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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela

Valfierno (17 page)

BOOK: Valfierno
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—Faltaba más, señor, con todo gusto.

Nunca había imaginado que un papel pudiera volverse cuestión de vida o muerte. Pero fue: durante esos dos días no dejé en la tienda ni en la casa un cajón sin abrir ni un libro sin revisar hoja por hoja ni una libreta sin despanzurrar Al principio pensaba que el maldito testamento debía estar en algún lado: que sólo la distracción comprensible de un hombre que está entrando en su muerte le hizo olvidar el detalle de dármelo. Así que cuando terminé de hurgar en los lugares lógicos entendí que un papel tan importante debía estar bien escondido y me dediqué a los imposibles: golpee todas las paredes buscando el eco de algún hueco, levanté tablas del suelo, desarmé las patas de sillas y de mesas, pinché con una aguja de tejer almohadas y almohadones: para nada.

Hubo un momento en que pensé que enloquecía. Seguía seguro de que el testamento estaba en algún sitio pero que era posible —era incluso probable— que nunca lo encontrara. Me imaginé la burla terrible del destino: que mi vida futura se me escapara entre los dedos por la ausencia de esa hoja de papel. Hasta que sentí un golpe: no la metáfora de un golpe; un verdadero golpe que nadie pudo darme. Me quedé unos minutos atontado. Era el atardecer del jueves: sin encender el farol de kerosén me serví un vaso de vino, me senté en el sillón que supo ser de Merceditas y tuve la sospecha —porque fue, primero, una sospecha— de que no iba a encontrar lo que nunca había existido. Entonces me escuché —sin saber cómo ni por qué— la carcajada. Fue tremenda, aquella carcajada.

Me había quedado sin futuro.

¿Y estaba seguro de que ese muchacho era el legítimo heredero?

Bueno, parece que vamos aprendiendo, periodista. Por fin una pregunta. No, por supuesto que no estaba seguro. Es más— a lo largo de esa noche hubo un momento en que estuve convencido de que los falsificadores eran ellos. Que el su-puesto abogado había inventado esos papeles y se estaba echando un farol como en el mus.

Y ahí fue cuando decidió pelear por lo suyo.

Ahí fue cuando me acordé de que yo tampoco me llamaba Bonaglia —o, por lo menos, que no tenía ningún documento con ese nombre— y que, si establecían mi verdadera identidad...

¿Su verdadera identidad?

Ah, se está afilando. Digo: la que ellos habrían considerado verdadera. Si la establecían, le decía, rápidamente aparecería mi historia de penitenciaría. Llegados a ese punto ya no sólo perdería la tienda, ¿se da cuenta?

Sí, lo entiendo.

Es otro avance.

Pero no creo que se haya resignado así como así a perder todo lo que tenía —lo que estaba seguro que tenía.

No fue así como así, periodista.

O sea que sí se resignó.

Primero pensé que, incluso si el testamento no existía, el viejo me lo debía de todas formas y que hacerlo no sería tan difícil.

¿Hacer qué?

El testamento, Becker, de qué estamos hablando. No debía ser difícil buscar a alguien que pudiera reproducir las firmas correspondientes, los sellos, los timbres fiscales.

Pero claro, no sabía dónde encontrarlo.

No sabía, pero el problema no fue ése. Podía buscarlo. Lo que me detuvo fue que pensé que, si lo hacía, iba a comprometer el resto de mi vida. Que me tendría que quedar ahí, sentado sobre mi delito por el resto de mi vida y que mi vida iba a ser un hormiguero: que ésa era, quizás, la venganza que don Simón Coutiño había pensado. Eso pensaba yo, ese viernes a la madrugada.

Claro, lo entiendo.

No creo. Y además, ¿sabe qué? Me parece que me sentí muy aliviado.

