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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela

Valfierno (19 page)

BOOK: Valfierno
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—Eduardo, escúcheme.

Valfierno la mira, trata de pensar en otra cosa. Se dice que ha hecho un buen trabajo: que ha conseguido que Valérie esconda aquella vulgaridad que lo excitaba para ser, a veces, una señorita que uno puede llevar, por ejemplo, al hipódromo de Chantilly. Aunque insista en meterse en asuntos que no le corresponden:

—Eduardo, tengo que pedirle un favor.

Valfierno mira alrededor; le parece que todos esos señores y señoras elegantes los están mirando. Suele pasarle: la convicción de que tiene que armar su vida como en un escenario. Por si acaso, ensaya una galantería:

—Mientras no sea mi nombre y un anillo, todo lo demás que tengo es suyo.

—¿Y algo verdadero?

Dice ella y se ríe con los dientes y todo se derrumba. Ella no sabe, no puede manejarlo: sus dientes le deshacen la imagen y ella sigue hablando como si fuera la de un momento antes, la magnífica.

—Usted, supongo. La única verdad, mi querida, es usted.

Dice Valfierno: se hace el tonto.

—Si fuera así no seguiríamos viéndonos.

Dice Valérie, y Valfierno la odia: si por lo menos fuera agradecida. No dice amor, ternura; dice agradecimiento. Que le agradeciera que la soporta, que la invita a pasear, que se hace el tonto. Que se hiciera la tonta ella también. Después de todo, en eso consisten esos pactos, piensa: en hacerse los tontos. Valérie se pasa la lengua por los labios muy rojos; despacio, rosita sobre rojo: sabe que él no puede resistirlo.

—En serio, quiero pedirle que deje a Perugia afuera de ese asunto. Es demasiado tonto.

Por lo menos no le dice Vincenzo, piensa Valfierno: está tratando de cuidarse.

—Y ahora me lo dice.

—Siempre se lo he dicho, marqués.

—¿Cómo que siempre me lo dijo? ¿No fue más bien lo contrario?

—No importa, no le busque la quinta pata al gato. Le digo que lo deje afuera, es un idiota, con él todo va a salir mal.

—No creí que estuviera tan enamorada de ese imbécil.

Dice Valfierno, y la voz se le hace más aguda. Valérie le contesta en un susurro ronco, marca la diferencia:

—¿Enamorada, yo? ¿Usted por quién me toma, mi querido?

El torrente de señoras y señores avanza hacia las gradas y suena la campana de largada. Valfierno y Valérie se quedan solos junto a la pista, apoyados en la baranda; las patas de los caballos retumban sobre el césped.

—Una vez tuve una amiga que estaba enamorada. No sa-be lo imbécil que se puso. Y las tonterías que hizo, si yo le contara... No, no se equivoque. Le digo de verdad que si lo mantiene en esta historia el italiano va a arruinar todo.

—Valérie, usted sabe que sin él es imposible.

—No, marqués, yo no sé. ¿O se olvidó de que se niega a contarme los detalles?

—¿Para qué quiere los detalles?

—Porque sin mí nada de esto habría sido posible.

—Lo sé, querida, lo sé y va a tener su recompensa.

Los caballos entran en la recta y crece el griterío. Valfierno piensa que debe ser maravilloso tener tanto dinero como para jugárselo a algo tan incontrolable como el tranco de un potro: un lujo que alguna vez va a darse. Que quizás muy pronto pueda darse. Sí, seguro.

—Le insisto, marqués. El pobre Perugia es un incapaz, va a arruinar todo. Tiene que reemplazarlo.

—No quiero hablar de más, mi querida, pero acepte mi palabra de que sin él es imposible. Es así de simple: sin él no hay manera.

—Sí, solamente tenemos que encontrar otra manera.

Valérie le habla —siempre le habla— como si supiera algo que él no sabe: cómo manejar a un hombre, por ejemplo.

—¿Tenemos, Valérie? La que se tiene que quedar afuera de una vez por todas es usted. Y más si no le tiene confianza al italiano. Piense que si él cae, usted puede caer. Él sabe todo de usted, dónde vive, dónde trabaja, todo.

