No entendí si lo temía o celebraba —y preferí no indagar. Me seguían pareciendo tonterías. En el mes que llevaba en Francia ya había escuchado esas historias varias veces: veleidades de europeos, pesadillas de países debilitados por la molicie y el exceso de ideas. Cuando Ivanka nos ofreció el café le pedí a Chaudron que lo tomáramos en el salón, que volviéramos a nuestros asuntos antes que se hiciera tarde. La mujer se molestó pero no dijo nada.
—Me decía que conoció a Valfierno por el aburrimiento.
—Una manera de decir. Pero también es cierto.
Dijo, y bajó la voz:
—Yo solía ir a un prostíbulo del centro, una cosa modesta, nada caro. Las chicas ya bailaban el tango, y después estaba todo el resto. Ahí fue donde lo conocí.
—¿O sea que se hicieron amigos porque eran, digamos, compañeros de correrías?
—Amigos es mucho decir. Con él siempre fue decir mucho. El argentino no es el tipo de hombre que sepa cómo tener amigos.
Chaudron lo seguía nombrando en presente y, una vez más, no supe si decírselo. Me preocupaba no saber si sería una buena o una mala noticia.
—No, no éramos amigos. Y además él no iba ahí a divertirse. El trabajaba ahí.
No sé si lo hizo a propósito, si calculó su golpe, pero me pareció que Chaudron se regodeaba del efecto que me causaron sus palabras. Yo traté de disimularlo, pero sospecho que no me salió bien.
—¿Cómo que trabajaba ahí? ¿No me dijo que era un prostíbulo?
—Sí, claro, le dije, el de la señora Anunciación. Un prostíbulo de muy poca monta. Algo apropiado para él.
—Va a tener que hacer seis.
—¿Seis?
—¿Qué le dije? ¿Tres? ¿Nueve? ¿Veinticuatro?
—Tranquilo, marqués, no se sulfure. Y tenga en cuenta que me había dicho cinco.
Son las diez de la mañana: Valfierno no ha bebido nada pero camina, nervioso, de un lado para otro. No tiene mucho espacio: tres pasos, cuatro pasos. Supone que quizás lo que lo enerva es el taller-habitación de Chaudron —ese cuarto atiborrado y triste pese al sol y fastidioso a fuerza de ordenado—, o quizás Chaudron mismo: su parsimonia, su mirada cada vez más timorata lo irritan hasta un punto que empieza a preocuparlo. Necesita controlarse: necesita al pintor.
—Sí, tiene razón, le dije cinco, Yves. Pero acabo de recibir carta de Philadelphia: cayó el último. Ya creía que ése no entraba pero me dice que sí, se disculpa, me pide de rodillas. No se crea que no tiene gracia ver al petrolero más potente de los Estados Unidos suplicando...
Chaudron se limpia las manos con un trapo embebido en trementina y el olor sobresalta a Valfierno. Hace frío: Chaudron, pese a estar en su casa, lleva una bufanda marrón alrededor del cuello, por encima del delantal manchado de colores —y Valfierno no se ha sacado su abrigo de paño negro con cuello de animal.
—Tres copias más, entonces. Eso puede tardar unos meses.
—No tenemos tanto tiempo, Yves.
—Me da igual lo que usted diga que tenemos. Yo tengo trabajo para hacer y lo voy a hacer bien. ¿Qué le parecen éstas, como van?
Dice, y le muestra dos Giocondas idénticas apoyadas sobre dos caballetes. Chaudron sabe que su pregunta es pura retórica. En las últimas semanas Valfierno ha ido varias veces al Louvre a ver la verdadera y la tiene presente: a primera vista las Giocondas de su falsificador son inmejorables. Se le ocurre que el riesgo está en que sean demasiado buenas, más parecidas al original que el propio original.
—Asombrosas, Yves, como siempre. Y supongo que los detalles deben estar tan cuidados como la apariencia general.