Amanece. Enrique Bonaglia mete en una valija de cartón sus tres mudas de ropa, varios libros, el otro par de zapatos y una foto de Mercedes. Después saca la foto de Mercedes y cierra la valija, prende un fósforo, apaga el fósforo, sale de la tienda, cierra la puerta con llave, se mete la llave en el bolsillo, prende otro fósforo, lo apaga, camina a la estación. Le cuesta, es cierto, no mirar atrás.

Un gran alivio: como si fuera posible despertarse.

¿Y entonces?

A usted no le importará saber qué hacía yo en el establecimiento de doña Anunciación, periodista.

En realidad sí.

Ah, sí. Así que ahora usted me va a decir cómo tengo que contarle mi vida.

Un alivio increíble.

12

Puede ser. Él nunca me contó cómo había llegado hasta el prostíbulo, pero sí me dijo que no llevaba mucho tiempo, no más de un año.

Disculpe mi sorpresa, Chaudron. No sabía que las mujeres argentinas pagasen prostitutos. Me imaginaba una sociedad más...

No se equivoque, Becker. Él no hacía eso. Además usted lo conoce: tampoco es que sea gran cosa. Él trabajaba ahí, era una especie de contable, de administrador.

Ahora lo entiendo.

¿Sí?

13

Yves Chaudron fue un infeliz, un tipo que nunca supo qué hacer con esa habilidad extraordinaria que le había tocado por azar: no se la merecía. En toda su vida se le ocurrió una sola idea. Es curioso que esa idea sea yo.

Se siente lejos, viejo, a veces piensa: como un hombre que pasó y no ha sido. El gusto amargo de haber sido sin haber sido nada, el alivio de no tener que ser nada distinto. La tranquilidad de conformarse con sí mismo. El alivio, otra vez, el desespero.

La humillación, podría.

Usted disculpe, pero realmente no entiendo cómo fue que terminó en ese lugar.

No me extraña que no lo entienda, Becker. Pero igual voy a tratar de explicárselo: no era un lugar. Para mí eso no fue irme a un lugar; fue no matarme. Había perdido en un par de días todo mi futuro —otra vez, como cuando acusaron a mi madre por el collar que yo robé, había perdido todo. Y esta vez no tenía ninguna culpa, o sea que tenerla o no tenerla no cambiaba nada. Pensé seriamente en matarme. Pero me pareció un exceso.

¿Le dio miedo?

Quizás. Pero pensé que era un exceso, que era demasiado para mí: que no había hecho nada para merecer una muerte importante. Y me enterré en ese burdel. La vieja Anunciación me lo ofreció y yo feliz de no tener que pensar, planificar más nada.

Después confirmaría tantas veces que no había realmente ninguna razón para que conversaran: que el mundo podría haber girado años y años sin que siquiera se encontrasen, que podrían haber pasado sus vidas en ciudades distintas o haberse cruzado en calles sin mirarse o haber compartido incluso una comida sin decirse palabra. Pero esa noche en el prostíbulo de doña Anunciación el retratista francés sufrió un percance —un exceso de alcohol, probablemente, aunque Yves Chaudron no parecía el tipo de persona que comete excesos— y la madama tuvo el buen gesto de no echarlo a la calle en cuanto se recuperó de su desmayo. La situación era compleja: en esas condiciones, Chaudron ya no era un cliente y no correspondía que volviera al salón en ese estado desastrado —los pelos ya raleando descompuestos, el olor, alguna mancha sospechosa en la camisa—; por eso la madama lo acompañó hasta el único lugar donde, en ese sábado de plena ocupación, no sería una molestia: la oficina y residencia del contable Bonaglia.

