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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (69 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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Calló un instante, y se quedó mirándonos con ojos perplejos. Entonces me aventuré a decirle:

—Será una idea no fácil de expresar.

—¡Es una idea no fácil de comprender! —me respondió Lombardi en tono agresivo—. No importa, escuchen: entre las vigas de madera tengo un refugio que no conocen ni el foguista ni el manco. Allá, sin otro acompañamiento que un ratón gris y dos arañas caseras, he podido reflexionar a mis anchas. Y llegué a la conclusión de que hay una justicia inmanente.

—¡Bien! —le interrumpió Schultze, como alentándolo.

Pero Lombardi lo miró con severidad.

—Su aprobación me tiene sin cuidado —le dijo—. ¿Se asombra de oírme hablar así? Yo también fui al colegio. ¿O me toma por un burro cargado de plata? ¡Hum! Además, no he dicho todavía nada del otro jueves. Ahora llega lo difícil: ya les hablé de una idea perturbadora; y es la que me quita el sueño desde que reflexiono allá en lo que les hice al manco, al foguista y a todas esas gentes que ahora se levantan contra mí. ¡Oh, no crean que aludo a reivindicaciones vulgares, jornadas de ocho horas o salarios mínimos! ¡Pamplinas! En el fondo, ¿saben ustedes lo que les hice a esos pobres diablos? ¡Les robé su tiempo de hombres! ¿Entienden?

Nos clavó una mirada inquisitiva, y meneó luego su testa con escepticismo visible:

—¡No entienden un pito! —rezongó—. Al afirmar que les robé su tiempo de hombres, digo su tiempo de cantar, de reír, de contemplar y de saber. ¡Y aquí viene la gran diablura teológica! Porque, al robarles todo eso, les he robado quizás el instante único, la sola oportunidad a que tiene derecho hasta el hombre más ruin: la oportunidad de mirar sin sobresaltos una flor o un cielo; la de oír sin angustia la risa de sus chicos y el canto de sus mujeres; la de hallar, entonces, que la vida es dura pero hermosa, que por un Dios les fue dada, y que ese Dios es bueno...

Al decir las últimas palabras, el solitario del aserradero abatió su frente sobre la mesa: lloró de bruces un instante; su llanto amainó después hasta el silencio absoluto; y el silencio volvió a quebrarse al fin según los dos tiempos de un fatigoso ronquido. Lombardi ya dormía.

En puntas de pie Schultze y yo abandonamos el escritorio, salimos a la playa del aserradero y contemplamos otra vez la desolación de afuera. Luego reanudamos el viaje, siempre bajo aquella claridad áurea que a la sazón más que una luz parecía la ceniza candente de un oro muerto y cromado. Tuvimos que atravesar en adelante nuevas fábricas, talleres de fundición, hilanderías y lavaderos, entre cuyos despojos erraban hombres agitados que se escondían al descubrirnos, o bien dulces figuras absortas, que no se cuidaban de nosotros. Llegamos por fin a cierta loma sobre la cual una barriada en construcción erguía sus edificios inconclusos: andamiajes y máquinas de albañilería, ladrillos y bolsas de cemento se amontonaban allá; sin embargo, no veíamos ni arquitectos ni constructores ni albañiles, y me pareció que todo ello tenía el aire de las cosas muertas antes de nacer. El primer edificio sólo era un esqueleto de hormigón: una enorme jaula con sus diez pisos en esquema y sus veinte departamentos en esbozo.

—En esta jaula de cemento —me dijo Schultze— vive un pajaren de Saavedra bastante oscuro. Me asombra que no haya cantado todavía.

Levantó sus ojos hacia las alturas del edificio, lo imité yo; y en ese instante oímos estallar arriba las voces de mando, los rezongos y las amenazas de un hombre colérico. De pronto lo vimos descender a saltos por la escalera de hormigón que comunicaba un piso con otro: se detenía en cada uno, y dirigiéndose a obreros invisibles los apostrofaba, con la voz descompuesta y el puño enarbolado. Al llegar a la planta baja corrió hacia nosotros y nos preguntó, sudando a mares:

—¿Son ustedes los nuevos arquitectos?

