Adán Buenosayres (55 page)

Read Adán Buenosayres Online

Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

BOOK: Adán Buenosayres
10.86Mb size Format: txt, pdf, ePub

Poco a poco, ya fuese obra de su fatiga, ya de la madurez que lograba ella en el arte del desengaño, mi alma empezó a refrenar sus movimientos, a ceñirse y a demorarse. Hasta que se detuvo por sí misma en el centro del laberinto. Y semejante al cazador que viéndose perdido en las honduras de un bosque se detiene con miedo y trata de volver sobre sus pasos, así mi alma sintió la urgencia de un retorno que la devolviese a su primera intimidad. Ya he referido cómo se apartó de su esencia en la dirección de una espiral centrífuga que, si en un sentido la distanciaba, en otro la tenía girando siempre alrededor de su centro y sujeta siempre a la ley de su atracción. Y declaro ahora que a la misma fuerza gravitante debió mi alma, no sólo el término de su dispersión, sino también la voluntad de su regreso, el cual fue iniciado según la trayectoria de una espiral centrípeta cuyos efectos no tardaron en mostrarse. Porque si el alma se había dividido en la multiplicidad de sus amores, al evadirse ahora de la prisión que le doraban las criaturas iba recobrando sus despojos y reconstruyendo su graciosa unidad. Y si al distanciarse de su centro perdió la inteligencia de sí misma, regresando ya se le adelantaba su propia imagen, y frente a día reverdeció su entendimiento como anunciándole una segunda primavera de la meditación. Regresaba ella: regresó al fin. Hasta que se quedó inmóvil frente a su centro.

VII. En adelante conocí un estado del alma que no era el de la vida ni tampoco el de la muerte, sino una posición de frontera en la cual vida y muerte se parecían y se diferenciaban. Me veía entre dos noches: la noche de abajo, es decir, la del mundo que yo abandonaba y cuyas formas, colores y sonidos me parecían ya inmensamente lejanos; y la noche de arriba, en la que mis ojos no vislumbraban ni el más leve signo del amanecer. Colocado entre una y otra noche, digo que mis ojos no se apartaban de la segunda, como si aguardasen no sé yo qué día venidero. Porque mi alma, pese a su desasimiento y abandono, sentíase misteriosamente cautiva, tal como si, al azar, hubiese mordido el anzuelo invisible de un invisible pescador que tironease desde las alturas. Y estando yo así una noche, retraído en mi cámara de vigilia e inclinado sobre un libro de oscura ciencia cuyos inútiles caracteres bailaban delante de mis ojos, me tomó un sueño profundo, en el cual se me aparecieron cosas tan admirables, que al recordarlas mi ánimo se suspende todavía:

