Valfierno (10 page)

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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela

BOOK: Valfierno
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Y ya nunca me llamé Bollino. O a veces sí, debo decir. Pero ya nunca nadie me llamó Bollino. Ni ningún otro de esos nombres.

Que no estuvo en la fonda muchos meses porque la vida lo fue apartando de ese rumbo —que la vida lo fue apartando, dice, de ese rumbo— pero que le gustaba el trabajo en los fogones: que la fonda de la señora Berta se alimentaba de rateros, recién llegados, putas y vigilantes y que la comida que servían no siempre estaba en buen estado y que le gustó aprender a cocinar, o sea: a disimular con artes de la gorda la podredumbre de un pescado, el agusanamiento de una carne, la perdición de una lechuga o sea: a rescatar aquello que la naturaleza ya había desechado y recuperarlo para el ciclo de la vida o sea: a pelear contra el tiempo y derrotarlo —aunque no fue así como lo dijo. Es decir: que en la fonda volvió a creer que nada es lo que es y que todo consiste en aprender a transformarlo. Y que pasados esos meses la señora gorda Berta le dijo una noche que un chico tan buen mozo como él no tenía por qué pasarse la vida detrás de ollas tiznadas y que él le dijo que no le entendía bien y que la señora se sonrió y le dijo que no se preocupara, que ella ya no estaba para esas cosas pero que tenía una amiga que lo había visto allí más de una vez y que se preguntaba si él no querría —si él no querría, le dijo, que si él no querría— visitarla en su casa. Que su amiga era una señora viuda joven —bastante joven, le dijo, todavía bastante joven— y que sabría tratarlo como se merecía. Y que él tardó muchos días en contestar que iría y que nunca habría creído que fuera así de fácil, que tardó mucho tiempo en descubrir que había cosas que le salían fácil.

Que se pasó varios años viviendo con la viuda. Que me sorprendería saber quién era esa mujer —que era una mujer bien ubicada en esa sociedad, bien ubicada— y que le había dado un cuarto en su casa y que nunca le faltaba algún dinero y que no tenía que acompañarla a ningún lado, que no quería mostrarlo —que no quería mostrarlo: que por respeto o por vergüenza, dijo, no quería mostrarlo—, que nada más lo llamaba ciertas noches, ni siquiera tantas noches y que se puede decir que de algún modo se habían hecho amigos. Y que entonces descubrió que nunca era difícil conseguir que una mujer diera dinero: que bastaba con contarle una buena historia: algo que le permitiera decirse que no se lo daba por los abrazos si-no por su bondad de corazón y que se aprovechó de ese des-cubrimiento y de saber que esos abrazos eran tan fáciles de cocinar como los platos de la fonda de la señora Berta —la podredumbre de la carne, perdición de una boga— y el tiempo derrotado. Y que fueron, vistos desde ahora —quizás no desde entonces—, muy buenos años de su vida. Ahora.

Y así podríamos seguir un rato largo.

¿Pero en verdad qué hizo, Valfierno, en esos años?

¿Para qué le serviría saberlo, periodista?

Bueno, es lo que estamos haciendo, ¿no es así? Reconstruir su vida.

¿De verdad le parece que necesita ser reconstruida? Cualquier historia que le cuente —y sobre todo la real— sería mucho más vulgar, más tonta que las que usted y sus lectores pueden imaginar. Mucho más, eso se lo aseguro.

Buenos Aires, en esos días, no tenía descripción: una ciudad que no era lo que era porque todos los días se empeñaba en ser otra. Una ciudad que era lo que no era todavía, lo que estaba por ser a cada momento. Una ciudad a la que cada día llegaban miles de señores y señoras que escapaban de sus ciudades, de sus pueblos, porque les habían dicho que esa ciudad sería lo que quisieran: que estaba por hacerse —que ellos podrían hacerla. Una ciudad que era lo que sería. Una ciudad donde los señorones que habían vivido en ella cuando era tan tan otra —unos días antes, una semana antes, veinte, cincuenta, setenta y siete años antes— buscaban su lugar para escaparse de la llegada de la chusma y la mugre y los idiomas y los cambios: se mudaban para seguir siendo los mismos —lo mismo que todos esos inmigrantes.

Una ciudad que ya empezaba a tener calles empedradas, farolas en las calles, trajes de organza bajo las farolas, en las, sus farolas pañoletas negras, gatos de presa, ciertos locos acentos propios, ladrones, abogados, cárceles, carricoches y muchos menos perros, hoteles, restaurantes, principio de una música, un tranvía, segundos pisos pura teja francesa, señores ricos, señores millonarios, señores presidentes, seño-res senadores ministros diputados, perfumes y colonias, chasiretes, una cantante de ópera, coristas, escritores, poetas, más poetas, policías con uniforme y gorra, taitas y pobres que se creían autóctonos, taitas y pobres que peleaban por su lugar creyendo que era suyo, barcos de vela, barcos de vapor, vacas y vacas y más vacas camino al sacrificio, lenguas, madres, recuerdos de otros mundos, una bandera nacional, menos iglesias, abundancia de fondas, profusión de mendigos, otras vacas y sobre todo el caos, la confusión perfecta, el remolino, la noche amaneciendo: tantos creyendo que ya llegaba el día —y que llegaba para ellos. Buenos Aires era una premonición, un desvarío. Buenos Aires, en esos días, era el futuro más presente.

