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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela

Valfierno (18 page)

BOOK: Valfierno
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Imagínese, yo. Yo era un cuarentón que había decidido o que se había resignado a que lo que tenía, lo poco que tenía ya era todo, a no buscar más nada.

Valfierno, me cuesta reconocerlo en esta versión lastimera.

No, a ver si me entiende, por lo menos esta vez. No se lo digo para darle pena. Al contrario: se lo digo para que vea lo enorme del camino que recorrí después. Para que entienda cómo un hombre puede hacerse a sí mismo. Para que se dé cuenta del ejemplo.

¿A mí me dice?

Sí, claro. A usted le digo. Usted podría.

Pero dígame un poco, ¿quién le va a comprar un cuadro al empleado de doña Anunciación?

No, al empleado nunca: a eso me refiero. Para vender tiene que ser un tipo al que todos querrían comprarle algo. El tonto al que se engaña. Un rico que llega de otra parte, una provincia rica pero alejada, alguna cosa así. Usted puede hacer eso, Bonaglia. Yo sé que usted podría.

Como si tuviera en la vida esa misión. Se lo veía como nunca: fogoso, convencido. Como si hubiera nacido para hacerme.

Yo vivía tan tranquilo: en el presente puro.

No, Chaudron. Yo estoy bien como estoy. Si quiere hacer esas cosas, hágalas usted solo. Yo ya le digo, yo estoy bien como estoy.

14

Querría que la planchada durase para siempre. Piensa que ojalá esa planchada —tan sólidamente amarrada a los flancos del barco, tan bien cubierta con esa alfombra roja, tan en el medio de ninguna parte todavía, tan fuera de las leyes, tan segura— no acabase, que no tuviera que poner primero un pie después el otro en el empedrado resbaladizo que lo espera adelante, en ese suelo: que ojalá no tuviera que pasar este momento, o al menos poder pasarlo sin este nudo que le agarrota las piernas y el estómago, sin estas ganas de salir corriendo, sin preguntas.

No lo molesta la llovizna ni lo incomodan el griterío y el movimiento y la confusión del puerto ni lo intimida llegar a Nueva York: de hecho —se dice, para darse ánimo— ya ha estado allí el verano anterior, cuando arregló las ventas de los cuadros, y todo funcionó perfectamente. Pero sabe que en los próximos minutos puede jugarse su destino: empieza la sucesión de acontecimientos en que —dos, tres, cinco veces en los meses siguientes-va a jugárselo todo en cada carta. Le han dicho que este paso es el más fácil, pero igual desconfía.

—Eduardo de Valfierno, ¿no es así?

—Sí señor. Ése es mi nombre.

—¿Y trae algo para declarar?

—No señor, nada de valor.

Dice, en un inglés perdidamente macarrónico mientras el vista de la aduana empieza a abrirle las valijas. Valfierno lleva un traje comprado para la ocasión: muy caro, muy sobrio, la elegancia de quien no se interesa en esas cosas complementada con su echarpe de seda marfil y un sombrero de fieltro de primera. Y las valijas que ahora está abriendo el revisor son de ese cuero claro tan delicado que sólo sobrevive en buenos barcos, primera de los trenes, hoteles de gran lujo. Entre esas inversiones, el camarote del Mauritania y lo que deberá gastar en Estados Unidos va a estar cerca de agotar su capital. Pero no es grave, piensa: en unos meses, cuando haya terminado, nunca más va a tener que pensar en el dinero. Eso sí va a ser raro.

—Ésta es una bonita pintura. —Una copia excelente, sí lo es. —Yo creo que la he visto. ¿Cómo era que le decían? —Mona Lisa.

—Sí, eso era. De un italiano, me parece.

—Leonardo. Se llama Leonardo da Vinci. Se llamaba. El aduanero de patillas pelirrojas irlandesas tropieza tratando de pronunciar davinci y sigue sacando cuadros de la valija grande: dos pequeños óleos sobre tela con retratos flamencos, un paisaje francés del siglo dieciocho. —Y acá tiene otro de estos davinci.

