Read Una Pizca De Muerte Online
Authors: Charlaine Harris
—Sugiero que vayamos de uno en uno, empezando por los locales —propuso Amelia—. Soy relativamente nueva en esta ciudad, así que puedo irles con el cuento de que necesito asegurar algo.
—Iré contigo y les leeré la mente.
—Durante la conversación, sacaré el tema de la agencia de Aubert, a ver si desencadena algún pensamiento en la dirección adecuada. —Amelia había formulado preguntas suficientes para saber cómo funciona mi telepatía.
Asentí.
—Lo haremos mañana, a primera hora.
Nos fuimos a dormir aquella noche con las típicas mariposas de anticipación en el estómago. Un plan era algo precioso. Stackhouse y Broadway de nuevo en acción.
El día siguiente no arrancó precisamente como habíamos planeado. Por una parte, el tiempo había decidido ponerse feo. Había refrescado. Llovía a cántaros. Deseché mis shorts y mi camiseta de tirantes con resignación, consciente de que, probablemente, no volvería a ponérmelos durante meses.
La primera agente, Diane Porchia, estaba protegida por una mansa administrativa. Alma Dean se arrugó como un pañuelo cuando insistimos en ver a la auténtica agente. Amelia, con su amplia sonrisa de impecables dientes sencillamente se la quedó mirando mientras llamaba a Diane para que saliera de su despacho. La agente de mediana edad, una mujer entrada en carnes con un traje de pantalón verde, salió para estrecharnos la mano.
—He llevado a mi amiga Amelia a todas las agencias de la ciudad, empezando por la de Greg Aubert. —Me dediqué a escuchar con todas mis fuerzas el resultado, y todo lo que obtuve fue orgullo profesional... y una pizca de desesperación. Diane Porchia estaba asustada por el número de partes que había procesado últimamente. Era anormalmente alto. Su único pensamiento era vender. Amelia me hizo un leve gesto con la mano. Diane Porchia no era una nula mágica.
—Greg Aubert cree que alguien se cuela en su oficina por las noches —dijo Amelia.
—A nosotras nos pasa lo mismo —reveló Diane, genuinamente perpleja—. Pero no se han llevado nada. —Se recompuso—. Nuestras tarifas son muy competitivas con respecto a cualquier cosa que Greg pueda ofreceros. Echad un vistazo a la cobertura que ofrecemos; creo que estaréis de acuerdo.
Poco después, con la cabeza llena de cifras, nos pusimos en marcha hacia la agencia de Bailey Smith. Bailey era compañero del instituto de mi hermano Jason, y allí tuvimos que dilatar un poco más el juego, pero al final el resultado fue el mismo. La única preocupación de Bailey era hacer negocio con Amelia, y quizá salir por ahí a tomar una copa, si conseguía dar con un sitio del que su mujer no supiese nada.
Él también había sufrido una intrusión en su oficina. En su caso, habían destrozado la ventana, pero tampoco se habían llevado nada. Capté nítidamente de sus pensamientos que el negocio estaba mal. Muy mal.
En la agencia de John Robert Briscoe tuvimos un problema diferente. No quiso reunirse con nosotras. Su administrativa, Sally Lundy, era como un ángel con una espada de fuego custodiando la entrada de su despacho privado. Se nos presentó la oportunidad cuando llegó un cliente: una mustia mujer que había tenido un accidente un mes antes. Dijo:
—No sé cómo ha podido pasar, pero en cuanto firmé con John Robert, tuve un accidente. Pasa un mes, y tengo otro.
—Venga por aquí, señora Hanson. —Sally nos lanzó una mirada desconfiada mientras se llevaba a la pequeña mujer al sanctasanctórum. En cuanto desparecieron, Amelia se puso a hurgar en los montones de papel de la bandeja, para sorpresa y consternación mía.
Sally regresó a su mesa y las dos nos dispusimos a marcharnos.
—Volveremos más tarde. Ahora mismo tenemos otra cita.
—Eran todo partes —dijo Amelia cuando salimos por la puerta—. Nada más. —Se quitó la capucha, ya que había dejado de llover.
—Hay algo que no encaja. A John Robert le ha ido peor si cabe que a Diane o Bailey.
Nos quedamos mirándonos. Finalmente, verbalicé lo que las dos pensábamos:
—¿Habrá roto Greg algún equilibrio con su excesiva tasa de suerte?
—Jamás se me habría ocurrido nada así —contestó Amelia. Pero las dos estábamos convencidas de que Greg había volcado las previsiones cósmicas sin darse cuenta.
—No había nulos en ninguna de las otras agencias —indicó Amelia—. Tiene que ser John Robert o su administrativa. No pude comprobar a ninguno de los dos.
—Saldrá a almorzar en cualquier momento —comenté, observando mi reloj—. Probablemente Sally también. Iré a la parte de atrás, donde aparcan, y me pegaré a ellos. ¿Tienes que estar muy cerca?
—Si cuento con uno de mis conjuros, será mejor. —Fue derecha hacia el coche, lo abrió y sacó su bolso. Corrí a la parte de atrás del edificio, a una manzana de la avenida principal, pero rodeada de mirtos.
