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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (76 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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Aquí el Personaje, cayendo en un triste desvarío, se puso a canturrear su Tema de los Lápices «con la insistencia de una púa de fonógrafo en un disco rayado», según declaró Schultze más tarde, o «con la monotonía de una vieja canción de presidio», según me dije yo al escucharlo entonces. Lo devolvimos a la realidad, mediante algunas amistosas palmadas, y concluyó así su relato:

—Bien, señores, aquel episodio fue lo que
yo
llamaría el
Canto del Cisne de mi Sensibilidad.
En adelante ya no viví un tiempo humano, sino un «tiempo de Personaje» cuya nebulosa cronología me será difícil consignar aquí. Sólo recuerdo que, gradualmente, me fui entregando al mecanismo de la Dirección, cuya fascinadora regularidad logró subyugarme poco a poco hasta la hipnosis definitiva. Si al principio en el rostro de cada postulante yo leía un problema vital, un destino en marcha, un doliente microcosmo, pude luego hacer abstracción de todo lastre sentimental, hasta no ver en aquel hombre sino «una cara». Después, no interesado ya ni siquiera en los rostros, cada postulante fue para mí «un brazo» en el extremo del cual venía una carta. Finalmente, ya no vi ni el brazo conductor, sino «la carta» sola, independiente de su fantasmagórico mensajero. Y como las «altas esferas» de las que yo dependía me otorgaban, paralelamente, su intimidad, prescindí luego del Secretario, ¡me liberté por fin!, al administrar por mí mismo la benevolencia del lápiz azul y la desesperanza del lápiz rojo.

«Entonces, ¡ay!, sólo entonces advertí la metamorfosis increíble que venía operándose en el Secretario: ¡aquel hombre de hierro se humanizaba en la medida en que yo iba deshumanizándome! Al par que se endurecía mi corteza de Personaje, la suya se resquebrajaba y caía en pedazos, dejando ver una pulpa viva que sangraba con el más leve rozamiento. Si mis ropas iban haciéndose cada vez más oscuras, las de aquel hombre adoptaban, ¡ay!, sugestivos matices primaverales. En una monstruosa inversión de los hechos, llegamos a lo absurdo: ¡él a rebelarse contra mí por misericordia, yo a dominarlo con sus antiguas armas! Y para que la inversión fuera total, aquel hombre tuvo su crisis: un día, como si de pronto rebalsara, me tomó de los brazos y, con lágrimas en los ojos, se acusó ante mí de haberme destruido metódicamente en lo que yo tenía de humano; y al decirlo mostraba una contrición tan dolorosa, que habría enternecido a una piedra. Lo escuché como quien oye perorar a un loco; le di luego las espaldas y me alejé; se quedó llorando silenciosamente sobre una máquina de escribir.

»Ahora, señores, creerán ustedes que la Invención del Personaje había concluido. No es así, desgraciadamente, porque aún le faltaba el último toque. Pese a mi transformación, yo conservaba todavía cierto dinamismo animal que me hacía erguir el busto, pisar fuerte y hablar sonoro, motas de imperfección que no escaparon ciertamente al ojo experto de mis inventores. José Antonio y Rafael me lo advirtieron un día: nos encontrábamos en un país que no admitía en su gobierno sino a hombres con un pie ya colocado en la sepultura; por lo cual me aconsejaban que, al andar, imitase yo un ataque de gota, al respirar, un acceso de asma, y al hablar, una carraspera de síntomas inquietantes. Obedecí una vez más, con resultados asombrosos: mi visible decrepitud y mis triunfos de oratoria no tardaron en hacerme subir, uno a uno, todos los escalones del Olimpo oficial. En lo sucesivo, el Personaje fue una obra maestra: intenté sonreír una vez frente al espejo, y, como el héroe de Lautreamont, entendí que no lo conseguiría jamás, ni aun haciéndome una incisión en la boca mediante un cortaplumas. Mi sequedad interior era tan perfecta, que otra vez, al presentarme Victoria su primer vástago nacido en «La Rosada», no levanté siquiera mis ojos del Diario de Sesiones. Un día recibí
El Canto de la Sangre,
que Germán acababa de publicar con un éxito clamoroso: me dormí a la segunda página. Y cuando, en cierta ocasión, intenté un esfuerzo físico, advertí que la gota y el asma se habían apoderado realmente de mí.