Dice el revisor poniendo las dos Giocondas hombro a hombro.

—Sí. Me encanta ese cuadro. Me parece el mejor para regalarle a una señora.

Dice Valfierno y la sonrisa cómplice le sale medio mueca. El aduanero parece bien dispuesto y no se muestra sorprendido por su carga de reproducciones. Valfierno trata de mantenerse impávido; parece que tenían razón quienes le dijeron que no hay turista rico que no vuelva con sus reproducciones de cuadros famosos, que es de lo más normal. Que los americanos las compran por carradas y que las aduanas americanas no se preocupan por esos cargamentos: que casi siempre son reproducciones y que incluso si sospechan que no lo son —dicen las malas lenguas—, prefieren dejarlas entrar para engordar el patrimonio cultural de los Estados Unidos de América: maneras de hacer patria. Es cierto que se lo habían dicho, pero Valfierno no estaba nada convencido.

—Esto no será queso de Francia. —Sí, se lo traigo a un amigo. ¿Por qué, algún problema?

—Ah sí, absolutamente. No se puede entrar en nuestro país con materias crudas que podrían traer plagas.

Dice el aduanero. De pronto el talante amable se le ha convertido en la mirada del tigre cazador: un animal que husmea la presa y trata de disimular con cortesías.

—Lo siento, pero voy a tener que requisarlo.

—No, por favor, es un regalo.

—Lo siento, señor, ya se lo he dicho. Lo siento pero tengo que cumplir con mi deber.

Valfierno trata de subrayar la mueca de fastidio: que no se le dibuje la sonrisa que le llena la cara. Más tarde, en el hotel, sacará las dos Giocondas de la valija grande y la otra —que el revisor no ha visto— de su bolso y las guardará en el fondo del armario, bien envueltas en camisetas sucias. Al día siguiente irá a buscar el paquete con las otras tres a una compañía de fletes internacionales en Church casi esquina con Broadway. Y esa noche reunirá por fin a las seis en su cuarto de hotel, las apoyará en el suelo contra la pared, las mirará durante horas. Es curioso: esperará ver seis veces trescientos mil dólares, la fortuna que vestirá su vida, el futuro seguro pero verá algo más, algo que no terminará de definir, algo que sus palabras no sabrán decirle. Que no será sólo el miedo ni sólo la victoria ni sólo la evidencia de su genio ni sólo la amenaza. Que no sabrá: que querrá saber y no sabrá. Y se dejará envolver por el sueño con la mirada en esa cara repetida, esa inquietud, esa felicidad de seis sonrisas.

Al día siguiente comprará papel y cuerda, las empaquetará con esmero y las llevará a un guardamuebles de la avenida Houston donde las dejará depositadas hasta que llegue —en pocos meses; si todo sale bien, en pocos meses— el momento de darles su destino.

VALFIERNO
1

Mi madre, todos los que cambiaron de país, las chicas de las chapas: al principio era fácil. Mi madre, todos los que cambiaron de país, las chicas de las chapas. Monsieur Jourdan que se dio cuenta de que hacía prosa porque hablaba y estaba tan feliz porque era otro, Montecristo que se hizo conde para ser su venganza, Garay cuando pasó de porquerizo a fundador de una ciudad, Ulises de mendigo puerco paria para llegar adonde nadie lo esperaba, Julieta que preguntaba qué importaba el nombre y el nombre la mató, mi madre, todos los que cambiaron de país, don Alonso Quijano, por supuesto, don Quijano, el propio Júpiter que seducía hecho vaca cisne lluvia pero la noche no, la noche no que se hace día para volver a hacerse noche y día y noche y día y otra noche no, los mejores traidores, quién sabe Merceditas, don Simón, el francés tan lejos de su pueblo y en la cárcel, yo Bollino, el pobre Bollino preso por tan poco y convertido, mi madre, la derrota de no saber qué, Bollino convertido en no sé qué, seguir sin saber qué, cambiando más, cambiando más, cambiando pero Sarmiento, otra vez Sarmiento, sobre todo don Domingo Sarmiento, todos los que cambiaron de país. Nunca di tantas vueltas en mi cama: nunca tantas. Pensaba, daba vueltas: a quién se le ocurre la soberbia de decidir quién será uno; pensaba, daba vueltas: cómo se hace para decidir quién será uno; pensaba: para qué, daba más vueltas. Por qué otra vez. Si ya soy yo, si ya estoy éste acá.

