Eran días interminables —y hubo tantos. Yo, en esos días, en esos años, no soportaba el acabarse de las cosas y siempre me dejaba un resto de lo que fuera, para poder seguirla, si acaso, cuando necesitase: un último trago de la sopa que me llevaba al cuarto cada noche, un culito de vino en cada vaso, cinco o seis páginas sin leer en cada libro. Y había conseguido, entonces, una vida que no parecía tener principio ni final: siempre igual, el tiempo no la atravesaba. Hacía y hacía sin saber para qué. Y no estoy seguro de haber sido infeliz.
Yo había heredado sus libros: todos sus libros. Pero además tomé la costumbre de comprarme uno o dos cada vez que iba al centro: ahora, todos los domingos. Ya no sólo leía sus novelas. También libros de historia, relatos de viajes a los lugares más extraños, algunas biografías de los grandes hombres que estaban cambiando nuestro mundo. A veces me apenaba la sensación de que, con esos libros nuevos, la iba dejando atrás.
El paseo del domingo era mi única salida: el momento de asomarme al precipicio. Cada domingo me levantaba a las ocho, me lavaba, me afeitaba y me tomaba el tren a la ciudad. Después comía en alguna fonda del centro —la de la francesa Berta, la del catalán Narcis, alguna vez una italiana— con un par de vasos de vino. Entonado, me acercaba hasta el prostíbulo de doña Anunciación: algunas veces me atendía la calabresa; otras, otras; todas tenían el mismo olor a flores falsas del desinfectante; todas repetían, poco más o menos, los mismos gestos: quizás lo hacían a propósito, para que el cliente imaginara que era él quien los creaba: que eran suyos. Más de una vez pensé en dejar de ir, pero nunca faltaba. Seguía siendo, cada vez, un homenaje al recuerdo de Mercedes: una forma de renovar nuestra comunión, de decirle que los cuerpos seguían sin tener importancia y que ninguna ocuparía su lugar en mi alma. Cuando salía, renovado, solía ir a caminar por la calle Florida y terminaba, de tanto en tanto, en un teatro: había descubierto en esas representaciones una forma de no pensar que no estaba muy lejos de la lectura de los libros.
Cuando caía la noche me tomaba el tren de vuelta a San José de Flores. Llegaba, cada domingo, cansado y satisfecho: había palpado ese mundo que otros envidiaban y deseaban, y confirmado que podía desdeñarlo. Nada de eso me resultaba necesario.
Hay una felicidad posible en la imaginación que no prevé ningún contraste: que no imagina confrontaciones con la realidad. Hay un placer extremo en la imaginación que se basta a sí misma.
Eran los días en que Enrique Bonaglia imaginaba cosas que nunca podría hacer y era feliz. Se le ocurrían ideas: que se embarcaría, que sería ladrón de guante blanco, que viviría de una viuda millonaria. Que sería marinero y después contramaestre en un velero que surcaría los mares del mundo desafiando tormentas y salvajes y llevaría su audacia hasta los límites. Que inventaría un ardid infalible para embaucar a nuevos ricos brutos con unos bonos de una pequeña monarquía centroeuropea '" que les rendirían tremendos beneficios financieros e irresistibles beneficios secundarios. Que la viuda joven de un hacendado de las pampas pasaría por azar por la tienda y caería rendida a sus encantos y le ofrecería el moro y sobre todo el oro y lo demás para atraerlo. Se pensaba historias cada vez más complejas, más llenas de peripecias y riesgos y triunfos. A veces, incluso, algunas siestas, se complacía en la derrota —y se vengaba, se recuperaba. Que en uno de sus viajes quedaría al borde del naufragio y salvaría a los suyos y cometería hazañas increíbles y descubriría comercios que le darían fortuna: que se convertiría, por ejemplo, en el traficante de opio más potente del sudeste asiático y construiría un imperio secreto que tejería sus redes a través de selvas y pagodas, tugurios y palacios y que, ya mayor, escribiría unas memorias que revelarían al mundo de los aburridos cómo la vida puede ser tan distinta de lo que ni siquiera se imaginan —pero que sus memorias, para no comprometer su posición, sólo podrían publicarse cuando él ya no estuviera. Que aprovecharía la codicia de los brutos inmigrantes recién enriquecidos para venderles esas obligaciones del reino de Belgravia y, gracias a la promesa de grandes ganancias —sostenida, por supuesto, en pequeñas ganancias iniciales, y sobre todo, en la concesión de títulos nobiliarios belgravos a todos los compradores importantes— frecuentaría los ambientes más aristocráticos y se convertiría, él mismo, en uno de ellos, Que su vida de hacendado consentido por la viuda sería tranquila y regalada por un tiempo —los veranos en el campo, los viajes a París en el invierno, el otoño en la ópera— hasta que cansado de la haraganería y entusiasmado por la perspectiva de heredar los campos a la muerte de su protectora experimentaría con cruzas de vacunos y crearía una raza nueva que revolucionaría la ganadería argentina y la llevaría al lugar de privilegio que el mundo, por ahora, sólo teme y ganaría tantísimo dinero y se compraría la ciudadanía argentina y empezaría una carrera política llena de inteligencia, ganaría más plata todavía, haría una campaña para diputado y llegaría a ministro y al final, quizás, a presidente.
