Vincenzo Perugia ve a esa mujer bellísima, extraña, distante, casi bella, y por momentos le parece que la mujer lo mira.
Valérie Larbin se le acerca y piensa que ojalá su voz pudiera sonar como un susurro, pese al ruido: no quiero que me des nada. Yo quiero darte todo.
Prepara la garganta. Ojalá no me mire.
Vincenzo Perugia la mira con algo que ella supone que es desprecio: un desprecio excesivo, casi incomprensible, como si quisiera ser más y no supiera.
Y, por su lado, esas mujeres no se consideraban decididamente fuera del mundo. En su nombre, de hecho, se expresaba ese doblez: estaban, según definición, medio adentro y medio afuera, con la posibilidad siempre latente de caer definitivamente afuera y la ilusión siempre presente de volver definitivamente adentro. Eran, en cualquier caso, mujeres que habían abandonado la matriz novia-esposa-madre y, si vivían de su sexo, no lo hacían según las nuevas relaciones de patrón-empleado que su sociedad consagraba en casi todos sus espacios. Eran mujeres leves: de vida airada, se decía, aunque ellas podían imaginar que sus vidas eran, comparadas con las de muchas semejantes, más aireadas. Mujeres leves: que hacían por trabajo lo que otras querrían hacer como divertimento y que, en esa profesionalización, perdían la posibilidad de vivir el ocio como ocio, el lujo como lujo, el sexo como amor. Mujeres leves: con las que se podía romper como rompían Tholomyés y sus tres amigos en
Los Miserables,
con una carta espirituosa que terminaba aconsejando a sus cuatro
demis
abandonadas: "Lloradnos pronto y reemplazadnos rápido. Si esta carta os desgarra, devolvédselo. Durante casi dos años os hicimos felices. No es razón para odiarnos".
Quería que volviera. Cada noche lo buscó en el Faux Chien sin confesarse que lo buscaba; cada noche recorría con los ojos el local cargado y no lo veía y no se decía que sí, que lo buscaba. No se atrevió a preguntar por él: habría sido una confesión que no pensaba hacerse —todavía. La semana siguiente volvió a verlo: el tipo tenía la misma camisa o una igual, estaba en la misma mesa, bebía tan parecido. Una amenaza idéntica a sí misma.
Se cierra las cintas que en general no cierran el escote de su blusa de hilo blanco con bordados. Suele llevarlo abierto, el pecho blanco con apenas un lunar muy negro en el justo medio del nacimiento de las tetas, en el punto en que la carne se le encorva para formar las tetas el lunar, como un origen o una muralla insuperable. Abierto, suele, pero lo cierra Para ir hacia la mesa del fondo entre los dos espejos y se ve en los espejos avanzando. Prefiere no mirarse: por una vez Prefiere no mirarse.
—No me has dicho tu nombre.
—Me llamo Vincenzo. Perugia Vincenzo.
Valérie tarda en descubrir su acento: no es difícil pero no lo descubre. Él no le dice y tu. _Yo me llamo Valérie. —Me imaginaba.
De pronto, de un día para el otro, ya no tenía lugar. Me sacaron de la que siempre fue mi casa, mi vida: de un día para otro. Diego y Mañanita no habían querido despedirme —o don Manuel no los dejó. Y mi madre no quiso decirme por qué nos íbamos. Yo sospechaba que había sido mi culpa, pero no estaba seguro. Recién años más tarde mi madre me lo dijo. Y aun así, cuando me lo contó, ella seguía sin saber —y yo no dije nada.
Así que nos fuimos a la casita chica de ese barrio: el ranchito de Antonio, que era tan bueno con mi madre. Cada vez me gustaba más quedarme en el colegio. Y mi madre, entonces, no me volvió a llamar Bollino. Me decía Juan María.
Mamá, yo me voy a ocupar de usted. ¿Ah, sí? ¿Y cómo vas a hacer? No sé, mamá. Usted no se preocupe. Alguna vez, Giovanni, cuando seas grande. Mientras tanto yo tengo que coser todas estas camisas.