Era un hombrón que parecía cruza de galgo y morsa, excremento en la tez y ácido en el semblante; mostraba en sus ropas un increíble desarreglo y olía
como
un changador en el equinoccio de las flores.

En actitud ceremoniosa, el astrólogo se volvió hacia mí:

—Tengo el honor de presentarle —me dijo— a don Abel Sánchez de Aja Berija y Baraja, rentista,
pioneer,
autodidacto y otras jactancias por el estilo, que suele recitar él en los bares, cuando lo invitan con una copa (de otro modo, no bebe).

—¡Retíreme usted el Berija y Baraja! —le gritó don Abel, entre sorprendido e indignado.

—Este hombre —continuó Schultze—, haciendo gala de un lirismo raro en nuestros días, viene consagrándose a la difícil misión de aposentar a sus conciudadanos; para lo cual ha erigido en Buenos Aires treinta mansiones colectivas, de veinte departamentos cada una, donde, sólo con pagar un alquiler exorbitante, sus conciudadanos pueden gozar de una existencia verdaderamente paradisíaca. El origen de su vocación es oscuro, aunque no menos honroso, pues viene de los tradicionales conventillos que don Abel Sánchez poseyó a su hora, y donde, según rezan los archivos de la Justicia de Paz, abundó él en obras tan altruistas como la de lanzar a una saludable intemperie al huérfano, a la viuda o al desvalido que «le atrasaba en el pago de sus irrisorias mensualidades.

Don Abel pegó aquí una patada en el suelo:

—¡Déjese de ironías! —rezongó—. Soy un hombre que...

Pero Schultze no le hizo caso:

—Justo es reconocer —añadió— que los vientos renovadores de la centuria no lo tomaron desprevenido. No bien hubo aspirado las auras noviseculares, nuestro autodidacto demolió sus conventillos y se dio a especular con el cemento.

—¡Basta de historias! —volvió a interrumpirle don Abel—. Exijo que me digan si son ustedes o no los nuevos arquitectos.

—¿Y si así fuera? —le respondió Schultze.

—Entonces —gritó él—, ¿qué hacen ahí plantados como babiecas? Es preciso terminar esta casa de una vez. Ya puse a nueve arquitectos de patitas en la calle.

—¿Por qué? —intervine
yo.

El semblante agrio de don Abel se arrebató de nueva cólera:

—¡Pretendían construirme sólo veinte departamentos en diez pisos! —exclamó—. Yo les dije cuarenta. Gracias a Dios, la cosa tiene remedio: hay que corregir los planos.

—Oiga —le replicó Schultze—, ¿quiere levantar una casa de hombres o una ratonera? ¿Olvida que también el cuerpo humano tiene su dignidad?

—Yo estudié con los curas —le refutó don Abel hipócritamente—. Y ellos me han enseñado a humillar el cuerpo.

—¡El cuerpo humano! —añadía Schultze—. ¡La residencia de un espíritu inmortal! ¡El aposento, bien que transitorio, de la divina Psiquis!

Don Abel ensanchó aquí el tórax, y en sus ojos vi animarse una luz fanática que me dejó vislumbrar la verdadera fisonomía de su demonio.

—¿Dije yo lo contrario? —repuso con ardor—. En todas mis casas, ¿no sacrifiqué los dormitorios, el comedor, la sala y el
office,
para conceder mayor anchura y lujo a ese templo de la dignidad corpórea que se llama Cuarto de Baño? ¿No he visto yo a media ciudad caer en éxtasis ante mis bañaderas empotradas, mis
bidets
aerodinámicos y mis
water closets
último grito? ¿No hice colocar frente a mis bañaderas un espejo de gran tamaño, para que mis inquilinos pudieran admirar hasta el último detalle de sus operaciones íntimas?

