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Authors: Mary Nickson

Tags: #Romántico

Un verano en Escocia (22 page)

BOOK: Un verano en Escocia
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—Debiste quedar destrozado.

—No recuerdo que la echara de menos en absoluto, pero mi padre quedó deshecho.

—Eso también debió de ser horrible para ti, aunque no te dieras cuenta. —Isobel pensó que estaba empezando a entender unas cuantas cosas de Daniel—. ¿Supiste por qué se había ido?

—No en aquel momento. Nadie hablaba mucho de ella, pero los niños oyen mucho más de lo que creen los adultos. Recuerdo que una vez estaba sentado debajo de la mesa de la cocina y oí a mi abuela hablando de ella y usando palabras que yo no comprendía, pero que igualmente me daban ganas de vomitar.

—Quizá fuera muy duro para tu madre, ¿sabes? —señaló Isobel—. Es preciso ser una persona especial para vivir y trabajar en una comunidad para niños discapacitados. Lo sé por la escuela de Edward. Lo sé por mí misma. La mayoría no estamos preparados para hacer algo tan altruista. No la juzgues con demasiada severidad. Es probable que no pudiera con todo aquello.

—Tú lo haces con Edward.

—Eso es diferente. No es ningún mérito. Puedo hacerlo porque le quiero. Y porque, por suerte, no tengo otra alternativa.

—Siempre hay otra alternativa… de eso va la vida. Pero como dices, tú quieres a Edward y eso lo cambia todo.

—A veces me da la sensación de que es un cariño ambivalente —reconoció Isobel, con tristeza—. A veces, hay enormes dosis de autocompasión y resentimiento mezclados con ese cariño. No podría hacer lo que hago por Ed si tuviera que hacerlo por el hijo de otra persona. Es algo que exige un amor de un orden mucho más elevado.

—No más elevado —dijo Daniel—, diferente sí, más impersonal… pero al ser impersonal también es menos doloroso. Tu clase de cariño acepta unas heridas terribles.

—Soy como el hombre de la canción infantil —dijo Isobel—, el que encontró una moneda torcida, junto a unos escalones torcidos
[6]
. Edward es mi moneda torcida.

—¿Y ahora, debido a él, tienes que recorrer una milla torcida?

—Supongo que sí. Pero no querría que fuera de otra manera.

—¿No?

—Oh, si pudiera tener a Edward como debería ser, como, a veces y de forma exasperante, casi es, entonces claro que querría que fuera diferente —dijo con vehemencia—. Pero si me ofrecieran mi vida de nuevo y pudiera elegir entre tener a Edward como es ahora o no tenerlo en absoluto, entonces sé que escogería tenerlo. No sabes lo mucho que me ha dado, incluso cuando no siempre lo he deseado, tanto, mucho más de lo que yo le he dado a él.

—Quizá, pero tú no puedes evitar dar, eres así.

Algo en la manera en que él la miraba y en la expresión de sus ojos oscuros hizo que Isobel sintiera que, en aquella conversación, era como si se estuviera moviendo por un pantano; si saltaba al sitio equivocado, quizá no volviera a hacer pie.

—Sigue hablándome de ti —dijo, cambiando de tercio y concentrándose en desenredar con mucho cuidado, el pelo de detrás de las orejas de Flapper—. Decías que tu madre se había ido y que eras feliz con tu padre y tu abuela… ¿qué pasó luego?

Daniel anhelaba tender la mano y acariciar la cara de Isobel. Pensó que hablar de Edward le daba un aspecto tan vulnerable que le afectaba como si fuera un dolor físico. No quería verse obligado a aventurarse de nuevo por aquellas zonas de su pasado, pero tampoco quería correr el riesgo de romper la telaraña de intimidad tendida entre los dos.

—Bueno —dijo, con una voz deliberadamente indiferente—, cuando tenía siete años, mi madre reapareció. Se presentó un buen día, sin avisar.

—¿Habías mantenido contacto con ella en el intervalo?