Me hallaba en un lugar extraño, diferente de todos los que había visto yo en la tierra: cierto paisaje yermo, tenebroso y helado como una región astral. Y en sueños me parecía sufrir el mismo agobio nocturno que me atormentaba durante la vigilia, pero tan infinitamente sutil, que todo mi ser no era sino una mirada estudiosa que se paseaba sobre su misma desolación. De pronto, sin entenderlo claramente, me pareció que dos ojos atentos estaban mirándome detrás de mí. Y vuelto el rostro hacia ese lugar, vi al Hombre que se me había mostrado tantas veces en sueños, el cual me contemplaba largamente, vestido de su propia juventud y hermosura más que de su nobilísimo ropaje. Y tanta piedad leía yo en aquellos ojos, que los míos empezaron a llenarse de lágrimas. Visto lo cual el Hombre despegó sus labios y me dijo: «¿Por qué lloras?» Nada le respondía yo, sino que mi llanto arreciaba por la doble caridad de aquella voz y aquellos ojos. Y entonces vi que tendía él su brazo a las alturas y oí que me ordenaba: «¡Mira!» Levanté la frente, siguiendo el rumbo de su brazo; y me pareció ver, como clavada en la negrura de arriba, una gran esfera de vidrio semejante a un animal del cielo en la forma y en el color, pero de tan viva transparencia, que ningún punto de su masa quedaba invisible. Y lo asombroso era que aquel astro tenía como eje un cuerpo desnudo de mujer, el cual dominaba las cuatro direcciones de la esfera: al norte la cabeza, los pies al sur, el brazo derecho al este y el izquierdo al oeste. Sin embargo, yo entendía en sueños que mis ojos, apenas levantados hasta el prodigio de aquella visión, querían abatirse otra vez, tal como si se negasen a contemplarla. Notado lo cual, el Señor de la noche volvió a ordenarme: «¡Mira!» Rendido a su voz, puse otra vez mis ojos en la esfera. Y algo nuevo sucedía entonces: me pareció que al estudiar aquella enigmática figura de mujer una inquietud antigua despertaba otra vez en mi ánimo; era un flujo de voces que yo creía muertas para siempre, o la resurrección de aquella imagen de la felicidad que recién había sepultado yo en el primer otoño de mi alma. Entusiasmos de ayer, gustos perdidos, hervores de guerra y frescuras de canto volvieron a señorearme a la sola contemplación de la mujer crucificada en la esfera; de modo tal que volví, en sueños, a reconstruirme y a ser lo que antes había sido, hasta olvidarme de la noche y del Señor que a tantas maravillas me convidaba. Después una gran zozobra me sobrecogía: observé de pronto que la esfera no estaba inmóvil, sino que se movía en torno de la mujer como un planeta sobre su eje; y vi que, a semejanza de la luna cuando entra en su menguante, la esfera iba decreciendo poco a poco y arrebatándome la delicia de aquella visión, hasta esconderse toda en la oscuridad primera. Lo que sentí luego no es fácil comunicar por el idioma: era un acabarme y un perderme no sabía yo en qué abismo de aniquilamiento; y si algunas aproximaciones de la muerte había conocido yo en el transcurso de mi vida, la que ahora se me presentaba en sueños era la más cabal y terrible. De pronto, y en la mitad de mi naufragio, me pareció que, asiéndome y levantándome sobre aquel abismo, la voz del Hombre me ordenaba por vez tercera: «¡Mira!» Y alzando los ojos vi un medio anillo de plata, semejante al de la luna cuando inicia su creciente, el cual iba engrosando poco a poco hasta reconstruir la esfera primitiva, como si aquel astro que yo había visto desaparecer avanzase de nuevo hacia otro plenilunio. Y me pareció que la esfera no giraba esta vez en silencio, sino que producía un sonido grave como de arco al rozar una cuerda; y oí que desde la inmensidad de la noche cien músicas bajaban o subían, respondiendo al sonido de la esfera, como si a él se ordenasen todas en la gracia unitiva del acorde. Pero cuando mis ojos alcanzaron la imagen de la mujer crucificada en el eje y el ecuador de la esfera, ya no quedó en mi ser ni voluntad ni entendimiento ni sentido alguno que no se le rindiese: no era, en verdad, la misma señora que yo había visto antes; ni tampoco era diferente, sino algo así como una sublimación de la otra. Pero si la mujer no era distinta en
sí,
lo era en los efectos que ya obraba en mi ánimo; pues al verla fui entendiendo que yo no sabría mirar otra cosa en adelante, porque mi contemplación nacía en ella y en ella se quedaba, sin retorno. Y sentí que mi corazón ardía en su fuego, como una madera olorosa, y que al morir yo en mí resucitaba en aquella mujer admirable con una vida cuyo sabor, aunque gustado en sueños, no ha de borrarse nunca de la lengua de mi alma. Después me parecía que se quebraba el encanto, al sospechar yo que la mujer de la esfera no brillaba con luz propia, sino con la de algún sol invisible para mí todavía, y del cual ella fuese luna o espejo. Y cuando apartaba mi vista de la mujer, para buscar en las tinieblas el sol incógnito que sin duda la iluminaba, desperté bruscamente y me hallé a oscuras en la soledad de mi retiro, bajo el viento que había soplado mi lámpara y revolvía los papeles de mi mesa. Recuerdo que un gallo cantaba en las brumosas lejanías, y que a través de mis cristales vi la estrella de la mañana luciendo a unos treinta grados sobre el horizonte.

