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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (33 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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Por fortuna sus meditaciones actuales nada tenían de belicoso: el numen de Zanetti araba en aquel instante una tierra más gorda. Al principio, el relato de aquel imbécil de don José le había revuelto el estómago, pues en aquella historia brutal el cobrador Zanetti había reconocido, no sin asco, un fruto más de la ignorancia, el oscurantismo y la superstición, a los cuales oponía él insistentemente una de sus frases lapidarias: «Menos curas y más colegios.» Después, y no sin motivos, la hilaridad gritona del narrador había estado a punto de hacerle subir la sangre a la cabeza; porque toda risa inconsciente resonaba en sus oídos como un bofetón dado en la misma cara de la Humanidad, y el cobrador Zanetti, con voz de ultratumba, solía preguntar muy a menudo a esos bárbaros reidores: «¿Tiene la Humanidad el derecho de reír?» Por último, el alma filosófica del cobrador había entrado en el terreno de las generalizaciones, al pensar en aquel velorio, igual a todos los velorios, y en la rutina de los hombres que «llevan aún, remachado a sus pies, el absurdo grillete de los prejuicios». Esta última frase no era suya, sino de
La Brecha,
hoja matinal que Zanetti leía religiosamente y que lo acompañaba, no sólo en el diario remojo de sus extremidades inferiores, sino también, y con mayor secreto, en la operación final de su tubo digestivo. No era, pues, extraño que Zanetti se agitara ya, dadivoso y temblante como un árbol demasiado lleno de frutos.

—¡Vanidad! —rezongó al fin, sacudiendo a un lado y otro su cabeza.

Don José, que paladeaba el último cimarrón del viejo Reynoso, miró a Zanetti con una punta de intriga.

—¿Cómo dice? —le preguntó.

—¡Eso! —dijo el cobrador, señalando el recinto mortuorio.

—Aja —repuso don José con reserva.

El viejo Reynoso dejó escapar un suspiro.

—Sí, sí —murmuró—. El pobre Juan.

Pero Zanetti lo miró a fondo.

—Yo no hablo de los muertos —refunfuñó—. ¡Qué me importan los muertos! Hablo de los vivos. Ahí está el cadáver, pudriéndose ya, ¿y qué hacen los vivos? Lo rodean de trapos, luces y flores. ¿Para qué? Para satisfacer su propia vanidad. ¡Los muertos!

Don José aventuró una media sonrisa.

—Es la costumbre —dijo—. Yo no me haría mala sangre por eso.

—¡Qué costumbre ni qué ocho cuartos! —objetó Zanetti—. ¡Yo les daría costumbres! —(El cobrador Zanetti prometía desterrar todas las costumbres, si durante veinticuatro horas le dejaban la Presidencia de la República.)

—Pero, amigo —le advirtió don José, riendo—. Así es la cosa. También a usted lo adornarán y saludarán cuando se vaya en su coche fúnebre
,
como usted adornó y saludó a los otros que se iban.

Al oír aquellas palabras no disimuló Zanetti su cólera.

—¡Yo no me saco el sombrero ante los coches fúnebres! —rezongó—. ¡Es un prejuicio burgués! —(El cobrador Zanetti no se quitaba el sombrero delante de las iglesias ni de los coches fúnebres; pero se descubría con unción al pasar frente a los conventillos, los nosocomios y las penitenciarías. Encarnizado enemigo de toda superstición, Zanetti derramaba la sal adrede, quebraba espejitos, apaleaba gatos negros y comía Parrilladas en Viernes Santo.)

—¡Bueno! —repuso don José bastante divertido—. Pero cuando me te vean a usted hecho fiambre, ya me lo acondicionarán con luces y florcitas. Y usted no podrá decir que no.

Una sonrisa, la primera de la noche, iluminó el semblante agrio del cobrador Zanetti.

—¡Se van a quedar con dos palmos de narices! —dijo en un arranque de alegría perversa.

—¿Y por qué?