—¿Y de usted no?

—De mí no sabe nada. Yo lo he visto un par de veces por ahí, no sabe ni mi nombre, absolutamente nada. En cambio de usted...

—De mí sí, claro. Pero yo sé todo de usted, no se olvide

de eso. Yo sé absolutamente todo.

Valfierno piensa que quizás sea cierto: aunque no tenga sentido, puede que sea cierto. Igual le dice que no hay forma, que se olvide.

—Lo que usted diga. Pero acuérdese que si él llega a ir preso, usted también. Yo me encargo.

—¿Quién le va a creer a una puta?

—¿A una qué?

Le grita Valérie. Valfierno ya se está arrepintiendo, pero es tarde.

3

Tengo miedo. Yo no quería ser nada que no fuera. Ya no necesitaba. Creía que ya no necesitaba nada más. Y ahora tengo miedo..

No se preocupe, no hay apuro. Tenemos que tomarnos nuestro tiempo.

¿Nuestro tiempo?

Sí, Valfierno. Tenemos que ir de a poco.

¿Pero usted dijo nuestro tiempo?

Se creyó —yo creo que al principio se creyó— que tenía que hacerme como a un cuadro. Que tenía que encontrar un modelo, desarmarlo, entenderlo, producir el boceto general y después colorearlo, afinar cada trazo, relamerlo. Se creyó —seguro que al principio se creyó— que yo sería su obra.

Sí, eso le dije:

El falsificador —lo descubrí después— es un asceta, casi un santo: alguien que está dispuesto al mayor sacrificio, a la renuncia más completa. No hay nada más peligroso que un asceta: se creen que su renuncia los autoriza, los llena de derechos.

Y ellos hacen, en definitiva, lo mismo que todos pero más. Cualquier autor desaparece, de una manera u otra, detrás de lo que hace: el falsificador desaparece por completo porque la condición de su existencia —y de su subsistencia— es no dejar el menor rastro. Sólo conocemos a los falsificadores fracasados; el otro, el victorioso, desaparece tras sus obras. La condición de su existencia es no existir: disimular quién es, negar que es alguien, abandonar su peculiaridad: ser otro, indistinguiblemente el otro. Yo también tendría que serlo: que disolverme, pero no en una obra sino en mi nueva vida —y, por el momento, Chaudron imaginaba que mi vida podía ser su obra.

nuestro tiempo

Y sin embargo pienso que quizás llegue un día —ojalá llegue un día— en que no reconozca mi cara en el espejo. Aunque la frase es falsa, porque: quién será ése que no reconozca esa cara de quién en el espejo. Quién será entonces el que reconozca, quién la cara. Y seguramente ése conocerá su cara, que ya va a ser la suya. Yo, entonces, qué. Yo, más que nada, quién. La excitación, el miedo todavía. Ya no soy un muchacho.

¿No le parece extraño haber creído que era capaz de convertirse en otro?

Sí, periodista. Visto desde ahora parece una locura. ¿Y no es una locura? ¿Con quién está hablando usted ahora? ¿Pero de dónde sacó la confianza, la energía para pensar podía ser alguien tan distinto?

Nunca la tuve. Me imagino que tuve la suerte de no dar— cuenta de lo que estaba haciendo.

¿Qué es lo que hay que olvidar, se pregunta, qué olvido es necesario? No qué deberá aprender, qué simular, qué gestos caras entonaciones afectar: ¿qué tendrá que olvidar para ser otro?

Y entonces Bonaglia ya casi Valfierno se pasa sus últimos tres meses en el prostíbulo leyendo con deliberación sobre los lugares donde va a decir que vivió, mirando reproducciones de los grandes cuadros y estudiando vidas de sus autores, escapándose al teatro cada vez que puede para imitar modales, buscando en
Caras y Caretas
los nombres de quienes van a ser sus pares, oyéndole a Chaudron historias de París, mejorando su francés carcelario, imitando ante el espejo poses y los acentos. Como si le alcanzara, piensa, para hacerse otro, con cosas de mirar o de leer o de escuchar. Como si hubiera algo que alcanzara para eso.

