Read Adán Buenosayres Online

Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (2 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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Triste cantaba un ave,

mi dulce bien,

cuando me abandonaste...

Revolviendo su cabeza en las almohadas Adán Buenosayres trazó con ella un vasto movimiento de negación. Contra su voluntad salía otra vez a la superficie, desarraigándose del universo fantasmagórico que lo rodeaba y ceñía. Caras de humo, voces insonoras, ademanes grises desaparecían abajo: un rostro, el de abuelo Sebastián, se obstinaba en gritarle algo todavía; pero se deshizo como los otros, allá, en regiones de estupor y en deliciosas honduras. Y al tocar el fondo cierto de este mundo Adán se dijo:

—¡Lástima!

Entreabrió los ojos, y a través de sus pestañas le llegó algo menos espeso que la tiniebla, una claridad en pañales, cierto amago de luz que se filtraba por la densa cortina. Entonces, ante los ojos de Adán y en el caos borroso que llenaba su habitación, se juntaron o repelieron los colores, atrajéronse las líneas o se rechazaron: cada objeto buscó su cifra y se constituyó a sí mismo tras una guerra silenciosa y rápida. Como en su primer día el mundo brotaba del amor y del odio (¡salud, viejo Empédocles!), y el mundo era una rosa, una granada, una pipa, un libro. Puesto entre la solicitud del sueño que aún gravitaba sobre su carne y el reclamo del mundo que ya le balbucía sus primeros nombres, Adán consideró sin benevolencia las tres granadas en su plato de arcilla, la rosa trasnochada en su copa de vidrio y la media docena de pipas yacentes que descansaban en su mesa de trabajo: «¡Soy la granada!», «¡soy la pipa!», «¡soy la rosa!», parecieron gritarle con el orgullo declamatorio de sus diferenciaciones. Y en eso estaba su culpa (¡salud, viejo Anaximandro!): en haber salido de la indiferenciación primera, en haber desertado la gozosa Unidad.

Un sabor amargo en la lengua del cuerpo y en la del alma, eso era lo que sentía él al considerar la parodia de génesis que se desarrollaba en su habitación. Entonces, con el ánimo de un dios en vena de cataclismos, Adán cerró de nuevo los ojos y el universo de su cuarto volvió a la nada. «¡Que se jorobe!», refunfuñó, imaginando afuera la disolución de la rosa, el aniquilamiento de la granada y el estallido atómico de la pipa. Quizás, y al solo cerrarse de sus ojos, también la ciudad se habría disipado afuera, y se habrían desvanecido las montañas, evaporado los océanos y desprendido los astros como los higos de una higuera sacudida por su fruticultor... «¡Diablo!», se dijo Adán. Pero al abrir sus ojos alarmados el mundo se reconstruyó ante su visita con la minuciosa exactitud de un rompecabezas. ¡Ciertamente, no debería insistir en sus lecturas del Apocalipsis, a medianoche! Aquellas terribles imágenes de la destrucción prolongaban sus insomnios, interferían en sus sueños y al despertar le dejaban un regusto de oscuras premoniciones. Ahora más que nunca necesitaba posar un ojo inteligente sobre las cosas que venían sucediendo en su alma desde que los tambores de la noche penitencial habían redoblado para él; y no era el caso de entregarse a un pavor infantil de génesis y catástrofes. Lo cierto era, por ejemplo, que al cerrar sus ojos (y Adán lo hizo nuevamente) la rosa no se anonadaba en modo alguno: por el contrario, la flor seguía viviendo en su mente que ahora la pensaba, y vivía una existencia durable, libre de la corrupción que se insinuaba ya en la rosa de afuera; porque la flor pensada no era tal o cual rosa, sino todas las rosas que habían sido, eran y podían ser en este mundo: la flor ceñida a su número abstracto, la rosa emancipada del otoño y la muerte; de modo tal que si él, Adán Buenosayres, fuera eterno, también la flor lo sería en su mente, aunque todas las rosas exteriores acabasen de pronto y no volvieran a florecer. «¡Rosa bienaventurada!», se dijo Adán. ¡Vivir en otro eternamente, como la rosa, y por la eternidad del Otro!