—Ya hice mi testamento —rió Zanetti—. Cedí mi cuerpo a la
Sociedad pro Incineración de Cadáveres.
¡Ah, no, conmigo no van a jugar! Lo tengo todo arreglado: un furgón sin cruz ni flores ni nada, ¡y al crematorio!

Don José y Reynoso lo miraron con la boca abierta, y Zanetti gozó un anticipo de su triunfo en aquellas dos vivas imágenes del estupor. Sí, era una jugada colosal: un directo a la mandíbula de los curas, de los funebreros, de la Municipalidad, de los floristas, de los enterradores, de los marmoleros, de todos los vivillos, en fin, que negociaban con la muerte. Pero don José recobró al instante su jovialidad.

—No le alabo el gusto —dijo al cobrador—. Eso de que lo quemen a uno como si fuera un trasto viejo...

—¡Hum! —asintió Reynoso, pensativo.

—¿Y qué? —argumentó Zanetti—. Es más económico, ¡y más higiénico! — (El cobrador Zanetti no se bañaba en todo el año; pero, tratándose de su cadáver, hacía una espinosa cuestión de higiene social.)

—¿Ha visto quemar a un difunto? —le preguntó don José—. Dicen que allá, en el horno, el cuerpo se levanta y mueve piernas y brazos.

—¡El último baile! —dijo Zanetti, que no había bailado jamás.

—¡Bah! —concluyó don José—. Para mí, la buena tierra y el canto de los pajaritos.

Reynoso le alcanzó un mate:

—La buena tierra —sentenció como un eco.

Silenciosos quedaron los tres, y siguiendo acaso el rumbo interior de sus ideas. Con admirable disimulo el Vecino Joven se había puesto de pie y observaba una hilera de malvones que justamente concluía en la puerta de calle: se alejaba de malvón en malvón, estudiando flores y hojas con un interés muy sospechoso. Amontonado junto a la silla paterna, cabeceaba Pancho entre la vigilia y el sueño. Ahora bien, el cobrador Zanetti se había desahogado ya, y don José no manifestaba intención alguna de querer abandonar su mutismo. Pero Reynoso, trabajado por antiguas y venerables memorias, no dejaba de suspirar ni de volver sus ojos hacia el recinto fúnebre: algo tenía que decir, y lo callaba, fluctuando aún entre el pudor y el sentimiento que se le salía de madre.

—¿Fueron muy amigos? —le preguntó al fin don José con extraordinaria dulzura.

—Casi hermanos —le contestó Reynoso—. Fuimos compañeros de mocedad, y fui su padrino de casamiento, y soy el padrino de Margara. ¡Calcule!

—Sí, sí —lo animó don José.

—¡Y ahí lo tiene al pobre! —concluyó el viejo con un suspiro.

—A todos nos llega la hora —sentenció don José—. Tarde o temprano...

—Eso es —dijo Reynoso—. Pero hay ciertas cosas... En fin, ¡locuras!

El viejo se pasó una mano por la frente, como si desease borrar una idea extraña. Pero vio la pregunta que se abría ya en los ojos afables de don José, y se atrevió a decirle:

—¿Ha visto al finado?

—Sí —contestó don José—. Parece que durmiera.

—¿Vio el traje que le han puesto? —insistió Reynoso en voz baja.

Don José lo miró, no sin cierta inquietud.

—Sí —dijo—, un traje oscuro. ¿Qué tiene de particular?

—Su traje de casamiento —declaró Reynoso—. Hace treinta y dos años, en una noche como ésta, yo mismo lo ayudé a ponérselo, antes de ir a la iglesia. ¡El mismo traje!

—¡Hum! —asintió don José—. Ya caigo. Bueno, ¡cuando uno piensa en lo que es la vida de un hombre!...

—¡La vida! —rezongó Zanetti con amargura.

—Bah, un sueño —concluyó don José.

Pero Reynoso, que navegaba en la suave corriente de su memoria, sonrió más a sus recuerdos que a sus dos abismados contertulios.