—Sí, sí —admitió Schultze—. Y espero que la ciudad agradecida sabrá erigirle una estatua ecuestre, en la que aparezca don Abel Sánchez de Aja Berija y Baraja montando un gigantesco bidet de bronce.

—¡He dicho que me retire usted el Berija y Baraja! —volvió a protestar don Abel.

—No voy a escamotearle su gloria —rezongaba Schultze—. Pero usted, ¡no lo niegue!, le ha robado al hombre su parcela de aire y su brizna de sol.

—En cambio, le di un quemador de basuras y una calefacción central.

—Que funciona por cuentagotas —refunfuñó Schultze—. Por otra parte, ¿y los niños? ¿Pueden vivir los niños en esa jaula de cemento?

El autodidacto abrió la boca y la mantuvo así durante algún tiempo, como si no lograra salir de su estupor.

—¿Niños? —exclamó al fin—. Pero, señor, ¿usted se cree todavía en la Edad Media? ¡Niños!

Me miró y miró a Schultze, como si debatiese una idea que no le cabía en el cráneo. Después volvió sus ojos a la obra inconclusa: la cara del autodidacto reflejó el olvido en que ya nos hundía, luego atención profunda, más tarde cálculo, finalmente indignación.

—¿Qué hacen allá esos brutos? —gritó, amenazando a las alturas—. ¡Más angostos esos cuartos de servicio!

Hecho una furia se lanzó escaleras arriba; volvió a correr de piso en piso y a saltar de andamio en andamio, esgrimiendo su puño en la nariz de fantasmales albañiles y vociferando entre los barrotes de su jaula.

No subimos a la loma ni visitamos otro edificio de los muchos que allá se levantaban. Torciendo a la izquierda nos metimos en un barrio de construcciones antropomórficas, muy desagradable a la vista, en el cual hormigueaba un pueblo de hombres que alguien había retorcido brutalmente hasta darles la forma de números: eran tan violentas las torsiones de aquellos cuerpos humanos, que todavía hoy, al recordar los hombres 3, creo sentir dolores en la columna vertebral. Y digo que los hombres números «hormigueaban», porque realmente salían de los recintos antropomórficos o entraban en ellos como las hormigas, en dos hileras y cargando sobre sus espaldas los más absurdos materiales. Nada me reveló Schultze de aquel barrio, aunque se lo pedí con insistencia. Y empezaban a ralear sus edificaciones, cuando, alzándose frente a nosotros, nos detuvo un cerco vivo de gran altura, trenzado con ramas espinosas, ligustros y enredaderas. Nos abrimos un rumbo a través de la muralla vegetal, y al salir de la misma se ofreció a mis ojos el más triste jardín que hayan contemplado jamás.

Árboles contrahechos erguían allí sus troncos de metal dorado, sus hojas de latón amarillo y sus flores de papel de chocolate; la misma estructura de pacotilla se observaba en los arbustos y hierbas del jardín, como asimismo en las avispas y mariposas que revoloteaban sin ardor entre cálices muertos, y hasta en los hongos gigantes que al ser tocados con el pie remontaban un vuelo de globo infantil, y aun en los Mercurios alados y Fortunas rodátiles erigidos a granel y modelados en cera o en jabón según las normas del más escandaloso
pompierismo.
Sin embargo, mi curiosidad no tardó en verse atraída por la mole de un palacete que se levantaba en medio del jardín y cuyo frontis descascarado y triste hacía juego con las demás construcciones del
Plutobarrio.
El astrólogo me hizo dar una vuelta en torno de la mansión, y entonces vi que cada una de sus cuatro fachadas respondía a un estilo diferente: al egipcio la del norte, al griego la del sur, al medieval la del este y al renacentista la del oeste.

—El arquitecto que planeó este bodrio —le dije a Schultze— tenía en la cabeza un mátete de padre y señor nuestro.