Adán Buenosayres abrió definitivamente los ojos, y al ver que los objetos le mostraban su cifra irrevocable, saludó al fin, descorazonado: «¡Buenos días, Tierra!» No deseaba romper aún la inmovilidad de su cuerpo yacente: hubiera sido una concesión al nuevo día que lo reclamaba y al que se resistía él con todo el peso de una voluntad muerta. Pero desde la calle Monte Egmont el nuevo día volvió a recordarle su imperio: «¡Gol, gol!», aullaron diez voces infantiles en son de victoria; «¡Penal, penal!», objetaron otras diez voces rugientes. En seguida se oyó el choque de una batalla relámpago, luego la discusión de una paz concertada entre insultos y risas, por fin la carrera de los chiquilines que reanudaban el juego. Después, cuando el diapasón de la trifulca hubo descendido hasta el nivel sonoro de la calle, Adán reconoció la voz amarga de doña Francisca, su patrona, que hostilizando al verdulero Alí cacareaba reproches, gruñía ofertas y eructaba desdenes. «Noventa y dos quilos de grasa beligerante», pensó Adán, evocando las tetas montañosas de su huéspeda; luego imaginó la extática figura de Alí que junto a su carrito la estaría escuchando sin oírla, tal vez absorto en un recuerdo de pacientes mercados orientales. Y al decirse que aquella escena era la misma de ayer y exactamente la de mañana, sintió el frío de una realidad sin vuelo que se daba todos los días, inevitable y monótona como el grito de un reloj. Se revolvió entonces en la cama, y tristísimos elásticos gimieron en sus honduras. «El día es como un pájaro amaestrado», reflexionó Adán, «viene cada doce horas al mundo, por el mismo rincón del globo, y nos encaja su eterna cancioncita; o más bien un maestro pedante, con su bonete de sol y su abecedario de cosas largamente sabidas:
esto es la rosa, esto es la granada.»
Se sobresaltó de pronto, al recordar que también él era un maestro infantil y que treinta y dos pares de ojos desvaídos lo mirarían luego desde sus pupitres. «¿Iré a la escuela?», se preguntó en su alma. Y evocando el edificio húmedo, la cara saturnina del director y las decadentes figuras de los pedagogos, Adán resolvió en su alma: «¡No iré a la escuela!»
Esto es la rosa,
meditó luego. ¡No! ¡La rosa era Solveig Amundsen, pese a lo que afirmara el día! Y recordando ahora el episodio final de Saavedra sintió algo que no era ya, como lo había sido aquella tarde, ni el gusto acerbo de una humillación ni el vacío de una desesperanza, sino tal vez la melancolía de un acariciado imposible. Se hallaba él en la casona de Saavedra y en el jardín de Solveig Amundsen ya vestido de marzo: Lucio Negri (¡el medicucho!), de pie ante las jovencitas absortas, les hacía un caluroso llamado a «la higiene mental», deseable sobre todo en aquella casa que no sin razón venía llamándose «el manicomio de los Amundsen»; cierto era que Lucio Negri había usufructuado la ausencia imprevista del astrólogo Schultze, de Franky Amundsen, de Samuel Tesler y del petizo Bernini, los cuatro haces de la tertulia; y claro está que Lucio lo había hecho adrede, porque Solveig estaba entre las muchachitas y porque Adán estaba junto a Solveig con su figura de poeta sin destino visible. Y ante la réplica de Adán, el medicucho le había enrostrado aquellos versos:

El amor más alegre

que un entierro de niños.

Y las chicuelas se habían reído de su metáfora: después clavaron en Adán unos ojos entre azorados e incrédulos; y en seguida volvieron a reír en coro, ¡sus buches de paloma, henchidos de risa! Pero Solveig Amundsen no debió reírse con las otras muchachas, ni lo habría hecho, tal vez, si hubiera sabido que con su risa iniciaba el desmoronamiento de una construcción poética y la ruina de una Solveig ideal. «Tendré que llevarle mi Cuaderno de Tapas Azules», se dijo Adán sin forjarse muchas ilusiones. En cuanto a Lucio Negri, ¿entendería por qué razón es alegre un entierro de niños? Adán evocó el rancho nocturno (¡allá, en la loma de Maipú y en algún día de su infancia!) y al niño muerto, sentado en su sillita, entre velas humeantes a cuya luz brillaban las lentejuelas de su túnica y el dorado papel de las alitas que su madre le había cosido a los hombros. ¡La parodia de un ángel, sí! Pero los ojos del ángel no miraban ya: dos tapones de algodón contenían en sus narices la primera disolución de la carne, y moscas verdes caminaban por sus mejillas de talco. No obstante, afuera reían las guitarras y los acordeones, circulaba el mate dulce o la ginebra, trastabillaban pesados bailarines, y parejas furtivas (¡Adán lo entendió luego!) se extraviaban en el cardal anochecido, tal vez con la voluntad oscura de prolongar al calor de sus sangres la penuria y el ansia de las generaciones.

Angelito que te vas

con una gota de vino,

así cantaba el guitarrero borracho. Y como Adán, en su puericia, exigiera la razón de aquel júbilo, alguien le había contestado que el niño de la silla no estaba muerto, sino que ahora vivía en Dios una existencia bienaventurada.