»He olvidado lo demás, pues todo se me confunde y enturbia en la nebulosa cronología de mi «tiempo de Personaje», todo, menos las circunstancias de mi muerte. ¡Y atención ahora, señores, porque se acerca ya la Muerte del Personaje! Una noche, mientras esperaba yo a los invitados que me acompañarían a una ceremonia oficial, quedé profundamente dormido en un sillón de mi residencia: yo estaba de frac, e, inadvertidamente, me había encasquetado el tubo antes de caer en el sueño; “de modo tal que, desde la entrada, sólo se me veían los hombros y la galera de felpa. Cuando el Secretario entró al frente de mi comitiva y me sospechó dormido, se acercó en puntas de pie y me tocó en el hombro: entonces, ante sus ojos espantados, frac y galera cayeron sobre el sillón, ¡vacíos, totalmente vacíos! En su larga operación de aniquilamiento, el Personaje había cruzado la frontera del ser con el no ser, y se había perdido en «la nada». Recogiendo lentamente mis prendas de vestir, el Secretario se volvió a la comitiva y le anunció con voz helada: «El Personaje ha muerto.» En seguida se dirigió a la puerta, y antes de hacer mutis volvió a decir, secándose rabiosamente dos lágrimas furtivas: «El Personaje ha muerto.»

Al concluir estas últimas palabras, el Personaje entró en un silencio que nos pareció definitivo, como si diera por acabada su historia.

—¿Y luego? —le pregunté yo, sin ocultarle mi simpatía.

—Luego —respondió él— sentí que mi «pneuma» entraba en este círculo infernal y se dirigía irresistiblemente al sector de los Personajes. Aquí estoy, no sé desde cuándo. Últimamente un escape accidental me hizo concebir la esperanza de una segunda muerte. ¡Ah, señores, no les agradezco que me hayan inflado por tercera vez!

Se quedó mirándonos, con el reproche y la melancolía en los ojos. Visiblemente indeciso, el astrólogo Schultze me consultó con la mirada. Y adivinando en la mía cierta piedad indecible, realizó un gesto que le valió más tarde no pocas alabanzas: volvió a desatar el pico del
homoglobo,
silbó el aire al escapar de su envoltura, y el Personaje se desinfló para siempre, no sin esbozar una sonrisa beata.

—¡Que su «pneuma» divino recobre la libertad! —refunfuñó Schultze—. Nos ha encajado una historia quilométrica y abusó, a mi juicio, de las «frescuras» y de los «sabores»; pero defendió su alma, y si cayó no fue sin lucha. ¡Diablo de hombre! ¿Qué necesidad tenía de remontarse hasta su bisabuelo?

El astrólogo dejó caer la vacía cáscara del Personaje. Luego me invitó a seguirlo por entre la nube de
homoglobos
que, según el viento, cabeceaban en el aire, se debatían entre sí o se abalanzaban rabiosamente sobre nosotros. Fue una travesía molesta, y en algunos lugares debimos abrirnos paso a golpes de puño que caían en las panzas fofas, en las cabezas galeradas o en los enlevitados traseros de los Personajes. Y si al fin abandonamos el sector de los
homoglobos,
fue para dar en el no menos hostil de los
homoplumas.

Esquemático era el dibujo de los nuevos haraganes que planeaban a distintos niveles en aquel otro pedazo de atmósfera: una cabeza humana seguida de una gran pluma ondulante constituía la esencia de aquellos hombres; las plumas eran de avestruz, de gallo, de perdiz, de cisne o de pavorreal; y sus grandes barbas próximas al cuello se alargaban a manera de pseudopodios entre los cuales algunos condenados exhibían el instrumentó de su perdición. Traídos y llevados por las ráfagas, los
homoplumas
comenzaron a girar a nuestro alrededor, escurridizos y sinuosos como los peces de un acuárium: la rapidez de sus movimientos y el roce cosquilleante de sus plumas en nuestras caras nos impedían reconocerlos; hasta que uno, más insistente o menos receloso, cayó sobre mí, pegó sus labios a mi oreja y me gritó en son de burla:

—¡Qué haces, turrito! ¿Quién es el otro cajetilla?