Pero lo mejor era el sábado. El domingo me gustaba menos porque era un día truncado: un día que empezaba rebosante y se convertía, de pronto, en la espera de que mi madre me llevara, a la caída del sol, de vuelta a los curas y el colegio. No era que no quisiera ir —ya lo he dicho, más bien los extrañaba—; me molestaba, en realidad, que un día que empezaba prometiendo los hechos más extraordinarios fuera a terminar de una manera tan repetida, tan fácil de prever. Pero los sábados no tenían ese inconveniente. El sábado todo era posible todavía.
Los sábados a la noche mi madre y Antonio solían ir al baile de las costureras. Mi madre se ponía su mantilla y Antonio su chambergo de ir al baile: todos los sábados, desde que nos fuimos a vivir con Antonio. Yo me quedaba en casa —llamémoslo, piadosamente, casa— solo. Era, entonces, mi casa. Aunque no era.
El chico entendió que vivía en una ciudad —o poblacho o lugar— que podría haber sido otra: que el hecho de que viviera en esa ciudad era un azar pero, sobre todo, que esa ciudad no era el único lugar del mundo o, mejor, que esa ciudad que llamaban Rosario no era el mundo. Es un choque: para un chico es un choque cuando entiende que el lugar —el poblacho o ciudad— donde vive es uno entre muchos, que podría haber vivido en tantos otros. No que podría vivir en tantos otros: eso viene después; al principio el choque es aprender que las cosas pueden ser como son o de mil formas. Cuando cae en la cuenta, consecuentemente, de que nada debe ser como es. Dicho en palabras que el chico no usaría: que no hay necesidad.
Durante buena parte de su vida como chico, un chico cree —pero no cree, porque creer supone una distancia; deberíamos decir: vive en la convicción— que todo lo que lo rodea es irremplazable, necesario: sus padres o lugares o maestros, su calidad o sus juguetes. Después, de a poco —y finalmente un día, de golpe— un chico entiende que son una posibilidad entre infinitas otras. La desazón que ese descubrimiento puede llegar a producirle es sideral —y sólo superable gracias a la inconstancia y falta de imaginación de tantos chicos. Superable sólo para ellos.
Ni pelos de la barba ni patinazos de la voz ni granos: es el descubrimiento de su condición intolerablemente caprichosa lo que hace que un chico, si acaso, deje de ser un chico. Aunque algunos afortunados ni aun así.
Me decía que aprendió muchas cosas en ese colegio.
Sí aunque no creo que fuesen las que ellos querían enseñarme.
¿Por ejemplo?
¿No se da cuenta, periodista? ¿Voy a tener que decirle cada cosa?
Me agarraba la mano para guiarla en su recorrido por la hoja que había sido blanca y que mis trazos estaban arruinando. Primero me maravillaba lo fácil que era arruinar la blancura, la pureza de una hoja o cualquier otra cosa. Después me maravillaba que, una vez arruinada, no hubiera modo de recuperarla. Yo me maravillaba mucho, en esos días en que cualquier maravilla era un esfuerzo de la imaginación. Yo era un chico feliz, aunque quién sabe si yo era un chico todavía.
El padre me agarraba la mano y la guiaba. Era la clase de dibujo: quince chicos más o menos piojosos con guardapolvos grises en un aula de techos altísimos, fría de techos altísimos y paredes revocadas de blanco con pupitres bajos de madera oscura, copiando con las frentes fruncidas del esfuerzo los rasgos de un Cristo empotrado en su cruz. Un día el Pata Estanislao le preguntó al padre si podríamos dibujar peras y manzanas y personas vivas —quería decir, supongo, mujeres vivas, pero, dijo personas— y el padre le contestó que eso se-ría cuando aprendiéramos: que por ahora, con tanta ignorancia como nos adornaba, sólo podíamos aspirar a dibujar, con la ayuda del Señor, las imágenes Suyas. Seguimos dibujando, todo ese año, vírgenes con manto, cristos con taparrabos. Habríamos podido seguir dibujándolos para siempre,
sospecho.