Angelito que te vas

con una flor en la mano...

Por eso debía ser alegre el entierro de un niño: era irse a vivir en otro eternamente, por la virtud eterna del Otro. Y Solveig Amundsen lo ignoraba, sin duda; pero aquella tarde no debió reírse de Adán, porque también ella, sin saberlo, vivía en él una existencia emancipada de las cuatro estaciones. «Le llevaré mi Cuaderno de Tapas Azules», resolvió Adán en su ánimo.

Se desperezó lentamente, y los elásticos volvieron a gemir su
de profundis.
En la calle Monte Egmont arreciaba el escándalo de varones y hembras que, como Lucio Negri, sólo entendían el sentido literal de las cosas y se daban enteros a la ilusión de una realidad tan cambiante como sus horas y tan efímera como sus gritos, moscardones ebrios ya con el néctar de aquel día, mugrientos de sudor y de polen, zumbantes y golosos bajo un sol que también se pondría como ellos. «¡Bah!», pensó Adán malhumorado, «Lucio Negri no ha de impedir que alguna vez el día pierda su gastado alfabeto ni que el mundo se tambalee como don Aquiles, el maestro ciruela de Maipú, cuando buscaba sus perdidos anteojos en las carteras de los alumnos; ni que, ¡ay!, la luna sea hecha como de sangre, ni que sea retirado el cielo como un libro que se arrolla.» Las tremendas palabras del Apocalipsis venían resonando en sus oídos desde la noche anterior.
Sicut líber involutus.
Adán recordaba que, abandonando la lectura en aquella imagen, había contenido su respiración y escuchado el ominoso y duro silencio de la noche; y allá, en el corazón del silencio, le había parecido sorprender un ¡cric! de grandes resortes que se aflojaban, un crujido de formas que se anonadarían al instante, una sublevación de átomos que se rechazaban ya. Entonces, y bajo el peso de aquel terror, Adán había caído de rodillas; y sintió que por vez primera su torpe oración ganaba las alturas que se le habían negado tantas veces; y se había dicho que aquel sagrado temor era sin duda el preludio de la ciencia viviente por la cual venía suspirando su alma tras el hastío de las letras muertas. Un temor sagrado. Pero, ¡cuan fácilmente se disipaba ya entre los ruidos y colores del nuevo día!

Incorporándose a medias Adán Buenosayres alargó su mano hasta el revoltijo de pipas que lo llamaba desde la mesa: eligió a Eleonore, la del tubo de guindo y el horno de porcelana; espaciosamente la llenó de aquel tabaco salteño que sería su alma de un minuto; y encendiéndola con arte aspiró el alma de Eleonore, la expiró luego y vio cómo se retorcía en el aire, dragón de humo. Recobró en seguida la dulce horizontal del sueño y de la muerte, y paladeó entonces la delicia de fumar en su cubo cerrado y en aquella penumbra donde se descarnaban las formas hasta parecerse a números. Desde hacía tiempo dos maneras de angustia se alternaban en sus despertares: o bien sentía la impresión indecible de abrir los ojos en un mundo extraño cuyas formas, hasta la de su cuerpo, le resultaban tan absurdas que lo sumían de pronto en un pavor de antiguas metamorfosis; o bien daba en este mundo como en un bazar de objetos manoseados hasta la desesperación. Y hubo cierta edad en que los días comenzaban en una copla de su madre:

Cuatro palomas blancas,

cuatro celestes,

cuatro coloraditos

me dan la muerte.

¡Era un rasgarse de claros ojos infantiles (los suyos), un desalado ajuste de vestidos y un correr hacia la mañana que afuera se abría ya como un libro de imágenes arrobadoras! Después, leyéndoles a los alumnos el primer balbuceo de sus éxtasis, don Aquiles había sentenciado: «Adán Buenosayres será un poeta»; y las miradas atónitas de los chicos se clavaron en Adán que palidecía, desnudo ya en su esencia y revelado en la forma exacta de sus desvelos por aquel dómine de Maipú que también creía en la inmutable regularidad del cosmos y que todas las mañanas, reloj en mano, vigilaba la salida del sol para castigarlo si no lo hacía según la hora del almanaque. Don Aquiles renqueaba metódicamente, y al ritmo de su cojera los alumnos canturreaban, atorados de risa:

Cucú, cucú,

cantaba la rana;

cucú, cucú,

debajo del agua.

De pronto el viejo se detiene junto al pupitre de Adán, y lo mira: ¡cómo lo ha mirado ahora, en el recuerdo, a través de antiparras azules, con su ojo de pulpo escondido entre aguas marinas!

