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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela

Valfierno (20 page)

BOOK: Valfierno
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Esperamos seis días —y ya desesperábamos cuando recibí la esquela de la viuda invitándome a pasar por su casa de la calle Esmeralda. Estaba —debo reconocerlo— nervioso cuando llamé a su puerta. Una mucama joven, morena me hizo entrar: hubo algo, en su manera de mirarme —de no mirarme; de bajar los ojos—, que me tranquilizó. La viuda apenas se levantó a saludarme y volvió a caer en un sillón demasiado grande para ella: me alivió, también, que fuera tan chiquita Le presenté mi pésame y ella me sirvió el té en una taza de porcelana china.

La charla sobre nada fue afortunadamente breve: yo le temía más que al negocio en sí mismo. Pero la viuda no estaba para frivolidades —o, quizás, suponía que no era el momento para desplegarlas. Así que, en cuanto me nombró la propuesta de Chaudron, le hablé de ese cuadro que llevaba tantas generaciones en la familia y que ahora, lamentablemente, yo debía enajenar. Un cuadro del maestro Murillo, señora, imagine mi pena. La viuda podía, por lo que me pareció, imaginar mi pena pero no un cuadro de Murillo: el nombre del gran maestro del barroco español le sonaba croata. No quería, por supuesto, admitirlo, y me hizo alguna pregunta general sobre la pintura. Yo traté de informarla sin molestar su orgullo: señora, es un san Francisco, precisamente, pero pintado como sólo podía hacerlo un maestro del barroco, con esa riqueza de detalles y ese sentimiento tan cristiano que el santo está realmente allí, señora; no ha habido, se lo aseguro, ningún pintor más acorde a las doctrinas de nuestra Santa Madre.

La viuda López del Mazo me escuchaba atenta, hundida en su sillón; parecía realmente indefensa hasta que le dije el precio que esperaba cobrar por el Murillo; entonces se enderezó y mostró los dientes. Los tenía amarillos pero enteros y me dijo que no me dejara engañar por las apariencias. Jamás, señora, pero no sé a qué se refiere. Todo esto que ve a su alrededor, señor de Valfierno. Mi marido lo necesitaba para su vida social, para sus asuntos, pero no se crea que somos millonarios. Doña Socorro, por favor: si alguien sabe que el dinero se va como ha venido, ése soy yo; pero le estoy hablando de una verdadera obra de arte. Sí, claro, por supuesto.

Una obra de arte y, sobre todo, una devoción por el eterno reposo del alma de su esposo. Sí, claro, por supuesto. Y ad más entiendo que no es lo mismo comprárselo a un caballero como usted que a esos mercachifles gallegos o italianos.

La viuda me sirvió otra taza de té y una sonrisa que que-ría ser elocuente pero no entendí. Yo se la contesté con otra parecida. Se puso de pie: fue un proceso difícil. Mientras esperábamos a la mucama me dijo que quería consultarlo primero con el párroco de San Francisco y que después volveríamos a hablar —y me pidió que revisara el precio. Yo le dije que con todo gusto pero que era un Murillo. Sí, un Murillo, me dijo, por supuesto.

En la vereda me crucé con gente y nadie me miraba. No podía creerlo: estaba funcionando. Diez días más tarde habíamos cerrado trato y el cuadro de Chaudron fue colgado, con pompa y devoción, junto al altar mayor de San Francisco. El párroco estaba feliz: debía haberse informado sobre el precio de un Murillo y se desvivía por atender a la viuda donante.

Fue nuestra primera operación. Las dos siguientes también fueron un éxito, y fueron más que eso: la verificación de que podíamos. La verificación de que ahora, por fin, yo era Valfierno.

Que el mundo es un lugar lleno de cosas, brillos y, sobre todo: muy lleno de otros mundos.

Así que entonces ganaron su primer monto importante. Sí, una banalidad.

Bueno, yo no llamaría banalidad a sacarle diez mil pesos a un par de millonadas. Diez mil pesos, una cantidad.

Es tan fácil hacerse rico, señor Becker. No hay nada más fácil— Basta con ver quiénes lo consiguen: los que no tienen la suficiente imaginación como para desear otra cosa, los que quieren lo mismo que todos, sólo que un poco más.