Me sentía, muchas noches, un idiota.

Y no sería capaz de hacerlo. Yo no sería capaz de hacerlo.

Sacó el espejo: descuelga el espejo medio roto, azogado de la pared de su cuarto y oficina para no verse más hasta que viera a otro. Dice: hasta que pueda ver a otro. Y lo saca, en verdad, porque teme no encontrar a nadie.

Hasta que se da cuenta —una noche, todavía en su cuarto y oficina, donde sigue trabajando por ahora, hasta que termine su metamorfosis: donde tiene que salir ya como
otro—
de que se ha estado preparando tantos años, desde mucho antes de saberlo, para esto. Que sus primeros años en la casa grande, que sus lecturas han sido su preparación, que sus tardes y mañanas en la tienda, que sus noches de tedio imaginando, que la decisión de dejar de imaginar fueron preparación —aunque no lo supiera. Ahora sabe que todo fue un preludio, se regodea, ha encontrado por fin el sentido de todos esos años: todo, por fin, justificado, piensa, y que debe agradecer a vaya a saber quién o qué por habérselo dado.

Que todo se concierta y se combina, que la combinación lo llena de potencia. Como quien nace, piensa, en otro mundo.

¿Realmente tuvo esa sensación, Valfierno?

Sí, es verdad que la tuve.

Debe ser glorioso, me imagino: creer que todo encuentra su sentido.

Es humillante. Ahora me doy cuenta de que, si lo pensé, es que me faltaba mucho trabajo, mucho esfuerzo. Seguía siendo el mismo, todavía.

No lo entiendo.

No me extraña. Pero intente: no hay nada más humano, más bajamente humano que la satisfacción de seguir un supuesto destino. ¿Lo entiende ahora? ¿Se da cuenta de la humillación?

Al contrario, ya le dije: se lo envidio.

Claro, por eso usted hace lo que hace. Pero no lo culpo: yo tardé en entender que esa vida que estaba por empezar no era una fatalidad sino mi decisión. Que era todo lo contrario de someterme a cualquier decisión ajena: mi obra, finalmente.

Yo iba a ser otro porque yo quería. Lo único que queda ría de aquél era querer no serlo.

Se deja barba, se tiñe las primeras canas, recupera el espejo: si se acordara bien de quien ha sido se diría que ya no se parece. Trata, por todos los medios, de olvidarse. Pero no

Yo creo que ya es hora.

¿Le parece? Yo no estoy seguro.

¿Cuánto le falta?

¿Unos días más?

Sueña —no sueña; en verdad piensa, pero prefiere pensarlo como un sueño— que se encuentra a su madre en una calle de Rosario y que su madre lo mira y está a punto de decirle algo. Y sueña —piensa, prefiere como un sueño— que él va a decirle que no le diga nada pero le da tristeza y se calla y escucha que su madre habla, pero no entiende lo que dice: que no entiende las palabras ni los gestos.

A veces, para convencerse —para agenciarse sueños nuevos, sueños de Valfierno— sueña con ser rico y elegante para ir a buscar a Marianita Baltiérrez y casarse con ella y comprarle la casa grande de Rosario al idiota de Diego —si es que es suya-y volverse con ella a jugar en el parque, en aquel cuarto bajo el techo, en la gran habitación de los señores. Pero no sueña, piensa. Bonaglia ya no sueña; Valfierno todavía.

Y tenía miedo.

Tenemos que empezar, Valfierno, de una vez.

¿Qué le pasa, Chaudron, se le está acabando el capital?

Esto no puede seguir indefinidamente. No tiene sentido. Yo lo veo y realmente veo a otro, le aseguro. Mire, ya ni siquiera se me cruza la idea de decirle Bonaglia.

Puede ser. Puede ser. Estuve pensando.

Ajá.

Pensé en cómo va a ser el principio. Tenemos que hacer algo, supongo, para que yo empiece.

Bueno, por supuesto. Para empezar se tiene que ir de acá.

Claro.