Y el hombre persigue también una cosa que él mismo no sabe qué es; busca, mira, camina, pasa delante, va dulcemente, hace rodeos, marcha, y llega al fin... a veces a orillas del Sena, al bulevar otras, o al Palais Royal con más frecuencia escribió también don Domingo, y cada vez es más probable que Valfierno lo sepa.

Que su nombre no le importaba a nadie, que lo llamaban Quique. Que en la fonda habían empezado a llamarlo Quique y que la viuda lo siguió llamando Quique con sus pequeñas variaciones de alcoba, o sea: de lecho. Que podría haber seguido así muchos años —que, de hecho, así se pasó varios pero algo lo incomodaba más y más. Que, si quiero, puede cambiar de historia. Que si yo quiero él puede.

Si usted quiere le cuento la historia verdadera. Pero va a ver que entonces va a extrañar éstas, va a ver que la verdad no sirve para nada. Además, usted ya sabe cómo es: una de las formas más vulgares de hacer cierta una historia inventada es contar otra más inventada todavía y, después, aceptar que la primera era un invento pero que ahora, ahora sí, le estoy contando la verdad verdadera. El viejo truco de descúbranme el truco y crean que ahora ya no hay. ¿Usted sabe algo de magia, periodista?

Yo creí que sabía.

Que se pasó varios años tratando de aprender quién era, dice ahora. Que se pasó todos esos años viviendo como lo que era: un expulsado, un pobre muchacho suburbano que no encontraba su lugar ni su persona.

2

El marqués Eduardo de Valfierno llega cuando la misa está por terminar. Nunca le gustaron estas ceremonias —y hace tanto que las evita con cuidado. Pero esta mañana, 25 de mayo de 1910, primavera radiante, necesita encontrarse con alguien sin que parezca que lo busca. Así que se saca respetuoso el panamá cuando cruza las puertas excesivas de la basílica del Sacré-Coeur, en lo más alto de la colina de Montmartre. Valfierno camina muy erguido sobre sus tacos un poco exagerados. Hay días —como hoy— en que se siente casi alto.

—Ave María purísima.

Murmura cuando entra —y arruga la nariz. La iglesia huele a obras: cal, cemento, pintura. Desde que el obispo de París decidió construirla para agradecer a dios la derrota de la Comuna ya pasaron más de treinta años pero los trabajos no terminan. Esta mañana los argentinos de París están agregando su óbolo al proyecto: aprovechan la misa que celebra los primeros cien años de su país para inaugurar el gran vitral que regalaron a la basílica. O aprovechan que regalaron un gran vitral para conseguir que la basílica celebre con una misa los primeros cien años de su país. En cualquier caso se los ve orgullosos: están dejando su marca en el monumento más ambicioso de París. La Argentina le está demostrando a Franca su potencia.

—Ite missa est.

Dice ahora el sacerdote y varias docenas de señoras enjoyadas y señores ducales se levantan y caminan hacia la salida, se saludan con las manos y brazos y algún grito. Casi todos se conocen de siempre: son algunos de los argentinos más ricos que se pasan buena parte del invierno austral en el verano boreal. Casi todos tienen casa en París —y decir casa es un gesto de modestia. Valfierno saluda a cuatro o cinco con sonrisas e inclinaciones de cabeza: los ha visto en una reunión de la embajada, a la salida de la Ópera, en el hipódromo de Chantillv Pero no está tranquilo: sabe que cada vez que se mezcla con argentinos corre riesgos —de que alguno lo conozca de antes, de que Aliaga haya hablado. No cree, pero no puede estar seguro. Y esta mañana no tiene más remedio: si quiere poner en marcha su operación no tiene más remedio.

—¡Sebastián! ¡Sebastián!

Le grita ahora a un muchacho de treinta y tantos años y cara de bebé extenuado, el pelo rubio achatado de gomina, los ojos azules oscurecidos por ojeras violetas, el traje de algodón finísimo arrugado.

—Eduardo, qué 'gusto verlo.

—Lo mismo digo, Sebastián. ¿Qué milagro que se dignó aparecer por acá a estas horas?

—Milagro es la palabra. Pero no tenía forma de escaparme. Si mi padre se llega a enterar de que no vine a controlar su parte de la donación me corta el chorro en un minuto y medio.

—Me imagino. Igual, qué bueno verlo. ¿Qué le parece si vamos a comer chez Fouquet? No, no me mire así, yo invito.

—No es para tanto, marqués. Todavía queda algo. Pero sí, encantado, como no.

El almuerzo se hace largo. Los dos argentinos piden roast beef inglés y un vino de Pommard y Sebastián relata con detalles despiadados su estadía en Deauville, su mala suerte en el casino, los pechos de la cocotte que se está quedando con el resto, la próxima llegada de su padre, las ancas de la cocotte, sus amenazas de suspenderle su asignación si no retoma estudios o vuelve a la Argentina a administrar algún campo familiar.

