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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (65 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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—¿Qué ha leído usted? —me interrogó Schultze, no bien di por acabado mi examen de la puerta.

—¡Bah! —le contesté—. Hay un sentido alegórico, pero es de una ingenuidad lastimosa.

—¿Cómo? —dijo él, visiblemente desconcertado. —Las dos hojas de la puerta fueron historiadas en contraste y oposición. Cualquier pelafustán entendería que la hoja izquierda nos describe la Edad de Oro, en que la tierra y el cielo rendían espontáneamente sus frutos, los animales eran pacíficos y el hombre vacaba en una perpetua delicia; luego, la hoja derecha simboliza necesariamente la Edad de Hierro en que ahora vivimos, como lo prueban esas figuritas humanas que se rompen todas en el afán de ganarse el pucherete. Y algo más importante aún: la hoja de la izquierda se refiere al hombre perfecto, salido recién de las manos de su Artífice, y al que bastaba sólo una fruta para nutrir el cuerpo destinado a ser el transitorio soporte de un alma que a cada rato se le iba por los caminos del éxtasis; en cambio, la hoja derecha nos pinta la triste humanidad a que pertenecemos, devorando la creación entera para engordar una anatomía en la cual se duda hoy que habite un alma.

—¿Y en conclusión? —me dijo Schultze.

—Advierto que ambas hojas insisten demasiado en lo comestible. Me da muy mala espina.

—¿Porqué?

—Porque no dudo que detrás de esta puerta me mostrará usted algo así como un Infierno de la Gula.

No había dicho yo aún esas últimas palabras, cuando la puerta se nos abrió solemnemente, con lo cual entendí que había dado yo en la clave.

Me adelanté al punto, seguido de Schultze que guardaba un silencio agrio (era evidente que no le había gustado la facilidad con que yo había resuelto el acertijo); y no bien la puerta se hubo cerrado a nuestras espaldas, nos vimos en un
hall
brumoso y al parecer sin salida.

—¡Váyanse a la miércoles todos los tragones de Buenos Aires! —exclamó el malhumorado astrólogo—. ¡Bien sé que no ofrecen interés alguno!

Pero esos abominables chupasalsas, esos omnívoros de lujo, esos pringosos héroes de cocina reclamaban su lugar en mi Helicoide. ¡Palabra de honor que me revuelven el estómago! Vea usted las paredes de la ciudad, sus estaciones del subterráneo, sus periódicos y revistas, llenos de
afiches
y anuncios que exaltan el mérito de los cien laxantes, de las mil píldoras, de los diez mil galenos dedicados en nuestra urbe a restaurar un millón de aparatos digestivos
en patine.

—Yo que usted no hablaría tan alto sobre la materia —le dije.

—¿Y por qué?

—Se dice por ahí que usted, mediante raras experiencias, ha ensanchado hasta lo infinito el repertorio de lo comestible.

—¿Por ejemplo?

—¿No se comió usted, en «Amigos del Arte», un ramo de arvejillas celestes que adornaba el pupitre de las conferencias? Y en el Teatro Colón, durante el segundo acto de «Lohengrin», ¿no hizo lo propio con la orquídea valiosa que languidecía en el pecho de una señorita germana? ¿No fue sorprendido, acaso, en un almuerzo de la Embajada Española, mientras alteraba con chorros de sifón la estructura tradicional de un bacalao a la vizcaína? ¿Y no lo vieron cien veces, en el bodegón de Gildo, revolucionar con desconcertantes mixturas las leyes ingenuas de la parrillada criolla?

El astrólogo sonrió con modestia:

—Fisiología del gusto —me dijo—. ¡No confundir hinchazón con gordura!

Y añadió, soslayando el tema y recobrando su expresión de náusea:

—Vamos allá. Sólo echaremos un vistazo.

Por entre mugrientas cortinas de sarga me llevó a una plataforma desde la cual el Tercer Infierno, en toda su anchura, se reveló súbitamente a mis ojos, a mis oídos y a mi olfato. En realidad, acabo de invertir el orden en que se dieron mis sensaciones; porque las primeras en ofenderse fueron mis narices, al recibir una tufarada nauseabunda que me hizo pensar si Schultze no habría reunido en aquel antro todos los bodegones de la cortada Carabelas, todas las cantinas de La Boca, todas las churrasquerías de los Mataderos, todas las lecherías de la Paternal y todas las pizzerías del Paseo de Julio. Casi al mismo tiempo se aturdían mis oídos con algo que no era una música ni dejaba de serlo, y cuya naturaleza real se me aclaró más tarde. Y sólo instantes después, ya hechos a la semioscuridad del antro, mis ojos entrevieron algo así como un Banquete monstruoso. La mesa, en forma de una espiral gigante, ocupaba la zona central del infierno; y sentados a su alrededor, millares de al parecer comensales, vestidos al parecer de rigurosa etiqueta, recibían las al parecer atenciones de muchos activos y desmesurados al parecer camareros.

—Las cocinas están a la derecha —me sopló Schultze—. Los vomitorios a la izquierda.

