Read Una Pizca De Muerte Online
Authors: Charlaine Harris
—Yo lo haré por ti, Sookie —dijo Bill. Su voz era suave y fría, como siempre, y noté la gelidez de su mano sobre mi hombro.
—Puedo ayudar —se ofreció Bubba—. Usted lo haría por mí, señorita Sookie.
—Tu prima era una puta —insultó Waldo inesperadamente. Lo miré a los rojos ojos.
—Supongo que sí —admití—. Pero creo que no puedo matarte sin más. —La mano que sostenía la estaca cayó a un lado.
—Tienes que matarme —ordenó Waldo con segura arrogancia—. La reina me ha enviado aquí para morir.
—Tendré que enviarte de vuelta a la reina —dije—. No puedo hacerlo.
—Dile a tu chulo que lo haga; lo está deseando.
Bill parecía más vampiro por momentos, y me arrancó la estaca de los dedos.
—Quiere que lo matemos, Bill —dije.
Bill parecía perplejo, al igual que Bubba. El redondo rostro del señor Cataliades, sin embargo, parecía inescrutable.
—Trata de asustarnos o enfadarnos lo suficiente para que lo matemos, porque no es capaz de hacerlo él mismo —continué—. Está seguro de que la reina le hará cosas mucho peores que yo. Y tiene razón.
—La reina quería hacerle el regalo de la venganza —señaló el señor Cataliades—. ¿Es que no quiere aceptarlo? Es posible que no se ponga muy contenta cuando vea que lo envía de vuelta.
—Es problema suyo —respondí—, ¿no?
—También podría ser un problema muy tuyo —avisó Bill en voz baja.
—Pues vaya por Dios... —dije—. Usted... —Hice una pausa. No quería arrepentirme de lo que iba a decir—. Usted ha sido muy amable al traer a Waldo hasta aquí, señor Cataliades, y también muy inteligente al dirigirme hacia la verdad. —Respiré hondo y medité—. Agradezco que haya traído el papeleo legal, que revisaré en cuanto tenga un momento más tranquilo. —Pensaba que había cubierto todos los frentes—. Ahora, si es tan amable de abrir el maletero, pediré a Bill y a Bubba que lo metan ahí. —Sacudí la cabeza hacia el vampiro cautivo que se mantenía en silencio a menos de un metro.
En ese instante, cuando estábamos todos pensando en otra cosa, Waldo se me echó encima, con las mandíbulas desencajadas y los colmillos de una serpiente por delante. Me eché hacia atrás, pero supe que no sería suficiente. Esos colmillos me desgarrarían el cuello y me desangraría allí mismo, en mi propio jardín. Pero Bill y Bubba no estaban apresados en plata y, con una celeridad aterradora, agarraron al antiguo vampiro y lo redujeron en el suelo. En menos de un parpadeo, el brazo de Bill se alzó y cayó, y Waldo contempló la estaca hundida en su pecho con profunda satisfacción. Un segundo después, sus ojos se hundieron en las cuencas y su delgado cuerpo inició el proceso de desintegración. No es necesario enterrar a un vampiro muerto definitivamente.
Durante un interminable momento, permanecimos petrificados; el señor Cataliades estaba de pie, yo sentada en el suelo y Bubba y Bill arrodillados junto a los restos que habían sido Waldo.
Luego, la puerta de la limusina se abrió, y antes de que el señor Cataliades pudiera correr en su ayuda, la reina de Luisiana salió del vehículo.
Era preciosa, por supuesto, pero no al estilo de las princesas de los cuentos de hadas. No sabía qué esperaba, pero no algo así. Mientras Bill y Bubba se incorporaban a toda prisa y describían una profunda reverencia, le eché una buena mirada. Lucía un vestido de noche muy caro y tacones altos. Su pelo era de un intenso castaño rojizo. Por supuesto, era pálida como la leche, pero sus ojos eran grandes, rasgados y casi del mismo castaño que el pelo. Tenía las uñas pintadas de rojo y, por alguna razón, aquello se me hizo extraño. No llevaba puesta ninguna alhaja.