—¡Me parece verlo! —dijo—. En el patio la gente reclamaba: «¡El novio, el novio!» ¡Y yo queriendo abrocharle a Juan aquel maldito cuello duro! Y Juan que no podía moverse con aquellos pantalones, acostumbrado como estaba él a las bombachas.

—Un hombre de a caballo —murmuró don José pensativo.

—¿Quién? ¿Juan? —ponderó Reynoso—. Muy de a caballo.

Se acarició el bigote con una mano tostada.

—Sí —dijo—. En una noche como ésta, y hará treinta y dos años...

¡Guitarra, violín y flauta, en una noche como aquélla! Y al compás interior de una mazurca perdida y encontrada recién en su memoria, el viejo Reynoso está evocando la escena: el gran patio con su alfombra y su toldo, la comitiva hecha un Veinticinco de Mayo, la casa tirada por la ventana. Y los dos cupés llegando ahora de la iglesia, entre un revoltijo de chiquilines que gritan: «¡Padrino! ¡Padrino pelado!» Y él, Reynoso, que se apea del carruaje y tira puñados de cobres a la marchama; y los cobres que tintinean en el suelo, y los chiquitines que se arremolinan y buscan monedas entre las patas de los caballos. Y después el baile: guitarra, violín y flauta. «¡Los lanceros! ¡Formen parejas!» El novio con la novia, el padrino con la madrina: se trenza la juventud y ríe, con las manos en las manos, con los ojos en los ojos. ¡Bravo! Miran los viejos desde sus rincones y alzan las copas rebosantes; los chicos, engolosinados, giran alrededor de la bandeja en cuyo centro se levanta una gran torre de azúcar y dos novios de alfeñique. Y los músicos tienen el diablo en el cuerpo: guitarra, violín y flauta. ¡Medianoche! ¡Sí, hay que sacar a la novia, disimuladamente! ¿Quién? ¡Reynoso! Juan espera en la calle, junto a una victoria de alquiler; y Reynoso da la señal a los músicos: el vals «Sobre las olas».

Olas que al llegar

plañideras muriendo a mis pies...

¡Atención! Reynoso gira, oprimiendo el talle de la novia: se abre camino entre las parejas atorbellinadas, cruza todo el patio, ¡ya la escondió en el zaguán! Y nadie ha visto la maniobra. Reynoso vuelve triunfante: «¡Se fueron los novios!», grita él. «¡Oh, oh!», protestan los bailarines. «Este Reynoso es mandinga en persona.» ¡Guitarra, violín y flauta! El viejo Reynoso, alucinado, acaricia las imágenes, quiere aferrarse a ellas. Pero la voz de Zanetti ha resonado; y el viejo Reynoso, al despertar violentamente, se halla junto al rectángulo de luz que la capilla fúnebre de Juan proyecta sobre las baldosas.

—¡La muerte! —ha dicho el cobrador—. ¡Igual para todos! ¡La única justicia que hay en este mundo!

Una lágrima, una sola, resbala por la mejilla de Reynoso.

—Eso es —asiente—. No hay vuelta que darle.

Don José le alarga el mate vacío, y Reynoso intenta llenarlo; pero el agua se ha concluido.

—¡A la pucha! —exclama el viejo—. Nos hemos tomado la pava entera.

—Sí —observa don José—. A lo resero.

—Voy a ver si tienen más en la cocina —dice Reynoso; y, pava en mano, se aleja parsimoniosamente.

—Viejo lindo —murmura entonces don José, volviéndose al cobrador ensimismado.

Y como Zanetti no contesta, don José acaricia largamente la cabecita de Pancho que ya vagabundea en los arrabales del sueño. Desde los malvones hasta la puerta de calle no se ve un alma: el Vecino Joven se ha hecho perdiz.