Descendimos por una escalerita de hierro semejante a las que se ven en los cuartos de máquinas; y ya en el plano del Banquete, me arrastró Schultze hasta una zona de terribles calores, junto a grandes hornallas y braseros, en la cual cien figuras gigantes, con bonetes de marmitón, parecían entregarse a una química infernal. A la luz de las llamaradas que sallan con intermitencia de hornos y fogones, reconocí, no sin temblor, el linaje de los cocineros: eran Cíclopes, ¡y bien vi sus caras arrebatadas por el fuego y chorreantes de sudor, y el ojo único que se abría en sus frentes y del que resbalaban lagrimones arrancados por el humo y las cebollas! Gambeteando entre sus piernas, como entre árboles andantes, el astrólogo y yo recorrimos la cocina de los Cíclopes.

Unos hacían girar monstruosos asadores, ensartados en los cuales se doraban enteros los gordos novillos de la invernada, las grasientas vaquillonas con cuero, y las potrancas de jugoso matambre, caras a los ranqueles devoradores de yeguarizos; otros hacían llover un diluvio de salmuera sobre lechones y corderos asados verticalmente, o bien sobre parrillas inmensas en las que se tostaban a millares los chinchulines, las tripas gordas, los riñones, las ubres, los testículos y otros órganos internos y externos de bestias mamíferas, junto a sus hermanos de fuego, los chorizos criollos, las cantábricas morcillas, los codeguines itálicos, las longanizas béticas y los salchichones tudescos; aquí, removiéndolos y adobándolos en fuentones de latón, pinches activos horneaban un universo de pollos, martinetas, pavos, gansos, faisanes, patos, codornices y lechuzas; más allá, otros revolvían en calderas enormes todas las formas lacustres, marítimas y fluviales, desde el gigantesco pejerrey del Paraná, orgullo de su especie, hasta la aristocrática langosta de Chile, pasando por la centolla fueguina, el salmón del piscífero Nahuel, los peces y moluscos de Mar del Plata, los pacúes y surubíes del argentino Delta y los escamosos frutos de Chascomús, sin olvidar los pulpos de la brumosa Galicia, los bacalaos de la resfriada Noruega, los atunes que surcan el Pacífico y los cangrejos del industrioso Japón; en ollas inconmensurables hervían las pastas hechas al itálico modo, los tallarines enmarañados, los capeletis de sabrosa entraña, los preñados ravioles, los espaguetis sutiles y los democráticos macarrones; y luego una difícil alquimia de salsas obtenidas a fuego lento en cazuelas de cobre o de barro, mediante la cocción de liebres maceradas en vino, de perdices hervidas en leche o tratadas al coñac, de berberechos y ostras con whisky, a todo lo cual se juntaba el tomate obsceno, la llantífera cebolla, el orégano proverbial, la fragante albahaca y el glorioso laurel, con el ajo delator y el nunca olvidado perejil,
arcades ambo.

Nuestro examen de la cocina estaba en
este
punto. Y nos sentíamos ya pringados hasta la coronilla, los ojos enrojecidos de humo y las narices cosquilleantes de especias, cuando vimos llegar a un Cíclope disfrazado de «maitre» (librea galoneada, calzón corto, medias y guantes blancos), el cual, en tono de premura, ordenó a los marmitones:


Trincha! Súbito!

Después, volviéndose a la legión de camareros ciclópeos que lo escoltaban:


Presto!
—les gritó—
Avanti!

—¡Ciro Rossini! —exclamé yo al distinguir aquel pelo teñido, aquel rostro nocturno y aquella voz de comedia lírica.

Sin ocultar su desconcierto, el Cíclope nos buscó un instante con su mirada única. Pero al descubrirnos y reconocernos, echó a correr hacia nosotros, no sin adelantarnos aquella sonrisa festival que siempre habíamos encontrado en la glorieta «Ciro».

—¡Muchachos! —vociferó—. ¡Una fiestita
in
familia! ¡Bravo!
A tavola!

Y nos empujó amigablemente hacia la mesa en espira que, como dije ya, ocupaba el centro del antro. No tardó en abandonarnos para gruñir y acicatear a los camareros que ya regresaban de la cocina con fuentones humeantes:


Súbito! Trincha! Presto!

El astrólogo Schultze y yo nos pusimos a gambetear ahora entre la chusma de los fuentones, que amenazaba con arrollamos. Al mismo tiempo, la música (o lo que fuese) a que ya me referí no sin reservas, abandonó su ritmo de
largo
para iniciar un
prestisimo
cuyo recuerdo me hace reír ahora, pero que me sobrecogió entonces hasta lo indecible. Y no bien hubo desfilado el último camarero, descubrí al frente un quiosco parecido al que durante sus conciertos ocupan las bandas militares, y dentro del cual, vistiendo uniformes de pesadilla, Cíclopes músicos rascaban o soplaban sus instrumentos: a excepción de un contrabajo descomunal y dos trombones gigantes, los instrumentos eran desconocidos para mí, y consistían en largas calabazas, tubas primitivas, canutos y porongos que lanzaban sonidos graves, eructos e hipos, al ejecutar algo así como un pedorreante Concierto Brandemburgués.