Sería, imaginaba, interesante millonario noble líder: objeto de la envidia. Se le ocurrían ejércitos de ideas y tenía el gran placer de saber que no tendría que realizarlas. El alivio de saber que eran ideas: la perfección inconmovible.
Pero después se le ocurría que ese hombre, don Simón, debía tener una tranquilidad de espíritu: saber que vino a este país a buscar algo y que lo consiguió. Yo, que no quiero nada, también puedo conseguirlo si me esfuerzo.
Hasta esa noche en que don Simón me dijo que tenía algo importante que decirme. Era raro —y creo que me asusté. Después supuse que me había asustado porque creía saber lo que me iba a decir, y temía que no me lo dijera.
Hacía calor: la noche de verano. Los mosquitos rondaban la luz de kerosén, olía a kerosén; más allá, ladridos de los perros. El viejo sirvió vino y fue preciso: que yo sabía que él, como yo, estaba solo en el mundo; que todo lo había hecho para su pobre hija pero que ahora que ella no estaba su mundo se había desvanecido, dijo y se quedó callado. Tomó un trago de vino: me pareció que estaba yendo en la dirección que imaginaba. O sea que ya no tendría que preocuparme por mi futuro. O sea que, sin decírmelo, estaba preocupado por mi futuro: por lo que podría pasar si alguna vez debía dejar la tienda. O sea que ya no: si el viejo seguía por la dirección que imaginaba ya nunca tendría que preocuparme y podría seguir imaginando, tranquilo, sin pesares.
Hijo, todo lo que imaginé para mi vida ha quedado destruido. Pero no quiero que lo que pude construir desaparezca. Dime que cuando yo no esté tú vas a ocuparte de la tienda, vas a garantizar que sobreviva.
Por supuesto, don Simón, si es lo que usted quiere.
Claro que es lo que quiero.
Entonces, don Simón, no se hable más.
Es una rara sensación, esa noche, transpirando en su cania: que su vida está solucionada. Y le busca el júbilo a novedad tan trascendente y no lo encuentra y sospecha que es tonto, carente de imaginación: que no había conseguido figurarse lo que podría haber sido su vida tras la muerte del viejo si lo que acababa de suceder no hubiera sucedido.
Su vida está solucionada, o sea: puede seguir haciendo lo que ya lleva años —lo que, a esta altura, le parece su destino o su naturaleza. Su destino, piensa, o su naturaleza.
Un día se le ocurrió que Diego de Baltiérrez —su amigo Diego, de su primera vida— ya debía ser grande y se sorprendió de no haberlo pensado y se dijo que iba a tratar de averiguarlo: debe salir en la prensa, supuso, en las revistas, debe ser un señor importante.
La historia de Grecia la estudié de memoria, y la de Roma en seguida, sintiéndome sucesivamente Leónidas y Bruto, Arístides y Camilo, Harmodio y Epaminondas; y esto mientras vendía yerba y azúcar y ponía mala cara a los que me venían a sacar de aquel mundo que yo había descubierto para vivir en él. Por las mañanas, después de barrida la tienda, yo estaba leyendo y una señora Laora pasaba para la iglesia, leía Enrique y se regodeaba: la historia de un hombre —del dependiente de una tienda— que se había inventado a sí mismo con éxito perfecto.
Leyendo —no sólo leyendo, pero leyendo mucho— entendí que la Argentina servía para eso: la Argentina era una idea que se estaba haciendo, y un país que se hacía permitía que sus hombres se hicieran —y que se hicieran otros hombres. Esos mercachifles vascos que recorrían la pampa con una carreta, viviendo como gitanos, hasta que reunían suficientes títulos de tierras que los soldados les cambiaban por ginebra y, de pronto, en unos años, se inventaban señores feudales, aristócratas de esta nueva nobleza de las vacas. Esos compatriotas o casi compatriotas que llegaban de Italia sin más equipaje que sus manos y el hambre y usaban ambos para hacerse una familia y una casa. Esos judíos que aprovechaban la solidaridad de sus hermanos de raza para iniciarse en los negocios y la usura y convertirse, a poco de llegados, en comerciantes prósperos. Esas mujeres rubias que se entregaban aquí al comercio que nunca habrían osado en sus países
fríos, y se retiraban, al cabo de unos años, con pensiones
que les permitían comprarse una reputación casi sin uso.
Esos criollos pobres de provincia que, a fuerza de esfuerzos y de estudios, escalaban las cimas del país, como el finado Sarmiento, dependiente de tienda que llegó a presidente. Él fue, si alguien lo hizo, el que marcó el camino.