Conseguí interceptar a John Robert saliendo de la oficina para ir a almorzar. Su coche estaba sucio. Tenía la ropa desordenada. Se desplomó de golpe. Lo conocía de vista, pero nunca habíamos mantenido una conversación.
—Señor Briscoe —dije, y levantó la cabeza. Parecía confuso. Entonces se le despejó la expresión e intentó sonreír.
—Sookie Stackhouse, ¿verdad? Chica, hace siglos que no te veo.
—Será que no se pasa por el Merlotte's a menudo.
—No, la verdad es que paso las tardes con mi mujer y mis hijos —confesó—. Tienen muchas actividades.
—¿Se ha pasado alguna vez por la oficina de Greg Aubert? —pregunté, intentando mantener la amabilidad.
Se me quedó mirando durante un prolongado instante.
—No, ¿por qué iba a hacerlo?
Y supe, oí directamente de su mente, que no tenía la menor idea de lo que estaba hablando. Pero tuvo que llegar Sally Lundy, con vapor casi saliéndole de las orejas al verme hablando con su jefe, cuando se había esforzado tanto por impedirlo.
—Sally —dijo John Robert, aliviado por ver a su mano derecha—, esta joven quiere saber si he estado en la oficina de Greg últimamente.
—Apuesto a que ella sí —respondió Sally, y hasta John Robert parpadeó ante el veneno que impregnaba su voz.
Y entonces lo capté, el nombre que había estado esperando.
—Eres tú —dije—. Has sido tú, señorita Lundy. ¿Por qué lo has hecho? —De no saber que contaba con apoyo, habría sentido miedo. Y hablando del apoyo...
—¿Que por qué lo hago? —chilló—. ¿Tienes el valor, el coraje..., los huevos de preguntarme eso?
John Robert no habría parecido más horrorizado aunque le hubieran salido cuernos.
—Sally —la llamó, muy nervioso—. Sally, quizá necesites sentarte.
—¡Es que no lo ves! —restalló—. ¡No lo ves! ¡Ese Greg Aubert tiene tratos con el demonio! Diane y Bailey están en el mismo barco que nosotros, ¡y se va a pique! ¿Sabes cuántos partes tuvo que gestionar la semana pasada? ¡Tres! ¿Sabes cuántas pólizas nuevas suscribió? ¡Treinta!
John Robert se quedó literalmente boquiabierto cuando escuchó los números. Se recuperó lo suficiente para decir:
—Sally, no podemos lanzar acusaciones contra Greg así como así. Es un buen hombre. Él nunca haría...
Pero Greg sí que lo había hecho, aunque fuera sin querer.
Sally concluyó que era un buen momento para darme una patada en las espinillas, y me alegré mucho de haber optado por los vaqueros en vez de los shorts ese día. «Bueno, Amelia, cuando quieras», pensé. John Robert agitaba los brazos mientras le gritaba a Sally (aunque me di cuenta de que no se movió para contenerla), y Sally devolvía los gritos a pleno pulmón, soltando todo lo que sentía hacia Greg Aubert y esa zorra de Marge, que trabajaba para él. Y vaya si tenía que contar cosas sobre ella. No había margen para malentendidos.
Para ese momento, ya tenía apartada a Sally a distancia de un brazo, convencida de que tendría las piernas llenas de cardenales al día siguiente.
Por fin, por fin de verdad, apareció Amelia, sin aliento y descolocada.
—Lo siento —jadeó—. No te lo vas a creer, pero se me quedó el pie enganchado entre el asiento del coche y la puerta, me caí al suelo y las llaves acabaron debajo del coche. En fin...
Congelo
!
El pie de Sally se detuvo a medio camino, así que se quedó en equilibrio sobre una flaca pierna. John Robert se había quedado con las dos manos en el aire, en gesto de desesperación. Le toqué el brazo y lo sentí igual de rígido que el vampiro al que paralizamos la noche anterior. Al menos, esta vez nadie me tenía agarrada.
—¿Y ahora qué? —pregunté.
—¡Pensé que tú lo sabías! —exclamó—. ¡Tenemos que conseguir que dejen de pensar en Greg y su suerte!
—El problema es que creo que Greg ha agotado toda la suerte que le rodea —dije—. Mira los problemas que has tenido nada más salir del coche.
Se quedó muy pensativa.
—Sí, tenemos que mantener una charla con Greg —concluyó—. Pero, primero, tenemos que solucionar esto. —Estiró la mano hacia las dos personas paralizadas y dijo—: Eh...
Amicus cum Greg Aubert.
No parecían mucho más amistosos, pero probablemente el cambio se estaba produciendo por dentro.
—
Regelo
—dijo Amelia, y el pie de Sally aterrizó en el suelo bruscamente. El hombre trastabilló un poco y se cogió a ella.
—Ten cuidado, Sally —avisé, con la esperanza de que no me diera más patadas—, casi pierdes el equilibrio.
Me miró, sorprendida.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Buena pregunta.
—Amelia y yo estábamos atajando por el aparcamiento de camino al McDonald's —expliqué, haciendo un gesto hacia los arcos dorados que asomaban a una calle—. No nos dimos cuenta de que había tantos arbustos altos en la parte de atrás. Volveremos al aparcamiento de delante y cogeremos el coche.