—¡Muy propia de su genio la orquestita! —le grité a Schultze, patentizando mi disgusto.

—No es más que un detalle —aclaró él—. Acerquémonos a la mesa y verá lo que realmente importa en este infierno.

Seguí al astrólogo hasta la mesa del Banquete, y entonces pude considerar a mi sabor la doble fila de los comensales que a ella se sentaban: eran varones y hembras esqueléticos, de caras verdes, profundas ojeras, cogotes nudosos y manos de color de bilis, ellos enfundados en marchitos fraques de alquiler, ellas amortajadas en decadentes ropas de noche. Y lo extraordinario era que todos ellos, a pesar de sus aires enfermizos, mordían y tragaban furiosamente los mil y un productos de la cocina infernal que les presentaban los Cíclopes de guante blanco; pero lo hacían con una voracidad mecánica, sin delectación ni asco alguno. No tardé yo en advertir que una relación estrecha existía entre la música y el ritmo del Banquete, pues, a medida que la orquesta iba en
crescendo, más
insistentes se mostraban los camareros y más rápida era la deglución de los comensales. Y cuando música y Banquete hubieron llegado a un ritmo de pesadilla, vimos reaparecer a Ciro Rossini, exultante bajo su librea y portador de un esqueleto articulado que hizo danzar sobre las cabezas de los banqueteadores.

—¡Traguen hasta reventar! —les gritó Ciro en tono fanático—. ¿Cuántas vidas tenemos? ¡Una! ¿Qué somos, al fin y al cabo? ¡Esto!

Agitó con furia el esqueleto y se alejó al trote, como había llegado. Pero era visible que los comensales no daban más de sí: algunos empezaron a cabecear de sueño y otros a desplomarse sobre la vajilla; y entonces mostraron los Cíclopes su verdadera condición de verdugos, sacudiendo a los dormidos, apretándoles las narices y obligándolos a tragar aún. Cuando los pacientes cayeron al fin debajo de la mesa, otra cuadrilla de Cíclopes los recogió como trapos y se los llevó hacia el fondo, mientras un nuevo equipo de comensales, ordenado en dos filas, ocupaba silenciosamente los lugares vacíos.

—Vamos allá —me dijo Schultze, indicando a los Cíclopes que se alejaban con su cargamento humano.

Pero, en lugar de seguirlos, el astrólogo se dejó caer al suelo y empezó a gatear debajo de la mesa. Lo imité una vez más, ¡bien sabe Dios que a regañadientes!; y apenas estuvimos del otro lado nos dirigimos a cierta zona de negrura que se abría en aquel nuevo sector del espacio infernal. No habíamos avanzado mucho en la tiniebla, cuando innumerables focos eléctricos la horadaron desde arriba, proyectando sus conos de luz en otras tantas mesas de operaciones, junto a las cuales médicos ciclópeos de blanco delantal, barbijo y guantes de caucho removían y preparaban sus alarmantes instrumentos. Poco después llegaron los Cíclopes que traían en brazos a los ahítos del Banquete, los arrojaron sobre las mesas de operaciones y los desvistieron a manotadas; entonces los gigantes de barbijo se lanzaron sobre aquellas anatomías inertes, y con un celo diabólico las sometieron a vomitivos, enemas, sondas y jeringazos implacables. Aquellas desnudeces horribles, el furor de los operadores, la reacción violenta de los operados y el hedor visceral que no tardó en difundirse por el recinto me hicieron doblar el cuerpo en una inmensa náusea.

—¡No doy un paso más en este infierno! —le grité a Schultze.

Y girando sobre mis talones eché a correr hacia la zona de luz en que proseguía el Banquete, acompañado por el astrólogo que, al huir, no demostraba menos urgencia. Pero al llegar a la línea de la penumbra, me detuve de pronto ante uno, dos, tres personajes asombrosos que, sentados en sendos
water closets
aguardaban sin duda su retorno a la mesa: el personaje del centro era un homúnculo de cierta edad, flacón, amarillento y calvo, que al entredormirse oscilaba como un péndulo en su
water closet,
no sin gargarear una suerte de ronquido pueril; a su izquierda, y con aire absorto, se sentaba una figura sacerdotal que debió ser muy gorda en la tierra de los vivientes, pero que ahora recogía su negra sotana sobre dos muslos enflaquecidos; el tercer personaje, acomodado a la derecha del homúnculo, era un vejete paquetón y lleno de ínfulas que, ni dormido ni absorto, miraba en torno suyo con el gesto de quien padece un agravio inferido a su honor.

Tanto contrastaba la seriedad de aquellos hombres con la posición indecorosa en que se veían, que me volví hacia Schultze, ardiendo por soltarle un comentario. Y lo habría hecho si el astrólogo, que al ver a los héroes del
water closet daba,
muestras de gran agitación, no me lo hubiera impedido enérgicamente:

—¡Chist! —me susurró—. ¡Un mal encuentro!

En puntas de pie, con el índice todavía en los labios, imagen viva del sigilo, trató Schultze de alejarse. Pero no había dado tres pasos cuando el homúnculo dejó de roncar súbitamente:

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