Una Pizca De Muerte (10 page)

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Authors: Charlaine Harris

BOOK: Una Pizca De Muerte
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—Terry Bellefleur es el primo de Andy —expliqué. Sabía que Amelia había conocido a Andy, el inspector de policía, en el Merlotte's—. Se pasa después del cierre a echar una mano limpiando el bar. A veces sustituye a Sam.

Aunque puede que no durante las pocas noches que trabajaste allí. —Amelia también echaba una mano en el bar de vez en cuando—. Terry luchó en Vietnam, fue capturado y lo pasó bastante mal. Tiene muchas cicatrices, interiores y exteriores. Y lo de los perros es que a Terry le encantan los de caza y no para de comprarse esos caros catahoulas, por mucho que siempre les pasen cosas. Su perra acaba de tener cachorros. Y está como loco porque cree que les puede pasar algo a la perra y a los pequeños.

—¿Quieres decir que Terry es un poco inestable?

—Tiene sus momentos —respondí—. A veces está como si nada.

—Oh —dijo Amelia. Sólo faltaba que se le encendiese una bombilla sobre la cabeza—. ¿Es el tipo con el pelo largo castaño en vías de blanqueo e incipientes entradas? ¿Con cicatrices en la mejilla? ¿Y una camioneta grande?

—El mismo —confirmé.

Amelia se volvió hacia Greg.

—Has dicho que llevas un par de semanas con la mosca detrás de la oreja... ¿No podría tratarse de tu mujer o esa tal Marge?

—Mi mujer y yo estamos juntos todas las tardes, a menos que tengamos que llevar a los niños a sitios diferentes. Y no se me ocurre por qué iba Marge a volver a la oficina por la noche. Se pasa allí todo el tiempo, cada día, y a menudo sola. Bueno, los conjuros que protegen el edificio parecen intactos. Pero no dejo de volver a lanzarlos.

—Háblame de tus conjuros —pidió Amelia, llegando a su parte favorita.

Greg y ella se pusieron a hablar de conjuros durante unos minutos, mientras yo escuchaba sin comprender gran cosa. Ni siquiera comprendía sus pensamientos.

Entonces Amelia preguntó:

—¿Qué quieres, Greg? Quiero decir, ¿por qué has venido a vernos?

En realidad había venido verme a mí, pero no me importaba ser parte de ese «nosotras».

Greg paseó la mirada entre Amelia y yo y dijo:

—Quiero que Sookie averigüe quién ha abierto los archivos y por qué. He trabajado mucho para convertirme en el mejor agente de Pelican State en esta parte de Luisiana, y no quiero que nadie me fastidie el negocio ahora. Mi hijo está a punto de irse a Rhodes, en Memphis, y no es barato.

—¿Por qué yo en vez de la policía?

—No quiero que nadie descubra lo que soy —contestó, azorado pero decidido—. Y cabe la posibilidad de que la policía husmee en mi despacho. Además, ya sabes, Sookie, te conseguí un trato inmejorable por lo de tu cocina.

Un pirómano me había incendiado la cocina hacía varios meses. Acababa de renovarla.

—Greg, ése es tu trabajo —señalé—. No veo por qué tiene que entrar aquí la gratitud.

—Bueno, cuento con cierto grado de discreción en casos de piromanía —dijo—. Le podría haber dicho a la central que pensaba que lo habías provocado tú misma.

—No habrías hecho eso —contesté con calma, aunque empezaba a ver un aspecto de Greg que no me gustaba nada. A Amelia sólo le faltaba resoplar fuego por la nariz. Pero yo sabía que Greg se arrepintió de lo que había dicho nada más hacerlo.

—No —confirmó, mirándose las manos—. Supongo que no. Lamento haber dicho eso, Sookie. Me da mucho miedo que alguien le cuente a toda la ciudad lo que hago, por qué la gente que aseguro es tan... afortunada. ¿Podrías ver si averiguas algo?

