Valfierno
cuenta un espectacular caso real de delito internacional, protagonizado por un argentino en 1911. El delito, por cierto, fue en sí mismo una obra de arte del ingenio más sofisticado y tuvo como punto de partida el robo de La Gioconda, el cuadro más famoso del Museo del Louvre. Martín Caparrós despliega el caso en una novela de aventuras y en el retrato de un hombre extraordinario. El protagonista, hijo de una sirvienta, se construye con sucesivas máscaras, se mezcla con la sociedad a la que no pertenece, en la Argentina de la Belle Époque y luego en París, y se transforma en "
Valfierno
". Su vida marginal, su desesperada búsqueda a tientas de una identidad, su florecimiento como estafador y falso marqués se cristalizan en el escandaloso golpe maestro.
Valfierno
no sólo es la narración magistral de una increíble historia sino que también es una reflexión sobre la identidad, sobre el valor de la falsificación y de la verdad.
Martín Caparrós
Valfierno
ePUB v1.0
GONZALEZ25.09.11
Editorial: Planeta
I.S.B.N : 950-49-1304-0
Clasificación: Ficción y Literatura »Novelas »Argentina
Publicación: 23/11/2004
Idioma: Español
Esta historia se basa en un hecho real.
Como casi todas.
Soy Valfierno.
Digamos que soy Valfierno. O, mejor dicho, fui Valfierno. Y fue como Valfierno que hice algo extraordinario: la historia de una vida.
¿Por qué el nombre Valfierno?
Convinimos que sus preguntas se iban a limitar a los hechos, ¿no es verdad?
Sí, es cierto. ¿Y eso no es un hecho? Vamos, mi estimado.
El martes 23 de agosto de 1911 los diarios de la tarde de París se vendieron a mares: voceadores gritaban en todas las esquinas que habían robado el cuadro más famoso del mundo.
—¡La Gioconda! ¡Entérese de todo! ¡Ha desaparecido la Gioconda!
—¡La Gioconda, señores! ¡Se escapó la Gioconda!
Hacía un calor de perros. Semanas que hacía un calor de perros y todos los que no lucraban con él se sentían miserables: el tema pegajoso en cada encuentro, cada café, cada salón con sus molduras, cada iglesia o prostíbulo de lujo. Ese calor conseguía que París dejara de ser París por el bochorno. Eso —que París ya no fuera París— los hacía sentirse particularmente miserables: estafados, y hablaban. Los señores y señoras hablaban del calor y, una vez que habían hablado de él, pasaban a otros temas que no les importaban y de pronto se secaban las caras y volvían al asunto y uno decía que el mundo ya no era lo que era y otro se jactaba del ventilador que compraría si todo seguía así.
—Es el progreso, mi querido, el progreso. Si no fuera por los socialistas y este calor tremendo...
Hacía semanas que el sofoco secaba las conversaciones. Hasta que de pronto, esa tarde, el mundo se animó:
—¡Se la robaron! ¡Se rieron de Francia en sus narices, extra, extra!
Soy Valfierno: fui un niño muy feliz. Mi madre me llamaba Bollino y yo creía que mi nombre era ése: Bollino, soy Bollino. Se rió mucho, mi madre, una vez en la calle cuando una señora dijo ay qué linda criatura cómo se llamará y yo le dije que Bollino. No, señora, se llama Juan María, dijo mi madre, que no sabía que yo tenía que llamarme Eduardo. Pero yo, Bollino, Juan María, Enrique no, Bonaglia todavía, Eduardo incluso, fui un niño muy feliz.
El chico tiene el pelo moreno, cara ancha y rasgos muy precisos, el cuerpo un poco corto para sus ocho años. El chico tiene un gesto decidido y da una orden: los otros dos lo siguen. Los otros dos son rubios: el mayor debe tener seis años, la nena quizá cinco. Alrededor, el parque es deslumbrante: un mar de césped perfecto esplendoroso, un estanque con lotos, ligustros en forma de casitas, magnolias, araucarias, robles, islas de hortensias lilas, estatuas blancas de animales y diosas y guerreros; hay un pavo real. Al fondo, las ventanas de la mansión afrancesada brillan bajo el sol, y el chico de pelo moreno, les dice que ahora van a la estatua del ciervo, pero el rubio protesta:
—Yo no quiero que me mandes, no quiero que me mandes. Vos no sos nadie para mandarme a mí. Vos no sos nadie.