Con este sueño doy fin a la historia de mi alma en lo que tiene de abstracto, para referir ahora el advenimiento de Aquella por quien escribo estas líneas y a la cual se ordenarán los párrafos siguientes como el amanecer al día o como la flor al fruto.

VIII. Fue primavera en Buenos Aires el día y la hora en que se me apareció Aquella cuyo nombre real no será escrito en estas páginas, ya que, al nacer, le fue dado por hombres y mujeres que no supieron nombrarla en el amoroso idioma que le convenía. Y si no me atrevo a declarar que la glicina y el duraznero de su casa retoñaron sólo para ella y para mi en la hora del encuentro, alabaré, en cambio, a la Gran Armonía que sabe juntar en un acorde la gracia de la mujer y la hermosura de la tierra, en el día que los hombres llaman su primero según los números del amor.

Recuerdo que yo estaba en el jardín de Saavedra, con el amigo que me había presentado y las mujeres de la casa, jóvenes todas y de gracioso talante. Mi amigo sostenía con las mujeres uno de aquellos diálogos porteños en que la palabra ingeniosa quiere a la vez ocultarlo y revelarlo todo. Y yo callaba, sonriendo a los interlocutores, pero entregado en realidad a la magia del jardín en cuyos ámbitos la tarde y el silencio eran una sola persona. Y estaba yo así, lejos y cerca de las voces amigas, cuando por el sendero de los aromos apareció la extraordinaria criatura de mi relato: venía ella como quedándose, tan lento fue su andar en aquel instante precioso a la memoria; pero su sonrisa se le adelantaba, como si fuese un emisario suyo; y como su vestido tenía el color del aire y en el aire sutil se disipaba, no es asombroso que yo la tuviera por una visión y me preguntara si la tarde no se habría personificado en aquella suavísima figura de mujer. Tan absorto estaba yo en la tarea de admirarla y tan inusitado era el revuelo que su presencia levantaba en mi ánimo, que no supe contestar a su saludo cuando, tras oír mi nombre de boca de sus hermanas, ella inclinó la frente y abatió los ojos. Pero, si mi lengua enmudecía, una voz no extranjera para mí se levantaba ya sobre aquel nuevo tumulto de mi corazón y parecía exclamar, como respondiendo finalmente a la pregunta viva en torno de la cual giraba mi ser desde hacía tiempo: «¡Ahí está el rumbo del ala y el norte de la paloma!»

Temeroso de que mi turbación se hiciera notable a las personas que me rodeaban, traté de seguir entonces la conversación del amigo y las mujeres. Pero mis
ojos no sabían
irse de Aquella (que con tal nombre será llamada en adelante), la cual, como si no se atreviese aún a levantar su voz entre las ya maduras de sus hermanas, sonreía callando, rendido a tierra su mirar, circunstancia feliz que me permitía entregarme discretamente a su contemplación, en la cual mis ojos parecían descubrir ahora su oficio verdadero: No se hallaba todavía en la flor de sus años; pero toda ella, según vi, no era sino un gesto de amanecer comparable al del alba cuando quiere y no quiere ser el día. Las tres dimensiones de su cuerpo eran un éxtasis del espacio, cada latido suyo una delicia del tiempo y toda ella un lugar de sublimación para la luz. Al verla, no atinaba yo a discernir qué forma substancial o qué adorable número creador se había encarnado en su frágil arcilla, pero sí a entender que se trataba de un número rebosante, o de una forma que trascendía o rebalsaba en cierta hermosura cuyo esplendor ya no estaba en ella, sino delante de ella, como su mensajero, y a sus espaldas, como su sombra, y a su derecha, como su lanza, y a su izquierda, como su escudo. Alta y recta bajo el vestido aéreo que la recataba, su forma parecía iniciar un doloroso despunte, como el de la yema que se hincha
y
rompe y aventura un gajo. Y al observar aquella tensión de su ser hacia la vida y la estatura de su gracia junto a la de las otras mujeres, recordé un poema del amigo cuyos dos renglones iniciales dicen así:

Entre mujeres alta ya, la niña

quiere llamarse Viento...