—Trae a tu familia a cenar al bar esta noche y a ver qué escucho —propuse—. Eso es lo que quieres, ¿no? Sospechas que tu familia pueda estar involucrada. O tus empleados.

Asintió con aspecto desgraciado.

—Trataré da pasarme mañana para hablar con Marge. Le diré que querías que me acercase.

—Sí, a veces llamo a la gente con el móvil y le pido que se pase —dijo—. Marge lo creerá.

—¿Y qué hago yo? —preguntó Amelia.

—Bueno, ¿podrías acompañarla? —pidió Greg—. Sookie puede hacer cosas que tú no y viceversa. A lo mejor entre las dos...

—Vale —aceptó Amelia, dando a Greg el beneficio de su amplia y embriagadora sonrisa. Su padre debió de pagar una fortuna por la impoluta y perfecta sonrisa de Amelia Broadway, bruja y camarera.

El gato Bob llegó justo en ese momento, como si se acabase de dar cuenta de que teníamos invitados. Bob saltó sobre la silla junto a Greg y lo examinó minuciosamente.

Greg miró a Bob con la misma intensidad.

—¿Has hecho algo que no debías, Amelia?

—Bob no tiene nada de raro —respondió ella, lo cual era esencialmente cierto. Cogió al gato blanco y negro en brazos y le acarició el suave pelaje—. No es más que un viejo gran gato. ¿No es así, Bob? —Le alivió que Greg no insistiera en el tema. Se levantó para marcharse.

—Agradeceré cualquier cosa que podáis hacer para ayudarme —aseguró. Con un abrupto cambio a su lado profesional, añadió—: Aquí tenéis una pata de conejo extra. —Rebuscó en su bolsillo y me tendió un pequeño montón de piel falsa.

—Gracias —dije, y decidí dejarla en mi dormitorio. No me vendría mal un poco de suerte en ese sentido.

En cuanto Greg se fue, me puse mi ropa de trabajo (pantalones negros, camiseta de cuello de barco con la palabra «merlotte's» bordada en el pecho), me cepillé la melena rubia, me la recogí en una coleta y me fui al bar, con unas sandalias Teva para lucir mis preciosas uñas pintadas. Amelia, que no tenía previsto trabajar esa noche, dijo que quizá fuese a echar un ojo a la agencia de seguros.

—Ten cuidado —le recomendé—. Si hay alguien merodeando por ahí, procura no meterte en problemas.

—Lo desintegraré con mis increíbles poderes mágicos —contestó, medio en broma. Amelia tenía en alta estima sus propias habilidades, lo que desembocaba en errores como Bob. En su momento, había sido un espigado joven brujo, guapo desde un punto de vista poco convencional. Tras pasar la noche con Amelia, Bob había sido víctima de uno de sus intentos menos exitosos de llevar a cabo un poderoso conjuro—. Además, ¿quién iba a querer colarse en una agencia de seguros? —se apresuró a decir, leyendo las dudas que desprendían mi rostro—. Todo esto es una ridiculez. Pero quiero comprobar la magia de Greg y ver si la han alterado.

—¿Puedes hacer eso?

—Eh, pura rutina.

• • • • •

Para mi alivio, el bar estaba tranquilo aquella noche. Era miércoles, día con poco trabajo a la hora de la cena, ya que es el que escogen muchos de los ciudadanos de Bon Temps para ir a la iglesia. Sam Merlotte, mi jefe, estaba ocupado contando cajas de cerveza en el almacén cuando llegué; así de poca gente había. Las camareras de servicio se estaban sirviendo sus propias bebidas.

Metí mi bolso en el cajón que deja Sam para las camareras y luego salí a la sala para hacerme cargo de mis mesas. La compañera a la que relevaba, una refugiada del Katrina a la que apenas conocía, me saludó con la mano y se fue.