Grita Diego, al borde de llorar, y se le tira encima. Bollino le lleva media cabeza y es más fuerte; Diego intenta pegarle y Bollino lo esquiva sin devolver los golpes. Marianita se ríe, Diego insiste y, al tirar un golpe, se resbala. Cae, se agarra un ojo, grita desde el suelo que Bollino le pegó en la cara. Su vestido de marinerito está manchado.
—Bollino me pegó, Bollino me pegó, le voy a contar a mi mamá.
Grita, la cara embarrada por los mocos mientras llega, apurada, la mujer gorda vestida de mucama. Tiene la piel muy blanca, el pelo rubio sucio, los pies como empanadas y de cerca es más joven: lo levanta, lo limpia. Diego no quiere que ella lo toque y se revuelve: grita Anunci Anunci no me toques; Mariana y Bollino los miran de la mano. El aire huele a nísperos y azahares.
—¿Qué pasó?
Pregunta, con acento italiano, la mucama.
—Que Bollino me pegó, es malo, le voy a contar a mi mamá.
—No, yo no le pegué nada. Él solo se cayó, se resbaló y se cayó. Yo no le pegué nada.
Dice Bollino y la mucama le cruza la cara de una bofetada: fuerte, sonora, bien cruzada.
Para que aprendas que no hay que meterse con los niños.
Le dice la mucama y Bollino la mira sin un gesto, todo el esfuerzo puesto en no llorar.
Pero mamá, si yo no le hice nada.
Y entonces el calor no le importaba a nadie. El robo de ese cuadro parecía una desgracia nacional: nada excita tanto a los ciudadanos de un país como ser testigos de una desgracia nacional. Nada los arrebata tanto como creerse en el corazón de un buen desastre —participantes imaginarios de un desastre: el alivio de saber que han vivido un momento que muchos, durante años, fingirán recordar. Suponer que los dedos de la historia, tan desdeñosa, tan esquiva, se han dignado rozarlos.
Mi madre me criaba con denuedo. La recuerdo —debe ser lo primero que recuerdo— dándome de comer. Me ponía en la punta del tenedor unos trozos muy chiquitos de carne y, con cada trozo, me decía Bollino, tienes que masticarlo muchas veces con la boca cerrada: si no, te va a hacer mal a la panza y a la reputación, decía, y se reía. Y yo también me reía mucho: reputación debía ser una palabra muy graciosa.
Ella casi siempre me cuidaba. Y los señores eran buenos conmigo. Cuando éramos más chicos nos pasábamos todo el día juntos, con Diego y Marianita: eran días muy largos, muy felices, nadando, en los caballos, los juegos en el parque y en la sala de juegos y mi mamá nos cuidaba a los tres. A mí me regalaban cosas, juguetes, ropa, y el señor a veces me decía que me quería como a un sobrino y que era muy inteligente y que cuando fuera grande me iba a ir bien en la vida. Hasta que cumplí diez años fuimos inseparables, los niños y yo; después, cuando Diego empezó a estudiar con la institutriz que le trajeron, el señor le dio plata a mi madre para que me mandara al colegio de los curas. El día antes de empezar las clases me llamó a su escritorio y me dijo que la educación es lo más importante y que sin educación cualquiera es pobre y que si llegaba a tener cualquier problema le dijera al padre superior que él se iba a hacer cargo y que me deseaba lo mejor y que cualquier cosa que necesitara no dejara de pedírsela a él, y me regaló un portafolios de buen cuero. Al otro día, cuando don Ángel nos llevó con mi mamá en el sulky hasta el colegio, descubrí que detrás de los muros del parque había un camino que bajaba hasta una ciudad en la costa de un río: era muy fea. Yo había escuchado hablar de eso pero, hasta entonces, no me había importado.
Pero usted no había nacido allí, Valfierno. ¿Me lo pregunta o me lo está contando? Bueno, usted me dijo que su madre era extranjera. Usted me dijo que usted era extranjero.