Ahora comprendía por qué el señor Cataliades había mantenido subida la mampara durante el viaje. Y estaba segura de que la reina tenía más de una forma de ocultar su presencia a los sentidos de Waldo, aparte de la vista.
—Hola —saludé, insegura—. Soy...
—Sé quién eres —contestó. Tenía un ligero acento; pensé que podía ser francés—. Bill. Bubba.
Bueno, hasta ahí la conversación de cortesía. Resoplé y cerré la boca. De nada servía hablar hasta que explicase su presencia. Bill y Bubba permanecían erguidos. Bubba sonreía. Bill no.
La reina me examinó de los pies a la cabeza de un modo que me resultó francamente grosero. Como era la reina, seguro que era una vampira muy antigua, y los más antiguos, los que buscaban el poder en la infraestructura vampírica, eran los más temibles. Hacía tanto que había sido humana, que a buen seguro no le quedaban muchos recuerdos de ese pasado suyo.
—No entiendo por qué tanto alboroto —dijo, encogiéndose de hombros.
Mis labios se tensaron. No podía evitarlo. La sonrisa se extendió por mi cara y traté de ocultarla con la mano. La reina me miró interrogativamente.
—Sonríe cuando está nerviosa —explicó Bill.
Era cierto, pero ésa no era la razón por la que sonreía en ese momento.
—Ibas a enviarme de vuelta a Waldo para que yo lo torturase y lo matase —me dijo la reina. Su expresión era bastante neutra. No sabía si lo aprobaba o no, si pensaba que había sido lista o tonta de remate.
—Sí —confirmé. La respuesta más corta era, sin duda, la mejor.
—Te forzó la mano.
—Ajá.
—Me tenía demasiado miedo como para arriesgarse a volver a Nueva Orleans con el señor Cataliades.
—Sí. —Se me empezaban a dar bien las respuestas monosilábicas.
—Me pregunto si sabías todo esto de antemano. —Decir que sí no sería la respuesta más adecuada en ese momento, así que guardé silencio—. Lo acabaré sabiendo —aseguró con absoluta certeza—. Volveremos a vernos, Sookie Stackhouse. Me gustaba tu prima, pero hasta ella fue lo bastante necia como para ir a un cementerio con la única compañía de su peor enemigo. Contaba demasiado con el poder de mi nombre para protegerla.
—¿Llegó a contarle Waldo si finalmente Marie Laveau volvió de entre los muertos? —pregunté, demasiado abrumada por la curiosidad como para dejarla sin respuesta.
Se disponía a entrar en el coche cuando lo dije, y se detuvo con un pie dentro. Cualquier otro habría parecido un poco tonto en esa posición, pero no la reina de Luisiana.
—Interesante —dijo—. No, la verdad es que no. Cuando vengáis a Nueva Orleans, Bill y tú podéis repetir el experimento.
Iba a señalar que, a diferencia de Hadley, yo no estaba muerta, pero tuve el sentido común de mantener la boca cerrada. Podría haber ordenado que me convirtiese en vampira, y me aterraba la idea de que Bill y Bubba me forzasen a hacerlo. Era un pensamiento demasiado horrible, así que me limité a sonreír.
Cuando la reina se acomodó en la limusina, el señor Cataliades me dedicó una reverencia.
—Ha sido un placer, señorita Stackhouse. Si tiene alguna pregunta acerca de la propiedad de su prima, llame al número que figura en mi tarjeta de visita. Está junto a los demás papeles.
—Gracias —contesté, desconfiando de mí misma si decía algo más. Además, las respuestas monosilábicas nunca hacen daño. Waldo se había desintegrado casi del todo. Quedarían algunos trozos suyos por mi jardín durante un tiempo. Qué asco. «¿Dónde está Waldo? Por todo mi jardín», podría decir si me preguntaban.
