.

—¡Buenas! —dijo el malevo, alargándole su mano al taita.

—¡Buenas! —respondió Flores alargando la suya.

Se unieron las dos manos con visible cautela; y entonces el petizo Bernini, guiñándole un ojo a Del Solar, le sopló con entusiasmo:

—¡Dos potencias que se saludan!

—¡Hum! —gruñó Del Solar, absorto en aquellas dos manos que acababan de juntarse.

Un fuerte rumor de los heterodoxos le hizo girar la cabeza; y vio entonces a Franky Amundsen que señalaba con su índice al malevo Di Pasquo.

—¡Vean qué pinta! —gritó Franky, entre maravillado y humorístico.

—¿Quién es? —preguntó Adán con voz aguardentosa.

—¡El
italomalevo
! —presentó Franky—. ¡Una cruza de Gabino Ezeiza y la «Traviata»!

El golpe de hilaridad que siguió a esas palabras fue tremendo. Rápidamente Del Solar, que no había perdido un solo detalle de la situación y adivinaba un despunte de asombro en la cara del malevo, tomó del brazo a Pereda y le ordenó:

—¡Acércate con disimulo y decíles a esos desgraciados que se callen la boca!

Obedeció Pereda, y abordando a los heterodoxos los increpó así:

—¡No sean bárbaros! ¡A ver si se callan! ¿O quieren recibir una pateadura?

Los heresiarcas guardaron un silencio desdeñoso y se pusieron a observar las maniobras del enemigo. A la sazón los personajes de la escena se distribuían así: Di Pasquo, muy grave, acababa de tomar asiento junto a Flores, y entre los dos bravos parecía mediar una barrera de hielo; Juan José trataba de abrir otra botella, con un esfuerzo que, al parecer, iba más allá de sus posibilidades; como sobre ascuas, Bernini, Pereda y Del Solar habían reconstruido su estudioso grupo; y en cuanto a Rivera, no daba señales de vida, tan acorazado estaba en su peligroso mutismo. Arrojemos ahora una mirada sobre los disidentes: ninguno se movía ya, y todos mostraban un gesto expectante que, según lo advirtió Del Solar, no sin alarma, se hacía más temible que la reciente batahola; Franky Amundsen, Adán Buenosayres y el astrólogo Schultze miraban de frente al enemigo, con sus cabezas erguidas, el sarcasmo en las bocas y la ferocidad en los ojos; pero Samuel inclinaba la frente, hundido aún en su harto sospechable abstracción.

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