Adán Buenosayres acarició
in mente
aquellas figuras de su niñez: ni las viejas imágenes ni los conflictos nuevos arraigaban en aquel trabajado comienzo de su día, sobre todo ahora que la pipa Eleonore, fumada en ayunas, lo embarcaba en la sutil, en la nobilísima, en la poética embriaguez del tabaco. «¡Gloria al Gran Manitú», recitó en su alma, «porque ha dado a los hombres la delicia del Oppavoc!» Más aún, al influjo de la hoja sagrada su yerta voluntad parecía reanimarse: consideró nuevamente los objetos de su cuarto, y esta vez la granada y la rosa le merecieron un interés que llegaba casi hasta el elogio
(splendor formae!);
luego volvió sus oídos al fragor de la calle, pero inclinado ahora no sabía él a qué suerte de benevolencia. Y en este punto su atención fue solicitada por algo tremendo que ahora se debatía en el interior de la casa. ¡Irma! Era Irma que, desertando la calle Monte Egmont, trepaba la escalera entre un escándalo de baldes y un meneo de escobas: Adán la oyó silbarle al canario marchito, alabar al gato prudente, reírse del cepillo calvo, maldecir al plumero rabón; luego reconoció el vaivén de sus chancletas en el escritorio, y por fin el agrio lamento de los muebles que Irma castigaba sin piedad. ¡Ciertamente, Irma era un grito desnudo toda ella! Pero un grito de dieciocho años... Y Adán le había dicho que sus ojos eran iguales a dos mañanas juntas, o tal vez la besó: estaban en primavera, y el fuerte olor de los paraísos quizá les había encabritado la sangre, a ella que estiraba las cobijas de su cama, encorvándose toda como un arco vivo, y a él que había olvidado su lectura para mirar lo que deseaba ella que viese sin que dejara él de imaginar que no quería ella, ni sospechase que ella quería que no sospechara él que ella quería que viese, ¡oh, Eva! Y Adán siguió la línea de sus brazos desnudos que al tenderse mostraban dos vellones de negrura, o vio el arranque de sus muslos verdimorenos como la piel de las manzanas; y de pronto había sentido que una bruma espesa, levantándose de su ser, le borraba memoria y entendimiento, hasta dejarle sólo una voluntad de agresión que lo empujaba temblando hacia Irma. Y como los ojos de Adán preguntaran «¿sí?», ella respondió «sí» con los ojos. Después era como extraviar este mundo (olvidarlo y olvidarse), para volverlo a encontrar en seguida (recordarlo y recordarse), pero un mundo ya sin lustre y sucio de groseras melancolías, como si el alma hubiese perdido en su naufragio la visión de la gracia inteligible que ilumina las cosas. Por último se habían alejado uno del otro, sin mirarse ni hablarse: Adán la oyó reír en la escalera y chacharear después abajo, como si nada hubiese ocurrido; y él se quedó allí saboreando su vergüenza, su remordimiento inútil, su ira contra sí mismo por haberse dejado enredar otra vez en el famoso truco de la Natura (¡salud, viejo Schopenhauer!). ¡Claro! La Natura especulaba con el deshonor del pobre monstruo que, destinado en su origen a la beatitud paradisíaca, se había venido escandalosamente al suelo y se chamuscaba, como los insectos nocturnos, en cualquier vislumbre o simulacro de su felicidad primera. ¡Lo cuerdo habría sido negarse a los llamados exteriores, como Rosa de Lima! Suspenso y aterrado, Adán había leído la historia de su batalla con el mundo y aquel proceso de autodestrucción que la rosa limeña iba imponiendo a su envoltura mortal. Y en una medianoche, cerrando el triste libro y acudiendo a los nunca ociosos telares de su imaginación, Adán había evocado la imagen de Rosa en su cámara de tortura: suspensa del madero que había erigido en su habitación y en el que se crucificaba ella para imitar a su dolorido Amante; sintiendo en sus tendones rotos y en sus huesos desencajados la pesadez de una carne que, con ser tan poca ya, no había logrado vencer aún las leyes de su miseria; rendida la cabeza entre cuyo pelo, ¡tan hermoso antes!, la corona de puntas metálicas hacía correr una sangre nueva sobre los viejos coágulos; puesta su mirada en la yacija de cascotes y vidrios rotos que ya le aguardaba y que había deseado ella para sus juegos nupciales: así velaba Rosa en la profunda noche de América, y hasta su desvelo llegaban quizá las pulsaciones de la casona dormida: el trabajoso aliento de su padre, o el refunfuño de aquella madre que hasta en sueños le reprochaba su locura celeste, o el bullir de sus hermanitas que soñaban acaso en amoríos. Pero ella no los escuchaba, demasiado absorta en el trabajo de su destrucción: se destruía en sí para reconstruirse en el Otro, y tal era su labor de aguja, su bordado de sangre...

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