Sí, por supuesto. La cuestión es que yo he vivido casi toda mi vida en París, por eso. Pero ya no me gusta esa ciudad, he vuelto. Sí, es cierto, querría vender algunos cuadros. Son trastos viejos, caprichos del abuelo, y le confieso que el mantenimiento de mis residencias me insume un poco mucho. Sí, por qué no. Sin duda, por supuesto.

Cambiar no es, al fin, tan difícil: decirse que uno es otro. El problema es que otros se lo crean. El problema ya no es la construcción, ahora, sino el reconocimiento: ser es ser percibido. Por suerte, se dice, la Argentina.

La Argentina era perfecta para eso.

Mirarme en el espejo: ver los rastros.

Encontrar

todavía

tantos rastros.

Y entonces me va a invitar a una copa y me va a decir que cómo es que no nos habíamos encontrado antes y yo le explicaré que mi vida ha sido tan errante, tantos años afuera para volver ahora por fin a encontrar los paisajes de mi infancia y él dirá que claro, que se olvidaba de eso pero qué bueno habernos conocido ahora, marqués, sabe, con tanta chusma como ha llenado nuestra patria es un placer conocer de vez en cuando a una persona de bien, a un señor, a uno como nosotros, y me dirá que por supuesto tenemos que encontrar-nos uno de estos días a comer en el club y le diré que claro que con el mayor gusto y algo le cruzará los ojos y yo después sabré que el mayor gusto es un error, que son palabras que nosotros no usamos y no lo sabré entonces pero sí que acabo de equivocarme en algo, siempre el temor de equivocarme en algo, el miedo de equivocarme en algo y sin embargo él seguirá adelante y supondrá, supongo, que tantos años alejado pueden justificar o explican ciertos deslices pero yo habré pasado por un momento duro, otro momento duro, el error siempre enfrente, amenazando.

Estaba al borde: todo el tiempo en el borde.

Y ésa entonces no va a pensar lo que pensaron tantas otras y va a suspirar con abandono cuando alce mi copa de champaña y le diga que sus ojos me hechizaron y su sonrisa va a ser la invitación que yo finjo que no acepto todavía para que tenga que insistir y me mire a los ojos más provocativa mientras se baja el bretel izquierdo de su deshabillé como quien desafía, me desafía a que mantenga mis ojos en los suyos mientras se deshabilla y yo que por supuesto los mantengo porque soy un hombre lleno de mundo y experiencia, eso es lo que ella va a pensar y no en mis proporciones mientras se baje también el otro bretel y el deshabillé cabalgue sobre sus pechos en equilibrio tan precario, tan aleatorio amenazado por su respiración casi fuera de souffle y me sonría, dificultosa me sonría porque va a estar nerviosa, preocupada por el juicio de mis ojos y mis manos y mis años de farras y jaranas y el temor de no estar a la altura y, para disimular, se deje caer sobre el diván con un mohín y yo como quien no se entera de que el deshabillé le cuelga despendolado en la cintura, escaso en la cintura, superfluo en la cintura, caprichoso y entonces sí me va a decir marqués, por favor marqués, no se da cuenta de que estoy loca por usted, marqués, por favor, que ya no puedo más, no sea tan cruel y yo entonces voy a saber que no me equivoqué.

Al borde, digo: de uno y otro lado.

Imaginándome, creándome.

Es necesario mostrarse indiferentes: todos los presentes imaginan que traslucir deslumbramiento sería tan vulgar, una muestra de muy poco mundo. Los presentes son más de novecientos, para mostrar que Buenos Aires es una de las ciudades más ricas en ricos y entenados, y se miran entre ellos sabiendo que, aunque pudiera haber algún error, están tranquilos porque son los mejores o, como ellos dicen, la gente decente, es decir: los que supieron quedarse con la tierra, sus adjuntos. Se sienten cómodos: es tan bueno estar en territorio bien cuidado, rodeados de amigos y parientes y colegas. Ni siquiera por miedos, piensa Aliaga: por la tranquilidad de saber que sí te entienden.