Al cabo de una hora, apareció Greg Aubert con su familia, tal como había prometido. Cada uno elige la mesa que quiere en el Merlotte's, así que yo le hice un sutil gesto con la cabeza para que escogieran una de las mías. Padre, madre y dos adolescentes, la familia nuclear. Christy, la mujer de Greg, tenía el pelo claro como él, y también llevaba gafas. Tenía un aceptable cuerpo de mediana edad y nunca sobresalió en nada particular. El pequeño Greg (así lo llamaban) medía varios centímetros más que su padre, pesaba como diez kilos más que él y tenía unos diez puntos de cociente intelectual más. Un chico muy bueno con los libros. Pero, al igual que la mayoría de chavales de diecinueve años, bastante torpe en cuanto al mundo que lo rodeaba. Lindsay, la hija, se había aclarado el pelo cinco tonos y se había embutido en una ropa que era, al menos, una talla menor que la suya. No veía la hora de dejar a la familia para encontrarse con su novio secreto.

Mientras anotaba su pedido, descubrí que (a) Lindsay tenía la idea equivocada de que se parecía a Christina Aguilera, (b) el pequeño Greg creía que nunca se dedicaría a los seguros porque era un aburrimiento, y (c) Christy pensaba que Greg podría estar interesado en otra mujer porque últimamente estaba muy distraído. Como os imaginaréis, hace falta mucho trabajo mental para separar sus pensamientos de lo que dicen con la boca, lo que da pie a la entrenada sonrisa que a menudo esbozo; la sonrisa que ha hecho que algunos piensen que estoy loca.

Tras llevarles las bebidas, y a la espera de la comida, vagué por ahí mientras escrutaba a la familia Aubert. Parecían tan típicos que casi dolía. El pequeño Greg pensaba en su novia casi todo el rato, y averigüé más de lo que habría deseado.

Greg estaba sencillamente preocupado.

Christy estaba pensando en la secadora de su cuarto de lavado, preguntándose si había llegado el momento de comprar una nueva.

¿Lo veis? Los pensamientos de la mayoría de la gente son así. Christy también sopesaba las virtudes de Marge Barker (eficiencia y lealtad) contra el hecho de que no le caía nada bien.

Lindsay pensaba en su novio secreto. Como cualquier otra adolescente, estaba convencida de que sus padres eran las personas más aburridas del universo y que tenían una vara metida por el trasero. No comprendían nada. Y ella no comprendía por qué Dustin no la llevaba para conocer a sus colegas o no le enseñaba dónde vivía. Sólo Dustin conocía la poesía de su alma, lo fascinante que podía llegar a ser, lo incomprendida que era.

Si me dieran un centavo por cada vez que escucho a una adolescente pensar eso, sería tan rica como el psíquico John Edward.

Oí la campanilla del pasaplatos y fui corriendo a buscar el pedido de los Aubert. Me cargué los brazos de platos y los llevé a su mesa. Tuve que soportar un completo escrutinio corporal por parte del pequeño Greg, pero aquello formaba parte del oficio. Los chicos no pueden evitarlo. Lindsay ni se dio cuenta de mi presencia. Se preguntaba por qué Dustin era tan reservado con sus actividades diurnas. ¿No debería ir al instituto?

Bien. Ahí pensé que estaba dando con algo.

Pero entonces Lindsay empezó a pensar en su suspenso en álgebra y en cómo la iban a castigar cuando sus padres se enterasen. Pasaría un tiempo sin ver a Dustin, a menos que saliese por la ventana de su habitación a las dos de la mañana. Se lo estaba pensando muy en serio.

Lindsay hizo que me sintiera triste y vieja. Y muy lista.

Cuando la familia Aubert pagó la nota y se fue, yo ya estaba harta de ellos, y mi cabeza, agotada (una extraña sensación que no se puede describir con palabras).

Remoloneé en el trabajo lo que quedaba de noche, más contenta que unas pascuas con mis nuevas uñas pintadas, hasta que salí por la puerta de atrás.

—Psst —llamó una voz detrás de mí mientras abría el coche.

Con un grito ahogado y las llaves en mano, me di la vuelta, lista para atacar.

—Soy yo —dijo Amelia alegremente.

—¡Maldita sea, Amelia, no me des estos sustos! —protesté, apoyándome en el coche.