—Ninguno en absoluto, pero la reconocí al instante. Recordaba su maravilloso olor.

—Eso dice mucho sobre los sentimientos de un niño al que su madre ha abandonado. —Isobel pensó en un pequeño Daniel y se imaginó sus emociones; una confusión de amor y culpa, anhelo y traición.

—Hum, bueno. —Daniel pintaba con una gran concentración— …De cualquier modo, no necesitó mucho tiempo para provocar estragos en la comunidad. —Alzó los ojos al cielo y se rió, aunque a Isobel no le pareció que lo encontrara divertido—. Un poco ninfómana, mi madre —añadió en tono ligero—. Era como una gata bien alimentada que caza ratones por diversión… y los trae a casa para poder jugar con ellos delante de las narices de mi padre. Mi padre tuvo un colapso nervioso.

Dio un paso atrás, ladeando la cabeza, estudiando la cara de Isobel con mucha atención, mirando alternativamente a ella y a la tela. Cogió un lápiz, lo sostuvo con el brazo estirado, cerró un ojo y pasó el pulgar a lo largo del lápiz para comprobar el espacio que había entre los ojos de Isobel y la medida del retrato.

—Sigue —insistió ella.

—No queda mucho por contar. Finalmente, mi madre se marchó de nuevo a Londres, solo que esta vez me llevó con ella. Yo estaba desbordante de entusiasmo. Pensaba que íbamos de excursión al zoo. —Hizo una mueca—. Fue toda una decepción, ya lo creo.

—¿Y luego?

—Mi madre presentó una demanda de divorcio, basándose en el estado mental de mi padre, y convenció a un juez de que él no estaba en condiciones de cuidar de mí. Le concedieron la custodia y a mi padre, un acceso restringido. Yo iba y venía como una lanzadera. Final de la historia.

—No del todo, pero no me lo cuentes si no quieres. ¿Tu padre se mató en una crisis depresiva?

—Sí, supongo que sí. Yo estaba viviendo con mi madre y su último hombre; iba a una escuela de Londres que me encantaba, me encantaba la escuela, quiero decir. Entonces mi abuela murió de cáncer.

—¿Te pusiste muy triste?

—Bueno, no estaba exactamente entusiasmado.

Isobel se encogió, dolida.

—Lo siento —dijo él rápidamente—. No pongas esa cara; no quería ser un desaire. No soy un testigo muy satisfactorio, ¿verdad? No soy bueno en esta clase de conversación.

—Soy yo quien debería lamentarlo. Debes de pensar que soy una entrometida. No quería someterte a un proceso de la inquisición.

Daniel se echó a reír, esta vez divertido de verdad.

—Sí, sí que querías —dijo burlándose de ella ligeramente—. Toda una estación de bombeo, eso es lo que eres… pero no pasa nada. Y sí, fue un auténtico infierno para mí. Mi abuela siempre fue estupenda conmigo. Le debía mucho. Hice novillos en la escuela para ir al funeral. Era el primero al que iba y no podía dejar de pensar en su cuerpo encerrado en aquella caja. Siempre había sido muy divertida, llena de vida. No me dejaron verla, sin duda por los mejores motivos, pero no creo que sea ver un cuerpo muerto lo que asusta a los niños, sino su propia y morbosa imagen de lo desconocido. Después, lo único que quería era alejarme de la horrible melancolía de mi padre. Insistí para que me acompañara al tren para volver a Londres, aunque sabía que él quería que me quedara. Nunca lo volví a ver; dos días después, se ahorcó.

Isobel pensó: «Y te has estado culpando desde entonces». También pensó en lo protegida que había sido su propia vida comparada con la de Daniel, en lo mucho que siempre había esperado y recibido amor. Dijo:

—Estaba enfermo. No pudo evitarlo, como supongo que tampoco pudo la madre de Giles… aunque siempre la he culpado por lo que les hizo a él y a mi suegro. No fue culpa tuya, Daniel.

