No creo que me equivoque: Becker lo va a contar. Y entonces dará la respuesta a la pregunta que tanto me resuena: ¿quién se va a morir cuando me muera? Alguna vez llegué a creer que nadie: que a fuerza de rehacerme una vez y otra vez, podría despistar a la muerte. Ahora sé que no es cierto: alguien tiene que hacerlo.
Pero quisiera saber quién. ¿Quién se va a morir cuando me muera? ¿El que caminaba por las calles de tierra de Rosario, el que quiso a Marianita sin saber quién era, el que hizo arte con una artesanía, el que no quiso ser uno, el que no fue los otros, el que nunca fumó aquel opio de Malaca, el que probó tantos manjares, el que no vio a su padre, el que se dejaba toquetear por aquel cura, culear por otro preso, amar por las mujeres que nunca lo quisieron, Bonaglia, Juan María, Perrone, Eduardo, el de mañana, el que se muere por contar su historia? No todos: tantas muertes en una sería una injusticia. Tampoco fueron tantas vidas: sólo intentos.
Para Becker, sin duda, se morirá Valfierno. Para muchos será Valfierno el que se muera. No habrá nadie a quien Bollino se le muera: Bollino se murió hace tanto. A veces creo que un viejo no se moriría si lo llamaran por su primer apodo: si alguien pudiera decirle el nombre que le daba su madre —y él creerlo. Pero alguien tiene que morirse. ¿Dónde me enterraré? ¿Bajo qué nombre?
Becker lo va a contar, supongo: va a responder a mi pregunta. Pero también puede ser que no lo cuente. Espero que sí, nunca lo voy a saber. Podría contarlo yo antes, pero quién sabe cuál sería el precio. Quizás alguna vez me decida a pagarlo. Es interesante decidir que uno va a pagar un precio que ignora: lo he hecho tantas veces, y es la única forma de pagar en serio. Es cierto: también puede ser que no lo cuente. Hace unos años leí otra frase que no pude olvidar: "Ahora, en el salón, queda lo que queda cuando no queda nada". Yo, Valfierno.
Desde aquel encuentro pasaron casi trece años. Me mudé a Baltimore pero sus cartas siguieron encontrándome. Cada fin de agosto me llegaban, con el mismo fragmento de poema. Estaba en español:
Antes que tú me moriré: y mi espíritu,
en su empeño tenaz,
sentándose a las puertas de la muerte,
allí te esperará.
Allí donde el sepulcro que se cierra
abre una eternidad...
¡Todo lo que los dos hemos callado,
lo tenemos que hablar!
Al cabo de unos años lo hice traducir para saber qué me decía: confieso que, aun así, no lo entendí. También me mandó, de tanto en tanto, algún regalo: un libro muy lujoso, entradas para una función de gala de la ópera, tres días de vacaciones en Nueva York, un juego de platería para mi casamiento. Yo lo tenía —como él dijo— en mis manos, pero no tenía nada. Fue difícil, es cierto, para mí, saber que disponía de la historia que podía cambiar mi carrera y no poder usarla. Más de una vez —cientos, miles de veces en verdad— tuve la tentación de publicarla. Pero la resistí —o me faltó valor para no resistirla. Aquella vez, cuando ya nos despedíamos, Valfierno sonrió:
—¿Quién puede estar seguro de que lo que devolvió Perugia es la Gioconda verdadera? ¿Que no la tengo yo en mi casa, por ejemplo, que no la quemé, que no se la vendí a J. P. Morgan? ¿Usted, acaso, periodista?
Traté, también, de desechar la duda. Me convenía desecharla. Hace unos meses, en octubre de 1932, me enteré de la muerte de Eduardo de Valfierno. Como él me había prometido, recibí una carta muy seria que me anunciaba su deceso. La carta no estaba firmada: por su estilo, me pareció, muy probable que la hubiera escrito él mismo —supongo que antes de morir. Incluía un poema, pero era otro. Ese mismo día lo hice traducir:
De lo poco de vida que me resta
diera con gusto los mejores años,
por saber lo que a otros
de mí has hablado.
La carta me contaba, además, que en los últimos años nuestro hombre se había llamado tal y cual y había vivido en un lugar que me pedía no revelara: no lo haré, no cambia nada. Me decía, sí, y me autorizaba a contarlo, que en sus últimos meses había retomado el nombre de Valfierno y que la muerte lo había alcanzado en una finca cercana a Buenos Aires. Me lo había dicho aquella vez: para ser Valfierno me tendré que morir como Valfierno.
La noticia me produjo una excitación incomparable. Ni siquiera se me ocurrió pensar que, quizás, fuera falsa. Dejé mi empleo en aquel diario de Maryland e invertí todos mis ahorros en completar la historia. En estos meses me reuní con Perugia y con Chaudron —y me convencí de que el marqués no me mentía. A Valérie, en cambio, nunca pude encontrarla. No sé si sigue viva. No quiero pensar que él la haya matado. También intenté dar con algún comprador. Valfierno no me había dado nombres: era lógico, y no encontré a ninguno. También debe ser lógico.
Estoy por escribir, por fin, la historia del robo más astuto del siglo. Es cierto: no puedo estar absolutamente seguro de que haya sido así. Pero tampoco puedo contarlo como si no estuviera: el periodismo no me permite esas licencias. De todas formas, sólo se trata de escribirlo.
FIN