Bien podía Reynoso entrar y salir mil veces de la cocina ilustre, sin que los habitantes de aquel Olimpo notaran siquiera la irrupción de su venerable humanidad. Era un angosto recinto de madera y de zinc, en el cual era dado ver una cocina de hierro, con sus dos hornallas, y una mesa de pino sobre cuyo mantel de hule rojo yacían en armoniosa vecindad un resto de chorizo fiambre aún atravesado en su tenedor, una botella de caña quemada y otra de anís, una cafetera de percudidos flancos y algunas tazas roñosas.

Pero si el escenario era humilde, los actores rayaban a gran altura. Como que se había reunido allí todo el Parnaso de la criolledad: figuras próceres todas ellas (bien que sumidas aún en injusto anonimato), y que aguardaban sin impacientarse al Hornero capaz de meterlas en el sabroso escándalo de la gloria. Juan José Robles, acariciando las orejas del cachorro
Balín,
encabezaba el grupo de las divinidades criollistas: a su izquierda el taita Flores, majestuosamente sentado en un vacío cajón de querosene, absorbía el interés de la reunión con los episodios de una historia que los oyentes iban arrancando a su modestia incalculable; a la derecha de Juan José veíase la melancólica efigie
del pesado
Rivera, guardaespaldas de Flores y ganimedes ocasional de aquel festín, cuyas manos generosas iban a la botella de caña no bien alguno de los héroes daba la menor señal de haberse quedado en seco. Frente a las tres cataduras próceres que acabamos de nombrar hallábanse tres almas absortas: las del petizo Bernini, Del Solar y Pereda. Reverenciales en su atención, los tres oyentes no quitaban sus ojos del taita Flores: no los quitaban, digo, como no fuese para cambiar entre sí una mirada llena de intelección cada vez que Flores exhibía un rasgo nuevo de su intrincada personalidad. ¡Y no era moco de pavo la investigación a que venían entregándose aquellos estudiosos! Harto sabido es que la bravura criolla, personificada en aquel gancho sublime que se llamó Martín Fierro, había evolucionado más tarde hacia el heroísmo semirrural de un Juan Moreira, para concluir en cierta belicosidad de tipo ciudadano, bien sostenida por aquel glorioso linaje de malevos que floreció en Buenos Aires a fines del siglo XIX y principios del XX. Ahora bien, según Del Solar y sus eruditos compinches, el taita Flores era el ultimo ejemplar del malevo clásico, vale decir, un documento vivo cuya lectura se les brindaba generosamente
hic et nunc.
No era mucho, pues, que los bardos criollistas interrogasen al taita como si fuera el mismo Apolo Deifico en alpargatas; y, ciertamente, un olfato sutil habría captado el aroma de leyenda que flotaba en la cocina, sobre las emanaciones del chorizo fiambre. Mas, ¡ay!, no todo era fervor y reverencia en aquel Olimpo: las almas que niegan, los espíritus burlones, los eternos agnósticos formaban en la cocina un tercer grupo. En él se debatían Adán Buenosayres, el astrólogo Schultze, Samuel Tesler y Franky Amundsen, una turba insolente que a gritos reclamaba la botella, que movía sus lenguas envenenadas en susurrantes alacraneos, y cuyas explosiones de hilaridad interrumpían al narrador, sembrando la inquietud en los tres oyentes estudiosos que olfateaban ya la inminencia de una catástrofe.

El taita Flores, que sentía girar en torno suyo cierto aire de veneración, había callado una vez más y vuelto al grupo de los reidores una jeta fruncida. Visto lo cual Pereda volvió a la carga:

—¿Y había mucha gente? —le preguntó.

—Un bailecito de patio —contestó Flores—. Las chinas de Froilán armaban un bailongo con dos quilos de yerba y una damajuana de cualquier cosa.

—¿Y qué tal
mosaico
era la ñata Froilán? —preguntó Bernini en tono compadre.

Agachó el taita los ojos y escupió un trocho del escarbadientes que venía mordisqueando.

—La ñata era de ley —dijo al fin—. Tenía la milonga en la sangre; y en el canyengue se mandaba unos ochos que hacían salir viruta del piso.

—¡Uy! —exclamó Pereda como en éxtasis.

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