No, digo: irse a vivir a otro lado. Yo le puedo adelantar un dinero para que se alquile un cuarto, y en cuanto hagamos nuestra primera operación me lo devuelve.

¿Un cuarto?

Sí. Por supuesto que no va a estar a la altura de lo que usted se merece pero al principio vamos a tener que adaptarnos. Nadie va a poder saber dónde vive, al principio.

Es un problema. También vamos a tener que comprar ropa. Pero yo pensaba más bien en cómo voy a darme a conocer. Se me ocurrió la idea de la tortuga.

¿La idea de qué?

De la tortuga. Es simple: yo me visto bien, elegante pero sin exagerar, sin galera, con un sombrero bajo, y saco a pasear una tortuga por la calle Florida.

Valfierno...

No, espere, escuche. Saco a pasear a mi tortuga atada a una correa y los que nos importan se van a dar cuenta del mensaje: que el tiempo no es un problema para mí. Que soy un aristócrata, no como estos plebeyos de porteños que andan todo el día ajetreados, corriendo de un lado para el otro. Eso les vamos a decir: que yo no soy de ésos y me atrevo a decirlo.

Valfierno...

No, le estoy hablando muy en serio. Le avisamos a un par de periodistas, quizás de
Caras y Caretas,
de
El Hogar,
y al otro día todo Buenos Aires está hablando de mí. ¿Ya va entendiendo?

No es que no lo entienda, Valfierno: es que me parece un desatino. ¿No se da cuenta de que en este negocio importa mucho ser discretos?

Pero tenemos que darme a conocer, ¿no es así?

Sí, pero tenemos que hacerlo de a poco, sin estridencias.

Chaudron, me he pasado la vida viviendo bien de a poco, sin estridencias. Se acabó. ¿Me entiende lo que le digo? Se acabó.

Pero usted no puede aparecer así de un día para el otro, salir de la nada y plantarse en el medio del escenario. No es así.

No me diga cómo es, Chaudron.

Valfierno, por favor, hágame caso.

Lo más fácil, sin duda: aprovecharse de la muerte.

4

Lo curioso es que él dice que fue usted el que lo empujó a convertirse en Valfierno.

¿Por qué, curioso? ¿Porque él parece el fulano más suficiente y espléndido y yo soy este viejo enterrado en un sillón? ¿Porque usted es tan periodista que no es capaz de imaginar más allá de lo que ve delante de sus narices, periodista? ¿Porque no puede darse cuenta de que hubo épocas en que su héroe era un pobre diablo? ¿O porque no quiere darse cuenta?

¿Y él cambió mucho cuando empezó a llamarse Valfierno?

Mucho es decir poco, periodista. A ver si me entiende: cuando yo lo conocí él era uno de esos hombres que han decidido que ya lo intentaron, que no quieren ir más allá, que van a tratar de quedarse donde están todo lo que puedan o los dejen...

5

El primero que habló con la viuda de López del Mazo, debo reconocerlo, fue Chaudron. Su socio fotógrafo estaba haciendo fortuna con una rama inexplorada del oficio: los retratos de muertos recién muertos. Y, de vez en cuando, la fortuna del difunto o la culpa de los deudos les hacía encargar también un retrato pintado. Don Indalecio López del Mazo había sido en vida abogado de los Anchorena, viceministro de Comercio y, sobre todo, miembro de cuanta comisión y delegación organizó el arzobispado de Buenos Aires para defender sus intereses en los más diversos campos. Su señora no le había dado hijos: para entretenerse —y entretener su devoción a toda prueba— integraba las sociedades de damas de las mejores parroquias porteñas. Cuando enviudó, la pena no le impidió pensar en el retrato del querido muerto —que adornaría para siempre su salón. Al entregárselo, Chaudron le preguntó si ya había decidido qué donaría a la iglesia de San Francisco, donde se dirían las cien misas que don Indalecio había dispuesto por el eterno reposo de su alma. Cuando la viuda le dijo que no, Chaudron le dijo que él podía procurarle el donativo ideal y le sugirió que se pusiera en contacto conmigo: con don Eduardo de Valfierno.

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