Que se ajetrea entre fichas de lata —una por polvo y no fue fácil, al principio, acostumbrarse a verlas como una mera unidad de medida— para volcar en una planilla, bajo el nombre o el apodo de cada pupila, la suma que cobrará al final de la semana, una vez descontados los gastos de hospedaje, comida, lavandería, servicios médicos y salarios de todo el personal, incluido, por supuesto, quien computa. Que apenas levanta la cabeza cuando su patrona le dice que el señor Chaudron se va a quedar un rato descansando en el sillón, si no tiene inconveniente. No lo tiene —o mejor: no tiene autoridad para tenerlo. Se oye a lo lejos una música rara: violines y guitarras juguetonas. En cuanto la señora Anunciación los deja, Bonaglia vuelve al recuento de sus chapas. Chaudron le dice que éste sí es un buen trabajo para un hombre y Bonaglia no levanta la vista; sí, para que un hombre se divierta, dice Chaudron, insiste. Bueno, si a usted le parece, dice Bonaglia para cortar la iniciativa pero Chaudron insiste claro, con tanta mujer alrededor, y Bonaglia considera necesario informarle que las mujeres son para los clientes.

—Pero no me va a decir que...

No, dice Bonaglia, y retoma ostentoso, en voz alta, la cuenta de sus fichas de lata. La empresa, piensa, funciona cada vez mejor. El se encarga de eso: le gusta la sensación de que cumple con eficacia plena una labor innecesaria. El resto son tonterías de babosos.

Yo estaba allí como podría haber estado en cualquier otro lado: que vendieran carne o pompas fúnebres me habría dado lo mismo. Todo me daba lo mismo y doña Anunciación me protegía. Un día me equivoqué en un par de cuentas y ella me dijo que entendiera que yo —que mi trabajo en su establecimiento— era un gesto de buena voluntad de una mujer que, por encima de todo, era buena con sus semejantes. Y entonces recordé lo que decía en la cárcel mi mentor, el francés Daván: que las personas se dividen entre los que prefieren pensar que son bondadosos y los que eligen suponer que son malas personas. Y que no son mejores unos que otros, aunque es cierto que los que eligen pensar que son buena gente deben tener más estima por la bondad que por la maldad, porque nadie se resigna a definirse como algo que aborrece. Nadie que no estime o admire o envidie un poco la maldad se definiría a sí mismo como mala persona. Y en cambio los que se dicen buenos probablemente no lo sean pero por lo menos prefieren la bondad, la suponen más atractiva por alguna razón. A mí todo eso, por supuesto, no me importaba nada.

Fueron meses tranquilos. Tan tranquilos. Era puro presente: es el secreto.

Así fue. Quién sabe qué habría sido de mi vida si esa noche no me tomaba un par de copas.

Algo muy parecido, Chaudron, me imagino.

Eso sí que es no tener imaginación, señor Becker. Pero me atrevo a decir, también: qué habría sido de la suya.

¿De la de quién?

Por favor, señor Becker.

Cuando terminé mis cuentas las empecé de nuevo —las revisé, podríamos decir— para que no pareciera que no estaba haciendo nada y el huésped o refugiado no me diera la lata. Suele pasar que se crean obligados, por algún mito sobre la educación, a hablar de tonterías. Lo raro fue que fui yo, finalmente, el que empezó la charla. Supongo que me dio un ataque de vanidad —y quise ver si mis lecturas de Conan Doyle me habían servido para algo. Lo tengo dicho: yo leía.

—¿Usted no será pintor, por un casual?

—¿Yo?

Mi silencio lo obligó a una respuesta:

—Sí señor. ¿Por qué me lo pregunta?

No le dije que la mezcla de esas manchas mal borradas en sus dedos y el olor a trementina que insistía por encima de los demás olores —alcohol sin digerir, sudor, el perfume barato, un resto de algo que podía ser vómito— era bastante clara. Y fue más raro todavía que él empezara a contarme que sí, que hacía retratos pero sólo a partir de fotografías o de otros retratos y que si yo quería podía hacer el mío por un precio bastante razonable y, sobre todo, que a mí no me molestara su oferta y me diera cierta curiosidad y quedáramos incluso de acuerdo para volver a vernos. Yo nunca hacía esas cosas. Pero fue, imagino, más vanidad y fue tan sorprendente: yo habría jurado, en esos días, que no tenía ninguna. Que yo, Bonaglia, no tenía ninguna.