Había sido definitivamente una noche demasiado larga para mí. La limusina salió de mi jardín. Bill posó su mano en mi mejilla, pero no se acercó. Me sentía agradecida por que hubiese venido, y así se lo hice saber.
—No deberías correr peligro —dijo. Tenía la costumbre de usar una palabra que cambiaba el sentido de sus afirmaciones y las volvía ambiguas y preocupantes. Sus ojos negros eran pozos insondables. Pensé que jamás llegaría a comprenderlo.
—¿Lo he hecho bien, señorita Sookie? —preguntó Bubba.
—Lo has hecho genial, Bubba —le contesté—. Hiciste lo correcto sin que siquiera tuviese que pedírtelo.
—Sabía desde el principio que estaba en la limusina —dijo Bubba—. ¿Verdad, señorita Sookie?
Bill me miró, desconcertado. No lo miré a los ojos.
—Sí, Bubba —contesté con dulzura—. Lo sabía. Antes de que Waldo bajara, escuché con mi otro sentido y detecté dos vacíos en la limusina. —Eso sólo podía significar que había dos vampiros, así supe que el señor Cataliades iba acompañado en la parte de atrás.
—Pero actuaste como si ella no estuviese. —Bill no parecía alcanzar a comprenderlo. Quizá pensaba que no había aprendido nada desde que lo dejé—. ¿Ya sabías que Waldo intentaría agredirte?
—Tenía la sospecha. No quería volver con ella.
—Entonces... —Bill me agarró de los brazos y me miró—. ¿Querías que muriese definitivamente o pretendías enviarlo de vuelta con la reina?
—Sí —dije.
Las respuestas monosilábicas nunca hacen daño.
Amelia Broadway y yo nos estábamos pintando las uñas de los pies la una a la otra cuando mi agente de seguros llamó a la puerta principal. Yo había optado por Rosas en Hielo, mientras que Amelia prefirió el Glaseado loco de cerezas de Borgoña. Ella ya había acabado con mis pies y a mí me quedaban tres dedos de su pie izquierdo cuando Greg Aubert nos interrumpió.
Amelia llevaba viviendo conmigo varios meses, y era agradable compartir la vieja casa con alguien. Amelia es una bruja de Nueva Orleans. Estaba conmigo porque había sufrido una desgracia mágica y no quería que ninguno de sus compañeros de gremio en la ciudad se enterase. Además, desde lo del Katrina, no tiene muchas razones para volver a casa, al menos durante un tiempo. Mi pequeña ciudad de Bon Temps estaba hasta arriba de refugiados.
Greg Aubert ya había venido a mi casa una vez, cuando un incendio la dañó considerablemente. Hasta donde yo sabía, no tenía ninguna necesidad más relacionada con el seguro. Confieso que sentía bastante curiosidad por la razón de su visita.
Amelia alzó la mirada hacia Greg, halló su pelo arenoso y gafas sin montura carentes de interés, y siguió pintándose la uña del dedo pequeño mientras yo le invitaba a sentarse.
—Greg, te presento a mi amiga, Amelia Broadway —dije—. Amelia, éste es Greg Aubert.
Amelia observó a Greg con más interés. Le había dicho que se trataba de un colega suyo, en algunos aspectos. La madre de Greg había sido bruja, y él había encontrado gran utilidad en el uso de sus artes para proteger a sus clientes. Ningún coche se aseguraba en la agencia de Greg sin antes pasar por un conjuro suyo. Yo era la única en Bon Temps al tanto de su pequeño talento. La brujería no es muy popular en nuestra pequeña y devota ciudad. Greg siempre regalaba a sus clientes una pata de conejo para que la dejasen en sus casas o coches nuevos.
Tras rechazar la obligada oferta de un té helado, agua o refresco, Greg se sentó en el borde de la silla mientras yo recuperaba mi asiento en el extremo del sofá. Amelia estaba en el otro.
—He sentido los conjuros de protección mientras subía con el coche —le comentó Greg a Amelia—. Muy impresionante. —Se esforzaba sobremanera para mantener los ojos lejos de mi camiseta de tirantes. Me habría puesto un sujetador de saber que tendríamos visita.
