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Authors: Martín Caparrós

Tags: #Novela

Valfierno (31 page)

BOOK: Valfierno
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Pensaba posibilidades. Lo más fácil, estaba claro, era deshacerse de ella: destruirla. En esos días leyó —era una siesta en la casa de campo de unos amigos, no muy lejos de Bourges— el relato de Marcel Schwob sobre Eróstrato, el hombre que quiso que su nombre perdurara y, para eso, quemó una de las siete maravillas, el templo de Diana en Éfeso, siglos antes de Cristo. El Consejo de la ciudad lo condenó a muerte y, más que nada, al olvido eterno de su nombre: ahora, en pleno siglo veinte, nadie recordaba los nombres de esos señores del Consejo y sí el de Eróstrato. Pero Eróstrato lo hizo porque no se le ocurría otra manera de edificar su gloria; él, Valfierno, ya había sabido —aunque nadie lo supiera todavía— asegurar la suya.

Quemar el cuadro le seguía pareciendo la mejor opción: la más sencilla. Así daba por terminado el asunto: la tabla del Louvre nunca volvería a aparecer, sus compradores se quedarían tranquilos, el robo se olvidaría definitivamente. Si quemaba esa Gioconda destruía la única prueba posible de que las otras eran copias de Chaudron. Y le gustaba imaginar que alguna vez, dentro de décadas, quizás un par de siglos, empezarían a salir a la luz originales: dos, tres, hasta seis originales igualitos. Entonces el cuadro más celebrado se convertiría en una colección de cuadros idénticos, indistinguibles entre sí. Pero la idea de quemarlo así como así le parecía un poco pobre: le sonaba demasiado gratuito. Hasta que se le ocurrió la idea genial: buscaría la Mona Lisa de Perugia y la llevaría a un lugar seguro. Allí conseguiría una cámara de cine, instruiría a Chaudron en su manejo y, juntos, filmarían una verdadera obra de arte: la destrucción por el fuego del gran cuadro. Se imaginaba esa madera vieja resistiéndose al fuego, al principio resistiéndose al fuego y de a poco cediendo, los colores mudando, chorreando, el olor del óleo chamuscado, de la madera en llamas, la cara con la sonrisa deshaciéndose, los ojos deshaciéndose, el mito, toda esa tontería de siglos deshaciéndose en cenizas porque él, Eduardo de Valfierno, había sabido mostrar que no eran nada.

Y podrían vender esa película por miles o millones. Y, después, devolver al Louvre una copia: ése sí que sería el golpe. Arte, gran arte: presentar esa copia como original, obligarlos a mostrar esa mentira al público, saber que miles y millones mirarán con devoción sagrada un cuadro que no es: ¡idiotas, crean sus idioteces! ¡Rebaño, al pienso! A veces le gustaba recordar que sí lo había hecho.

Pero no lo hacía: ni eso ni ninguna otra cosa. El ocio se le estaba volviendo insoportable y el cognac del desayuno ya no le alcanzaba para animarse ante la perspectiva de otro día igual a todos los demás. El cognac del desayuno empezó a hacerse dos, a veces tres. Una noche se despertó sudando: tenía mucho miedo de volver a ser Bonaglia. Se levantó, encendió un cigarro largo y ancho y se sentó con su copa en la mano. El problema no era el miedo de volver a ser; lo terrible, entendió, era la sospecha de que nunca había dejado de ser Quique Bonaglia. Esa noche imaginó mil formas de alejarse de ese hombre; mientras amanecía, la luz confusa, la guardia descuidada, pensó que alguna vez volvería a la Argentina, a buscar a Mariana de Baltiérrez: seguía siendo tan rubia en su memoria.

Dice —piensa, dice, se dice— que es un hombre mayor.

El marqués se mantuvo en silencio hasta que el mozo dejó mi whisky sobre la mesa baja. Entonces levantó su copa y murmuró algo en francés. Yo respondí a su brindis y le pregunté si ya podíamos hablar.

