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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (77 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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—¡Salve, poeta! ¿Cómo van esas ramosas reivindicaciones?

El Príncipe Azul se hurtó a mi caricia, tal como si hubiera sido la de un leproso:

—¡Más
respecto
! —se dignó advertirme—. Ahora
recito
en la radio.

—¡Lo sé! —dije yo con voz lastimera—. Y es por eso que las Musas del Arrabal están de luto riguroso.

El Príncipe Azul me sonrió desdeñosamente, como si yo le hablase de Historia Antigua.

—Hoy por hoy —dijo—, mi
cachetes
de $...

—¿Pesos? —reí yo—. ¡Vean quién habla de pesos ahora! El que azotó las nalgas de los burgueses con las cuerdas tonantes de su lira; el que a estrofazo limpio turbó el sueño injusto de los magnates; el que...

—¡No fui escuchado! —se quejó el Príncipe Azul—. Nadie
es profecía
en su tierra. Por mí, que los tiranos crezcan y se multipliquen. ¡Ahora estoy sentado en el
banquete
de la vida!

Lo miré con ojos húmedos:

—¡En el banquete de la vida! —exclamé luego—. ¿Y para qué? ¡Para que la gente discreta se te ría en la cara, festejando tu mal gusto de nuevo rico y tu elegancia de malevo lujoso! ¡Esas camisas delirantes, esas corbatas declamatorias, esos trajes de imposible arquitectura, esos zapatos agresivos que ahora luces en las
broadeastings,
verdugo de los ojos, escándalo de la luz! ¿Y qué decir de tu automóvil color neuralgia, con tapicería de cuero de nonato, o de tu departamento rebosante de muebles inútiles, ahíto de
bibelots,
congestionado de espejos, donde no consigue uno dar un solo paso de frente?

—¡Si la
enviedia
fuera tiña...! —sentenció aquí el Príncipe Azul.

—¡No, Príncipe, no! —le advertí cariñosamente—. Desde que te fuiste, la glorieta «Ciro» ha quedado sin alma. El barrio gruñe, las viejas murmuran; y las voces unánimes afirman...

—¿Qué pueden afirmar? —cacareó el Príncipe.

—Que algún día te llegará la mala. Y que, si naciste en el Maldonado, al Maldonado has de volver.

Se agitó el Príncipe Azul, aventuró una risita desdeñosa, quiso enunciar alguna objeción. Pero se lo estorbaron tres
homoplumas
zumbadores que picaron en escuadrilla sobre nosotros.

—¡Cinco por ocho, cuarenta! —dijeron las tres voces en coro—. ¡La pampa tiene el ombú!

—¿Cuándo? —les pregunté, reconociendo sin fervor a los componentes del trío «Los Bohemios».

—De 18 a 18,15 horas. LX3, Radio Treno.

Se alejaron tan raudamente como habían venido. Y entonces oí a mis espaldas un triste son de vihuela, giré sobre mis talones y me enfrenté con un
homopluma
de sombrero gaucho y barbijo, en el cual reconocí al payador Tissone. Me contempló un instante, lleno él de cierta melancolía vacuna; y punteando en su guitarra me declaró:

—«Soy la postrer armonía de una raza que se va...»

—¿Dónde? —le pregunté descorazonado.

—L.Y.2, Radio Querencia —me respondió—. Todas las noches, de 20 a 20,15 horas.

Se lo llevó el viento, con guitarra y todo. Y en este punto regresaron el Príncipe Azul, el Cafiolo, el guitarrero de Montmartre, el trío «Los Bohemios» y otros
homoplumas
de la misma laya, todos los cuales parecían traer ahora un propósito agresivo, como lo demostraban sus voces descompuestas y sus actitudes beligerantes. Por fortuna, un toque de xilófono los redujo a silencio. Se oyó después la gangosa voz de un
speaker
radiotelefónico:

—Z.Z.l, Radio Infierno. ¡Muy buenas noches, mis estimados oyentes! Muy buenas lo serán, os lo aseguro,
si
todos vosotros, oyendo el sano dictamen de la prudencia, os habéis afeitado con la insuperable hoja «Styx», la única que sabe dejar en vuestros mentones una caricia de silfide.