Y tanto le cuadraba esa imagen del amigo, que sin dejar de mirarla repetía yo
in mente
los dos versos, maravillado de que sólo en aquel instante se me revelara su sentido. Porque, si Viento era el nombre que le convenía, de viento sería su pie y de viento su mano cuando se levantase y cayera sobre la flor del alma. Con lo cual temblaba la mía, como si ante aquella mujer adivinase ya el comienzo de otro dolor y el preludio de otra guerra.

Con el ritmo alegre de la tertulia crecía el tumulto de mi ser. Y sintiéndome como dividido en la atención de las voces que me llegaban de afuera y las que no podían sosegarse dentro de mí, resolví alejarme y lo hice, deseoso de medir en la soledad el tamaño de aquel nuevo conflicto. Así abandoné la casa de Saavedra, y así, como en sueños, recorrí el espacio que la distanciaba de mis cuatro paredes habituales. Y no bien hube llegado a ese retiro, mi alma, recogida en su intimidad, empezó a reconstruir la imagen de Aquella con todas sus líneas, pesos y colores, de modo tan perfecto que, ante la sola imagen, volvió a temblar y a maravillarse, no porque desconociera la índole de su turbación, sino porque, habiéndola conocido hasta el desengaño, se venía creyendo libre de toda nueva inquietud y como abroquelada en su inmovilidad. Por eso fue que, sustrayéndose un instante a la dulzura de aquel nuevo llamado, mi alma comenzó a reprocharse su fragilidad y a decirse: «¿Cómo? Después de tan largo viaje, ¿te lanzarás otra vez al río engañoso de las criaturas? ¿Descenderás nuevamente a la finitud y peligro de los amores terrenos, después de haber alcanzado la noción de un amor infinito?» Pero las voces de su alarma no conseguían derrotar el encanto de la visión que llevaba consigo. Antes bien, girando en torno de aquella imagen, entendía que, cuanto más la contemplaba, más iba rindiéndose a ella su voluntad. Entretanto la noche había caído sobre la tierra y poblaba de sombras mi habitación. Recuerdo que abrí entonces las dos hojas de mi ventana, y que, dejándome caer en un sillón, me puse a contemplar el cielo estrellado en cuya bóveda un creciente de luna fingía navegar sobre nubecitas de plata. El aire de la noche primaveral, húmedo y fragante como el aliento de una niña, suscitaba en mi ser un escalofrío largamente olvidado y traía no sé yo qué indecibles frescuras a la sequedad de mi alma, como si de pronto la invitase a retoñar otra vez. Desde la calle arrabalera subía un coro de voces infantiles:

Entre San Pedro y San Juan

hicieron un barco nuevo:

las velas eran de plata,

los remos eran de acero...

Dejando vagar mis ojos en el campo de las estrellas, observaba yo que una ternura de otros días reconquistaba mi corazón y lo inducía en amplios caminos de benignidad. Y era tanta la misericordia que parecía llover de lo alto en aquella noche memorable, que de pronto mis ojos empezaron a lagrimear, y no ahora de angustia, según acostumbraban, sino del alivio y la paz que me traía el cielo nocturno. Sucedió entonces que, atribuyendo a la revelación de Aquella tan bondadosos efectos, volví a contemplarla en imaginación y a retomar el hilo de mi soliloquio, preguntándome cuál sería el bien que se me anunciaba en aquella misteriosa figura de niña:

Other books

His Contract Bride by Rose Gordon
The Adultery Club by Tess Stimson
Room 1208 by Sophia Renny
Falling to Earth by Kate Southwood
Just Another Angel by Mike Ripley
Five's A Crowd by Kasey Michaels
The Death of Me by Yolanda Olson
Maybe the Moon by Armistead Maupin