—Faltaba más.

—¿Qué me quiere contar?

—Por decirlo de una manera discreta: la historia del mayor robo del siglo.

—¿O sea?

—La desaparición de la Gioconda, la recuerda.

Me dijo, y por supuesto que la recordaba: la habían robado en el Louvre siete u ocho años antes y había sido la tapa de todos los diarios del mundo. Pero era una historia vieja y archivada. En medio de mi desilusión, traté de ser amable:

—Disculpe, pero ese asunto se resolvió hace mucho tiempo.

—¿Se resolvió?

Me dijo, con sonrisa insidiosa. Yo recordaba también ese final, otra noticia que estuvo en todas las portadas: cuando el ladrón, Vincenzo Perugia, se presentó con la Mona Lisa en el museo de los Uffizi de Florencia en diciembre de 1913, diciendo que la había robado para restituirla a su país. Y su detención, el clamor popular al principio que pedía su libertad como premio a su gesto patriótico, el juicio, el desinterés al cabo de unas semanas de discusiones leguleyas y su condena, finalmente, a siete meses de prisión que, para entonces, ya estaban cumplidos. Su liberación, ya sin pena ni gloria.

—Bueno, yo diría que sí se resolvió. Detuvieron al ladrón, recuperaron el cuadro. Todos leímos esa historia.

—¿Y usted se lo creyó?

—¿Perdón?

—Sí: ¿usted creyó que ese palurdo semianalfabeto era capaz de una operación de esa importancia?

El hombre hablaba sin gestos ni inflexiones, como si lo que decía no le importara demasiado. Después sabría que era uno de sus trucos favoritos, pero entonces me impresionó: lo hacía parecer bastante invulnerable.

—Mire, la verdad que no estoy muy al tanto...

—Entonces le conviene informarse. Si después quiere que le cuente toda la verdad sobre el asunto, yo voy a estar en este hotel tres o cuatro días más. Pero no se confíe, que puede perderse la historia de su vida.

Que no quiere pensar que ya es un viejo, pero que está a punto de cumplir cincuenta años: que si todo sigue bien le quedan diez, quince años como mucho por delante.

La noticia de la espantada de Vincenzo Perugia lo sorprendió en la villa que había arrendado en la Toscana, cerca de San Gimignano. Le pareció una burla: el picapiedras había ido a entregar su cuadro a Florencia, a menos de cien kilómetros de donde él estaba. Lo primero que se le ocurrió fue salir corriendo. Tardó un par de horas en convencerse de que nadie podría relacionarlo con la noticia que sacudía al país. Y recién entonces pudo reflexionar sobre el asunto.

Estaba claro que se había equivocado: que había sobreestimado la inteligencia del idiota. Entendió que tendría que haber actuado antes —sabía que tenía que haber actuado antes— pero supuso que tenía más tiempo: no porque Perugia le pareciera especialmente paciente, sino porque no imaginó que se le pudiera ocurrir nada especial que hacer. Imaginó que la inquietud de dormir todas las noches con la dama debajo de la cama lo había presionado, y llevado a cometer la peor tontería. No era un peligro para él: no un peligro judicial o policial. Nadie podía relacionarlo con el robo, era verdad; pero quizás alguno de sus compradores se pusiera nervioso cuando viese que todos los diarios hablaban de la aparición de la Gioconda. Dudaba: no le convenía acercarse a los Estados Unidos pero, al mismo tiempo, quizás si lo hacía podría convencerlos de lo que ellos mismos querrían sospechar: que el cuadro que había aparecido era una falsificación; que los franceses ya no soportaban la humillación de haber perdido su Gioconda y habían inventado ese plan para convencer al mundo de que la habían recuperado. Pero que, como les constaba, la única y verdadera Gioconda era ésa que tenían escondida en lo más hondo de sus cajas fuertes o sus bóvedas privadas. Si tiene alguna duda hágala revisar por un experto. Y, por favor, en cuanto tenga la oportunidad, vaya al Louvre y mire atentamente la copia que han colgado. Un amateur como usted, uno que además conoce realmente el original, se da cuenta enseguida. Lo que pasa es que el mundo está lleno de idiotas. Pero nosotros sabemos la verdad. Usted y yo, mi estimado, sí que la sabemos.