—Lo siento —se disculpó, aunque no parecía sentirlo mucho—. Eh —prosiguió—, he estado en la agencia de seguros. ¡Adivina qué!

—¿Qué? —Amelia pareció tomar nota de mi falta de entusiasmo.

—¿Estás cansada o algo? —preguntó.

—Me he pasado la noche escuchando los pensamientos de la familia más típica del país —contesté—. Greg está preocupado, Christy está preocupada, el pequeño Greg está cachondo y Lindsay tiene un amor secreto.

—Lo sé —dijo Amelia—. ¿Y sabes qué?

—Puede que sea un vampiro.

—Oh —se lamentó—. ¿Ya lo sabías?

—No estaba segura. Pero sé otras cosas fascinantes. Sé que comprende a Lindsay, una chica que nunca se ha sentido comprendida en toda su subestimada vida; que puede que sea el hombre de su vida y que se está pensando tener sexo con el mozo.

—Bueno, pues yo sé dónde vive. Vamos para allá. Conduces tú; yo tengo que preparar algunas cosas. —Nos metimos en el coche de Amelia, yo en el asiento del conductor. Amelia empezó a rebuscar en los innumerables bolsillos con cremallera de su bolso. Estaban llenos de dispositivos mágicos listos para usarse: hierbas y otros ingredientes, como alas de murciélago—. Vive solo en una gran casa con un letrero de «se vende» plantado en el jardín. Nada de muebles. Y aparenta unos dieciocho años. —Amelia apuntó hacia la casa, que estaba a oscuras y aislada.

—Hmmm. —Nuestras miradas se encontraron.

—¿Qué piensas? —preguntó Amelia.

—Es un vampiro, casi seguro.

—Podría ser. Pero ¿qué hará un vampiro forastero en Bon Temps? ¿Cómo es que ninguno de los otros vampiros sabe nada de él? —En los Estados Unidos de hoy no había nada malo en ser un vampiro, pero aun así intentaban pasar desapercibidos. Se imponían unas reglas a sí mismos muy rigurosas.

—¿Cómo sabes que no es así? Saber de él, digo.

Buena pregunta. ¿Estarían los vampiros de la zona obligados a decírmelo? Tampoco es que yo constituyese la comitiva oficial de bienvenida a los vampiros.

—Amelia, ¿has estado siguiendo a un vampiro? No me parece muy inteligente.

—Tampoco sabía que tenía colmillos cuando lo empecé a seguir. Simplemente fui detrás de él cuando me di cuenta de que merodeaba por la casa de los Aubert.

—Creo que está seduciendo a Lindsay —dije—. Será mejor que haga una llamada.

—Pero ¿tiene esto algo que ver con el negocio de Greg?

—No lo sé. ¿Dónde se ha metido el individuo?

—Está en casa de Lindsay. Acaba de aparcar fuera. Supongo que espera a que salga.

—Mierda. —Avancé con el coche un poco por la calle, hasta la casa estilo rancho de los Aubert. Abrí la tapa del móvil y llamé a Fangtasia. No sé si es buena señal tener al bar vampírico de la zona en la lista de marcación rápida.

—Fangtasia, el bar con mordisco —dijo una voz que no me era familiar. Al igual que Bon Temps y toda la zona circundante estaba saturada de evacuados humanos, la comunidad vampírica de Shreveport lo estaba de los suyos.

—Soy Sookie Stackhouse. Necesito hablar con Eric, por favor —contesté.

—Oh, la telépata. Disculpe, señorita Stackhouse. Eric y Pam han salido esta noche.

—¿Podría decirme si alguno de los nuevos vampiros de la zona ha venido a Bon Temps?

—Deje que lo mire.

La voz volvió al cabo de los minutos.

—Clancy dice que no. —Clancy era el tercero al mando de Eric, y yo no le caía muy bien. Os daréis cuenta de que Clancy ni se molestó en preguntar al que cogió el teléfono por qué quería yo saberlo. Di las gracias al vampiro desconocido por su tiempo y colgué.

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