Amelia procuró parecer indiferente, e incluso puede que se hubiera encogido de hombros si no hubiera tenido entre manos el frasco de pintaúñas. Amelia, morena y atlética, de pelo castaño, corto y brillante, no sólo está satisfecha con su aspecto, sino también con sus habilidades mágicas.
—No es nada del otro mundo —respondió con una modestia poco convincente. Pero le lanzó una sonrisa.
—¿En qué puedo ayudarte, Greg? —pregunté. Tenía que estar en el trabajo dentro de una hora, y aún debía cambiarme y hacerme la coleta.
—Necesito tu ayuda —solicitó, mirándome bruscamente a la cara.
No se iba por las ramas.
—Vale, ¿cómo? —Si él podía ser directo, no veía por qué yo no.
—Alguien está saboteando mi agencia —contestó. Su voz adquirió una repentina pasión, y me di cuenta en ese momento de que Greg estaba a punto de derrumbarse. No emitía tan nítidamente como Amelia (podía leer sus pensamientos con la misma claridad que si los pronunciase de viva voz), pero captaba sin problemas el fondo.
—Cuéntanos —dije, porque Amelia no podía leerle la mente.
—Oh, gracias —continuó, dando por hecho que yo hubiese accedido ya a algo. Abrí la boca para corregir esa idea, pero siguió hablando—. La semana pasada fui a la oficina y descubrí que alguien había estado registrando los archivos.
—¿Marge Barker sigue trabajando para ti?
Asintió. Un rayo de sol arrancó un destello a sus gafas. Era octubre, y aún hacía calor en el norte de Luisiana. Greg se sacó un pañuelo blanco y se lo pasó por la frente.
—Tengo a mi mujer, Christy; viene tres días a la semana a media jornada. Marge está a jornada completa. —Christy, la mujer de Greg, era tan dulce como amarga resultaba Marge.
—¿Cómo sabes que alguien ha estado registrando los archivos? —preguntó Amelia. Cerró el frasco de pintaúñas y lo dejó sobre la mesa de centro.
Greg cogió aire.
—Llevo un par de semanas sospechando que alguien entra en la oficina de noche, pero nunca falta nada. Tampoco hay nada cambiado de sitio. Mis protecciones están intactas. Pero hace dos días vi que uno de los cajones de nuestro archivo estaba abierto. Por supuesto, los cerramos todos por la noche —dijo—. Tenemos uno de esos muebles que cierra todos los cajones cuando echas la llave en el más alto. Casi todos los archivos de nuestros clientes estuvieron en peligro. Pero, cada día, Marge se encarga de cerrar con llave a última hora de la tarde. ¿Y si alguien sospecha... lo que hago?
Era evidente que eso estaba retorciendo las entrañas de Greg.
—¿Le preguntaste a Marge si se acordó de echar la llave?
—Por supuesto. Se puso como una fiera, ya la conoces, y me aseguró que lo hizo. Mi mujer había trabajado esa tarde, pero no recordaba haber visto a Marge cerrar con llave. Terry Bellefleur se dejó caer a última hora para comprobar, una vez más, la póliza de su maldito perro. Pudo haberla visto cerrar.
Greg estaba tan irritado que me sorprendí defendiendo a Terry.
—Greg, a Terry no le gusta ser como es, ya lo sabes —comenté, intentando sacar una voz amable—. Quedó muy fastidiado luchando por nuestro país, y tenemos que dejarle un poco de manga ancha.
Por un instante, Greg parecía un cascarrabias. Luego se relajó.
—Lo sé, Sookie —dijo—. Es que últimamente no para con el perro.
—¿Qué le ha pasado? —preguntó Amelia. Si lo mío son momentos de curiosidad, lo de Amelia son imperativos. Quiere saberlo todo de todo el mundo. La telepatía tenía que haberle tocado a ella, no a mí. Probablemente habría disfrutado con ella, en vez de considerarla una minusvalía.