Los presentes muestran indiferencia pero miran, disimulando, impresionados el despliegue: la vajilla de porcelana de Limoges con la G sobredorada en monograma, la cubertería de plata maciza labrada por Cristophle con su remate de cabezas de vaca, el cristal de baccarat quebrándose y quebrándose en un arrullo de dinero, el hilo flamenco de servilletas y manteles, los arreglos florales catedrales, la orquesta de veinticuatro profesores que se percibe apenas, la medalla de oro conmemoraba que cada cual ha recibido cuando entraba: "Familia Guerrico — Bodas de oro — Por la Gracia de Dios".

No es tan difícil —menos que lo que parecía— trasegar las perdices rellenas de foie gras sin salpicarse. Valfierno estrena frac y se limpia los labios después de cada trago de champaña francés. ¿Así que usted es Eduardo de Valfierno? Mi tía Amalia me habló mucho de usted. Marqués Eduardo de Val-fiemo, a sus órdenes. Ah, sí, claro, marqués; yo soy Mariano de Aliaga, tanto gusto.

¿Y le dijo que era marqués?

Sí, porque soy marqués. Si inventa, mi querido Chaudron, nunca invente modesto. Exagere, si quiere que le crean. Valfierno, tenga cuidado. No vaya a estropear todo.

Son mucamos ingleses y alemanes los que acercan el rôti de veau truffé y el vino de Cháteau Latour. Valfierno también finge indiferencia pero le cuesta hablar: a pesar de la experiencia acumulada en esos meses tiene miedo de equivocar las palabras, no acertar los acentos. Su vecino de mesa, en cambio, Aliaga, no tiene ese problema: es estúpido, piensa Valfierno, que lo que a él le cuesta tanto esfuerzo sea apenas natural para los otros: que no noten su empeño, que no tengan manera de apreciarlo. Eso, piensa, lo hace mejor que ellos —pero querría que ellos lo supiesen y me tengo que conformar con sacarles su plata.

Aliaga está pletórico y le dice que no soporta a estos criados europeos que, vaya a saber por qué, se creen superiores: nos roban, nos desprecian, viven de nuestro esfuerzo; están acá porque se morían de hambre en sus países y hacen como si nos hicieran un favor, los desgraciados. Otros eran los tiempos, dice, cuando nos servían esos negros fieles que se habían pasado una o dos vidas con nosotros, dice Aliaga y la señora al otro lado de Valfierno asiente con vigor: pero no se preocupe, Mariano, en diez o quince años éstos también van a saber dónde está su lugar; es cierto, no requiere más tiempo, mi querida señora, pero por el momento es enojoso. Ya está bien de tantos extranjeros que desnaturalizan nuestras tradiciones, ¿no le parece, marqués? Al marqués le parece: claro que le parece. Y le ordena a un bávaro más vino, sí, Latour.

¿Y conseguimos algún cliente?

No se adelante, Chaudron, no se adelante. Estar ahí ya era un triunfo extraordinario.

O sea que no.

A ver si tiene un poco de paciencia.

Mariano de Aliaga le dice que no deje pasar ese Cháteau d'Yquem, que él lo prefiere como aperitivo pero que aun así, con los marrons glacés, también es delicioso y Valfierno, que nunca lo ha probado pero recuerda haber leído algo, le contesta que no, que para él es un vino de postre y empiezan un debate. Aliaga tiene la misma edad que Valfierno pero le lleva, aun sentado, por lo menos una cabeza y se lo ve vivido: la piel grisácea, venitas en los ojos. Doña Inés Ezcurra, en cambio, prima lejana de los dueños de casa, es una señora de más de sesenta años, altiva y opulenta, que ahora le dice que la disculpe, que oyó su nombre por casualidad y quiere saber si él es el mismo que tuvo a bien venderle a doña Soledad ese cuadro tan lindo. Valfierno no sabe si es una suerte o un desastre, pero no le quedan más opciones: sí, señora, soy yo, para servirla; usted sabe, el abuelo tenía la manía de juntar tantas cosas y ahora no están los tiempos para eso. Le entiendo, me imagino, dice doña Inés y trata de cruzar con Aliaga una mirada cómplice. Que Aliaga no responde. Y suena el primer vals: danubio azul y los homenajeados, cincuenta años de alianza entre las manos, lo bailan con las piernas pesadas mil ricos aplauden.