Y el padre me agarraba la mano y la guiaba. Se colocaba
detrás de mí —yo sentado en el pupitre alto, él parado inmediatamente detrás, su sotana rozando mi camisa— y el aire de su respiración inundaba mi aire desde atrás, su cara muy cerca de mi hombro, su olor amargo que me rodeaba el cuello. Todavía ahora, cuando huelo tabaco barato, recuerdo la mano del padre Franco sobre mi mano: su mano firme con pelos negros en el dorso apretando mi mano. Me gustaba. Por supuesto, admiraba su habilidad para hacer que unos trazos sin mayor historia se convirtieran de pronto en eso que copiaban: bucles apareciendo, las líneas de los brazos extendidos, los dos pies amontonados por el clavo apareciendo, los pómulos exangües. Pero sobre todo me gustaba la firmeza de su mano conduciendo la mía a través de la hoja: evitándome toda decisión, llevándome a su aire.
¿Vos qué vas a ser cuando seas grande?
Yo no sé. ¿Y vos?
No sé. Mi abuela dice que a lo mejor me puede hacer cura
¿Cura? ¿Vos, un cura?
Sí. Dice que tienen la vida asegurada, que todos los necesitan, que se toman los mejores vinos.
Pero los curas no pueden ir con mujeres.
¿Y para qué querés ir con mujeres?
No sé. El padre Franco dice que los hombres se pierden por eso. Debe ser importante.
Me cambiaste de tema. ¿Qué querés ser cuando seas grande?
Yo no quiero ser grande.
Qué idiota. No tenés más remedio.
¿No?
Siete chicos lo rodean en el patio del colegio de curas: Yovani mariquita, gringo y mariquita. Siete chicos le cantan y le bailan en torno, muy despacio, Yovani mariquita, gringo y mariquita. El chico se dice que no vale la pena contestarles, que en su pecado encontrarán su penitencia, que son unos pobres brutos chacareros, que él es tan otra cosa, que lo hacen por envidia. Eso es lo que le habría dicho el padre Franco. Pura envidia: él es otra cosa y a él lo ayuda el padre y a ellos no, él es el elegido. Pura envidia, se dice, porque él es otra cosa y consigue los mejores dibujos y el padre Franco a veces le regala una manzana o una naranja, según las estaciones, para después de la cena y a ellos no y los siete siguen bailándole y cantándole gringo y mariquita y así durante varios días: quizás unas semanas. Son como fantasmas: le cantan y bailan muy despacio, al borde del silencio; nadie los ve, el padre encargado de vigilarles el recreo no ve y el chico sabe que si llega a denunciarlos la vida se le puede convertir en un infierno. Después los cantos también en el dormitorio, cuando el padre celador apaga los faroles y les dice que es hora de dormirse: pura envidia. Una manzana vieja bien podrida adentro de su cama: pura envidia.
Me dijo que era más chico porque su madre había falsificado...
No, era más chico porque tenía menos edad. Eso quise decir: que los demás tenían doce o trece cuando usted tenía diez.
Porque mi madre quería que entrara en ese bendito colegio y los curas le habían dicho que no me tomaban antes de los diez años, entonces se consiguió a alguien que le falsificó un documento mío y le puso que había nacido dos años antes. Me dio dos años de un plumazo.
¿Quién lo hizo, sabe, cómo?
No, no tengo ni idea. Y me parece raro que mi madre haya podido hacer algo así.
¿No era su estilo?
No es eso. No veo de dónde puede haber sacado un falsificador.
Quizás lo hizo ella misma.
Quién sabe. No se me había ocurrido.