No bien lo dijo, soltó una mezcla de risa y carraspera; y, como intentara recobrar el vuelo, me aferré a su cola ondulante. Secundado por el astrólogo Schultze derribé al
homopluma
que ya nos dirigía los calificativos más estruendosos del vocabulario villacrespense. Y cuando lo tuvimos en tierra, nos mostró la más insobornable cara de malevo que se haya visto en una y otra orilla del Maldonado: frente opaca y angosta, ojos relampagueantes bajo la línea única que formaban sus dos cejas, labios fruncidos como la jareta de una bolsa de insultos, pero nariz irresoluta y mentón sin audacia; un chamberguito de color té con leche ceñía su cerdosa melena, bien que sin dominarla en su torrencialidad incontenible, y un pañuelo blanco se anudaba clásicamente a su pescuezo en el sitio de unión con la pluma, que era de gallo bataraz; entre sus pseudopodios estrechaba un bandoneón lleno de parches, descolorido, sobreviviente de cien milongas terminadas a castañazos.

—¡Si es el cafiolo de Monte Egmont y Olaya! —exclamé yo al reconocerlo.

—¡Turritos! —vociferaba el cafiolo, debatiéndose todavía—. ¡Dos contra uno! ¡Si quieren algo, vénganse al parque Rancagua, y peleen mano a mano, como bacanes!

—¡No te hagas el taita! —le dijo yo—. ¿Te acordás cuando el sargento de la 21 te serruchó los tacos y te cortó la melena?

—¡Era un guacho! —masculló el cafiolo, como si le ladrase a un recuerdo.

—¿Y cuando el gallego de la lechería te puso un ojo en compota?

—¡Sí, pero a traición!

—Y hay más aún —insistí yo—. ¿Qué has hecho de Carita? La Chacharola, ¡pobre vieja!, te anda buscando para estrangularte con sus fríos dedos de bruja: es una ampolla de odio que le ha salido al barrio. ¿Dónde están sus cuatro sábanas de hilo de Italia? ¿Qué hiciste del
paco
metido en la calceta?

La facha del cafiolo se nubló un instante, nunca supe si de cólera o remordimiento.

—¿Catita? —gruñó después—. Sí, una noche, un farol, un tango...

—¡Eso es! —le dije—. Te pasaste la vida queriendo ser un motivo de tango. Mientras tu pobre vieja lavaba ropa sucia, de sol a sol, para mantenerte, vos, ¡oh, haragán infinito!, no salías de la catrera ilustre, como no fuese para matear en el patio y cargosear las insultadas teclas de tu bandoneón virgen y mártir, de cuyo seno, dicho sea de paso, nunca lograste arrancar más que tres compases del vals «El Aeroplano».

—¡Algo más! —tronó el cafiolo lleno de ira—. ¿Y los dos compases de «Don Esteban»?

—Concedido —le dije yo a regañadientes—. Luego, aquel andar tuyo por la vereda del sol, arrastrando las alpargatas, lento y rígido como si temieras romper algún resorte de tu inefable anatomía, ¡oh, cafiolo!, hasta la esquina de Monte Egmont y Olaya donde, arraigando indefinidamente, parecías un árbol triste, un árbol sin hojas ni frutos que se dignaba florecer a veces en un magro silbido.

—¡Eso es pura viruta! —me interrumpió el cafiolo—. Déjate de firuletes.

—O bien —proseguí yo, implacable— tus noches grises en la cantina de don Nicola (¡su famoso vino de uva, químicamente puro!), donde pasabas tus horas muertas (que lo fueron todas)
escolaseando
con reos de tu misma pluma, o refiriéndoles tus mentidas hazañas de guerra, o encajándoles el cuento falso de tus no menos falsos amores.

—¿Falsos? —protestó el cafiolo con zurda jactancia.

Lo agarré del pañuelo y le di algunos zamarreones:

—Pero, eso sí —le dije—, llegabas a la milonga, y tu inercia inconmensurable desaparecía en los mil cortes, ochos y quebradas de un tango. ¿Qué fuerza dionisíaca te dominaba entonces? ¿Qué pánico viento, qué órfica demencia era capaz, ¡oh, cafiolo!, de sacudir y sublimar tu barro innoble, tu indolente arquitectura?