Antes de iniciar nuestro programa de la noche, permitidme una breve digresión filosófica que, al poner en actividad vuestras no siempre bien ejercitadas células grises, acaso turbe a esta hora la respetable función de vuestro no menos respetable intestino delgado. Pero nada temáis, queridos oyentes, pues en caso de una revolución interna siempre tendréis a mano el infalible laxante «Marathón», el más rápido e inofensivo del mundo.

Un nuevo toque de xilófono agudizó nuestra expectativa, y la voz del
speaker
se levantó de nuevo:

—Raro es el mortal —dijo— que no reconoce y venera hoy en la Radiotelefonía uno de los milagros de la ciencia que más han contribuido a exaltar la fe de los creyentes en un porvenir lleno de artefactos admirables que, al amoblar sus casas y desamoblar sus almas, ha de ganarles el reino de una beatitud sin rompederos de cabeza. ¿Lo reconocéis así, mis estimados oyentes? ¡Festejadlo entonces con el famoso coñac «Alambique», una obra maestra de la alquimia contemporánea! Pero si grande es el prodigio que la ciencia obró en la Radio, no es menor el que la Radio misma obra en este siglo, al poblar el éter, antaño mudo, con las voces lisiadas, los gruñidos enteros, los eructos musicales, la oratoria confusa y el pedorreo artístico de una multitud cuya vena lírica no había cruzado, ¡ay!, hasta el presente los estrechos límites familiares, y que hoy, gracias a S. M. el Micrófono, logra salir al fin de un anonimato tan secular como injusto. Y es así como no hay actualmente guitarrero de almacén, ni tiple de barrio, ni dramaturgo de lechería, ni vate de glorieta, ni actor de centro filodramático, ni declamadora de uso doméstico que, desertando la pala infamante, el martillo vergonzoso, la servil aguja o el andamio grosero, no corra hoy a las
broadcastings,
ansioso de unir su voz al gran acorde universal. Nuestro programa será un fiel exponente de tan novedosas armonías. Escuchadlo con atención, mis estimados oyentes, y recordad que habrá jabones de tocador, pero ninguno como el exquisito «Mundatótum», capaz de dar a vuestro cutis una segunda y eterna adolescencia.

Calló el
speaker,
tres toques de xilófono agujerearon el silencio. Y en seguida, como al conjuro de aquellas notas, los
homoplumas
iniciaron el concierto más abominable que hayan oído alguna vez las orejas humanas: rezongos de orquestas típicas, estridencias
de jazz,
mugidos de cantores de tango, fiorituras de cupletistas, latiguillos de dramón radial con sus «¡Mátala!» y sus «¡Ah, muero!», noticiarios rabiosos, transmisiones de partidos de fútbol y de asaltos de box, anuncios insistentes como tábanos y sonsos como el estribillo de un idiota: esas voces y otras muchas no identificables estallaron a la vez y se confundieron en un baladro tan horrible, que Schultze y yo echamos a correr desesperadamente, atropellando a los
homoplumas
que tañían o gritaban como energúmenos.

Así, a toda carrera, salimos de aquel sector. Y corriendo siempre atravesamos el de los silenciosos
homofolias,
que durante algunos minutos llovieron sobre nosotros como las hojas muertas de un árbol sacudido por otoñales vientos. El ansia de llegar a un espacio libre y el furioso tren de la carrera me impidieron tantear el carácter de los
homofolias;
pero el desgano de aquellos entes infernales, la indolencia con que planeaban al caer y sobre todo su mutismo sin rotura me hicieron adivinar que integraban la conocida especie criolla de «los que nacieron cansados».

