Lorna probó otra táctica.
—Si te ayudo, ¿te gustaría abrir la puerta tú mismo?
Edward miró a su alrededor con cautela. Tenía absolutamente prohibido tocar el cierre de la puerta.
—No me dejan —murmuró.
—Sí que te dejan, si lo digo yo —afirmó Lorna—. ¿Te gustaría aprender? Estoy segura de que puedes hacerlo y yo te ayudaré. No pasará nada, te lo prometo.
Edward se animó de inmediato.
—Entonces di: «Sí, por favor, tía Lorna».
Aunque a Edward le brillaban los ojos, no iba a dejar que la señora araña se saliera del todo con la suya.
—Por fa… —murmuró, sin sacarse el dedo de la boca.
Lorna decidió pasarlo por alto.
—Mira. Primero coges el cerrojo y empujas esta parte hacia arriba… así. Ahora hazlo tú. —Después de varios intentos, Edward lo consiguió—. Ahora con esa parte hacia fuera, hacia ti, deslizas toda la pieza para atrás. —Practicaron varias veces—. Muy bien —dijo Lorna—. En realidad es fácil. Sabía que podías hacerlo. Ahora empuja la puerta y se abrirá.
Edward vaciló.
—¿Lo digo a mamá? —preguntó.
—Todavía no —respondió Lorna—. Será nuestro secreto especial. Mañana probaremos a cerrar la puerta y luego practicaremos un poco más y será una estupenda sorpresa para mamá y papá. —Se permitió imaginar una situación en la cual Isobel primero no podría creer lo que veía y luego se sentiría molesta, pero Giles la miraría a ella con una gran admiración porque había demostrado que podía enseñarle algo nuevo a Edward. «No ha sido nada —diría modestamente—… solo era necesario un poco de paciencia y perseverancia.»
Durante los días siguientes, siguiendo sus enseñanzas secretas, Edward consiguió abrir y cerrar la puerta —no siempre, pero con frecuencia—. Lorna no había contado con lo imprevisible que era; hubo muchos momentos en que su paciencia y su perseverancia se veían duramente puestas a prueba, y sentía ganas de pegarle cuatro gritos a su sobrino, pero en conjunto estaba satisfecha de sus progresos. Se las arregló para que su irritación no asomara lo suficiente como para asustarlo, pero tuvo que admitir que, a menos que se viera obligada, no querría tratar de enseñarle nada más. Lorna admiraba a regañadientes a su hermana por soportar lo irritante que era tratar con Edward y, sin embargo, conseguir divertirse con él. No obstante, era una admiración que Lorna mantenía estrictamente bajo control. Analizar sus propios motivos no era una de sus aficiones, aunque pasaba mucho tiempo sospechando de los motivos de los demás.
Con una cierta sorpresa por su parte, resultó que Edward no tuvo ninguna dificultad para mantener sus actividades en secreto. Había temido que estropeara la sorpresa contándoselo a Joss o Amy, si no a sus padres, pero por lo que sabía, no se lo había dicho a nadie.
Al pasar un día cerca del corral, Daniel vio a Lorna y a Edward allí, juntos, y se preguntó si la habría juzgado mal. Tal vez no era tan egocéntrica como pensaba. Se dijo que tenía que mantener una actitud más abierta, y se prometió que empezaría su retrato durante el fin de semana. Se moría de ganas de pedirle a Isobel que volviera a posar para él, pero no lo hizo, esperando que fuera ella quien se lo propusiera.
Por su parte, Isobel trataba de seguir con su vida normal y rechazaba cualquier pensamiento intruso y traicionero. Giles se mostraba cariñoso, como era propio de él y, aunque Lorna y él encontraban mucho tiempo para tocar duetos juntos cada noche, Isobel se decía que era mezquino y vulgar sentir resentimiento, en especial cuando ella disfrutaba de tantas de las cosas que su hermana quería y no tenía.