¿Extranjero, me dice usted, de dónde?
La mujer espera en casa. Su casa es un cuarto cochambroso en un caserón que un día fue un palacio. Pasaron siglos. Ahora la mujer se retuerce las manos. La mujer espera y sabe que tendrá que esperar todavía algunas horas. En esas horas, se preguntará mil veces por qué no supo encontrar las palabras para disuadir a su hombre. Ni palabras de amor ni de amenaza ni el recuerdo de su responsabilidad de padre le sirvieron y se preguntará más veces por qué su hombre le prefirió ese supuesto deber que lo llamaba. También se dirá que él, como tantas otras veces, quizá tenga razón: que sus miedos son una exageración suya, debilidades de mujeres, tonterías. Que seguramente él tiene razón pero ella tiene miedo y espera que le llegue la noticia que él desechó con altivez, con una sonrisa condescendiente y un saludo casual: no te preocupes, mujer, ustedes no entienden de estas cosas. Ustedes habrían podido ser ella y su hijo pero ella sabe que no: son las mujeres, todas las mujeres —y ese modo en que su hombre la mezcló con tantas otras la entristece, y también la entristece el olor a grasa quemada de la ropa de su hombre en ese cuarto: el olor que su hombre le deja para que ella no se olvide que lo espera.
La mujer tiene menos de veinte años —más de quince, menos de veinte años— y las formas redondeadas tan temprano por la maternidad y, sin duda, un sustento de panes y fideos. La mujer tiene los ojos extrañamente claros en medio de una cara oscura y sucia de limpiarse lágrimas con manos sucias; está sentada y, sentada, se le ve sobre todo el peso de sus brazos, redondez de sus brazos. La mujer podría ser bella como una madonna. La mujer se llama Annunziata —Perrone Annunziata, nacida en Trimoli el 25 de marzo de 1850, miércoles, día de la Anunciación de Nuestra Señora, hija de Giovanni, esposa de Bonaglia GianFelice, ex costurera, de profesión su sexo— y sigue retorciéndose las manos: una contra la otra. Se las seca en la falda marrón limpia pero manchada de grasa que no sale y piensa otra vez en las palabras que no le supo decir y se consuela: ella nunca le supo decir palabras, él es el que sabe las palabras, ya cuando él la seguía a la salida del taller de costura y ella tenía quince años y una sonrisa que —le decían todos— era su fortuna, ya entonces ella sabía que tenía que callarse y escucharlo y se calló cuando él la invitó a que se sentaran junto a la fuente sin agua de esa plaza y se siguió callando cuando él volvió a buscarla una y otra tarde y cuando le extendió la mano para que ella la agarrara —no le agarró la mano: se la extendió para que fuese ella la que, callada, la agarrara— y se calló para decir que sí cuando el señor cura le preguntó si sí y se calló a los gritos cuando la comadrona le dijo que su hombre iba a estar contento porque le había dado un machito: está sano, es un macho, tu hombre va a estar contento. Ella supo callarse y fue aprendiendo que su silencio podía ser poderoso también, que no necesitaba las palabras y ahora piensa que cuando sí las necesitó —esta mañana, esas palabras de amor o de responsabilidad o de lástima que no supo decirle— ya era muy tarde, piensa, y se retuerce las manos y se seca las manos y el chico le agarra las manos y le pregunta si tiene tanto calor, mamá, que las manos se le llenan de agua.
El chico no ha parado de preguntarle cosas tontas: si tiene tanto calor mamá, si van a comer sopa de porotos esta noche mamá, si papá me va a traer un caramelo cuando vuelva mamá, por qué tiene tanto calor si hace calor pero también hace frío mamá. Y ella le dice que se calle y sigue concentrada en la espera: llama espera a la convicción de que una noticia horrible puede llegar de un momento a otro e imagina que si la espera mucho, que si la sufre desde ya puede que no le llegue —que esperarla es el precio que tiene que pagar para que eventualmente no le llegue— y que, si al fin le llega, por esperada será menos terrible: que quizás sea, al fin, menos terrible, y cuándo me empieza a preparar la sopa, mamá, que se hace tarde.