Se le ocurrió de puro aburrimiento. Una tarde, aburrido en la tienda, se le ocurrió empezar a ofrecer unos géneros que nunca se vendían. Les decía a las dientas —a ciertas dientas, a las que lo miraban con más detenimiento— que estaban por acabarse, que eran la última moda de París, que eran muy caros pero para ella tenía un precio especial y le daba un precio exagerado y la dienta, en general, compraba. Hasta que don Simón descubrió qué estaba vendiendo más que de costumbre y preguntó por qué. Bonaglia le contó, casi orgulloso, su estrategia, y el viejo le prohibió que lo siguiera haciendo. Bonaglia le dijo que no le hacía mal a nadie; don Simón le contestó que no se trataba de eso: que en la tienda se hacía lo que él decía. Por ahora, le dijo, acá sigo mandando yo, mocito. Se lo dijo sereno, sin ninguna estridencia. Bonaglia pensó que no le importaba nada, que ese hombre era un tonto, que nadie lo entendía y que él no necesitaba que lo entendieran esos tontos.
Ha engordado. Se mira en el espejo cuerpo entero que don Simón puso en la tienda para atraer más y más a las mucamas que le compran —y se place: él, Enrique Bonaglia, que nunca estuvo cerca de su cuerpo, ahora tiene una panza que refleja el confort de su estado. Le gusta. Le gusta la palabra confort, que sale en las revistas; le resuena a moderno, a europeo, a muy sofisticado. Lee revistas, ahora, también, Enrique, desde que sabe que va a ser dueño de una tienda. Las lee: las estudia.
Sobre todo en el tren, los domingos, cuando va a Buenos Aires. Se le ocurre, una tarde, a la salida del prostíbulo, que cuando sea el dueño de la tienda va a poder pagar a un dependiente que le permita ir más al centro —dos o tres veces por semana, si se le da la gana. Después de todo va a ser un comerciante próspero. Se sonríe, se asusta. Quizás hasta se case: cuando sea un tendero no le van a faltar las pretendientes. Se sonríe, se asusta un poco más. No quiere cambios brutales en su vida.
Pero esa tarde, en el teatro —donde una familia aristocrática lidia con la deshonra de su hija y se hunde en la tragedia—, piensa de nuevo en la casa de Baltiérrez y piensa que también podría vender la tienda y hacerse un capital que le permita lanzarse a alguna de las vidas que alguna vez se ha imaginado. Entonces sale del teatro y entra, sin decidirlo, en un café y se pide una grapa: esa noche bebe mucho, hasta la borrachera.
Que es pura cobardía si los hombres siguen siendo el que les tocó en la célebre tómbola. Que no hay mayor empresa que construir un hombre. Que no hay empresa más difícil, mayor arte. Que no hay estupidez tan grande.
Pasé meses en un estado de desasosiego que no me conocía. Don Simón desmejoraba cada día: el momento de decidir mi vida se acercaba. Aunque me dijera que no era necesario, que nada me impediría seguir como hasta entonces, ya me había desviado: nadie vuelve al paraíso después de abandonarlo. La duda ya me había echado el ojo y, a partir de ese momento, nada fue como antes. Cualquier lectura se me volvía una amenaza; en cuanto me embarcaba —por reflejo, casi porque había sido mi alimento tanto tiempo— en mis vidas fantásticas, la desazón de saber que si quería quizá podría intentarla le arruinaba todo placer para convertirlo en una cuesta arriba interminable. Sufría, pero volvía: una y otra vez volvía a leer y a imaginar y a pensar mis posibilidades. Lo odiaba, pero volvía y volvía.
Descubrí que se había muerto una mañana. Era otoño pero no hacía frío y me llamó la atención, ya pasadas las ocho, que don Simón no bajara a la tienda. Antes que nada intenté acongojarme y estuve a punto de conseguirlo pero me distraje. Mientras bajaba la escalera fui entendiendo lo obvio: que estaba por empezar mi historia. Ahora, por fin, mi historia.
—Ayer estuve con ese amigo suyo.
—¿Amigo mío?
—O lo que sea, prefiero no saberlo. Ese picapedrero italiano, el tal Perugia.
—Tenía entendido que era carpintero. —¿Y eso hace mucha diferencia? —Según para qué.
Contesta Valérie y Valfierno piensa que debe ser duro tener veinte, veintiún años y estar sola compitiendo en ese mundo de canallas y que es comprensible que tenga que exhibir todo el tiempo esa estúpida seguridad inverosímil. Pero le molesta que Valérie no encuentre otro camino: que se pare como si no pudiese entender que con esos años uno no sabe todo y algo más. Como si no supiera que no es necesario simular que uno sabe todo, piensa, y se sonríe. —¿Qué? ¿Ahora qué pasa? Lo reta Valérie.
—Nada. Pensaba en que a veces es más fácil ver pajas en los ojos ajenos.
—No sé de qué está hablando y me da igual. Me decía que estuvo con Vincenzo.
—¿Vincenzo? —Perugia.
—Ya, pero usted lo llama Vincenzo. No se sabe si es una pregunta o una afirmación, y probablemente no sea ninguna de las dos. Valfierno se toma un minuto de tregua: alza su copa de champaña, espera que Valérie lo acompañe en el brindis, le sonríe mirándola a los ojos. Ella le contesta con desgano de libro; alrededor la alharaca de los clientes de la brasserie se va difuminando. Es más de medianoche: cuando hay menos gente conocida, cuando Val-fiemo se atreve a ir con ella a lugares como ése.