Me serenaba, por momentos: hacia la madrugada, cuando me di cuenta de que ya había sido otros: entonces descubrí que lo que no quería hacer ya lo había hecho y no lo había hecho nunca. Que había sido otros sin decidir quién Que sólo había ido derivando de un nombre al sucesivo como una rama en un estanque sin corrientes, viento apenas que había dejado que el azar de unos nombres me arrastrara; que ahora era otra cosa. Que tenía que decidir cómo sería, quién, con qué maneras. Que podía equivocarme tan terrible. Que Julieta en veneno, que otro nombre. Que ya me había equivocado tantas veces. Que tantas tantas veces. Que no paraba de dar vueltas. Que tampoco era tan fácil seguir siendo quien era. Que yo no era quien era. Que no, que no era fácil. Que quién era. Que total qué perdía. Que Domingo Faustino y Montecristo, Ulises hecho puerco, mi madre de las chapas. Que me perdía a mí tal como entonces, que no era perder mucho, que no era mucho pero era perder todo, que todo es casi nada, que ya basta, carajo. Que Garay, que Garay. Que si me duermo el sueño va a saber quién duerme. Que quizás o quién sabe. Que quién sabe, sobre todo: quién lo sabe.

Don Eduardo de Valfierno nací en San Juan —donde teníamos tierras— el 29 de mayo de 1861 y tengo, por lo tanto, ya, cuarenta y cinco años cumplidos. Antes de mis dos años mi padre debió instalarse en Valparaíso para hacerse cargo de la empresa familiar, la naviera más importante de ese puerto, que le legó su tío. Su tío, está de más decirlo, había nacido en Génova; mi padre era la primera generación de Valfiernos en América pero mantenía las tradiciones de su tierra de origen. Por eso, entre otras cosas, cuando, ya mayor, decidió que era hora de casarse, se hizo buscar una muchacha de buena familia genovesa a la que cortejó por carta y que llegó, con apenas veintiún años, para entregarse a ese señor poco menor que yo en este momento. La muchacha, mi madre, esperaba lo peor: sabía que sus padres la enviaban al confín de América para ligar mejores vínculos con el poderoso clan Valfiemo y no se hacía ninguna ilusión sobre su futuro; sabía, sin embargo, que sería nadie si desobedecía. La muchacha, mi madre, habría esperado lo peor: me imagino su alivio cuando se encontró con un caballero dedicado y respetuoso, buen mozo todavía, que trató de hacerle llevadero su destierro.

Valparaíso era, entonces, el puerto más activo del Pacífico sudamericano. Allí me crié: mis padres me hablaban italiano, mi institutriz francés, la servidumbre —por supuesto— el raro castellano de esa gente. Allí viví, feliz, sin sobresaltos, hasta los dieciocho años: recuerdo una infancia solitaria y protegida, los primeros juegos de muchachos, el pelo negro de esa criada que se hacía llamar Nena. Aquel año estalló la guerra con Bolivia; el comercio marítimo estaba interrumpido y mi padre decidió que pasáramos a Mendoza, donde esperamos más de un año. Nada me atrajo en esa aldea reseca, recién reconstruida tras su terrible terremoto; celebré cuando mi padre, desalentado por la prolongación de la guerra, nos comunicó que aprovecharíamos el tiempo perdido para ir a visitar a los parientes en la tierra de origen. Mi madre era feliz; fue la ironía más cruel que muriera durante el cruce del Atlántico. Mi padre y yo quedamos sin familia.