Y que se acuerda a menudo de algo que le dijo, hace ya tanto tiempo, don Simón, el estafador inverosímil. Recuerda que don Simón le dijo que hay una edad en que ya no vale la pena hacer alardes: o la realidad los desmiente y son patéticos, le dijo, o la realidad los confirma y son innecesarios. Y que eso se llama madurez y puede ser bastante placentero. Debe serlo, piensa el marqués: piensa que debe serlo.

—Pero no se confíe, que puede perderse la historia de su vida.

La amenaza parecía seria. Levanté mi whisky, le di un último trago.

—¿Y por qué me la quiere contar?

—¿No adivina?

—No, lo siento.

Valfierno sonrió condescendiente. A nuestro alrededor los hombres y mujeres seguían con la caza, pero era como si hubieran desaparecido.

—Tenga paciencia. Ya lo va a entender. ¿Si le pidiera plata por mi historia, qué me diría?

—Que no parece necesitarla.

—Quizá no. Quizás usted no sabe lo que eso significa.

Yo trataba de pensar a toda velocidad: si lo que me decía era cierto, estaba ante la gran oportunidad de mi carrera. Pero era muy extraño: todo, muy extraño.

—Disculpe una vez más. Yo estoy dispuesto a escucharlo, a trabajar con usted. Pero, ¿cómo puedo saber que es cierto que usted estuvo implicado en ese robo?

—¿Implicado?

—Bueno, como quiera llamarlo.

Valfierno sacó del bolsillo interior de su chaqueta de lino una billetera de cuero de Rusia y, de ahí, una foto con los bordes ajados: me la dio. Era él, unos años más joven, el pelo no tan blanco, traje oscuro, mostrando la Gioconda con las manos. La foto me pareció una prueba concluyente.

—Yo nunca hice lo mejor que hice en mi vida, y eso fue lo mejor que hice en mi vida: no haber hecho nunca lo mejor que hice en mi vida. Otros falsifican cuadros, billetes, sentimientos; yo, por el momento, le diré que fui el primero en falsificar un robo.

Todavía no sabía que, con Valfierno, la noción de prueba concluyente era un error. Me quedé un momento mirando la foto y después la di vuelta: no había nada.

—¿Satisfecho?

Me dijo, socarrón. Le propuse que me visitara en mi oficina al día siguiente después del desayuno. Ahí, le dije, tendríamos un espacio para conversar tranquilos. Me dijo que no: que me esperaba en su cuarto del hotel, el 712, a las nueve menos veinticinco de la mañana. Sea puntual, me dijo, va a ser el día más excitante de su vida. Yo estuve a punto de creerle.

Aunque sabe que hizo algo que nadie supo hacer, que nadie imaginó: su vida. Sabe, piensa, se dice, que ha hecho arte.

Lo cierto es que fue justo en esos días, cuando Perugia cayó preso, cuando ya no tenía sentido seguir preguntándose qué hacer con la Gioconda, cuando la etapa más importante de su vida parecía terminada, cuando la guerra amenazaba, que tuvo noticias de Valérie Larbin.

Valérie le mandó su carta a través de Chaudron, y eso solo ya era inquietante: un modo de hacerle saber que sabía más. Pero eso no era lo más grave: "Me he enterado del fin de nuestro amigo el carpintero. Sí él no habla, ya sabrá por qué; yo no tengo razones". Y le decía que la razón por la que se había callado hasta entonces no era el dinero que le había dado sino su voluntad de preservar al italiano, pero que ahora podía hablar sin ese miedo.