Todos esperaban con muchas ganas la visita de los Forbes el fin de semana. Los habían convencido para que ampliaran la estancia y pasaran la noche, además del día, en Glendrochatt. Alistair y Giles planeaban ir a jugar al golf, Isobel disfrutaba por adelantado de los cotilleos que compartiría con Flavia y, por la noche, Giles pensaba que podían probar la acústica del teatro con un concierto improvisado de música ligera.
En parte para que pudieran ver a los Forbes, que eran viejos conocidos y, en parte, para tener público, Isobel y Giles habían invitado a los Fortescue y los Murray a cenar el sábado por la noche. Por supuesto, Flavia sería la estrella del concierto —con Lorna acompañándola al piano— pero Giles y Amy, que habían estado practicando como locos para la ocasión, también tocarían algo. Además, esperaban poder convencer a Alistair, pianista aficionado de mucho talento, y a su hijo Ben, que tocaba la trompeta, para que interpretaran algo de jazz con Flavia —una de esas afortunadas intérpretes que pueden pasar de un repertorio clásico a la improvisación descontrolada sin problemas— y con cualquiera que quisiera participar. Isobel esperaba que Daniel se les uniera con su acordeón, pero inesperadamente el joven pintor anunció que se marchaba unos días. No ofreció explicación ni información alguna sobre su posible paradero. Isobel se sentía absurdamente desilusionada.
—La verdad es que me parece un poco desconsiderado —se quejó a Giles—. Por lo menos, podría habérmelo dicho antes… con todas las comidas que hay que preparar y la llegada de los Forbes y todo eso. ¿Y si tenemos que ponernos en contacto con él urgentemente?
Giles enarcó las cejas.
—Daniel tiene todo el derecho a marcharse —dijo, lleno de razón—. Desde el principio nos dijo que tendría que hacer encajar otras cosas mientras estuviera trabajando para nosotros. De todos modos, ¿para qué podríamos necesitarlo urgentemente? Y me gustaría saber desde cuándo te preocupa no saber cuánta gente viene a comer.
Isobel se sintió molesta al darse cuenta de que se estaba sonrojando. Giles le dirigió una mirada penetrante.
—Actúas igual que Lorna cuando hay un cambio de planes; debéis de ser más parecidas de lo que creía —dijo, deliberadamente provocador.
—Vaya, pues eso te debe ir perfectamente, ¿no? —replicó Isobel mordiendo el anzuelo y luego sintiéndose furiosa consigo misma.
—O sea que sí que estás picada por lo de Daniel. —Giles estaba encantado por haber dado en el blanco, pero no parecía gustarle mucho que Isobel estuviera tan molesta.
No hablaron más del asunto e Isobel tuvo buen cuidado de no sacar el tema de nuevo. Todos esperaban que aquella racha de tiempo frío y gris mejorara antes del fin de semana.
Al llegar el fin de semana, el tiempo era perfecto.
Después del deprimente frío de la semana, el sol brillaba en un cielo sin nubes y el sábado a primera hora de la mañana, cuando Isobel se llevó a Flapper a dar un paseo mientras Amy practicaba con Giles, el jardín y el bosque de los alrededores se habían transformado en un cuadro lleno de colorido.
Un par de ardillas rojas, que correteaban por un árbol, fuera del alcance de Flapper, le recordaron a Isobel que quería que Daniel incluyera una en el telón; una señal para las generaciones futuras de que todavía se podían encontrar las ardillas rojas indígenas en Perthshire antes del milenio, pese a la reciente y poco grata llegada de las ardillas grises al norte del Tay. Oyó el bramido de un corzo en algún lugar por encima de donde ella se encontraba, en las colinas cercanas.
La familia Forbes llegó hacia el mediodía, con un ruidoso acompañamiento de bocinazos, mientras se acercaban a la casa.