—¡Suélteme! —rugió el cafiolo al verse tironeado del pañuelo.

—¿Qué soplo telúrico...?

—¡Suéltenme, cajetillas! ¡Si quieren algo, vénganse al parque Rancagua! ¡Los peleo a los dos juntos con una mano sola!

En aquel instante un golpe de viento nos tiró de espaldas. Libre ya el cafiolo se dejó llevar por la misma ráfaga, y en un raudo movimiento de tirabuzón fue ganando altura, no sin atronar la atmósfera con sus amenazas, protestas y desafíos. El astrólogo y yo nos levantamos del suelo, y retomando la olvidada soga volvimos a marchar. Pero, sin duda, las vociferaciones del cafiolo acababan de alborotar a todo el barrio, porque los
homoplumas,
visiblemente agresivos, comenzaron a picar sobre nosotros, a envolvernos en sus colas prensiles y a gritarnos al oído parrafadas confusas.


Place Pigalle
—susurró un guitarrero, encarándose con el astrólogo—. Vos eras un muchacho que se las daba de intelectual, como quien dice, y que...

—¡Silencio! —le intimó Schultze—. ¡Qué historia la tuya, guitarrero! ¡Desde el Mercado de Abasto hasta el «Garrón» de París!

—Ahora toco en la radio —anunció el guitarrero con honda tristeza—.
Place Pigalle!...
Sí, hablabas en difícil con aquellos tres alemanes barbudos. Químicos, o
quimistas,
algo así me pareció que se llamaban. Querían fabricar oro. Algo así me pareció...

—¡Reo insigne! —le gritó demudándose al oír aquellas palabras—. ¿No recorrías la
rué
Fontaine, de
smoking
y pantuflas, gargajeando malignamente sobre los perritos falderos de las putas jubiladas?


«Dissolvons, putrefions, sublimons!»
—parodió el guitarrero en un francés detestable.

El astrólogo Schultze se puso de todos los colores.

—¿Y cuál era tu ambición ridícula? —preguntó urgentemente al guitarrero, como si desease hacerle cambiar de tema.

—Depositar un ramo de camelias en la tumba de Margarita Gautier.

—¡Ésa no! —le dijo Schultze—. Me refiero a la otra, la inconfesable.

—Yo...

—Tu ambición suprema —le recordó el astrólogo, sin misericordia:— era la de hacerte fotografiar en un lujoso vestíbulo, sentado en un sillón con funda blanca.

El guitarrero desvió los ojos y se hizo el desentendido:

—Ahora toco en la radio —musitó al fin, espeso de melancolía.

Se alejó prudentemente de nosotros, y la cara de Schultze expresó entonces un gran alivio, como si el astrólogo acabase de conjurar el riesgo de cierta enojosa revelación. Lo miré, no sin curiosidad, y me preguntaba yo qué velo había estado a punto de levantarse y traicionar la vida secreta de Schultze, cuando un
homopluma
vertiginoso cayó sobre mí, recitándome al oído estas palabras:

—«En sus
lujocsos palaccios...»

Reconocí al Príncipe Azul en aquella voz declamatoria. Pero el hombre había cambiado mucho desde la última vez que lo viéramos en la glorieta «Ciro»: sus crines, antaño sucias y desgreñadas, lucían ahora un corte irreprochable y un peinado que rayaba en lo retórico; bien se veía la obra del masaje facial y de las cremas en su rostro ayer granujiento, sebáceo, intransitable; como siempre llevaba un alto cuello palomita (bien que, ¡oh, asombro!, sin injurias de moscas ni huellas dactilares) y una corbata plastrón de color de miel, en cuyo centro ardía una perla que si no era de Oriente le andaba raspando; entre sus manos enfundadas en guantes de color patito, el sensible malevo estrechaba y tenia un arpa de latón llena de cintajos, cuyo insonoro cordaje de piolín vibraba inútilmente. Me alegré al verlo, ya que su presencia en aquel círculo infernal me traía recuerdos entrañables del mundo que tan imprudentemente habíamos desertado. Atreviéndome a tocar su larga pluma de avestruz, le dije:

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