El marqués de Valfierno recibió la carta en Marienbad; tardó menos de un día en llegar a Marsella. Cuando la encontró, en una fonda del puerto, tuvo que disimular su sobresalto: Valérie debía tener veintidós, veintitrés años y parecía una vieja: había perdido esa frescura que la hacía deseable, había engordado, algo en la cara se le había embrutecido.

—No parece muy contento de verme, mi querido.

—¿Usted sí?

—Por supuesto. Siempre me gusta ver a los viejos amigos. Sobre todo si espero que sean generosos.

Dijo, y le dedicó una sonrisa demasiado amplia. Sus dientes estaban aun peor. Valfierno le pidió que fuera al grano y le preguntó qué quería. Valérie le dijo que dinero, por supuesto.

—¿O se habrá creído, marqués, que era otra cosa?

Pensó: la mataría. Pensó que ella tenía razón: que sí quería matarla. Trató de despejar la idea pero la idea volvía. Ella hablaba y hablaba, el vino se acababa y él no paraba de matarla.

Hasta entonces nunca había tenido la sensación de que matar a alguien podía ser una solución: que el problema que produciría era menos grave que el problema que podía resolver. El miedo a la policía y el miedo a la justicia no eran relevantes para alguien que había pasado tantos años conviviendo con él. Es cierto, se decía, que no era lo mismo la falsificación y la estafa que el asesinato. La estafa es elegante y popular; matar de a uno es sucio, está mal visto. Al gran público le gustan los falsificadores de arte porque somos puro ingenio —porque usamos nuestro ingenio para conseguir lo que todos querrían—, porque engañamos a gente que no les cae bien —porque son demasiado ricos, porque quieren aprovecharse de algo: para que te estafen es necesario que quieras estafar—, y porque ponemos en ridículo el valor de unos objetos cuyo valor ellos no entienden. En cambio matar es otra cosa. Al gran público le gustan las carnicerías colectivas, las batallas tremendas, los accidentes sin responsable claro. Pero no el homicidio al por menor. El pequeño homicidio tiene muy mala prensa: demasiada prensa. Las voces más altisonantes llevan siglos convenciéndonos de que la vida humana es sagrada. Los voces de los que siempre mataron y mataron: reyes, jueces, curas. Pero los idiotas siguen creyendo en esa tontería: los millones de moscas.

Recapitulaba —trataba de recapitular: ni el miedo a la policía ni esa vieja prohibición de matar lo apartaban de esa solución. Se preguntó si sería el pasado —las historias comunes: era más fácil matar a un desconocido, por supuesto. Pero no era probable: si fuera por esa cercanía, la idea de matarla debería haberle resultado repugnante, y no lo era. Si hubiera estado seguro de que era sólo por seguridad, para cuidar la operación, la habría matado. Pero no; temió que también fuera rencor, despecho, esas cosas que aparecen cuando una mujer no hace lo que un hombre espera. Se aterró: podía matarla sin saber por qué —o sabiendo demasiado bien.

—Usted sabe que estuvimos a punto de escaparnos con el cuadro...

—¿Quiénes, estuvimos?

—Valfierno, no simule.

—¿Usted y Vincenzo?

Valérie se calló la boca y lo miró golosa. Por un momento volvió a ser aquélla. Valfierno primero desvió la mirada; después pensó que era mejor aprovecharla.

—¿Y qué pasó?

—Nada. Que hay cosas que son mejores cuando uno no las hace.

Pidieron otra botella de Sancerre. Antes del postre Valfierno le entregó un sobre que llevaba preparado. Ella le pidió más; él le dijo que no jugara con su suerte. Algo —su cara, su tono, algún recuerdo— hizo que no insistiera. Después le ofreció —no le propuso, le ofreció— que pasaran la noche juntos y esa vez sí Valfierno pensó que no debía negarse.

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