—Mucho mejor —dijo John Robert—. Así no tendremos que preocuparnos por nada que le pueda pasar a vuestro coche mientras esté aparcado en nuestro aparcamiento. —Recuperó su aspecto gris—. Seguro que le pasa algo, o le cae algo encima. Quizá debería llamar al bueno de Greg Aubert y preguntarle si tiene alguna idea para romper mi racha de mala suerte.
—Hágalo —propuse—. Greg estará encantado de atenderle. Apuesto a que le dará un montón de patas de conejo.
—Sí, es un tipo muy agradable —convino Sally Lundy. Se volvió hacia la oficina, aún un poco mareada.
Amelia y yo nos pasamos por las oficinas de Pelican State. Todo lo sucedido no dejaba de rondarnos la cabeza.
Greg estaba allí, y nos desplomamos sobre las sillas que tenía frente a su escritorio.
—Greg, tienes que dejar de abusar tanto de los conjuros —dije, y le expliqué por qué.
Greg parecía asustado y enfadado a la vez.
—Pero si soy el mejor agente de Luisiana. Tengo un expediente excepcional.
—No puedo obligarte a cambiar nada, pero estás succionando toda la suerte de la parroquia de Renard —expliqué—. Tienes que dejar un poco para los demás. Diane y Bailey lo están pasando tan mal que están pensando en cambiar de profesión, John Robert Briscoe está al borde del suicidio. —Hay que decir, en honor a Greg, que, una vez le explicamos la situación, se quedó horrorizado.
—Modificaré mis conjuros —dijo—. Aceptaré algo de mala suerte. Jamás pensé que estuviera usando la cuota de los demás. —Aun así, no parecía muy contento, pero se había resignado—. ¿Y qué hay de la gente que se cuela en la oficina por la noche? —preguntó sumisamente.
—No te preocupes por eso —dije—. Ya nos hemos encargado de ello. —Al menos eso esperaba yo. El mero hecho de que Bill se hubiese llevado al joven vampiro a Shreveport para ver a Eric no significaba que no fuese a volver. Pero cabía la posibilidad de que la pareja encontrase otro sitio donde proseguir con su mutua exploración.
—Gracias —contestó Greg, estrechándonos la mano. De hecho, Greg nos extendió un cheque nada desdeñable, a pesar de que le aseguramos que no era necesario. Amelia estaba orgullosa y contenta. Yo también me sentía bastante animada. Habíamos solucionado un par de los problemas del mundo, y las cosas estaban mejor gracias a nosotras.
—Somos buenas investigadoras —dije mientras volvíamos a casa en el coche.
—Por supuesto —acordó Amelia—. No sólo buenas, sino también afortunadas.
Era Nochebuena y estaba sola.
¿Suena eso lo bastante triste y patético como para que digáis «¡Pobre Sookie Stackhouse!»? No hace falta. Ya sentía bastante pena por mí misma, y cuanto más pensaba en mi soledad en ese día del año, más se me humedecían los ojos y se me estremecía la barbilla.
La mayoría de la gente pasa ese momento con la familia y los amigos. Lo cierto es que tengo un hermano, pero no nos hablamos. Acababa de descubrir que tenía un bisabuelo vivo, aunque no creía que fuese a darse cuenta siquiera de que era Navidad (no porque esté senil —ni mucho menos—, sino porque no es cristiano). Y ahí se acaba la lista para mí, al menos en lo que a familia se refiere.
La verdad es que también tengo amigos, pero al parecer todos tenían ya sus planes ese año. Amelia Broadway, la bruja que vive en la planta superior de mi casa, se había ido a Nueva Orleans para pasar la Navidad con su padre. Mi amigo y jefe, Sam Merlotte, se fue a Texas a ver a su madre, padrastro y hermanos. Mis amigos de la infancia, Tara y J.B., estarían con la familia de éste; además, era su primera Navidad como pareja de casados. ¿Cómo iba a entrometerme en eso? Tenía otros amigos... lo suficientemente cercanos como para que me incluyeran en su lista de invitados enseguida si les ponía ojos de corderita degollada. Pero en un arranque de perversidad, no quería que nadie sintiera lástima hacia mí por estar sola. Supongo que quería poder arreglármelas sin ayuda.
Sam había conseguido un sustituto en el bar, pero el Merlotte's cierra a las dos de la tarde el día de Nochebuena y así permanece hasta las dos de la tarde del día después de Navidad, así que no me quedaba ni el trabajo para romper ese ininterrumpido tramo de tristeza.
Había hecho la colada. La casa estaba limpia. La semana anterior había sacado los adornos navideños de mi abuela, que había heredado junto con la casa. Abrir las cajas hizo que la echara dolorosamente de menos. Hacía casi dos años que había muerto, y aún anhelaba poder hablar con ella. No sólo había sido muy divertida, sino también sagaz y capaz de dar muy buenos consejos; si ella decidía que de verdad necesitabas uno. Me crió desde que tenía siete años y se convirtió en la figura más importante de mi vida.