Nos detuvimos frente a un espacio en cuyo centro un tiovivo (o
calesita,
como le llamamos nosotros) giraba ya lenta ya vertiginosamente, según el impulso del viento que le daba en una suerte de velamen. Al girar dejaba oír una música gangosa, como de organito, que se hacía o exageradamente rápida o demasiado lenta, de acuerdo con el ritmo de la rotación, y en la cual reconocí luego con bastante sorpresa el
Dies irae
gregoriano. Un concurso de hombres graves, cuya solemnidad no me pareció a tono con aquel pasatiempo infantil, llenaba la calesita y giraba con ella: en grupos de a dos y de a tres, aparecían jineteando feos animales de madera pintada, entre los cuales identifiqué al Dragón Apocalíptico, a la Bestia de Siete Cabezas, a la Bestia de los Dos Cuernos, a la Gran Prostituta y a los reyes de Gog y de Magog; y justo es decir que los hombres graves, al castigar la verija de los monstruos con sus espuelas de latón, hacían gala de una buena voluntad que me pareció llena de mérito, como también lo era, sin duda, el afín con que tendían sus manos hacia una sortija resplandeciente que, clavada en un tarugo de madera, les ofrecía y les negaba cierto demonio calesitero disfrazado de ángel. Atentamente consideraba yo la calesita, bien que sin adivinar su sentido en aquel infierno de la pereza, cuando uno de los hombres graves, a punto de alcanzar la sortija, perdió el equilibrio y cayó fuera del artefacto giratorio. Schultze y yo corrimos en su ayuda, lo levantamos del suelo y nos pusimos buenamente a sacudirle las ropas que se le habían llenado de arena. Pero el hombre, con un gesto digno, se desasió de nuestras manos:


Noli me tangen
—nos advirtió sin apasionamiento alguno.

Quedé confundido. Pero el astrólogo Schultze rió con benevolencia:

—¡Claro! —dijo—. ¡Es el Gran Oracionista!

Difícil de pintar es la cólera que se apoderó del hombre al oír aquellas palabras. Tartamudeó un instante, escupió los granos de arena que aún tenía en la boca, y gritó luego:

—¡El Vicepapa es un
clown
! ¡A la gehena con él! ¡Ha blasfemado una y mil veces!

—No hay duda —volvió a decir Schultze—. Estamos en presencia del Gran Oracionista.

Y dirigiéndose a mí especialmente:

—Ha de saber —me contó el astrólogo— que hace algunos años una nueva herejía comenzó a divulgar sus miasmas deletéreos en la muy católica Buenos Aires. Un puñado de hombres, víctimas de cierto fanatismo que no carecía de gracia, dieron en la piadosa locura de aferrarse a la oración con uñas y dientes (lo cual es digno de elogio) y de negarse a toda suerte de acción, hasta el punto de caer en cierta inmovilidad terrena que, sin embargo, no les impedía, ni hacer un uso alarmante del té con galletitas, ni ascender prodigiosamente en sus cargos públicos, ni satirizar a los ridículos mortales que dilapidaban su tiempo en inútiles especulaciones filosóficas, en vanidosos afanes artísticos o en prosaicos intentos de reorganizar la ciudad terrestre. Y esto sucedió en el año de la Creciente Grande, cuando las últimas garzas blancas aparecieron en el sur.

—¡Niego lo de las galletas! —le interrumpió aquí el hombre grave—. ¡Cómo asoma la oreja del Vicepapa en ese relato maligno!

Sin prestarle atención alguna, Schultze continuó su discurso:

—Estaban así las cosas —me dijo—, cuando apareció un hombre que, reuniendo en sí la prudencia de la serpiente y el candor de la paloma, vio en aquella locura un retoño final de la vieja y al parecer agotada herejía
quietista.
Entonces la bautizó con el nombre de
Oracionismo;
y oracionistas vinieron a llamarse los que se daban a tan peligrosa inclinación. Aquel extraño apóstol (que sin duda llegaba del desierto y se había nutrido quizá de langostas y miel silvestre) recabó para sí el título de Vicepapa, que se redujo luego al de Vice a secas, por atendibles razones de abreviatura.