Después los siguen más: el suelo de roble de Eslavonia bajo las suelas impolutas de ricos y sus ricas que bailan bajo la araña de tres mil caireles que reluce bajo la cúpula de siete ninfas gordas escapando de Apolo y tres erinias gordas enloqueciendo hombres y tres danaides gordas bañándose para lavar su sangre y dos hespérides más gordas custodiando el jardín maravilloso y en el medio del medio Júpiter hecho toro para raptar a Europa gorda, blanca, también casi desnuda en los frescos del techo y, por debajo, los giros de ese vals: mujeres que Valfierno nunca había imaginado, mujeres que no existen fuera de ese coto. Mujeres que en las fotos de las revistas de sociedad no huelen como éstas, no les brillan las pieles y los pelos, no se les mueve el cuerpo como a éstas, no dejan a su paso majestad: éstas son —está tan claro— de otro mundo. El mundo huele a rosas y gardenias y Valfierno trata de no dejarse impresionar porque de todos modos, sabe, no son suyas. Mujeres, se dice, que trabajan sobre sí tanto más que yo mismo: que se hacen tanto mejor, obras tan superiores —y visibles. Así que usted sería, mi amigo, como un marchand de arte, dice Aliaga y le propone un brindis con champaña.

No sé si es la palabra pero sí, de tanto en tanto he vendido algún cuadro, le contesta Valfierno: sólo clásicos, si vamos a entendernos. Eso es lo que nos falta, mi estimado: clásicos. Somos un país joven, le dice Aliaga, poderoso, y somos el futuro; lo que nos falta por ahora es el pasado, dice y Valfierno se arriesga: eso también se compra, dice, y se asusta de lo que acaba de decir. Pero Aliaga lo sigue: eso es, mi estimado, nada más fácil de comprarse que un pasado, y se sonríe. Valfierno no espera que el vals haya tapado su suspiro de alivio. Dentro de poco, mi estimado, ya ni eso les va a quedar a los europeos: quelle décadence, mon ami, quelle decadente.

Ellos lo hicieron, nosotros lo tendremos, dice Aliaga; hasta que, pronto, empecemos a hacerlo. Quizás, dice Valfierno, ya lo estemos haciendo. Peutétre, Aliaga, ne croyez-vous pas? Quizás, marqués, brindo por eso.

La petulancia de algunos argentinos no conoce límites. Debería agradecerla. Si no fuera por eso no podríamos hacer nuestros negocios.

Tiene razón, Valfierno. De eso estamos viviendo. Y no sólo viviendo, Chaudron. Es más que eso.

Hay un momento en que muchos se abandonan. Ya han comido según sus fantasías de los reyes, bebido ríos de plata, intercambiado los unos con los otros los mejores cumplidos y los datos valiosos y los chismes excitantes y los chistes sutiles y los chistes más bastos y, al final, hasta promesas de amistad eterna, bailado con cuerpos propios y con cuerpos ajenos, rechazado la tentación de marcar el peso de la mano en esa espalda, aceptado la tentación de marcar ese peso, de imaginar futuros con la mano, de desecharlos con la mano, agradecido a su suerte y su dios por haberlos puesto donde están, por darles en gracia ese país y ese momento y ese apellido y esa gracia, por permitirles ser uno de ellos, por ofrecerles la posibilidad de decidir por tantos y ayudar a tantos y bebido de nuevo más champaña, repetido los brindis, las sonrisas, las muecas de satisfacción, las promesas, saludos, el disimulo del eructo, los pasos de baile más enclenques, quebrados, el descanso, la pena de que se vaya terminando. Entonces se sientan —muchos se sientan— en sus sillas o en sillones más cómodos y se aflojan —unos pocos se aflojan— el nudo del corbatín o un botón del vestido y dejan que su cuerpo se relaje, su mente se relaje, se convencen de que merecen un último descanso antes de conceder que la fiesta se muere. Es en ese momento, piensa Valfierno, refugiado en su silla, que las manos.

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