Pero el astrólogo, llevándose un índice a los labios, me ordenó que aguzara el oído. Así lo hice, y entonces advertí que desde el interior del palacio, como filtrándose a través de sus grietas, nos llegaba una música de instrumentos exóticos, cuya monotonía y lentitud me hizo evocar los acordes orientales del «Café Izmir», o algunos lamentos hebraicos que había oído yo por las noches en la calle Gurruchaga. Y como aquella mansión parecía estar sufriendo un dilatado abandono, sentí las comezones del miedo al concebirla sólo habitada por semejante música. En este punto Schultze me tomó de un brazo:

—Entremos —dijo, señalando la fachada griega.

Por uno de los intercolumnios llegamos hasta una puerta monumental que mi guía empujó sin ceremonias y que al abrirse comenzó a chillar ásperamente. Nuevos temores me habrían detenido en ella si Schultze, dándome un golpe con su hombro, no me hubiera lanzado violentamente al interior de la casa. Entré dando tumbos, trastabillé aún. Y cuando hube recobrado el equilibrio, me vi en un
hall
enorme, y dentro de un círculo de parejas que, al son de la referida música, bailaban como autómatas, sin gestos ni voces, bajo inmensas arañas de cristal en cuyos rotos y sucios caireles la luz agonizaba y moría sin alcanzar el suelo. Damas y señores, aquellos bailarines fantasmagóricos vestían de rigurosa etiqueta: el frac de los caballeros alternaba con los uniformes diplomáticos y militares, con el tul de las señoritas y el raso de las matronas; pero vestidos y adornos gritaban su antigüedad y ruina en vergonzantes ajaduras, desgarrones y apolillamientos; y al observarlo me asaltó de pronto la inquietante sospecha de que todos aquellos figurones bailaban allí sin descanso desde hacía medio siglo. Busqué a Schultze, y lo hallé a mis espaldas.

—Mire la orquesta —me dijo sin excitación alguna.

Sólo entonces mis ojos abarcaron toda la sala: era, como ya referí, un inmenso
hall
que, según mis cálculos y pese a la lógica, debía de abarcar el edificio entero. La orquesta, instalada en un palco lateral, se componía de veinte músicos que ostentaban gauchescos chiripas de
satín,
chaquetas locamente bordadas, pañuelos multicolores y botas en acordeón: sin embargo, no era posible identificar al noble hijo de las pampas en aquellos músicos de nariz hebrea, dientes áureos, gruesos anteojos y color mortecino; por otra parte, sus manos oprimían, no el bandoneón o la guitarra, sino el salterio, la trompeta, el címbalo, la cornamusa y el pandero, con los cuales ejecutaban el aire lúgubre que habíamos escuchado ya desde afuera, pero que ahora se ordenaba en un tiempo de vals lentísimo a cuyo son los bailarines parecían girar eternamente.

Admiraba yo la escena, cuando se nos presentó un funcionario que lucía cierta cara verdosa de actor, el cual, a juzgar por un megáfono que traía a su diestra, desempeñaba sin duda el oficio de
speaker
:

—Don Moisés Rosembaum está visible —nos anunció—. Por aquí, señores. El guardarropas a la izquierda. Nuestro espectáculo comenzará en seguida.

Nos guió entre las parejas danzantes hasta ubicarnos frente a un rojo telón, primero de una serie que parecía encubrir distintos escenarios en torno de la sala. Miré a Schultze, vi la intriga en sus ojos; pero no tuve ocasión de hablarle, porque nuestro
speaker
se acomodaba ya el megáfono en la boca.

—¡Atención! —gritó en falsete—. ¡Atención!

Los bailarines quedaron inmóviles en sus puestos, cesó la música, el telón rojo fue descorrido y apareció detrás una escena cuyos personajes comenzaron a representar como fantoches no bien el
speaker
tomó la palabra:

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