—Yo ni loco me vuelvo, marqués. Por más que hayamos progresado mucho no me va a comparar la vida parisina con el tedio porteño. Y además, con la plata que me pasa papá, allá no me alcanzaría para nada.

—Me imagino. Aunque esto se está poniendo terrible: en

cuanto se enteran de que uno es argentino le cobran todo el

doble.

Valfierno se regodea: está reproduciendo los lugares comunes de su interlocutor y sus amigos —y le salen perfectos. A veces todavía se asombra de lo fácil que es; muchas otras ni siquiera lo piensa.

—¿Vio, marqués? Digamos que es el precio de la fama.

—Por llamarlo de algún modo. Sí, yo tampoco estoy muy tentado de volver. Es más, si los negocios siguen funcionando pienso quedarme en Francia para siempre.

Fouquet es uno de los restaurantes de rigurosa moda: ejércitos de espejos, cortinas de terciopelo malva, la plata de los cubiertos refulgiendo. Los camareros se mueven como sombras —y hay más olor a puros que a comida.

—¡Ay, qué envidia, marqués! Pero claro, un hombre de su posición, de su experiencia, no tiene por qué ir a pudrirse a Buenos Aires. Si yo tuviera sus recursos...

—No sea modesto, Sebastián.

—No, se lo digo de veras. A propósito: en estos días nos vamos al cháteau de Santiago con el barón de Longueville, su primo d'Alémain, el Colorado Lynch-Dubois y quizás mi pariente Calzadilla. ¿Le interesa? Vamos en la voiture del barón, una Daimler, usted la conoce. Nos quedaremos cuatro ° cinco días, quién sabe una semana...

—Es posible, déjeme ver si puedo deshacer un par de compromisos.

—Claro, usted...

El camarero les sirve el café en tazas de porcelana chins y ofrece los licores; Valfierno piensa que es el momento pe ro que debe ir con cuidado. Se acomoda el pelo que le cae en la frente: teme que se le note la tintura.

—¿Usted sigue comprando cuadros para la colección de su padre?

—Sí, de tanto en tanto me encarga algún mandado. Lo menos que puede, porque dice que me encariño con los vueltos...

Dice Sebastián y agita la mano derecha como quien se sacude algo pegajoso. El barniz de sus uñas lanza destellos nacarados.

—¿Y la colección sigue creciendo?

—Siempre más lejos, siempre más alto, siempre más fuerte. Un verdadero olímpico de la pintura, si ve lo que le digo.

—Sí, claro. Es una de las mejores colecciones que yo he visto.

—¿Usted la conoce?

—¿No se lo había contado? Por supuesto, la he visto un par de veces. Y el tema es que probablemente tenga algunos cuadros que deba vender...

—...y querría vendérselos a él.

—No, no están a su altura. Pero pensé que quizás usted me podía conectar con algunos coleccionistas norteamericanos que conozca.

—Uy, los americanos compran cualquier cosa.

—No como nosotros, que somos tan cuidadosos, selectivos.

Dice Valfierno y se sonríe.

—Bueno, nosotros compramos casi cualquier cosa. Pero ellos son más incultos todavía, se dejan engañar como chorlitos.

—No es mi intención.

Dice Valfierno y el silencio se congela en un momento que dura demasiado. Valfierno se concentra en su anillo de sello.

No, marqués, disculpe, no quise ni pensarlo. Lo que

quiero decir es que están ávidos, sedientos.

Dice Sebastián y empieza a contar con salva de detalles batallas épicas en las salas de remate de Londres y París entre

su padre y tres o cuatro coleccionistas norteamericanos.

—De tanto pelearse ya se puede decir que son amigos. Hace años que se vienen disputando cuadros libra a libra, franco a franco, y no siempre gana mi padre, así que puede imaginarse el calibre de los fulanos.

—Me imagino. ¿Y usted podría recomendarme con un par de estos señores?

—Sí, siempre que...

—Por supuesto que si las operaciones se concretan usted será gratificado, faltaba más.

—No, yo no quería decir eso, pero si usted insiste.

—Insisto, por favor. Hay quienes sólo son generosos en la mala, pero no es mi caso, le aseguro. Ya verá.

3

¿Cómo contar los años en que no pasa nada? ¿Cómo contarlos si nada marca diferencias, si el dos y el ocho se parecen tanto?

Quizás la idea de que no pasa nada sea el error. Siempre pasa algo.

¿Ah, sí? Se ve que usted nunca fue Bonaglia, el empleado de don Simón en San José de Flores.

Es cierto —supongamos, ahora sí, que es cierto— que, cuando salió de la Penitenciaría Nacional, Bollino, Juan María Perrone, se convirtió en Enrique Bonaglia. No tenía una razón precisa —o no sabía, si la tenía, cuál era. Pero sí la sensación de que tenía que dejar atrás todo lo que había sido —lo que fuera que hubiese sido— hasta ese entonces. Que venía junto con la sensación, todavía más confusa, de que no tenía nada por delante. Y es difícil saber —hay razones, pero son demasiadas— por qué se dio, para ese viaje, el nombre de un padre casi falso.

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