Yo nunca me había visto. Parece mentira, pero nunca me había hecho una fotografía; mucho menos un retrato pintado.

¿Nunca, de verdad?

Me parece que usted no entiende lo que había sido mi vida hasta entonces, periodista.

Lo intento, se lo aseguro.

Yo nunca me había visto: fue un golpe extraordinario. Esa cara que veía en el cartón parecía tener un mundo muy distinto del mío. Pensé, cuando me vi, que quizás no supiera.

Que no entiende por qué, con esa habilidad increíble que tiene para copiar, no le saca mejor utilidad, le dice, dice utilidad para no usar una palabra más brutal y Chaudron sonríe y le dice quién sabe. Después sabrá que ya lo hizo, que Chaudron ya lleva años utilizando su habilidad para la copia pero ahora sólo tiene esa respuesta ambigua y la sonrisa que parecen formas de alentarlo para que vaya más allá y, sin saber por qué, sin haberlo pensado, Bonaglia sigue. Que si nunca pensó en bueno, usted ya sabe, reproducir ciertos cuadros importantes, dice, y Chaudron por el momento se divierte y le dice que sí, que por qué no, que alguna vez se le ha ocurrido la idea de vender reproducciones de ciertos artistas y se calla para obligarlo a contestar. A buscar la manera de decirle que no, que no hablaba precisamente de reproducciones, a buscarla durante un rato, titubeando, con miedo de cruzar el límite de lo conveniente y sin saber por qué se le ocurrió cruzarlo y, finalmente, sin cruzarlo hasta que Yves Chaudron se apiada de él, o lo que sea: usted sabe, Bonaglia, la falsificación tiene algunos peligros. Pero es otro convite: no le dice, como la frase requería, tiene muchos peligros —y clausurar con eso ese camino. No, le dice tiene algunos, la falsificación tiene algunos peligros como quien invita a sopesarlos, a tomarlos en cuenta para pensar la forma de evitarlos, algunos como cuál, digamos, un ejemplo, si puedo preguntarle. Y Chaudron que le explica que el principal es no elegir correctamente a los clientes, que tienen que ser personas lo bastante educadas como para apreciar y desear determinados cuadros, lo bastante indefensas para no ser peligrosas si alguna vez descubren el engaño, lo bastante fatuas para no querer verlo si no es muy evidente. Y lo bastante deshonestas, dice, se sonríe, para pensar que si compran por poco no es porque los engañan sino porque ellos, él, el cliente, está engañando al vendedor. Es básico, Bonaglia, que el cliente se crea que lo estafa, aunque sea un poco, le dice y es, por un momento, otra persona.

Un hombre firme, aplomado, capaz de cualquier cosa no ese muchacho casi viejo que sólo puede pintar lo que otros ya pintaron, no ese francés delgado hasta la lástima, de mirada que escapa que ahora le sirve un vaso de vino y lo mira a la luz del único rayo que ilumina su taller habitación salita y le dice que no crea, no se vaya a creer; que por más que hablen, por más que digan lo que digan este negocio lo define el vendedor: que él sería capaz de pintar casi cualquier cosa pero seguramente nunca de venderla, que para vender bien lo primero es dar la impresión de no querer vender, de no necesitarlo: que el vendedor debe ser alguien que le hace al comprador el favor —dice el favor, repite: la merced— de venderle ese cuadro. Que condesciende a vendérselo si el comprador insiste mucho. Y que él, le dice, no podría, que él habría querido pero que no podría, porque él era el tipo de persona que nadie llega a recordar, le dice, que no produce ningún tipo de memoria pero que si encontrase a alguien dispuesto estaría muy dispuesto, él, Chaudron, a iniciar un negocio que podría ser tan provechoso, no le parece Bonaglia, usted qué piensa. Le digo, un suponer: usted qué piensa.

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