—Es estupendo volver a veros —dijo Isobel intercambiando abrazos con Flavia y Alistair—. Hola, Ben, me alegro de verte a ti también. —Ben, cuya madre murió cuando él tenía nueve años, era el hijo del primer matrimonio de Alistair. Con quince años, era ya un poco más alto que su padre y tenía unos pies que auguraban que seguiría creciendo. Mostraba ese aspecto como sujeto por hilvanes de algunos chicos cuando pasan por un período de rápido crecimiento, como si pudiera deshacerse en cualquier momento y dejar caer un brazo o una pierna.
—¿Cuántas personas más esperas que se metan dentro de tus pantalones contigo… o es que los has tomado prestados a un luchador de sumo? —preguntó Isobel, mirando los vaqueros, increíblemente voluminosos donde parecía perderse el delgado cuerpo de Ben—. Pareces Charlie Chaplin.
—¡Mamá! —Amy se sentía avergonzada porque su madre no estuviera al día de la moda—. ¿No ves que son así, son vaqueros
baggies
?
Ben sonrió.
—Son guay, ¿verdad? —preguntó—. Papá los odia: «No es lo que llevábamos en las fuerzas especiales». ¿Eh, papá? Pero me alegro de que alguien los aprecie. —Ben hizo un gesto aprobador, mirando a Amy, que se puso roja como un tomate de placer.
—A mí me parecen absolutamente espantosos —admitió Alistair, serenamente—. Sigo esperando que crezca y ya no le vayan, que crezca mentalmente quiero decir, no físicamente.
—Tengo que ver a mi ahijada. ¿Dónde está? —preguntó Isobel, mirando por la ventanilla del coche—. ¡Cielo santo! ¿Flavia ha tenido algo que ver con esa niña, Alistair? Es absurdo… cada vez se parece más a ti.
Dulcie Forbes, llamada así por la eminente pianista que fue madrina de Flavia, su benefactora y una gran influencia en su vida y su carrera, estaba sentada en su sillita en el asiento trasero del coche. Tenía una mata de pelo rojo y rizado, y contemplaba el mundo con los ojos penetrantes, de aspecto un tanto temible, que también tenían su padre y su hermano. Alistair se echó a reír.
—Oh, no te dejes engañar por las apariencias; también hay mucho de Flavia en Dulcie. Tiene todo el temperamento de su madre; es teatral donde las haya.
—Ah, muy bien, gracias —dijo Flavia, fingiendo enfadarse con su marido—. Tengo que admitir que hace lo que quiere de mí. Es una auténtica tigresa, tenemos unas peleas tremendas. Beny Alistair son los únicos que pueden con ella. Incluso tiene engañada a mi madre. ¡Imagínate! Por favor, Ben, sácala del coche; con un poco de suerte no se pondrá a chillar si lo haces tú.
Ben, que era claramente un devoto esclavo de su medio hermana, la soltó de la silla y la depositó con cuidado en el suelo.
—Oh, ¿no es adorable? —Lorna, que se había reunido con ellos, se inclinó con la intención de coger a Dulcie en brazos.
La niña le puso mala cara y con su manita hizo un gesto autoritario, propio de un miembro de la realeza, indicándole que se retirara.
—Fuera, fuera. Atrás, señora, atrás —ordenó imperiosa.
Todos se echaron a reír, pero la cara de Lorna hizo que Isobel sintiera lástima de ella; una vez más su hermana había calculado su acercamiento equivocadamente y había quedado en ridículo. Era un incidente sin importancia —a la mayoría de las personas no les habría importado un rechazo así de una niña tan pequeña—, pero Isobel sabía que Lorna se sentiría abochornada. A Amy se le escapó una risita e Isobel le lanzó una mirada de advertencia.
—Dios mío, lo siento, Lorna —dijo Flavia, que no parecía nada preocupada—. Dulcie ha estado cultivando esa mirada terrible últimamente, como si fuera una gárgola especialmente desagradable. No le hagas caso. Si cree que no te interesa, no te dejará en paz ni un minuto.