—Usted sabe, Valfierno. Las tablas de la misma madera bien envejecidas, las pinturas fabricadas con los mismos métodos, las mismas rajaduras... ¿Sabe cuál es mi sueño? Me gustaría ver a Leonardo intentando distinguirlas.
Cuando habla de sus cuadros, de su habilidad, Chaudron se transfigura. Valfierno, entonces, reconoce de nuevo su buena suerte. En un tercer caballete hay una Gioconda a medio hacer: el paisaje está casi completo, la cara de Mona Lisa apenas esbozada.
—O sea que tres más, en vez de dos.
—Sí, y pronto, Yves. En un mes salgo para Nueva York y tengo que llevarme todos los cuadros.
—¿No habrá problemas en la aduana, allá?
—Yves, ¿qué le está pasando? Sabemos que no hay americano que viaje a Europa y no se vuelva con un par de reproducciones baratas, como... las nuestras.
Valfierno se sonríe: pensaba decir suyas, pero al decir nuestras convierte la falsa agresión en broma clara y, de paso, se hace más dueño de los cuadros. Se regodea pensando en su pequeña maniobra inadvertida: que está más y más fino, cada vez más preciso en el manejo de sus armas. Está, se dice, en su mejor momento. Y se ensombrece: si fuera cierto, de ahí en más podría seguir la cuesta abajo. Así que debe ser mentira.
—Pero tiene que terminarlas pronto. Después va a ser imposible salir de este país con una copia de la Gioconda.
—¿Después de qué?
—No me pregunte lo que no quiere saber, mi estimado
Dice Valfierno y Chaudron lo mira a punto de insistir pero se calla. En un rincón del taller hay un catre estrecho, frágil, y Valfierno lo ve y piensa en su propia cama durante años cuando Bonaglia, en la tienda de San José de Flores: como si todo se hubiera invertido en algún punto. Chaudron ha limpiado un pincel y retoca el fondo de la tercera Mona Lisa; Chaudron lo mira, fascinado como siempre, y le dice que ya lo va a saber, de todos modos, dentro de unos meses.
—Si hay algo que saber, preferiría saberlo ahora.
—No, no se equivoque.
—Pensar que hace unos años...
—¿Hace unos años qué, Yves? ¿Hace unos años usted me dijo lo que tenía que hacer? Ya se lo agradecí muchas veces, me parece. Pero una vez más le digo que no se equivoque, que fue un momento muy particular.
Chaudron se concentra en el cuadro: es un buen modo de no seguir una discusión que no sabría llevar a ningún lado. Le da placer sentir la mirada del otro admirándolo —y después lo desecha: es pura estupidez. Pero tiene que preguntarle algo y la mejor manera es mantener los ojos fijos en la tabla, en los pliegues de la frente de la muchacha florentina:
—Yo confío en usted, ya se lo he dicho, y no tengo más salida. Pero necesito que me prometa algo.
Dice Chaudron. Valfierno lo mira y bufa: decididamente, su socio se ha convertido en una carga. Le dice que sí, si está a su alcance.
—Está, seguro que está. Espero que esté. Prométame nada más que no vamos a terminar como aquella vez en Buenos Aires.
—Yves, por favor...