—Quizá no —respondió él encogiéndose de hombros—, pero lo que sabes en tu cabeza no convence necesariamente a tu corazón. Diste en el blanco cuando dijiste que era algo pusilánime —añadió bruscamente—. Tengo mucho cuidado de no involucrarme nunca emocionalmente con nada ni nadie.

—De todas las cosas tristes que me has dicho hasta ahora, creo que esta es la más triste —dijo Isobel—. ¿Qué hay de enamorarte?

—Nunca he estado enamorado. He tenido relaciones sexuales, claro.

—Quizá nunca has estado enamorado, pero apuesto a que sí ha habido alguien enamorado de ti. —Quería saber si había una mujer en su vida, una mujer en concreto; no podía evitarlo, aunque se sentía avergonzada por su curiosidad.

—Si pensara que existía el peligro de que alguien me quisiera de verdad, me alejaría de inmediato.

—Qué actitud tan horrible —dijo Isobel—. En cualquier caso, no te creo.

Se quedaron mirándose. Daniel abrió la boca para responder, pero antes de que pudiera decir nada, se abrió la puerta y Lorna entró en el teatro.

16

—Siento interrumpir —dijo Lorna con su voz más almibarada—, pero te llaman por teléfono, Izz.

—Maldita sea. ¿No podían dejar el mensaje? ¿Quién es?

—Una tal señora Duff-Farquharson… es algo relativo a los niños y a no sé qué fiesta. Como no quieres que tome decisiones… Giles dijo que te encontraría aquí.

A Lorna le había molestado claramente descubrir por Giles que Daniel había empezado a pintar el retrato de Isobel antes que el suyo y le parecía que también el propio Giles estaba algo sorprendido. Había percibido un pequeño brote de posible insatisfacción en él, un brote que quizá pudiera alimentar provechosamente.

—Creo que no está bien que no te consultara primero. Quizá hubieras querido que terminara el telón antes de empezar a hacer nada más.

—Oh, bueno… fui yo quien le pidió que pintara el retrato.

Lorna le había dedicado una mirada llena de admiración.

—Eres tan maravillosamente tolerante, Giles. No creo que, en tu lugar, yo estuviera muy contenta… por diversas razones.

La llamada telefónica había sido una excusa muy oportuna para ir a ver qué estaba pasando e interrumpirlo… fuera lo que fuese.

—No conozco a ninguna señora Duff-Farquharson —respondió Isobel—. ¿Podrías decirle que ya la llamaré yo más tarde, si te deja su número de teléfono?

—Insistió en esperar; dijo algo sobre que necesita saber cuántos niños van a ir a la fiesta y que tenía que salir enseguida —dijo Lorna, improvisando sobre la marcha. No tenía ninguna intención de revelar que la señora Duff-Farquharson se había ofrecido para llamar más tarde.

Daniel, que había tapado el retrato en cuanto entró Lorna, empezó a recoger sus pinturas y pinceles.

—Es un buen momento para tomarme un descanso —dijo, tranquilamente.

—¿No se emborronará la pintura si la cubres así? —preguntó Lorna.

Daniel le dirigió una mirada divertida y sardónica.

—No, no te preocupes. He puesto algo para mantener la tela lejos del lienzo, pero, además, en este estadio, no importaría mucho.

Lorna tomó la decisión de echar una ojeada en secreto a la obra, en cuanto se le presentara la ocasión.

—Bien —dijo Isobel—. Supongo que será mejor que vaya a ver qué quiere. —La interrupción era muy inoportuna, pero no iba a darle a su hermana la satisfacción de ver lo irritada que estaba—. Gracias, Lorna. Siento que hayas tenido que venir hasta aquí con tantas prisas. Venga, Flapper, en marcha, será mejor que nos apresuremos. Hasta la hora de almorzar, Daniel. Gracias por todo.