—Dulcie va con niño —anunció la pequeña, dirigiendo, de repente, su mirada azul hacia Edward, que, como de costumbre, estaba un poco apartado, mirando a los demás.
Isobel animó a su hijo.
—Dale la mano, cariño —dijo—. Muy bien, ayúdala a subir la escalera. Bien hecho. Acompáñalos, Amy; pídele a Joss que le dé a Dulcie un zumo, si le apetece, y saca la vieja caja de juguetes del cuarto. —Al ver la orgullosa expresión en la cara de Edward, Isobel sintió que su pequeña ahijada le había hecho un regalo maravilloso e inesperado.
—¿Podemos soltar a nuestros perros? —preguntó Ben—. ¿No les importará a los tuyos?
—Cielos, no. Flapper es servil por naturaleza y Wotan en realidad no sabe que es un perro. Pese a sus orígenes alemanes, cree que es miembro de la aristocracia escocesa y tiene unas ideas de terrateniente sobre su propia importancia. Pero no te preocupes, con los meros mortales pone en práctica unos modales condescendientes. Recuerdo a Wellington desde siempre, pero ¿quién es el recién llegado?
Wellington era el enorme chucho negro, del que se rumoreaba que era un San Bernardo cruzado con una vaca Aberdeen Angus, compañero inseparable de Ben desde que era pequeño. Durante su corto pero desastroso matrimonio con el director de la escuela de Ben, Flavia cuidó de Wellington durante un tiempo y afirmaba que este había echado una buena pata para unirlos a Alistair y a ella.
Alistair alzó los ojos al cielo cuando una nerviosa bola llena de energía, cubierta de lana de acero, saltó fuera del coche y empezó a correr en círculo, levantando la grava y ladrando como una loca.
—Es la última locura de mi esposa —dijo—. Como sabéis, es de lo más práctico liarse con otro cachorro cuando uno vive en Londres y está frecuentemente de gira. Ahora tenemos que emplear dos niñeras, una para Dulcie y la otra para el perro de Flavia.
—Tonterías —afirmó Flavia—. Sabes perfectamente que lo quieres tanto como yo. Lo mejor de lo mejor del Hogar Battersea para Perros, con el nombre de Brillo. ¿No es un cielo, Izzy?
—Si esa es tu idea del cielo… —respondió Isobel, riendo—. Dicen que todos alcanzamos el cielo que nos merecemos. ¿Crees que podemos dejarlo suelto para que corra a sus anchas aquí fuera? A Giles le dará un ataque si entra en casa y deja charcos por todas partes, ¿no es verdad, cariño?
—Dulcie deja más charcos que Brillo.
—Estoy dispuesto a arriesgarme con Dulcie, pero tengo una regla de oro; no se permiten perros ajenos en el interior —dijo Giles, tajante—. No le pasará nada a menos que aprenda a cruzar las vallas para ganado. Venga, vamos, quiero enseñaros el teatro reformado. ¿Te has traído la flauta, Flavia?
—Por supuesto. Hemos traído todo lo que puedas imaginar: flautas, palos de golf, cañas de pescar, veinticinco bragas limpias para Dulcie, comida para perro; ha sido como equipar a un ejército para una larga campaña. Pero a Alistair le encantó meterlo todo en el coche, ¿no es verdad, cariño?, hizo que se sintiera todo un militar de nuevo.
Después de una distinguida carrera en el ejército, ahora Alistair era miembro de una empresa especializada en seguridad.
Pese a la desaprobación desatada cuando Flavia desertó de su primer marido y los muchos y negros augurios de que su apasionado idilio con Alistair no duraría, Isobel se dio cuenta de que, detrás de las bromas y las pullas, los Forbes estaban tan enamorados como siempre. Era estupendo estar con ellos. «Así es como Giles y yo éramos siempre», se recordó, y se sintió llena de tristeza.