Oyendo aquel nombre temido, el Gran Oracionista se conmovió de pies a cabeza:

—¡Duro con él! —bramó—. ¡A las tinieblas exteriores! ¡Langostas y miel silvestre! ¡Que lo digan los mozos del bar «Adam»!

—Denunciada la herejía y adoptado su nombre de combate —prosiguió Schultze—, el Vice, acudiendo en auxilio de la Santa Iglesia, no demoró el instante de la batalla: se puso el yelmo de la paciencia, la coraza del fervor, el espaldar de la cordura, la pancera de la benignidad, las manoplas de la justicia, las rodilleras del ensueño, los escarpes del militar amor; luego requirió el escudo de la
philosophia perennis,
el hacha de Don Silogismo y la pica de Doña Escolástica; y así, armado hasta los dientes, el Vice resplandecía con tan hermosas luces, que sus cardenales atónitos no trepidaron en compararle a la estrella Aldebarán en una noche sin luna. El Gran Oracionista rió aquí en toda la extensión que su gravedad le autorizaba:

—¡Sus cardenales! —dijo—. ¡Runfla de trasnochadores que bebían como templarios! ¡Frivolidad andante que no vaciló en pisar los rosados talones de la puta pagana!

—Los únicos ebrios entre tantos sobrios —le recordó Schultze juiciosamente.

Y retomando el hilo de su historia volvió a dirigirse a mí:

—Antes de seguir adelante —me dijo—, le pediré toda su atención. Por primera vez oye hablar de un misterio que algún día será divulgado: se comprobará
entonces
que Buenos Aires, por haber sido teatro de tan amorosa batalla, es el centro místico del continente. Pero volveré a mi relato. Dejé al Vice armado como un San Jorge frente al dragón; y es preciso describir ahora la naturaleza del dragón, para entender algo de la batalla que dragón y Vice reñirían muy luego. El oracionismo, indiferenciado en sus primeras horas, no tardó en mostrar dos caras distintas, a saber, el
aquilismo
y el
gusanismo.
Disposiciones alarmantes caracterizaban al oracionista de tipo aquilino: dueño de las alturas, peatón de la Vía Iluminativa y desde ya ciudadano de la Jerusalén Celeste, mostraba la hosquedad, el orgullo solitario y la fácil irritación del águila que abandona sus cumbres. Al descender a este planeta, solía manifestar asombros angelicales, como si de pronto se viera en un mundo ajeno; y ocasiones hubo en que sus discípulos, llorando de piedad, tuvieron que recordarle cuál era el uso de un tranvía o cómo se empuñaba un tenedor. Eso sí, ya en la tierra, el oracionista de tipo aquilino clavaba en la humanidad una pupila irritada, buscando trozos de hígado prometeano en que ejercitar la cólera celeste de su pico. Y a este linaje de oracionismo —concluyó Schultze— pertenece o ha pertenecido el hombre que tenemos delante.

Al verse denunciado tan a las claras, el Gran Oracionista, en cuyo rostro habían ido sucediéndose los colores de la indignación, el desprecio y la vergüenza, estalló en dos o
tres flatus vocis
quejumbrosos:

—¡Excomulgados! —lloró—. ¡Se lo contaré todo al Señor San José! Esa pintura es tan falsa como las alfombras persas del Vice.

—Ahí tiene una muestra de oracionismo en su doble aspecto quietista y malévolo —me dijo Schultze—. Este señor no ha vacilado en requerir el auxilio de la Corte Celestial para menesteres tan vulgares como el alquiler de una casa o la expulsión de un vecino molesto. Por otra parte, acaba de manifestar su gusto blasfematorio, al poner en duda la fehaciente, jurada e incontrovertible autenticidad de las alfombras vicepapales.

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