Pura envidia, y la zozobra de las noches sin saber qué se va a encontrar adentro de la cama, en el silencio del dormitorio para treinta, del amanecer; de los días con el canto en la nuca, del silencio, de sentirse, por fin, horriblemente desvalido y pensar cómo hacer para escaparse: de empezar a preguntarse qué habrá hecho mal, de encontrar demasiadas respuestas. Hasta que una tarde, mientras el padre Franco le agarra la mano para dibujar con su mano —con su aliento a tabaco, con su sotana que lo roza, con la otra mano sobre el hombro o el cuello— las curvas serenas de una virgen de mantón celeste, el chico descubre que no es cierto: que sus compañeros no entendieron nada. Que él mismo no había entendido nada. Descubre, el chico, de pronto, que no es cierto que el padre Franco le agarre la mano para llevarla aquí y allá: que no se lo hace a él. Que se lo hace a cualquiera, a un muchacho cualquiera de once años con un velo de vellos en las piernas y la voz patinosa y la piel suavita todavía-Que no es con él: que podría ser cualquiera.
Es algo que el chico todavía no sabe llamar una iluminación —o, en términos más laicos, intuiciones. Entiende, sin saber-entiende. No entiende cómo pero entiende: sin palabras, sin
formulación un poco aparatosa que tienen las ideas. Con otra ligereza lo entiende, sin necesidad de pasar por sustantivos, preposiciones, verbos, adverbios de tiempo o de lugar. No le gusta la forma: lo desconcierta la idea de que esa comprensión le sucede que no ha tenido parte en ella. No le gusta esa sensación de descontrol pero, ahora que descontroladamente sabe, se dice que tiene que controlar al cura: cree que puede. Si el padre no le hace a él lo que le hace —si no es con él sino con un cualquiera—, no será él quien use al padre y, por lo tanto, no se merecerá ningún castigo. No él, porque él no habrá hecho nada. Tiene un poder enorme y se dispone a usarlo: descubre que él no es él y que el poder es eso.
Hijo, ya eres un chico grande, todo un hombre. Ahora sí te puedo contar toda la verdad sobre tu padre.
¿Toda la verdad, madre? ¿Y lo que me contó hasta ahora?
Hasta ahora te conté lo que podías escuchar.
Entonces, madre, no me cuente más nada. Ya diré yo cuál es la verdadera historia.
Que su padre era un caballero como el papá de Diego y de Mariana que se rebajó a casarse con su madre porque quería mezclar su vida con los pobres, un hijo de puta que embarazó a su madre y se escapó de vuelta hacia las comodidades de su familia rica, un artista tan exquisito que decidió que nada valía la pena y se entregó a la causa para morir por propia decisión y mano ajena, un ingenuo engañado por el cabrón de Garibaldi, un idealista que dio su vida para que su hijo pudiera estar orgulloso de él alguna vez, un agente del Papa que llevó su farsa hasta las últimas consecuencias, que quién dice que es necesario tener padre. Piensa y se promete que alguna vez, cuando quiera o, quizás, cuando no tenga más remedio, va a decidir cuál es la verdadera historia aunque su madre insista:
Que su padre fue un héroe. Su madre insiste en contarle la historia de su padre y le dice y le repite que su padre fue un héroe, que murió por lo que creía y que fue un canalla que los dejó solos a él y a ella en el mundo sin sustento sin futuro sin comida sin más nada, que los abandonó pero que no quería, que quería que el mundo fuera distinto el muy iluso y que es fácil ser un héroe un iluso un alegre paladín como su padre, muerto como su padre, huido como su padre y que lo difícil no es ser un héroe sino darles de comer todos los días y que el pobre Antonio no sería un héroe ni un iluso ni nada pero bien que se mata trabajando para que ella —y también él, el chico, que no es el chico de Antonio, que no es responsabilidad del pobre Antonio, recalca cada vez la madre—, se mata trabajando como ella para que los tres vivan, coman todos los días, sigan vivos en este mundo que es lo que es aunque a tu padre le volaran pajaritos. Y Juan María se niega a escucharla y su madre insiste en repetirse y Antonio su padrastro nunca está cuando su madre dice eso o, mejor: su madre nunca habla de su padre con Antonio presente.