Lorna estaba maravillada de que Isobel estuviera dispuesta a posar para Daniel con aquel aspecto tan desastroso. Ella no habría permitido, ni en sueños, que le hicieran una foto familiar, y mucho menos posar para un retrato, sin llevar todas sus pinturas de guerra aplicadas con el máximo cuidado. Cuando alguien la miraba, estaba acostumbrada a ver una expresión admirada y sin embargo, sin embargo… sentía aquella vieja punzada de dolor. Cuando alguien miraba a Isobel, algo en sus ojos se dulcificaba. Lorna comprendía que su hermana, al parecer sin hacer ningún esfuerzo, conseguía establecer relaciones que se le escapaban a ella, por mucho que se esforzara, y se esforzaba muchísimo. Aunque Daniel estaba de espaldas a ella cuando entró y no había oído nada de lo que Isobel y él estaban hablando, Lorna se había dado cuenta de que había interrumpido algo entre los dos. Miró hacia Daniel y se encontró con una mirada fría y enjuiciadora que la desconcertó. Al igual que Isobel antes, se sintió transparente a los ojos analíticos del pintor y no deseaba en absoluto que Daniel Hoffman vislumbrara lo que le pasaba por la cabeza.

Como solía suceder en esa época del año, Escocia parecía haber olvidado que se suponía que ya era primavera y volvía de nuevo al invierno. Isobel regresó con paso rápido hacia la casa, con las manos hundidas en los bolsillos de la vieja chaqueta verde de cachemira que llevaba frecuentemente. Había pertenecido a su suegro y estaba claro que había visto días mejores, pero a Isobel le encantaba y nunca se dejó convencer para degradarla a la función de pulir sueños, aunque la señora Johnstone había hecho varios intentos para hacerse con ella. «Pareces una gitana con esa cosa tan vieja», le decía en tono de reproche. Flapper, con las orejas agitándose con un delirio de anticipación, avanzaba a saltos delante de su ama, haciendo incursiones hasta los arbustos que rodeaban el patio para ver si el collie de Angus Johnstone le había dejado algún mensaje, pero Isobel avanzaba con los hombros inclinados para protegerse del penetrante vientecillo que llegaba del este, con el corazón bullendo de complicadas emociones y la cabeza llena de preguntas incómodas.

La persona que llamaba resultó ser la madre de una nueva amiga de la escuela de Amy.

—Hola, soy Jilly Duff-Farquharson. No me conoces, pero hace años coincidimos en una fiesta, en el Black Watch Ball, con tu encantador marido, antes de que os casarais y nunca he olvidado lo divertido que era. Últimamente he oído hablar tanto de ti que me parece que ya te conozco, aunque en realidad nunca nos hemos visto.

Isobel sabía que esta situación tan cómoda no iba a durar mucho más. La voz de la señora Duff-Farquharson sonaba implacablemente mandona.

—Queríamos organizar un pequeño grupo para el baile del Pony Club en junio y sé que Tara estaría entusiasmada si Amy pudiera venir también.

—Creo que le encantaría… ¿Puedo hablar con ella y llamarte más tarde? —dijo Isobel, prudentemente. Siempre ponía mucho cuidado en consultar con Amy antes de aceptar invitaciones en su nombre.

—Sí, claro. Emily Fortescue también va a venir y los dos chicos Murray. Son todos muy amigos, ¿verdad? Hace poco que nos hemos trasladado aquí, en marzo, cuando Plum, mi marido, dejó el ejército, pero conocemos a Grizelda y Frank Murray muy bien. Plum y Frank estaban en el regimiento juntos y hace años que son amigos.

Isobel pensó que quizá tendría que expresarle sus condolencias por esa situación. Frank Murray, una elección insólita como pareja de la fantasiosa Grizelda, era un hombre de intachable rectitud, estrecho de miras y aburrido en extremo, que siempre absorbía, igual que si fuera un potente aspirador, los buenos propósitos de Isobel de no discutir sus pedantes opiniones. Giles, que disfrutaba de sus encuentros como espectador imparcial, decía que, en presencia de Frank, Isobel se convertía en una furiosa agitadora agnóstica y de extrema izquierda.

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