Era un maestro. Me engañó tan bien, durante todos esos años: parecía un viejo sin dobleces y se rió tanto de mí. A los viejos les resulta más fácil: nos parecen inofensivos, siempre buenos. Si los viejos fueran tan buenos como parecen, ¿quiénes son los malos de este mundo? ¿No los había cuando ellos eran jóvenes? ¿O lo fueron y la vejez los fue limando? Lo que nunca terminé de entender fue para qué lo hizo. ¿Sabe qué? Tantas veces, en aquellos años, me pregunté si no fue su venganza por la muerte de su hija: si no creyó, vaya a saber por qué, que yo era el culpable de la muerte de Mercedes. Si encontró una razón para pensar que yo era el culpable y decidió vengarse o si se le ocurrió vengarse de mí sin necesidad de justificarlo con razones. O si nada más quería vengarse del mundo que le había arrancado su única obra y yo era lo que tenía más a mano. Nunca voy a saberlo. Lo que sí sé es que su venganza fue perfecta. El viejo había falsificado mi futuro. Día tras día fue falsificando mi futuro, convenciéndome de que mi futuro sería la consecuencia de la promesa que él me hacía —de esa promesa falsa. El viejo, le digo, con-siguió falsificar mi vida: era un maestro. Es cierto que al final con su engaño, me hizo un favor enorme pero él, por Apuesto, no podía saberlo: nunca llegó a saberlo. Ésa, si acaso. es mi venganza. Todos tenemos una, ¿sabe? Lo difícil es reconocerla.
La muerte de don Simón había sido tan fácil. Es lo decisivo que le sucede a un hombre y, sin embargo, no es gran cosa. Enterrarlo, en cambio, siempre es una historia-el modo de marcar que algo pasó.
Nadie, en un pueblo como San José de Flores, principios del demorado siglo veinte, se siente en condiciones de desaprovechar una muerte, su velorio, su entierro. En el gris de esas vidas, cada muerte es una oportunidad para encontrarse con el resto y, sobre todo, con algo que trasciende la chatura habitual. En un velorio los vecinos pueden hablar de aquello que no pueden decir habitualmente. En un entierro los vecinos pueden frotarse con el escalofrío del más allá y sus cursos posibles. En un pueblo como San José de Flores, que todavía se resiste a formar parte de la ciudad de la que va a terminar por formar parte, la muerte —ajena— es uno de los momentos más vitales. En un pueblo como San José de Flores la muerte —ajena— no es inútil.
Enrique Bonaglia cumplió con todos sus deberes en esos días de tránsito: él fue quien se encargó de contratar un buen servicio —que pagó de sus pocos ahorros, total ya nunca tendría problemas de dinero—, él quien compró la cruz y la lápida de mármol, él quien trajo las flores, él quien recibió a las mujeres del barrio que lloraban y a los hombres que, a falta de mejor recipiente, le daban a él los pésames debidos. Fue él, Enrique Bonaglia, quien distribuyó aguardiente y café a los jugadores de mus, anís a las señoras, granadina a los dos o tres chicos que aparecieron en la tienda presidida por el cajón de madera con herrajes y los restos de un hombre que había llegado a Buenos Aires décadas antes para hacerse un futuro.
—Pobrecito don Simón. Qué pena esto de morirse sin que
te sobreviva nadie.
—¿Usted cree que será muy diferente?
—Pero doña Puritas, dónde va a comparar.
—No, le digo porque yo...
Nadie sabe qué debe hacer en un velorio. La experiencia en casos significativos es, por definición, bastante escasa. No se sabe si hay que tratar de sobrellevar el momento esquivándolo con risas o historias o chismes de ocasión o entregarse de lleno a ese dolor —que justifica la velada. Por eso los velorios suelen ser oscilaciones ligeramente torpes entre el dolor más duro y la risa gratuita.
—¿Usted se acuerda de esa vez que se empecinó en comprarse ese matungo rengo?
—Claro. De caballos sí que no entendía, pobre viejo.
La ventaja de este velorio —el velorio de un hombre sin parientes— es que nadie se duele demasiado por su muerte. Que todos saben que lo van a olvidar en poco tiempo. Pero aun así van, se quedan: el muerto se merece esas dos horas que se pierden por él o para él. Se merece las frases. Que dios se apiade de su alma. Él ya no sufre pobrecito. Ahora va a descansar. Tarde o temprano todos como él. Por qué será que siempre se nos van los mejores. Por lo menos no sufrió, ni se dio cuenta. Ya no tiene problemas. No somos nada. El hombre propone y el Señor dispone. Donde manda capitán no manda marinero. Vamos quedando pocos. Tan vivo que se lo veía. Hoy estamos mañana no estamos. De carne somos. Hay que resignarse. Así es la vida. Los que sufrimos somos nosotros, que quedamos. Y, dicho lo dicho, los corrillos siguen:
—Siempre me impresionó la cantidad de trampas que podía hacer en una sola partida, ese gallego pillo.