Mi padre se negó a volver a Sudamérica. Durante varios años, la casa matriz genovesa fue el escenario de nuestras discusiones: él pretendía que yo siguiera la tradición comercial de los Valfierno y yo, honestamente, no encontraba la vocación por más que la buscara. Cuando cumplí veinticinco años la muerte de mi abuelo materno me dejó en posesión de una bolsa decente: no tardé en decidir que Francia era el mejor lugar para gastarla. No voy a fatigarlos con el recuento de esos años: cualquiera puede imaginar lo que es tener algún dinero, no haber cumplido treinta y gozar de París. Así seguí hasta mis treinta y siete —y ojalá hubiera seguido siempre.

Pero mi padre tuvo a bien morirse. Se había vuelto a casar: aunque no tuvieron hijos, su segunda mujer se guardó buena parte de lo que le quedaba —sus finanzas, entonces ya no eran tan boyantes. A mí me tocó, de todas formas, una herencia sensata y, por supuesto, el título. Sí, había olvidado el título: mi padre tenía derecho al marquesado de Valfierno pero nunca había querido ostentarlo. Yo, en ese punto, sigo sus consejos: en estas tierras republicanas, un noble puede llegar a ser algo irritante. En París, está claro, era distinto.

Me quedé unos años todavía. Pero, para ser sinceros, mi bolsa ya no me permitía el ritmo de vida acostumbrado y, además, la ciudad se estaba convirtiendo en un refugio para bohemios decadentes y buscavidas sin escrúpulos. Ya no era, me pareció, el destino de un hombre de bien.

Me dijeron que Buenos Aires era el futuro —y que lo era sin menosprecio de las tradiciones y las buenas costumbres: que allí, todavía, un hombre decente y educado obtenía el respeto merecido. Pensé, también, confieso, que era mi hora de sentar
cabeza
y recordaba, de mi juventud, la belleza de las hijas de la tierra —y la riqueza, es cierto, de sus campos.

Así fue como volví a la patria. Y, les puedo asegurar, no me arrepiento.

¿Marqués, Bonaglia? ¿No será un poco mucho?

¿Quién es, Chaudron, Bonaglia?

Su madre, todos los que cambiaron de país, Quijano, Monsieur Jourdan, Sarmiento, las chicas de las chapas: Montecristo.

Sólo después, mucho después, se le ocurrirá la justificación perfecta: que quería hacer la obra de arte más difícil: una vida. Que para hacer de una vida una obra de arte debía falsificarla: que ser el hijo de tu padre y de tu madre es pura naturaleza, que ser el mismo siempre es resignarse a la naturaleza, que una vida sólo es obra cuando se la inventa. Después, mucho después, la justificación —aunque, sin saberlo, lo estaba haciendo desde siempre.

Soy Valfierno. Yo soy Eduardo de Valfierno.

2

Al principio lo irritaba; ahora, que ella le lleve una cabeza se ha convertido en una forma más de mostrar su triunfo: un galardón. Es obvio para todos, piensa, que ella no está con él por su bella figura sino por algo menos visible que, a primera vista, debe ser su billetera. Y le conviene, piensa: como usar un buen traje, un brillante estentóreo en el anillo. Aunque los que lo miran se equivoquen —aunque no sea por eso, aunque siga sin saber por qué es, aunque sus tentativas de dejar de verla hayan fallado sin estruendo. Esta tarde, además, Valérie está radiante: el vestido blanco etéreo entallado cuajado de puntillas, el collar que le brilla sobre el pecho escotado, que palpita sobre el pecho escotado con destellos, el sombrero de alas como alas, la sombrilla de seda apenas rosa apoyada al desgaire sobre el hombro en pompa, los pelos negros refulgiendo. Valfierno sabe que lo envidian —o, se le ocurre de pronto, lo miran con sorna: otro viejo que cayó en la trampa. La idea lo desarma.

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