Le dice uno de la mesa de mus y Bonaglia se sorprende: nunca lo hubiera imaginado.
—Y sí, se lo tomaba tan a pecho. ¿Se acuerda de vez que quiso jugarse la tienda al pase inglés?
—Uy si no lo parábamos...
Después escucha a dos dientas que murmuran lo galante que era, y lo pícaro y también lo insistente y la cantidad de muchachas que se corrió en sus años mozos.
—Y no tan mozos, doña Eulalia. Yo sé lo que le digo.
Dice una vieja de riguroso luto. Y entonces Bonaglia mira de otro modo a esa señora mayor con ese chico apenas más joven que Mercedes que se quedan en un rincón sin decir nada, lagrimeando, sin mezclarse con nadie. Y se pregunta quién era don Simón —y cuándo se termina de escribir cada historia.
Y es él, Enrique Bonaglia todavía, quien encabeza la comitiva que camina detrás del carro con el cajón lustrado hasta el cementerio de San José de Flores y quien echa la primera palada de tierra cuando el señor cura termina de decir que devuelve al Señor un cristiano que se merece todo lo mejor porque sus pecados nunca le han hecho ningún mal a nadie.
—Pobre viejo. De eso sí que se debe estar arrepintiendo.
Sí, pobre viejo. Toda una vida de esfuerzos para llegar a esto.
Y es él quien debe, tres días después, cuando se cumple el luto, abrir la tienda: él, Enrique Bonaglia, quien se dispone a abrir por primera vez como patrón la tienda donde se ha dejado como dependiente tantos años. Y él quien se encuentra, esa mañana, apenas abierta la puerta de la tienda, con un señor de chaquetón oscuro y un muchacho que lleva una especie de casaca de sport, algodón claro, y un canotier de paja con su cinta roja. El canotier puede llegar a veinticinco años; el otro, cincuenta por lo menos. El canotier se queda un poco más atrás; habla el oscuro:
—Disculpe, señor. ¿Es usted el que se hace llamar Enrique
Bonaglia?
—Sí señor. Así me llamo. ¿Quién me busca?
—Mi nombre es Castellani: doctor Alfredo Castellani, abogado. Y aquí el señor Augusto Pérez Coutiño, sobrino del difunto don Simón, para servirle.
Enrique tarda en entender lo que le va a pasar. O, mejor dicho, no lo entiende hasta que el abogado le pide ver los papeles que legalizan su derecho sobre los bienes del difunto. Enrique le dice que todavía no se ha ocupado del asunto, por el duelo, pero que todo el mundo sabe que él es el único y legítimo heredero.
—Puede ser, mi estimado. Sólo querríamos, mi cliente y yo, asegurarnos de que así sea. Quisiera, mientras tanto, presentarle los papeles de mi cliente, que muestran a las claras que, si no hay testamento que determine lo contrario, él, como hijo de su difunta hermana, es el auténtico heredero.
Dice el abogado y le extiende un hato de papeles, que Enrique mira sin poder concentrarse. Pero reconoce una partida de nacimiento a nombre de Pérez Coutiño Augusto, hijo de Miguel Pérez Pérez y Josefa Coutiño Álvarez, y la constancia parroquial de que el citado Augusto es ahijado de su tío Simón Coutiño Álvarez, y otros papeles semejantes. La cabeza le da vueltas y piensa que tiene que pensar algo de inmediato.
—Señores, encantado. Pero les pido únicamente que me den dos o tres días para hacerme con lo que me solicitan. Si te parece bien, los espero aquí mismo el viernes próximo.